23
Chifuyu volvió.
Claro que lo hizo, mierda. Volvió y entró por la puerta sin decir absolutamente nada, descubriendo a Kokonoi guiando a Shinichiro en unos ejercicios en el salón, y a Kazutora haciendo la cena en la cocina. Sanzu se había asomado desde la cocina para mirarle, dándole un enorme mordisco a una manzana y masticando ruidosamente. El chico estuvo a punto de atragantarse al verle y se puso a hacer señas, tosiendo.
Tres pares de ojos y medio lo miraron con curiosidad. Esos iris de azul apagado, los bajos de los pantalones manchados de tierra y las botas que se habían quedado en el recibidor manchadas de barro también. Tenía la ropa húmeda por la fina nieve que había empezado a caer fuera, y los labios cortados de frío.
Chifuyu miraba al suelo con impotencia, a sabiendas de que, aún teniendo la posibilidad de volver a Tokio, los había elegido por encima de todo. Por encima del país había elegido a Kazutora, que se quedó quieto, a su frente, con un delantal rosado, sin saber qué decir.
—Oh, Fuyu... —Sanzu se precipitó a abrazarlo, apretando su cuerpo con toda la fuerza que tenía, sintiéndolo reír de alegría. Las emociones del rubio siempre eran tan burbujeantes.
Estrechó a Sanzu, acariciando su espalda delicadamente. Podía notar la sombra de sus vértebras al otro lado de la ropa, las esquinas huesudas de sus omóplatos y sus finos hombros. Se sentía tan frágil, siempre sonriendo con felicidad a pesar de tener recuerdos horribles.
Pero, lo apartó con lentitud, débil ante esos iris de miel que lo observaban en silencio. Kokonoi había llevado a Shinichiro al salón y Sanzu captó al instante lo que necesitaba, por lo que regresó a la cocina con prisa, aunque luego asomó la cabeza para curiosear y, probablemente, contárselo a Rindou más tarde, cuando regresara con los hermanos.
Se acercó a Kazutora, inexpresivo. Lo tomó del rostro y se rindió a la estúpida guerra en un beso. El rebelde envolvió su cintura, apretándolo contra su cuerpo desesperadamente, al borde de las lágrimas. La presión fría de su boca, un pulgar abriéndole los labios para profundizar en una promesa que nadie pronunció en voz alta.
Chifuyu tembló, sucumbió y luchó hasta darse cuenta de que lo que verdaderamente quería era estar junto a él hasta que toda esa mierda terminara. Si los rusos esto, si los rusos aquello, si la guerra o las jodidas armas. Era capaz de venderlo todo por esos chicos de tatuajes y corazones ardientes.
Su juramento a la bandera flaqueó al tomar a Kazutora de la mano y guiarlo al dormitorio, apretando el agarre como si tuviera miedo de perderlo.
La puerta se cerró con un golpe y Kokonoi alzó las cejas, consternado. Sentado en el sofá, Shinichiro sonreía con ternura. Habían estado haciendo algunos ejercicios físicos, no de mucha intensidad. Mover los brazos en círculos, caminar lento y más rápido, estirar algunas partes del cuerpo.
—Oye, ¿qué haces? —Kokonoi arrugó la nariz al ver a Sanzu corretear hacia el pasillo, todo para ir a pegar la oreja contra la puerta —. ¿Qué...?
—Shh —lo chistó el rubio, concentrado. Tenía las manos pegajosas de comer —. Necesito saber lo que ocurre...
El médico puso los ojos en blanco y se acercó para agarrarlo de uno de los tirantes que subían por su camisa, desde el pantalón.
—No seas idiota, vamos —tiró de él, intentando apartarlo de la puerta.
—No —protestó, con un cierto tono infantil —. Déjame en paz.
—¿Es que no es obvio? —habló Shinichiro, alzando una ceja —. Necesitan intimidad.
Sanzu se volvió hacia ellos, como si le hubieran insultado diciendo que estaba loco. Se tocó la sien con un dedo, dándose un par de veces, indicando que era de lógica.
