Finis Terrae, el planeta verde
El mar es mucho más complejo, en su realidad y en su fantasía, que todo lo que podamos imaginar desde tierra firme. Va para ocho meses que no veo el mar, y esto me tiene un poco desazonado. Sueño con el mar, con sus olas que vienen hacia la tierra bravas o mansas, y con el dilatado horizonte marino...
Fábulas y leyendas de la mar, de Álvaro Cunqueiro.
Al finalizar mi turno solía quedar con César en la zona de descanso del Anillo Centrífugo para tomarnos algo. Me gustaba beber allí un neurocafé con él, porque la débil gravedad del anillo te permitía tomarlo en taza. En el ingrávido puente todo era mucho más complicado.
Me agradaba sentarme con mi viejo amigo en torno a una mesa y charlar con él largamente sobre los temas más diversos, lejos de los oídos inadvertidos. Confiaba en su discreción:
—¿Recuerdas tu primer viaje en la Stella Maris, cuando eras una grumete que no dejaba de meterse en líos mientras yo te enseñaba los trucos del oficio? —me preguntó plácidamente recostado sobre una silla.
—Ja, ja. Sí, claro. Cómo podría olvidar los viejos tiempos: «No, así no, Rebeca. Novata, así no» —dije, con una mala imitación del tono de voz grave de César.
—Pero los años han pasado, y ahora soy yo el que aprende de ti, señora oficial.
—Lo importante es que seguimos llevándonos bien, César. Siempre he valorado mucho tu amistad...
—Déjate de cursilerías, que yo lo que quiero es que me hables sobre el planeta. Me interesa ese planeta nueve.
Me preparé para soltar una buena parrafada:
—La historia de la fascinación de la humanidad por los planetas del sistema solar es muy antigua. Comenzó muy pronto, con el ser humano mismo, durante el periodo Prearcaico.
—Bien. Me interesa —dijo—. Eso es cuando todavía nuestra civilización se limitaba a la tierra de la Tierra.
—Sí, así es. Los primeros planetas conocidos fueron descubiertos a simple vista por las sociedades primitivas. Bastaba con estudiar el firmamento pacientemente, con observar. En la bóveda del cielo las estrellas permanecían estáticas, mostrándose noche tras noche con una regularidad pasmosa. Sin embargo, debió causar una profunda admiración que unos pocos objetos brillantes no permanecieran fijos. Con el curso de los días era fácil darse cuenta de sus cambios de posición. Su comportamiento, en principio errático, hizo que fueran llamados «planetas» (del griego 'errantes' o 'vagabundos').
—Ah.
—Tan fascinantes debieron parecer esos cuerpos errantes del firmamento de la Tierra que muchas culturas los nombraron utilizando sus deidades. También sorprendía que cada uno tenga su propia personalidad. El grandioso Venus y el más débil Mercurio eran fáciles de identificar al alba o al ocaso; el más rojizo de todos fue denominado Marte porque recordaba a la sangre de la guerra; los dos restantes, Júpiter y Saturno, también fueron bautizados con otros nombres de dioses.
—Entonces, estos planetas deslumbraron a las sociedades del pasado, tanto como a mí me deslumbra el planeta nueve.
—Más todavía, más aún, si cabe. Durante muchos siglos, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno formaron parte de la cultura, el misticismo y la religiosidad de los habitantes de la Tierra. Cuando se descubrieron nuevos planetas, se produjeron grandes conmociones sociales. Era algo que parecía impensable, pero la invención del telescopio abría nuevas fronteras del conocimiento. Durante el periodo Protoarcaico, en el siglo XVIII, un astrónomo del llamado Reino Unido —un país norteño hoy desaparecido—, jugando con un telescopio reflector encontró un objeto que más que una estrella puntual, parecía tener una apariencia como la de los otros planetas. No titilaba como las estrellas, por el contrario, parecía tener diámetro. Al nuevo planeta lo llamaron Urano.
—Titi... ¿qué?
—Titilar. Cuando observas una estrella puedes comprobar que centellea. El planeta en cambio se veía en el telescopio como un diminuto circulito, con diámetro, a diferencia de las estrellas que, por mucho que las aumentes, siempre son un punto de luz.
—Ah.
