El fragmento de cielo perdido

"Papá, ¿qué significan los cubos de miel en el mural?" preguntaron ojos curiosos con entusiasmo.

"No son cubos de miel pequeña, esos son cubos incandescentes" mencionó su padre con apacibilidad.

"¿Cubos incandescentes?" la niña giró su cabeza hacia un lado confundida.

"Es una leyenda muy antigua. Se dice que dichos cubos indican la ubicación de un lugar mágico sobre la tierra. Un sitio donde ocurren milagros, en donde lo imposible se hace realidad. Algunos creen que los cubos indican el punto de acceso a lo que muchos llaman el fragmento de cielo perdido." Indicó el señor West.

La niña miró a su padre con un atisbo de confusión y luego volvió a mirar al mural. "¿Esto es lo que busca el tío Sador en sus expediciones?"

"Así es. Nadie sabe cómo se ven los cubos realmente. O si en verdad existen. Pero así es como se los imagina él".

"¿Y para qué quiere esos cubos?" preguntó la pequeña inocentemente.

"¿Por qué no se lo preguntas tu misma cuando vuelva?" se dirigió Sara a ella mientras llevaba consigo una bandeja de galletas recién horneadas para todos.

"¿Entonces el tío Sador no va a estar aquí con nosotros hoy?"

"Lo podrás ver la siguiente ves que nos visites, no creo que se tarde mucho esta vez" contestó ella mientras le ofrecía una galleta a su sobrina. "Entonces podrás pedirle que te cuente sobre sus aventuras" agregó.

La niña asintió mientras le daba las gracias a su tía.

Sara miró al señor West y a su cuñada a los ojos y entonces les dirigió la palabra.

"Le dije que vendrían hoy, pero se marchó ayer alegando que habían encontrado pistas de donde habían aparecido los cubos esta vez. Parecía estar completamente convencido de que esta vez lo lograrían".

"¿No es difícil para ti que te deje tan repentinamente cada cierto tiempo? Mi hermano siempre tuvo un espíritu aventurero, pero pensé que cuando se casase iba a empezar a mirar más hacia adentro que hacia el exterior..." mencionó la señora West de forma condescendiente.

"Supongo que con el tiempo te acostumbras. Su determinación siempre me ha fascinado y es una de las razones por las que me casé con él. Sería hipócrita de mi parte tratar de detenerlo ahora. Esa es su misión de vida y sé que lo hace feliz".

"¿Tu qué opinas de los cubos incandescentes? ¿Crees que la leyenda sea cierta?" preguntó West con curiosidad.

"No lo sé. Por un lado, me gustaría que todo fuera cierto y que eventualmente logre su cometido. Sé que es lo que más anhela. Pero, por otra parte, trato de creer firmemente que los cubos solo son eso, una leyenda. De esa forma tengo la certeza que Sador volverá a casa luego de cada expedición. Si el lugar en verdad existiese, no sé si podría verlo de nuevo una vez lo encontrase. Todo lo que se sabe o se dice acerca de los cubos es de carácter misterioso e inquietante. Sí el fragmento perdido de cielo en verdad existe, debe ser un lugar peligroso".

Su cuñada la miró y empatizó con sus sentimientos. Tocó suevamente una de las mejillas de Sara con sus manos y luego la encaró.

"Estoy segura de que esta vez también volverá. Tranquila".

"Yo también. Siempre lo hace y esta vez no será la excepción" sentenció Sara mientras fingía una sonrisa de alivio.


Mientras tanto, a tres mil kilómetros de distancia.


La arena parecía infinita, y el aire estaba impregnado de un calor sofocante. Sin embargo, ni el agotamiento ni el clima extremo podían disminuir su convicción. Los cubos incandescentes no eran una leyenda para él; eran una verdad esperando a ser descubierta. Había dedicado veinticinco expediciones a seguir las pistas sobre los cubos, viajando a los rincones más inhóspitos del planeta. Esta vez, estaba seguro de que estaba más cerca que nunca.