—Los detalles, quiero los detalles —se defendió, apartando la mano de Kokonoi.
Esos detalles tan importantes se derramaban de los labios húmedos de Chifuyu, resbalando en la boca de su amante, envolviéndose en un torpe abrazo. Tocando, agarrando cada parte de su cuerpo, trazando el mapa de su boca con la lengua, enroscándose y bailando con la suya, ahogando suspiros y maldiciones.
El cascabel tintineaba, hilos de saliva se rompían entre ambos, pegados a la pared donde una vez hubo un espejo roto. Recordaba que había intentado amenazarle con un trozo de cristal, sin saber que rompería de la misma forma su futuro.
Inocente, ocultó tras la oreja del otro un mechón rubio, mirándole en la penumbra. Ni siquiera habían encendido la luz, la farola de la calle era suficiente para dejar entrar pinceladas de rayos cálidos en una noche de invierno.
—Si algún día Japón ganara la guerra y te encontraran, podrían juzgarte por traición, ¿eres consciente? —había dicho Yasuhiro, escéptico hacia su decisión —. O deserción, incluso.
Tal vez no volviera a volar. Se conformaba con tener, al otro lado de la pared, un arsenal repleto de pistolas y explosivos, un desván secreto y un chico al que amar.
—Tú... —musitó Kazutora, con la voz débil —. Quiero pegarte.
Chifuyu esbozó una sonrisa, como si no hubiera estado llorando en el bosque horas atrás. El camino de vuelta había sido largo y duro, y habían tenido que tomar un desvío por culpa de una patrulla. Por segunda vez había sentido lo que era estar lejos de casa.
—Hazlo —susurró, acariciando ese cabello largo, tal vez algo sucio. No recordaba cuándo lo había escuchado ducharse por última vez.
Kazutora hizo el amago de estampar su mano contra su mejilla, pero la detuvo en el último instante. Sostuvo delicadamente el rostro de su piloto, suspirando cariñosamente. Esos iris de miel y oro se habían suavizado, ignorando al felino peligroso que lucía en el lienzo de su piel.
—Bienvenido de vuelta, Sargento Matsuno —dijo, acercándole por el mentón.
—... idiota —Chifuyu negó para sí mismo, reconociendo esa tonta broma.
Ambos rieron por lo bajo. Sus labios colisionaron una y otra vez en pequeños besos, mirándose profundamente entre cada uno. Chifuyu deshizo el nudo del delantal del otro, Kazutora desabrochó los botones de la chaqueta de lana que él había tejido. Se mecieron en un abrazo, dando diminutos pasos hacia los lados.
Fuera se escuchó un disparo, pero ninguno hizo caso, sólo se sobresaltaron en silencio. Aquella mierda, los soldados, las palabras toscas y extranjeras, estaban hartos. Aquella noche, lo que ocurría al otro lado de esas paredes no importaba.
Kazutora nunca había sido bueno con el amor, a pesar de que siempre se había esforzado en impresionar a sus crush de la adolescencia. Actuaba con torpeza, no sabía por dónde empezar o acabar, y de joven se había considerado un chico más bien del montón. Su estilo de pelo había sido diferente, también su actuar; sus posibilidades de encontrar a alguien se habían reducido a sus vecinas, la gente con la que su madre insistía que se juntara, aunque, al final del día, solía encontrarse demasiado ocupado y cansado por la caza.
Desde el momento en que supo del maldito tren, de Mutō y de la idea de llegar a una base militar para reincorporarse al Ejército, no había dejado de sentir ansiedad. Electricidad en las yemas de sus dedos, tembleques constantes en una pierna. Se había pasado la tarde en casa de los Haitani, ahogándose en un desolador sentimiento de desesperanza, porque no era capaz de concebir un Ōshū sin Chifuyu.
A sus veintiséis años, fue capaz de decirlo más alto y claro que otras veces. Sin vergüenza, sin tartamudear, sin trabarse o meter la pata.
—Te quiero.
No olvidaría esa mirada, la forma en que Chifuyu puso la mano sobre su pecho, notando su corazón latiendo. Latiendo con fuerza.
