[04] Domingas al viento
Después de la gala y tras haber ya comido y todo. Las chicas y yo hacemos de la habitación nuestra fortaleza. Lo bueno es que al haber diez horas de diferencia respecto a España, las galas se graban a primera hora de la mañana, siendo ya las diez de la noche allí.
Nos han preguntado que si esta noche queríamos tener fiesta, y pese a estar todos un poco cansados después del largo vuelo y, por lo menos yo, con un Jet lag considerable, pues hemos dicho que sí porque estamos deseosos de pasarlo bien y darlo todo.
Ha sido muy graciosa la distribución que hemos hecho de la habitación, pues las chicas nos hemos apiñado juntas en las camas de la derecha y los chicos en las de la izquierda. Veremos cuanto dura esto, y el puterío de camas con el que acabamos. Me meo sólo de pensarlo.
—¿Y a ti, Dulce te atrae alguno ya? —pregunta Estela con su tono de voz aniñado.
Parece la típica tía insoportable por su forma de hablar y además da rabia hasta mirarla porque está buena que te cagas. Sin embargo, es una niña adorable que desde que hemos llegado ha estado al pendiente todo el rato de cómo nos encontrábamos los demás.
—Pues claro, le flipa Alejo —aporta Lola.
La miro espantada, pero su gesto pillo hace que me empiece a reír y a negar con la cabeza. Todas dan palmaditas encantadas, haciendo comentarios de lo buenísimo que está Alejo. Cada vez son más creativas y las descripciones que hacen sobre él son más sexuales. Hasta que Maika abre la boca y nos hace partirnos de risa a todas.
—Tiene que tener el pepino como la copa de un pino.
—Tía, como te pasas —responde Jéssica, que es super coherente, quizás porque es la más joven y aún no se le ha roto el filtro cerebro-boca o quizás porque esa es simplemente su manera de ser—. ¿En qué te basas para saber que tiene la po... el pene grande?
—Puedes decir polla, cielo, no nos vamos a asustar ninguna. —Le suelta Maika.
—Dicen que para saber el tamaño hay que mirarles las manos, y las tiene enormes —apuntillo yo, abriendo mucho los ojos.
Reímos de nuevo, hacemos buena piña. Aunque la convivencia es muy difícil y poco a poco iremos viendo de verdad el carácter que se gasta cada uno, por el momento todos nos llevamos muy bien, y a mí, particularmente las chicas, cada una con sus particularidades, me han parecido increíbles.
Estamos hablando sobre como nos gustan los hombres cuando Estela se levanta como si le hubiesen metido un cohete en el culo. Se cuela prácticamente entera en el armario bajo nuestra atenta mirada. Nos ha dejado alucinando de lo rápido que se ha puesto en pie. Y sale con un super neceser azulón. Se vuelve a sentar frente a mí y abre el maletín.
—Jo, es que esto me recuerda un montón a las fiestas de pijamas y estaba pensando en que podríamos pintarnos las uñas. —Propone con su carita de niña buena llena de esperanza.
No nos resistimos ninguna. Lo cierto es que a mí también me estaba recordando bastante a una fiesta de pijamas. Y hace tantísimo tiempo que no quedo con mis amigas, prácticamente desde que Diego y yo nos fuimos a vivir a Madrid, hará unos seis, casi siete años, que el hablar con las chicas de temas banales y el reírnos de cada estupidez, me está devolviendo a mis años pre-preocupaciones.
Estela empieza a pintarme las uñas de las manos en un tono coral súper bonito y muy vivo. Dice que este tono va con todo y que es de larga duración para que no se me descascarille.
Asiento, me parece bien todo lo que me haga. Me encanta que me soben pues entro en una especie de trance de descanso y paz. Quizá por eso empiezo a pensar en las que fueron y a día de hoy considero mis amigas. Aunque no se si ellas a mí también.
Sí, se puede decir que mi relación con las que habían sido mis mejores amigas desde la infancia no era de las más estrechas, pero eso seguro que era culpa mía. Pocas veces eran las que nosotros, Diego y yo, íbamos a Barcelona, contadas más bien, y cuando lo hacíamos nos refugiábamos cada uno en casa de sus padres, disfrutábamos tanto de ellos como de nuestros hermanos y volvíamos para Madrid.
Y tampoco les ofrecí a ellas venir nunca a casa. Los problemas económicos empezaron casi al momento en que llegamos a Madrid, y no quería invitarlas y no poder ofrecerles nada, ni siquiera un recorrido turístico.
