El juramento
—Y recuerde —añadió Courtney, regañándome amistosamente—, como dice míster Bligh, que no hay leyes más justas que las que rigen a los hombres en el mar. No sólo justas, sino necesarias. Hay que mantener la disciplina tanto en los mercantes como en los barcos de la Marina, es la única manera de evitar los motines y la piratería.
El motín de la Bounty, de Charles Nordhoff y James Norman Hall
—¡Te mataré, Elvis! ¡Te mataré!
César me sujetaba en el aire cogida por la cintura, mientras yo me debatía histérica pataleando y dando cuchilladas en el vacío con mi navaja eléctrica intentando herir a Elvis, mientras él me contemplaba atónito a una distancia prudente.
—¿De qué te quejas, Rebeca? —se defendía—. El cliente está satisfecho y hemos sacado diez mil pesos de manera fácil. Cinco para ti y cinco para mí. ¿Cuál es el problema?
—¡Juro que te mataré! ¡Has estado a punto de matarnos a todos!
—Qué exagerada eres. He corrido con los gastos del batiscafo, la comisión de [Silbido suspirado]. Bueno, no os cobraré nada por haberlos tenido aquí alojados unos días...
Quizá Elvis tenía algo de razón. Cuando me relajé, vino a mi memoria un recuerdo. Hace unos años, a punto de iniciar en Ceres mi primer viaje en la Stella Maris, también estuve a punto de cortarles el cuello a César y Ben; luego me alegré de no haberlo hecho. Quizá, simplemente, le estaba cogiendo cariño a Elvis y esta era mi forma de expresarlo. Los nautas somos así.
En fin. A veces pienso que no estoy bien de la cabeza.
Serafín había sido generoso. Eso nos permitió pagarle a Elvis algunos atrasos, aunque él no quería recibirlos, y se acabaría por fin lo de dormir sobre un banco en el bar. Pensé que esa noche dormiría en una habitación para mí sola, en una cama mullida, algo muy agradable cuando se acuesta uno en una luna con una gravedad tan intensa como la de Europa.
Pero no ocurrió así, porque ese mismo día, cuando acabábamos de volver de Padres Fundadores, fue el día en el que recibimos el mensaje.
Sabíamos que iba llegar un día u otro a nuestros intercomunicadores; pero, aun así, uno nunca está realmente preparado:
Mensaje de la Stella Maris: Incorpórese a bordo mañana a primera hora.
Recordé que hacía solo unos pocos años me habría sentido emocionada por la posibilidad de embarcarme en una nave iónica. Sin embargo, ahora tenía que reconocer que habría sido más feliz viviendo en esa cantina de nautas y haciendo pequeños encargos para ganarme la vida. Con algunos arreglos, Berta, ese batiscafo...
Aquella última noche en Nueva Colombia, César, Ben y yo bebimos todo el ron que estuvo a nuestro alcance. Creo que vaciamos el bar. Éramos tres camaradas que iniciaban una nueva aventura de resultado incierto: estar a las órdenes del capitán Ahab siempre significaba problemas.
César era el que estaba más afectado de los tres. Se le veía muy preocupado. No paraba de acariciar su amuleto, esa palasita pulida que colgaba de su cuello y que él pensaba que le daba buena suerte. Buscaba así acabar con lo que él aseguraba que era una racha de mala fortuna, una racha que ya duraba demasiado.
Ben se lo tomaba mejor, con esa placidez tan suya, y amenazaba con tocar su armónica, pero prefirió alimentarse; de hecho, asustaba verle comer. Me sorprendía comprobar cómo en un cuerpo tan pequeño como el suyo podía caber tanta comida. Era seguro que todos echaríamos de menos el sabroso caldero de arroz nauta.
Yo, por mi parte, sentía que me invadía la tristeza. Había compartido con mis compañeros las ganancias, mil para cada uno de ellos. Ahora que teníamos dinero y podíamos disfrutar de Nueva Colombia, había que embarcarse. Precisamente ahora. Qué mala suerte. Nos íbamos cuando empezábamos a divertirnos.