Sanzu regresó a casa con todos esos detalles, los buenos, los malos y esos que aún resonaban en sus oídos. Y con una enorme sonrisa, por supuesto.
Se despidió de Kokonoi en la última esquina, quedándose con la última imagen del chico sonriendo con amabilidad. Le había insistido en que podía volver por sí solo, en que no sucedería nada, pero Koko se había negado. Todos sabían lo que podía ocurrir si un alguien como él, marcado y mestizo, anduviera por ahí solo de noche con todos esos soldados que iban a emborracharse a los bares.
Sanzu era el primero que era consciente de eso, pero odiaba sentir que molestaba.
Cuando entró en casa, se percató de que todas las luces estaban apagadas, a excepción de una vela prendida en el salón, a cuya luz leía Ran un libro, sentado en el sofá.
—Hola —saludó, con los labios morados por el frío de fuera. El mayor sonrió de vuelta, en silencio, y Sanzu se percató de los surcos de lágrimas en su rostro —. ¿Estás bien?
Desearía poder tener una moneda por cada vez que sentía que algo iba mal, por cada vez que lo ignoraba y se refugiaba en su necesidad de sentir que su familia estaba completamente a salvo, que no había nada de lo que preocuparse.
Pero, Ran era preocupante. Habían pasado semanas y seguía apreciando las marcas de falta de sueño —o de malos sueños— en sus bonitos rasgos, del cansancio de esos ojos de lirio y el puñado de cabello descuidado y suelto, sin trenzas, que solía llevar.
La actitud de Ran hacia su hermano pequeño se había vuelto tímida y fina, como un hilo demasiado tenso que nadie se atrevía a cortar o sacudir. Y Rindou simplemente se limitaba a no hablar en las cenas, en no dirigirse la palabra con él para nada más que lo estrictamente necesario. Al principio, Sanzu había pensado que se trataba de una pequeña pelea entre hermanos, luego se dio cuenta de que era algo serio y nunca se atrevió a decir nada.
Sin embargo, le gustaba estar con ambos. Conversar con Ran en el desayuno, limpiar, o simplemente matar el tiempo de alguna forma absurda; amaba estar con Rindou tanto como amaba estar acurrucado entre los dos hermanos en el sofá en ese maldito invierno tan gélido.
En muy poco tiempo, las cosas habían cambiado y Sanzu se había contentado con hablar con Ran cuando Rindou no estaba presente y viceversa, cansado de intentar hacer que un tema de conversación surgiera.
—... sí, lo siento —Ran cerró el libro que estaba leyendo, sorbiendo por la nariz —. Es que, es muy emotivo —se justificó, señalando la portada.
Apretó los labios, asintiendo.
—¿Y Rindou?
—Creo que está durmiendo. No comió nada.
Musitó una afirmación, echándole un extenso vistazo de arriba a abajo. Ran no había puesto siquiera el marcapáginas en el libro; tenía una manta sobre las piernas, el cabello cayendo por sus hombros, sus manos se entrelazaban nerviosamente, pero su expresión se había tornado seria, a pesar de que sus ojos denotaban tensión.
—Voy a tirar la basura —dijo Ran, cohibido por sentirse analizado.
—¿Hay que tirar la basura? —su boca hizo una pequeña o.
—Sí.
Era una conversación lo suficientemente artificial para hacerle sentir incómodo. Sanzu decidió que ya era suficiente y se disculpó para ir a su habitación. Al acordarse de algo, se detuvo un instante en la esquina del pasillo, girando sobre sus talones para mirar al mayor.
—¿Sabes que Chifuyu y Kazutora están juntos? —soltó, reprimiendo una risilla.
—¿En serio?
—En serio —determinó, antes de desaparecer por el pasillo con un sonido de gracia.
Cuando entró en su habitación y cerró la puerta, permaneció quieto, apoyado contra la superficie, a oscuras. Escuchó a Ran pululando por la casa, recogiendo la manta y el libro y tomando la bolsa de basura de la cocina, más tarde calzándose en el recibidor. Por último, la puerta. Suspiró.