Lo recuerdo todo como si fuese ayer, como pasé de ser una cría que sólo se preocupaba por estudiar y trabajar para ganar dinero y poder salir de fiesta con sus amigas. Nos trasladamos a Madrid cuando tenía tan solo veintidós años. A Diego le ofrecieron un buen puesto de contable en una mediana empresa, el sueldo era una maravilla y aunque yo por ese momento tenía mi trabajo fijo a media jornada en una boutique de Barcelona y estaba terminando la carrera de educación social, cedí a mudarme con él.
Dejé la boutique sin pensármelo dos veces. Así es el amor cuando es joven y poco maduro, cuando piensas que te vas a comer el mundo aún sin tener nada siempre y cuando tengas al lado a la persona que amas.
Diego me propuso acabar el tercer año de grado a distancia. Yo ya me encontraba en el tercer cuatrimestre, y el prometió, en caso de el año siguiente yo no encontrar trabajo para matricularme en alguna universidad madrileña, pagarme a matrícula.
Y así lo hicimos, Nos fuimos de Barcelona como dos locos enamorados, con las maletas llenas de ropa, el corazón hinchado de ilusión y las manos vacías. No teníamos vajilla, ni sábanas, ni toallas ni todas esas cosas necesarias en una casa. Pero poco nos importaba en ese momento.
La suerte estuvo de nuestro lado, ya que el pisito, que la empresa nos había hecho el favor de buscar por nosotros, estaba completamente amueblado. Así que la misma tarde que aterrizamos, dejamos las maletas y nos fuimos en busca de un Ikea. Con los dedos entrelazados, acurrucándonos en cada oportunidad y digo con orgullo que sin discutir ni una sola vez, nos hicimos con un montón de enseres.
Fuimos felices, muy felices, recorrimos Madrid cargados de amor. Transitamos sus calles desesperados por aprenderlas de memoria y olimos sus rincones, los respiramos y los hicimos también un poquito nuestros.
A los seis meses ya teníamos nuestra propia casa. El día en el que vi nuestras firmas ante el notario, fue como si una llamarada de energía, ilusión y satisfacción se hubiese apoderado de mi cuerpo. Sentí ese aumento del ritmo cardíaco, seguido de un cosquilleo y esa incredulidad que se dan en los momentos que sabes van a ser trascendentales en tu vida.
Y seguimos con la misma ilusión con la que hacía apenas medio año habíamos llegado. Me inscribí en la universidad y me encantó su campus, los profesores y la poca gente con la que llegué a hablar. Conseguí un trabajo de tres horas en una empresa de limpieza que me iba genial para compatibilizar con mis estudios.
Transcurrieron los días entre cenas tardías, risas a deshoras, paseos que parecían nunca terminar, cañas bien fresquitas en alguna terracita de cualquier calle del centro, besos sonoros y broncas, también muchas broncas.
A Diego empezó a entusiasmarle la fotografía y la pintura, supongo que en realidad siempre lo tuvo dentro de él, sólo que en Madrid conoció a un compañero, Borja, que le introdujo un poco más en ese mundillo.
Se compró una buena cámara de fotos y lienzos para pintar, aún no había descubierto porque se decantaba más. Y yo le apoye. Le apoye como haría cualquier persona enamorada: a conocer nuevas técnicas, a inscribirse a algunos cursos y a salir los fines de semana (aunque estos fuesen los únicos días en que podíamos disfrutar juntos) con Borja para descubrir lugares maravillosos que fotografiar.
Y uno de esos días, de no recuerdo exactamente qué mes. Solo que era invierno, pues llegué a casa tan helada de frío como cansada tras haber superado un examen para el que me tiré estudiando las noches enteras de casi dos semanas. Mi Diego me esperaba, con su tupé bien peinado hacia arriba y su sonrisilla de medio lado. Entre velas que abarcaban todo el pasillo de la casa.
Me ayudo a quitarme el abrigo y me dijo que siguiese el camino que marcaban las velas mientras él lo guardaba. Continúe hasta el baño, sin poder perder la gran sonrisa que se empeñaba en dividir mi cara, y me sorprendí al encontrar la bañera hasta arriba de espuma, con pétalos de rosa decorándola tanto desde dentro como desde fuera. Rezumaba calor y se me hizo tan apetecible, que ni siquiera me pregunte el porqué de tantos mimos hacía mí.
Cuando recobré la compostura, él ya estaba detrás de mí, ayudándome a quitarme la ropa mientras me comía la boca con fervor. ¡Joder, y de qué manera!, sólo recordarlo hace que se me ponga la piel de gallina y me caliente desde los dedos de los pies hasta las puntas de mi pelo.
