Introducción
Respetado alcalde de Nuevo Brasil, altos representantes de la justicia espacial, excelencias, señorías:
Con la intención de esclarecer los hechos acaecidos durante el segundo viaje que realicé con la Stella Maris, es a mi pesar que me veo obligada a describir lo sucedido —aunque yo lo quisiera olvidar—, un periplo en el que se produjeron las situaciones más extraordinarias que puedan recordarse dentro de una nave espacial iónica.
Podré así acallar esas acusaciones cobardes —meras habladurías y maledicencias a menudo interesadas— que muchos canallas ignorantes han querido derramar sobre nuestra actuación, cuestionando mi buen nombre y honorabilidad. ¡Es tan fácil hablar sobre lo que se desconoce!
A muchos que hoy hablan o —mejor dicho— cacarean como gallinas europanas sobre lo que era o no correcto, sobre lo que debería haberse hecho, sobre lo moralmente aceptable, sobre lo ético, sobre lo justo... (¡bla, bla, bla!) me habría gustado verlos en aquellas circunstancias extremas e inesperadas en las que me encontré involucrada sin quererlo.
Y sí, lo confieso: algunas cosas no estuvieron bien. El asunto se fue de las manos, se descontroló. Lo sé. Pero es que aquellas situaciones inesperadas superaron todo lo previsible. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho? Nuestro comportamiento en todo momento fue más o menos digno y honesto; fue correcto —salvo en alguna cosa—. Fue, en definitiva, el que podría esperarse de unos nautas.
Díganmelo ustedes: ¿se puede acusar a unos nautas por actuar como nautas?
Comienzo pues a relatar los hechos, tal y como se produjeron. La historia comienza al final de mi primer viaje en la Stella Maris, cuando regresábamos a una base espacial con el motor seriamente dañado...
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