El equipo de siete exploradores que lo acompañaba compartía su entusiasmo. Habían seguido rumores hasta una zona remota entre Uzbekistán y Kazajistán, donde los lugareños reportaban fenómenos inexplicables: luces extrañas en el cielo, cambios repentinos en la temperatura y sonidos que parecían provenir de ninguna parte. Todos tenían el mismo objetivo:  encontrar aquel sitio que muchos habían reportado haber visto a lo largo de los siglos, pero nadie había podido documentar jamás. Algunos creían que los avistamientos eran simples delirios de gente que buscaba algo de fama. Otros decían que los cubos eran artefactos extraterrestres de una civilización mucho más avanzada. Pero la gran mayoría de las personas habían desarrollado una fuerte superstición al respecto y creían firmemente que los cubos incandescentes servían como delimitadores de un portal entre el más allá y el mundo terrenal, razón por la cual el enigmático lugar había recibido aquel nombre.

Los monolitos no se encontraban en ningún lugar específico, sino que aparecían cada cierto tiempo en distintas localidades aisladas. Era imposible predecir dónde haría el portal su siguiente aparición, pero según los relatos de varias personas eventos extraños empezaban a suceder en los alrededores durante varios días antes de que el portal se cerrase. Siguiendo aquella pista, Sador y sus compañeros habían llegado a la zona poco tiempo después de que sus habitantes reportaran sucesos inexplicables.

Agotados por el largo camino recorrido desde la remota localidad de Ishkuduk, uno de los exploradores divisó un destello inusual a lo lejos, como si una chispa de oro hubiera brotado del horizonte. Al principio, pensaron que era un espejismo causado por el cansancio y la luz del sol, pero cuando otro miembro del grupo confirmó haberlo visto, la esperanza se encendió en sus corazones.

"¡Allá, justo al este!", exclamó el explorador, señalando con emoción.
Sador ajustó sus binoculares y observó cuidadosamente. Una serie de luces danzaban cerca del horizonte, pequeñas pero intensas, como si alguien hubiera encendido antorchas doradas en medio del vacío. "Es ahora o nunca", dijo con firmeza, y el grupo aceleró el paso.

Emocionados agilizaron su marcha hacia el lugar. Mientras más se acercaban, el cielo empezaba a oscurecerse gran velocidad a pesar de habían partido de Ishkuduk en la mañana. El tiempo parecía transcurrir de manera distinta. Los exploradores consideraron que esa era una señal de que estaban en el camino correcto. Una misteriosa neblina comenzó a brotar de la arena progresivamente mientras avanzaban. La luz del sol parecía desvanecerse a gran velocidad, como si de un momento a otro se hubiera quedado sin combustible para funcionar. Cuando se acercaron lo suficiente el día había muerto por completo y antes de darse cuenta el cielo había sido invadido por una oscuridad tan severa que eran capaces de divisar los millones de estrellas en el firmamento, así como la forma de la vía Láctea con sus propios ojos. Frente a ellos, yacían innumerables cubos de perfectas proporciones que emanaban un impresionante color dorado incandescente. La vista era mágica y cuanto menos, deslumbrante.

Después de innumerables expediciones desde las gélidas tierras de la Antártida, las profundidades de la Amazónica, la altura desafiante de los Himalaya, el estéril y azotador Valle de la Muerte, así como muchos otros lugares alrededor del planeta; su travesía finalmente había terminado.

"Lo logramos", murmuró uno de los exploradores, incapaz de contener una lágrima. Sador, con una mezcla de orgullo y alivio, asintió mientras su equipo estallaba en vítores. La celebración fue breve; sabían que debían documentar todo antes de que el fenómeno desapareciera. Pero la euforia fue reemplazada rápidamente por el horror.

Uno de los hombres, incapaz de resistir su curiosidad, se acercó demasiado a uno de los cubos. En un instante, su cuerpo fue consumido por una fuerza invisible, desintegrándose  en lo que parecía ser una finísima arena de color dorado. Sus cenizas fueron absorbidas rápidamente por misteriosos objetos. El grito apenas alcanzó a salir de su garganta. Todos quedaron paralizados por el shock, hasta que el suelo comenzó a temblar violentamente y los cubos empezaron a moverse en distintas direcciones, al principio con lentitud y sin un patrón reconocible. 

"¡Retirada! ¡Ahora!", gritó Sador, y el grupo comenzó a correr, pero sus movimientos se sentían torpes y pesados.