Me metí en la bañera bajo su atenta mirada. Él continuaba completamente vestido y simplemente me observaba con una mezcla de ansiedad y devoción. Cogió del pequeño estante, que siempre teníamos lleno de diferentes champús, dos copas llenas de champán que trajo cuando dejo mi abrigo y vino detrás de mí. Brindamos por nosotros, por todo el tiempo que llevábamos juntos, por cada dificultad que habíamos logrado superar, por las que liábamos cuando eramos niños y por el amor verdadero. Por nuestro amor verdadero.
Tras mi baño, me secó, acarició y echó crema por todo mi cuerpo para finalmente colocarme un albornoz. Me fue susurrando al oído lo mucho que me amaba, todo el camino, abrazándome desde la espalda, hasta el comedor. La mesa que siempre me pareció demasiado sosa pues era blanca nuclear y nunca había encontrado el momento propicio para comprarle un centro o algo que le diese un toque de color, estaba decorada con flores secas y unas velas a juegos, parecía una fantasía.
Me dejó ahí sentada, preguntádome qué había hecho yo esa semana para merecerme tantísimos mimos, porque no, esto no era nada normal ni que hiciésemos todos los días. Volvió a los pocos minutos con un plato de entrecot acompañado de una pasta fresca cubierta de una salsa que desprendía un olor delicioso.
Y charlamos, brindamos, reímos y volvimos a brindar. Y tuve la mejor comida de mi vida, y no me refiero precisamente a la que había en la mesa, antes de que Diego me sacase un anillo precioso y me pidiese matrimonio. Fue sencillo, íntimo, perfecto. Como siempre imaginé que sería, y Diego lo sabía, sabía que no tendría forma de decirle que no. Así que le dije que sí.
Nos prometimos, era lo lógico después de tantos años juntos, con una casa y una vida compartida. Se lo contamos a los familiares y empezamos a organizar nuestra boda de sueño para el verano del 2015. Joder, en ese momento ni un puto terremoto de categoría diez podría haber arrasado con nuestra felicidad. O eso creíamos...
Porque ni todo el amor del mundo puede hacer que la dicha sea eterna.
Dicen que cuando el hambre entra por la puerta el amor se va por la ventana. En nuestro caso no se fue el amor, no, siempre nos hemos amado. Muchísimo. Por lo que se puede decir que nosotros reformulamos ese dichoso refrán: "cuando el hambre entra por la puerta, la felicidad se va por la ventana". Porque sí, la felicidad sí que se nos fue, Se nos fue volando tan rápido que no nos dimos cuenta ni de en qué preciso momento nos convertimos en auténticas almas en pena. Vagando, luchando, sobreviviendo... Con el único objetivo en mente de no quedarnos en la calle. El banco y sus embargos se volvió nuestro peor temor. El coco. El hombre del saco. El monstruo de debajo de la cama.
—¿Te gustan, neni? —me pregunta Estela. Devolviéndome al presente de un sólo plumazo.
La verdad es que es una máquina, menuda manicura que se ha currado en un momento, es una especie de degradado que va desde el blanco hasta el coral como en un intento de imitación de manicura francesa, pero mucho más fina.
—¡Joder, qué sí me gustan! ¡Me flipan muchísimo!
Estela sonríe y mueve un poquito los hombros en señal de orgullo, el problema es que a la vez se le mueven los dos pedazo de melones que tiene por tetas.
—¡Madre mía, me has desconcentrado! —exclamo, completamente hipnotizada con el vaivén de sus pechos.
Es que la jodía las tiene tiesas.
—¿Por? —Se mira el pecho extrañada, y vuelve a moverlas como antes.
Me descojono y Maika también. Me encanta Maika, yo creo que la tia tiene algún tipo de superpoder y ha conseguido sincronizar su mente con la mía, porque siempre nos reímos a la par, y parece saber qué es en todo momento lo que se me está pasando por la cabeza.
—Peque, tienes problemas de concentración agudos, eh —dice Maika.
—¿Yo? ¡Qué va! Soy un poco despistada, pero es que ahora mi despiste tiene su causa. —Intento explicar sin mearme de risa, porque Maika no deja de asentir con la cabeza como dándome la razón antes siquiera tener que decirle porque me he despistado—. ¡Ese pechamen no es normal! Mírala, no es que las tenga en su sitio. ¡Las tiene casi en el cuello!
Todas se parten de risa, y más cuando estela ni corta ni perezosa se las aprieta juntando mucho la una con la otra.
