Europa, Europa
Los puertos no son buena cosa... ¡se pudren los barcos y los hombres se van al diablo!.
El espejo del mar. Joseph Conrad.
Contemplada desde más de diez millones de kilómetros de distancia, la Gran Mancha Roja de Júpiter brillaba grandiosa entre las bandas de nubes del gigante planetario. Los siglos pasaban, pero esa Gran Mancha Roja permanecía inalterable en la atmósfera del gigante gaseoso, impasible como una esfinge egipcia ante el transcurrir del tiempo. Los científicos aseguraban que el sistema atmosférico de Júpiter en cualquier momento podía hacer que la gran mancha se disipase; podía terminar de un día para otro, como lo hacen las pequeñas tormentas de la Tierra. Recuerdo estar allí, admirando la mancha, mientras pensaba que podía ocurrir en aquel mismo instante, delante de mis ojos. Miré expectante durante unos minutos, esperando a que la mancha desapareciese. Pero era muy improbable, llevaba así muchos cientos de años. Los siglos pasaban y ese anticiclón no desaparecía.
Un torbellino casi eterno. Esto era una buena metáfora de lo que había llegado a ser mi vida en la Stella Maris durante estos últimos años de regreso. Pero nada, ni la Gran Mancha Roja, era para siempre y la pesadilla en la Stella Maris llegaba a su término. Por fin arribábamos a un puerto espacial seguro. Mi pelo había crecido desde que habíamos salido de Bengaluru, ahora un palmo más largo. Me lo podría cortar cuando llegásemos a nuestro destino.
—Recibido, Quetzal —dije—. Aquí, Stella Maris. Quedamos a la espera de que larguen pértigas.
Recibido. Largamos pértigas. Permanezcan estáticos.
—Recibido, Quetzal —respondí—. Quedamos estáticos y a la espera de su maniobra.
Mientras las pértigas semirrígidas del empujador Quetzal se enganchaban a la Stella Maris para remolcarla a través del poderoso campo gravitatorio de Júpiter, se me ocurrió pensar en Irene, la navegante de la nave. Estaba en deuda con ella... Sus enseñanzas habían sido decisivas durante los años del viaje de regreso. El curso de oficial había sido muy difícil, tal como me advirtieron: Astronomía náutica, Física gravitatoria, un poco de Física nuclear, Relatividad General, otro poco de Ingeniería... y un mucho de esas matemáticas inentendibles —a las que el Espacio confunda— con la geometría de las rutas del sistema solar, elipses y parábolas imposibles moviéndose en las tres dimensiones.
Pero, sin duda, los esfuerzos habían dado sus frutos. Gracias a las enseñanzas de Irene y a mi firme determinación, había aprobado el examen de oficial. Ahora, una preciosa gorra negra lucía flamante sobre mi pelo teñido de negro.
Stella Maris, acoplamiento exitoso.
—Recibido, Quetzal.
Rebeca Vargas, tercera oficial de la Stella Maris. Oficial de maniobra. Sonaba bien. Deseaba volver a Bengaluru para ver a los viejos y comunicarles mis escasas alegrías. Es verdad que ya había hablado con ellos por el intercomunicador, pero en persona era mucho mejor. Deseaba abrazarlos. Esa niña inmadura había quedado atrás hace mucho tiempo, y ya era una nauta como es debido.
Pero Bengaluru quedaba lejos, demasiado lejos. No volvían al hogar, sino a Nueva Colombia. La inercia. El delta de velocidad adquirido durante la persecución de El Ophir había sido tan elevado, que la ruta más fácil de retorno había sido a la órbita de Júpiter, y con el motor tan dañado se había optado por la derrota más sencilla.
Stella Maris, ¿cuánto necesitan que los remolquemos?
—Todo cuanto puedan —dije—, arribamos con la propulsión seriamente dañada, es un milagro que hayamos llegado hasta aquí.
La holografía de Manuel Maraña, el jefe de máquinas, apareció en el puente.
Buenos días, Rebeca.
—Buenos días, Manuel. ¿Puedes enviar a alguno de tus drones para verificar el encastre de las pértigas telescópicas de la Quetzal en los anclajes de la nave?
Claro que puedo.
Recuerdo que brevemente desvié mi mirada para echarle un vistazo a la escotilla del santuario. Permanecía opaca. Llevaba meses así. No teníamos noticias del maldito capitán Ahab. Había pasado muchos meses sin torturarnos con sus excentricidades, refugiado en su cabina. La ingeniera Beatriz aseguraba que seguía vivo, porque sus raciones de comida eran devoradas con regularidad. Aunque era bueno que ese infame cefalópodo permaneciera inactivo, a pesar de ello, durante el viaje de retorno la melancolía nos había invadido a todos.
Dos ha revisado el anclaje de las pértigas. Todo correcto, Rebeca.
—Gracias, Manuel.
En mi hombro derecho se mostraba orgulloso mi primer tatuaje nauta: "Stella Maris". Aunque este viaje nefasto no arrojase beneficio y no hubiera paga, comprendí que había cosas más importantes: seguíamos vivos. «Mi primer nave, para lo bueno y para lo malo», pensé. Si había vida, había futuro. Llegarían tiempos mejores. No había tormenta eterna, ni mal que mil años durase, ni siquiera ese torbellino casi inmortal que se mostraba ante mis ojos, la Gran Mancha Roja. Nada, nada era para siempre.
—Quetzal, todo correcto. Pueden encender motores.
Recibido, Stella Maris. 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1... Ya.
Los motores de la Quetzal se pusieron a toda potencia, con la popa por delante, dejando una estela delantera violácea de iones a decenas de miles de grados que frenaban la caída de las dos naves acopladas en el poderoso campo gravitatorio de Júpiter. Los motores de la Stella Maris —también con la popa por delante— quedaban parados, tampoco habrían sido de gran ayuda estando tan averiados; además, unida a la Quetzal por las pértigas telescópicas, si la nave encendiera sus motores habrían achicharrado al pequeño remolcador.
Se necesitaba decelerar nada menos que 5,7 km/s para poder dirigirse a la luna Europa. Por si esto fuera poco, después había que reducir algo más de un km/s adicional para entrar en una órbita circular sobre Europa y allí alcanzar el pequeño astillero en la órbita de la helada luna. Allí se podría reparar la maltrecha propulsión de la nave. Los deltas de velocidad que se necesitaban en el campo gravitatorio del inmenso Júpiter eran excesivos para las capacidades de la averiada Stella Maris, pero los conseguíamos gracias al remolcador Quetzal.
—Manuel, ¿va todo bien?
Su holograma apareció otra vez en el puente de la nave:
Claro que sí, Rebeca. Lo estás haciendo muy bien en tu primer día sola al gobierno de la nave. Por cierto, qué bien te sienta esa gorra negra...
Maraña consiguió hacerme sonreír. Sonreír era algo que no había hecho demasiado durante los últimos meses. La moral de la tripulación mejoraba. Escapábamos al ambiente melancólico que se había adueñado de todos nosotros durante demasiado tiempo. La Stella Maris arribaba a un puerto seguro y la esperanza volvía a nuestros corazones.
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