—Por si esto no fuera suficiente, siguiendo el periodo Protoarcaico, aunque ya en el siglo XIX, otro planeta más fue descubierto, esta vez utilizando un nuevo instrumento: las matemáticas. Estudiando las extrañas perturbaciones de la órbita de Urano, se comprendió que estas anomalías solo podían ser debidas a la presencia de otro planeta más externo. Bastó con apuntar un telescopio al lugar donde indicaban los cálculos matemáticos realizados y en poco tiempo se descubrió un nuevo planeta. Recibió el nombre de Neptuno.
—Debió producir sensación comprobar que los nuevos métodos permitían descubrir planetas más allá de la órbita de Saturno.
—Neptuno se descubrió gracias a las matemáticas. Nunca el intelecto humano pareció más poderoso, César. Después, ya durante el siglo XX, entrando en la era Arcaica, se creyó descubrir un nuevo planeta al que denominaron Plutón, un cuerpo que actualmente es considerado un sencillo planeta enano.
—Y luego llegó el planeta nueve.
—Eso es. Fue cuando se consideraba que no quedaban más planetas por descubrir en el sistema solar y...
—Nuevamente, pilló a todo el mundo por sorpresa.
—Sí, en el siglo XXI, un equipo de científicos españoles realizó el hallazgo, el llamado Grupo Ataecina. Fueron ellos los que bautizaron al planeta nueve llamándolo Finis Terrae, un nombre que, sin embargo, no prosperó y hoy no es muy utilizado.
—¿Finis Terrae? ¡Qué nombre más raro!
—Estaba tan lejos del Sol, que lo denominaron Finis Terrae, porque más allá de ese planeta no se extendían más tierras, sino un enorme océano de varios años luz de vacío llamado espacio interestelar, solo interrumpido al llegar a las estrellas más cercanas.
—El fin de la tierra... —dijo César pensativo, tras tomar un sorbo de neurocafé.
—Recordaban así al cabo Finisterre, un lugar en la costa gallega que en su tiempo fue considerado el más occidental de la península, en un tiempo en el que se desconocía que existieran tierras más allá del océano Atlántico. Así, este cabo era considerado el fin del mundo conocido, pues más allá de ese punto se consideraba que no había nada más que océano.
—No lo sabía.
—Si los primeros planetas llegaron con la paciente observación del firmamento, si Urano fue descubierto gracias a los primeros telescopios eficientes, si Neptuno fue una manifestación del poder de las matemáticas, Finis Terrae fue encontrado gracias a la potencia de la inteligencia artificial. Fue utilizada para estudiar intensamente las millones de imágenes que se disponían del firmamento, en busca de los pequeños indicios que permitieron identificarlo.
—Eso sí lo sabía, porque cuando le pregunto a Gerardo sobre el tema, me lo recuerda a menudo. Él se siente orgullosamente heredero de aquellos toscos algoritmos del período Arcaico. ¡Oye!, a veces pienso que esa inteligencia artificial está mal de la cabeza...
—Finis Terrae es un planeta más grande que la Tierra y el resto de planetas terrestres. A la vez, es más pequeño que Neptuno y el resto de los planetas gigantes. Es decir, no llega a ser un planeta del tipo neptuno ni del tipo terrestre. El planeta nueve es de un tipo distinto, muy abundante en otros sistemas planetarios, y que se denomina Supertierra.
—Una supertierra.
—Sí, de ahí el gran interés que existe por comprender Finis Terrae, porque estudiarlo supone entender un tipo de cuerpo celeste diferente a todo lo conocido. Los análisis de los telescopios han revelado un mundo extraño. Su atmósfera está dominada por el hidrógeno como los planetas gigantes, pero con una presión mucho menor, solo de unos cientos de atmósferas, comparable a la de los planetas rocosos. La supertierra tiene así conjuntamente características propias de los planetas gaseosos y terrestres.
—Ah.
—Lo más sorprendente es su color intensamente verde, muy distinto del azul de los gigantes de hielo como Urano y Neptuno, ambos de color azul por el reflejo de la luz del sol sobre el metano de sus atmósferas; distinto también del azul de la Tierra producido por el efecto Rayleigh asociado a la dispersión de la luz.
—Es verde.
—Asimismo, la supertierra va acompañada de una pléyade de lunas de tamaños diversos, desde sencillas rocas hasta Ézaro, un cuerpo más grande que Plutón.
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