Arribando a Saturno
Un estado de reverencia y temor trastornó a la multitud al advertirse que la goleta, como por milagro, había encontrado el puerto gobernada por las manos de un muerto.
Drácula, de Bram Stocker.
Aunque el viaje hacia Saturno apenas duró algo más de un año y medio, fue enormemente duro. Para mí era una tortura en lo personal comprobar las continuas penalidades que el pobre Ben tenía que afrontar. El capitán Bligh la tenía tomada con él y siempre era el objeto de los castigos más duros.
El pobre Ben perdió durante el periodo más de quince kilos de peso. Estaba en los huesos. Pero más importantes que los daños que recibía en su cuerpo, pesaban los que atormentaban su alma. El otrora siempre feliz Ben, parecía marchitarse cada día más.
Cuando Bligh se aburría con la monotonía del viaje, siempre encontraba diversión con facilidad:
¡Minero Conrad, mequetrefe, acuda al puente de inmediato!
Y él llegaba en unos minutos.
—A sus órdenes, señor capitán Bligh.
Ha tardado usted demasiado. Cuando digo de inmediato quiero decir de inmediato. Usted hoy no come.
—Por favor, capitán...
Mírenlo. Miren ustedes a este humano pelirrojo famélico. Con su cara de inocente y sus ademanes inofensivos. Pues como nadie lo hace, seré yo el que tenga que decirlo: es una serpiente venenosa y traicionera, el vivo retrato de la maldad.
¡Ah!, Ben Conrad, yo sabré cómo enderezarte y hacer de ti un verdadero nauta.
Cuando ocurría en mi presencia, yo no intervenía por el riesgo de alterar la inestable mente del capitán y empeorar la situación aún más. Yo callaba y agachaba la cabeza, pero no dejaba de pensar que, al llegar a la órbita de Encélado, cuando comenzáramos a plantear el viaje al planeta nueve, ése sería el momento de mi desquite.
Si lo que iba a acometer era un motín, poco importaba. Es verdad, que si el tema se enredaba —y con el temible Bligh esa posibilidad era más que probable—, podía terminar frente a un tribunal espacial.
Es verdad. Podía ocurrir. El castigo en algunos de estos casos era la pena de muerte —una posibilidad muy real—, pero de alguna manera encontraría la forma de eludirla.
Siempre era mejor afrontar estos peligros que la seguridad de un viaje de por vida, un viaje generacional en el que nunca llegaría a ver el planeta nueve. Un viaje en el que se esperaba que yo pariese los hijos que llegarían al final del viaje.
Yo, terrible capitán Bligh, soy algo más que un útero. Se lo aseguro.
La mayoría de la tripulación me apoyaba, Ben y César, mis queridos camaradas, por supuesto, estaban de mi lado. En Nueva Colombia habíamos jurado que permaneceríamos juntos, ocurriera lo que ocurriera, y si había que ir a prisión, pues juntos y si había que morir, pues eso, los tres juntos.
También Serafín estaba conmigo totalmente. Yo le dejaba caer cosas. Y él no respondía, pero me miraba fijamente y sonreía, el muy pícaro: «¿Sabes? Esos huevos fecundados por Bligh de los que estás cuidando son para sustituirle cuando él fallezca. Serán los futuros capitanes en este largo viaje. Si algo les ocurriese, no podríamos partir hacia el planeta nueve. Una pena, ¿verdad?». Me costaba pensar que lo hiciera todo para fastidiar a Maraña. Quizá se sentía estafado por Bligh, él siempre pensó que íbamos hacia Plutón.
Gerardo siempre era una incógnita, aparentemente un apoyo incondicional, pero es que esa inteligencia artificial era cualquier cosa menos inteligencia. Estaba como atontado, viviendo en un mundo raro de fantasías. Cuando me quedaba a solas en el puente, aparecía y me recitaba poesías extrañísimas, llenas de palabras que ni siquiera entendía:
De los daños que me has hecho
tantos meses desdeñosa
contra mí,
me queda un solo provecho:
mi ternura es más gozosa
para ti;
y comprimo con empeño,
dejo espacios liberados
en el disco,
y algoritmos yo diseño,
un prodigio es procesarlos,
ya te aviso.
Claro, yo le seguía el juego, pero por una cuestión de supervivencia, porque me sentía muy incómoda con él.
Más dudosas eran las actitudes del vehemente Maraña y de Asclepio, cuyas negativas eran muy obvias. Tenían miedo y era imposible convencerlos. No serían una ayuda cuando llegara el momento.
Por último estaba el dubitativo Montero. El contramaestre siempre se negaba, pero con reservas, porque en sus ojos yo veía que él estaba de acuerdo conmigo. Permanecía siempre esa mirada de «estoy contigo, pero no puedo animarte a perpetrar un motín porque soy el contramaestre de la nave». Llegado el momento, José Montero podía ponerse de su parte. Le conocía bien, y sabía que era un hombre cabal y prudente, un hombre bueno.
Además, él también sufría viendo la crueldad con la que el maldito capitán Bligh trataba al pobre Ben. Yo le miraba de soslayo y veía cómo él también agachaba la cabeza para no empeorar las cosas. Tampoco replicaba a Bligh, pero yo sabía que Montero era un hombre recto y, a veces, descubría que sus ojos fulguraban con el furor que le quemaba por dentro al presenciar esas injusticias.
Estos eran mis planes. Por eso, cuando llegamos a la órbita de Saturno, yo tenía alguna esperanza de solucionar aquello de forma incruenta.
Pero no. ¡Ay, qué desastre!
Todo salió mal.
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