El aire se volvió denso, como si una fuerza invisible intentara aplastarlos. Los exploradores trataron de huir de aquél infierno con pasos acelerados y una desesperación cada vez más asfixiante. Sin embargo, su destino parecía inevitable.

La velocidad del torbellino aumentaba, y su rugido ensordecedor llenó el desierto. Uno a uno, los exploradores fueron desapareciendo en medio del caos, absorbidos por los cubos o tragados por la tierra que se desvanecía bajo sus pies.

Sador observó cómo varios haces de luz salían disparados en todas las direcciones desde los cubos, interconectando cada uno de ellos mientras estos se movían a grandes velocidades y algunos se alzaban sobre el cielo generando un gran torbellino dorado que giraba a gran velocidad. Sador sintió el aire volverse aún más pesado que antes a su alrededor e intentó mantenerse firme, no obstante, no había ningún lugar a donde huir; había quedado atrapado en aquella imponente tormenta dorada que se encogía progresivamente con la latente amenaza de engullirlo por completo. Muchos pensamientos y emociones encontradas pasaron por la mente del explorador, inmóvil por el miedo y la desesperación pero más pronto que tarde su visión se nubló por completo y antes de darse cuenta ya había perdido la consciencia.

Cuando despertó, Sador sintió un frío abrasador que le caló hasta los huesos. La arena, que antes era cálida y dorada, ahora brillaba con un inquietante tono azul, como si cada grano estuviera cargado de energía. Sobre él, una Luna gigantesca teñida de rojo sangre dominaba el firmamento, lanzando un resplandor que parecía engullirlo todo. El aire era denso, casi irrespirable, y cada inhalación quemaba su garganta, obligándolo a jadear con desesperación. Se incorporó lentamente, sus extremidades pesadas como el plomo, y miró a su alrededor. No había rastro de sus compañeros, ni de los cubos dorados, ni siquiera de las estrellas que antes habían iluminado el cielo. El silencio era absoluto, opresivo, como si el mundo hubiera sido despojado de todo sonido.

Sador parpadeó, esperando que su visión se aclarara, pero la extraña escena seguía ahí, tangible y aterradora. "¿Es esto una alucinación? ¿Una pesadilla?", pensó mientras trataba de calmar su respiración. Pero el peso del aire y la crudeza de las sensaciones eran demasiado reales. Cerró los ojos con fuerza y deseó, con cada fibra de su ser, abrirlos y encontrar a Sara junto a él. Podía casi sentir su calor, escucharla susurrar palabras tranquilizadoras mientras se acurrucaba contra él. "Todo está bien, amor, sólo es un mal sueño". Pero cuando volvió a abrir los ojos, la soledad seguía siendo aplastante.

"Si esto realmente es el cielo, no se parece en nada a lo que imaginaba", murmuró con voz temblorosa, mientras una sensación de desasosiego se aferraba a su pecho.

Se levantó tambaleante, clavando la mirada en la Luna. Había algo en su inmensidad que le perturbaba profundamente, como si lo estuviera observando, juzgándolo desde lo alto. Esa sensación de vigilancia le hizo estremecer, pero algo más captó su atención. Una comezón insistente empezó a recorrerle el cuerpo. Primero fue un leve picor en las manos, luego en los brazos, y pronto en todo su ser. Era insoportable. Se arrancó los guantes con torpeza, esperando encontrar simples marcas de irritación, pero lo que vio lo dejó helado.

Su mano izquierda no era suya. Sus dedos, antes firmes y familiares, ahora se habían transformado en grotescos apéndices similares a tentáculos, alargados y viscosos, con un brillo púrpura que le revolvió el estómago. Su piel parecía estar derritiéndose, como si algo corrosivo lo estuviera devorando desde dentro. Temblando, movió los dedos—o lo que quedaba de ellos—y vio cómo se retorcían con vida propia, ajenos a su voluntad.

La realidad se fracturó a su alrededor. Su corazón latía con un ritmo frenético mientras el miedo le envolvía como una marea imparable. Su mente buscaba una explicación lógica, pero no encontraba asidero en el caos que se desplegaba frente a él. Y entonces, el pánico se desbordó.

El desierto  escuchó aquella noche un agonizante grito que nadie más pudo percibir.

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