—Yo no lo entiendo, encima no lleva sujetador.
—Tú también tienes mucho pecho —rebate Jéssica.
—Ya, pero yo llevo un sujetador con push up, y si me lo quito me llegan las tetas al ombligo, maja.
—Es que las mías son operadas, reina —confiesa Estela.
—¿En serio? Si no lo parecen. —Cada vez flipo más.
Buah, estoy asombrada. Yo pensaba que las tetas operadas eran esas escandalosas del tamaño de cabezas y que tenían un pezón apuntando para Cuenca y otro para Badajoz. Pero ojo, que juro que las suyas son perfección pura. Grandes, pero no vulgares, con movimiento, con los pezones en su sitio (por lo que puedo traslucir a través de su apretada camiseta) y sin ningún bulto que delate el relleno de silicona.
—¿Quieres verlas? —pregunta muy cuca.
¡Hombre, no! ¡Pues claro que quiero! ¿Qué clase de pregunta es esa?
—¡Quiero verlas y tocarlas!
Se parte de la risa, pero asiente de acuerdo con mi petición, levantándose la camiseta. Nos juntamos más todas, en parte porque somos cotillas por naturaleza y también para que no la capten las cámaras. Las malditas de Maika y de Lola reconocen que también las tienen operadas en el último minuto. Seguro que lo han hecho adrede para no ser mis conejillos de indias. Eso sí, ellas las tienen un pelín más discretas.
—¡Hala! Si están súper duras. Como molan. Yo quiero unas iguales —confieso sin dejar de palparlas. Parece que estoy sometiendo a la pobre muchacha a una mamo grafía intensiva.
Cuando por fin la suelto, esta hasta un poco coloradilla, así que le doy un super abrazo de oso, dándole las gracias por dejarme descubrir mundo. Ella se ríe en mi oído, asegurándome que no es nada con su dulce timbre de voz y yo la apachurro aún más fuerte. Muchos no se lo creerán, pero yo estoy segura de que las más grandes amistades se forjan tras un buen sobado de tetas.
—Ahora me toca a mí, quiero ver las tuyas sin sujetador. —Pide con una sonrisilla traviesa.
—¿Qué dices? ¡Joder, que me muero de la vergüenza! Con las tetas perfectas que tenéis todas, cuando veáis a las mías en libertad, vais a querer salir corriendo.
—Anda, boba, que seguro que no es para tanto —anima Maika.
Pues me convencen, la verdad es que muy dura no soy. Y que cuatro monerías me pongan pucheritos para que les enseñe las tetas me sube hasta el ánimo.
Me levanto la camiseta y bajo el sujetador. Se recrean, ríen y dicen que son bonitas, grandes y blanditas. Total que al final acabo con cuatro manos en las tetas ante la explicación de que nunca han tocado unas naturales. Bueno, Jess sí, pero dice que las suyas no cuentan porque son como dos mandarinas bebé.
Y justo, justo en ese preciso momento se abre la puerta de la habitación, las chicas retiran las manos por el susto y yo que soy de reacción retardada me quedo con mis domingas colgando, viendo a Alejo parpadear sorprendido.
Me cago en mi puta suerte. Tengo la negra, ya está. No hay más. Hay que reconocerlo. No se cuantos tuertos me habrán mirado, con cuantos gatos negros me habré cruzado ni cuantas escaleras abiertas habré atravesado, pero han debido de ser más de un millón porque desde que conozco a este chico la vida se ha cebado conmigo.
—Si yo llego a saber esto, se queda en el salón hablando de fútbol mi tía la del pueblo —Si es que es imbécil.
Gracias, Alejo, por tu colaboración con mi humillación. Tú aportación ha llegado directamente a www.averguenzatodoloquepuedasaDulce.com.
Me tapo la cara, no quiero ver a nadie ni que nadie me vea. Pero entonces recuerdo que aún tengo las tetas al aire, así que me las cubro corriendo y ya después vuelvo a taparme la cara.
Matadme, ya he vívido suficiente.
—Dulce no pasa nada. —Encima intenta calmarme, si es que es un trocito de pan. Un imbécil trocito de pan.
—¿Has visto pezón? —pregunto entre mis manos. Ese es mi último cartucho, si no ha visto pezón la vergüenza no es tan grande. ¿Verdad?
—Yo no he visto nada que tú no quieras que haya visto —dice, sonriendo como el gato que por fin se ha comido al irresistible canario.
Pues se habrá quedado a gusto con la explicación.
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