Aunque le pagué la habitación a Elvis, no deja de ser curioso que no fui a acostarme a mi cama en toda la noche. Los tres camaradas, hablamos y hablamos embriagados por el ron y la nostalgia. César nos contaba viejas historias nautas de los primeros colonos del sistema solar externo, cuando gracias a la ingeniería genética se introdujeron las primeras especies de cefalópodos en los mares europanos. También nos habló de Elvis:
—Hace solo unos años, en este mismo garito, jugando a los dados con unos canallas empecé a sospechar que me estaban estafando. Llevaba perdidos más de doscientos pesos cuando descubrí que los dados estaban trucados.
—¿Y qué pasó?
—Me peleé con ellos, claro. ¿Qué otra cosa podía hacer? Uno contra tres. Es verdad que me pegaron bien, aunque yo conseguí colocarles algún golpe afortunado. Fue así, en el fragor de la pelea, que me di cuenta de que alguien se había unido a mí para ayudarme. No tuve demasiado tiempo para prestarle atención. Estaba demasiado ocupado. Solo cuando me dejaron tirado en el suelo, tuve constancia de que había otro más con la cara partida como yo. Y fue así, con la cara rota, que vi a Elvis.
—Qué bruto eres, César.
—Yo ya conocía a Elvis, él era el que regentaba el local, pero fue así, cuando nos dieron una paliza esos canallas y nos dejaron tirados, que comenzó nuestra amistad.
—¿Es ésa tu forma de hacer amigos? —pregunté riendo.
—Te recuerdo que tú intentaste cortarme el cuello cuando te conocí —dijo César.
—A mí también —añadió Ben con los carrillos llenos.
—Bueno, cosas de nautas. Somos así.
—Elvis es un buen tipo, pero muy raro. ¿Lo creeríais? Nunca ha salido al Espacio. Yo creo que hasta le da miedo. Sin embargo, no es todo malo en él. Elvis se ha sumergido infinidad de veces en las profundidades de los mares europanos. Trabajó durante muchos años como técnico de mantenimiento.
—¿Alguna vez le acompañaste?
—Un par de veces. Nosotros estamos en la parte más superficial de Nueva Colombia, pero esta base es como un complicado hormiguero horadado en el hielo, con muchísimos túneles y galerías. Si los sigues y no te pierdes, terminas en la parte inferior de la corteza de hielo. Allí hay algo parecido a un puerto, por el que se puede salir hacia el mar interior.
—Lo sé, ayer estuve en él —le recordé—. ¿Tú también te sumergiste?
—Ya te he dicho que sí, le acompañé mientras realizaba revisiones del casquete de hielo sobre el que descansa Nueva Colombia. Ya lo sabéis. A menudo, los gases se acumulan entre el mar de agua y la corteza de hielo. No sé. Creo que son cosas de los clatratos o las fumarolas. Al final, estos gases siempre terminan escapando al Espacio en forma de un bonito geiser, pero hay que controlarlos, porque algunos de esos géiseres son muy potentes y si surgen en mal sitio podrían dañar Nueva Colombia. Hay que monitorizarlos continuamente.
César nos explicó que en Nueva Colombia siempre había carestía de todo, siempre incapaz de satisfacer la demanda de bienes y servicios de la ávida población de cefalópodos europanos. Este mundo de hielo carecía de todo en general, pero especialmente metales, un hecho que había supuesto la forma de vida de los mineros del cinturón de asteroides.
Ben también intentó entretenernos contando alguna anécdota:
—Me encantar el caldero nauta. El mejor ser el de Encélado. Muy rico. El arroz llevar gambas. Las gambas ser extraño marisco que abunda allí. Ser exquisito.
—¿Y tú de qué conoces Encélado, en la órbita de Saturno? ¿Qué hiciste allí, Ben?
Ben agachó la cabeza y no supo qué responder.
En un momento dado, cuando ya nos habíamos bebido todo lo bebible, rompió la hora del amanecer. Entonces, César nos pidió realizar un juramento.
Fue así como sentados a la mesa de aquel garito de nautas de Nueva Colombia, la base humana ubicada en Europa en medio del sistema joviano, César, Ben y yo juntamos nuestras manos, unas encima de otras, y juramos solemnemente que, ocurriera lo que ocurriera en este viaje peligroso en el que todo parecía tan poco seguro, no nos separaríamos. Permaneceríamos juntos, ayudándonos. Pasase lo que pasase.
—¡Lo juro! —gritamos los tres a la vez, mientras nos cogíamos con fuerza las manos.
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