Asclepio

Este desordenado espíritu se alojaba, como se ha dado ya a entender, en un cuerpo asimismo desquiciado.

Benito Cereno, de Herman Melville.

Al terminar mi turno de guardia me sentía muy cansada, pero también terriblemente furiosa. Mi nivel de nerviosismo era tal que no conseguía conciliar el sueño. Necesitaba descansar para poder estar fresca al día siguiente. Lo iba a necesitar de verás.

Sin embargo, la inquietud me dominaba. Los acontecimientos de este viaje superaban mis previsiones más pesimistas. Sudaba y me movía inquieta en el saco de dormir de mi cámara.

Al parecer, el asqueroso capitán Bligh quería convertir la Stella Maris en una nave multigeneracional. Según su planteamiento improvisado, nuestros hijos, nietos y bisnietos nacerían en esta nave durante el curso de las décadas. Ellos llegarían al planeta nueve. Dentro de este plan enloquecido y perverso, yo constituía una parte importante, porque no había más mujeres a bordo.

Algunas veces, conciliaba el sueño durante unos segundos para despertarme sobresaltada de forma súbita. Otras, jugaba nerviosamente con el anillo que llevaba en el dedo índice de mi mano derecha. Era el de coral rojo que había adquirido en Europa. Pensé que quizá debería haberme quedado allí, en Nueva Colombia, y haber afrontado un juicio por no presentarme en la Stella Maris. Cualquier cosa era preferible a esta pesadilla.

Mi cabina de oficial era más cómoda que el puesto junto a la marinería que tenía antes. Cuatro tabiques me proporcionaban una cierta sensación de intimidad. Por lo demás, un punto de anclaje para el saco de dormir y un dispensador de comida y otro de ropa. Ya no se escuchaban los ronquidos de Ben; sin embargo, a pesar de todo, echaba de menos poder correr la cortinilla para mantener esas conversaciones nocturnas con César, porque solían ser de ayuda para conciliar el sueño

Comenzó a dolerme la cabeza, una sensación atroz en la nuca y en las sienes que hacía que sintieras que te iba a estallar. Quizá era la tensión, quizá el cansancio, quizá las dos cosas.

—Asclepio —dije.

Hum sí, navegante Vargas. ¿En qué puedo ayudarle?

—Asclepio. No puedo dormir.

Está usted, hum, muy excitada. Debería relajarse. Cefalea... Esto no es bueno para su salud. Puedo proporcionar unas pastillas en el dispensador...

—No, no es eso.

¿En qué puedo ayudarle entonces?

—Tengo alguna duda.

¿Sí?, ¿de qué se trata?

—¿Se siente usted cómodo sabiendo que pronto iniciaremos un viaje de ciento treinta y cinco años?

Hum, sí. Perfectamente, un agente de inteligencia artificial puede vivir durante cientos de años sin mayores dificultades. Mi único problema son los caprichos de los humanos. Ya sabe qué le ocurrió a mi predecesora.

—No fue un humano, sino un cefalópodo llamado Ahab quien decidió la suerte de Estela, la antigua agente de protocolo.

Se produjo un silencio incómodo.

—De cualquier forma —continué—, Asclepio, hay una duda más que me asalta en la mente con más intensidad que las demás. Es una idea turbia que me atormenta, un pensamiento que vuelve a mi consciencia una y otra vez. Se lo plantearé de forma sencilla, en una pregunta directa.

Adelante, navegante Vargas.

—¿Considera usted que el capitán Bligh está sano?

Una extraña cuestión, navegante Vargas. Como comprenderá, debo respetar la confidencialidad sobre el estado de salud de los tripulantes. Sin embargo, con la debida y necesaria cautela, hum, puedo decir que el capitán Bligh —al margen de detalles sin importancia que no viene al caso desvelar— se encuentra en perfectas condiciones de salud.

Sí, por supuesto, él está bien.

—¿Y cree usted que está capacitado para el mando de la nave?

No veo el problema.

—Ya, ¿pero no es acaso su desconfianza extrema claramente enfermiza?

Se refiere usted a la esquizofrenia paranoide, un mal muy común entre los cefalópodos europanos, por cierto.

—¡Sí, eso es! ¡Eso es lo que quiero decir! Esquizofrenia paranoide.

No lo creo. No creo que esa sea la causa de su proceder.

—¿La conoce usted?

Hum, es muy obvio. Él no está enfermo. El capitán Bligh es simplemente un retorcido canalla y, eso, a mi entender, no es una enfermedad. La maldad es un estado mental antisocial, pero perfectamente saludable.

—Pero no cree usted que sus ficciones, sus ilusiones, sus fabulaciones, sus ensoñaciones, sus distorsiones de la realidad... ¿no son acaso una manifestación de algún tipo de oscura perturbación mental similar a la esquizofrenia paranoide?

Hum, ¿adónde quiere usted ir a parar, navegante Vargas?

—El párrafo 3, sección 2, de la Normativa espacial establece que «en los casos en los que pueda constatarse la manifiesta incapacidad física o mental del capitán de una nave, este podrá ser relevado de su cargo... »

¿Y qué quiere usted de mí?

—Si usted, Asclepio, como responsable médico del viaje, certificara la incapacidad...

Navegante Vargas, usted es la segunda oficial de la Stella Maris. Con el debido respeto, hay muchas formas de ascender en el mando de una nave y —permítame que se lo explique— las más rápidas no suelen ser las mejores.

Si usted quiere ascender es mejor que trabaje día a día con pasión y profesionalidad que, sin duda, llegará usted a cumplir su sueño de ser primer oficial. En estas cosas, créame, los atajos no suelen ser una buena idea. Reprima su ambición, por favor.

—No me ha entendido bien.

Mire, navegante Vargas. Estela, la agente de inteligencia artificial de protocolo, mi predecesora, fue desinstalada sin contemplaciones a petición del último capitán. Le aseguro que no tengo ningún interés en que a mí también me ocurra lo mismo. Hum, es así.

—Asclepio, ya me ha llegado el sueño. Retomaremos esta conversación en algún otro momento.

Descanse entonces, navegante Vargas, y olvide por favor esas ideas febriles.

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