Medio dormido, en la cama, descansaba Rindou. Estaba tumbado boca abajo, con las sábanas subidas hasta la barbilla y los costados subiendo y bajando lenta y pesadamente. Desde el accidente se había vuelto bastante dormilón, en parte porque se había acostumbrado a llevar la rutina de sueño que siempre le faltó.
Sanzu se cambió de ropa en silencio, se quitó el parche y se metió en la cama, acurrucándose contra el costado de su prometido. Apoyó la frente contra su hombro, musitando la débil pregunta de si estaba despierto o no, porque realmente quería charlar y distraerse un poco de todo, o quizá apostar sobre quién iba arriba y quién abajo entre Kazutora y Chifuyu.
Pero, Rindou estaba completamente dormido. Se quedó disfrutando del constante y tranquilizador sonido de su respiración, aguantando el hambre y diciéndose que podían cenar más tarde, o no cenar para ahorrar comida.
Tener ropa puesta no era molesto, pero sí inusual. Estaban acostumbrados a dormir medio desnudos, sintiendo sus pieles contra las del contrario, compartiendo calor. El frío era demasiado y las ventanas tenían un mal aislamiento, por lo que no podían tener su pequeño privilegio lejos del mundo exterior sin arriesgarse a enfermar.
Se encogió un poco más, poniendo una mano en el centro de la espalda de Rindou. Se preguntó si Ran se sentiría frío en su cama, si alguna vez habría compartido sábanas con alguien más.
Ran no regresó para contestar a esas preguntas, o al menos no mientras estuvo despierto.
No sabía quién le había enseñado a moverse de esa forma, pero Kazutora le estaba volviendo loco.
Con el cabello derramado por sus hombros desnudos, labios brillantes pegándose a los suyos con sonidos húmedos acompañados de jadeos. El chico se frotaba sobre su entrepierna, sentado a horcajadas en su regazo, mirándole con esos ojitos de miel inocente, en los que la vergüenza había desaparecido por completo.
Chifuyu clavaba los dedos en su cintura, volviendo la piel rojiza al tiempo que intentaba modular su cuerpo rebelde, musitando una maldición en un beso. Pero, Kazutora hacía justicia al tatuaje, a su nombre y a esa mirada peligrosa que le decía que no iba a detenerse si no lo pedía explícitamente.
—Tora... —suspiró, apartándose de su boca para bajar por su cuello. Atrapó las líneas de tinta negra, mordiendo suavemente, hasta que fue obligado a presionar los colmillos en la tinta, incapaz de contenerse —. ¡...Ah!
El susodicho rio por lo bajo, como si se tratara de una travesura. Estaba medio desnudo, en ropa interior, meciéndose en besos contra la polla de Chifuyu, buscando desestabilizar el último tramo de conciencia que le quedaba.
Kazutora arañó sus omóplatos, ahogando un gimoteo al sentir chasquear los dientes del otro en el lienzo de su cuello, resbalando por surcos de saliva cálida. Pronto, se dejó caer al suelo impulsivamente, arrodillado.
Chifuyu lo miró, aún sentado al borde de la cama. Esas mejillas rosadas, mechones rubios enmarcando un rostro dulce. Kazutora apoyaba la mejilla en una de sus rodillas, abriéndole las piernas para desabrochar el botón de sus pantalones. La mano de Chifuyu revoloteó a acariciar su cabeza.
Por supuesto, alguien debía de haberle enseñado a ronronear de esa forma, a fingir que titubeaba y a volverlo impaciente. Kazutora agarró la tela y bajó los pantalones de golpe, dejándolos tirados en el suelo.
—¿Qué es esto? —murmuró el rebelde, tocando ese bulto que sobresalía uno de esos calcetines. Era un arma.
Chifuyu quiso explicarle que había tomado la costumbre de llevar siempre un tantō escondido ahí, pero se atragantó con sus propias palabras al ver cómo Kazutora sacaba el arma y lamía el filo de abajo a arriba.
Se mordió el labio inferior, casi temblando. Esa lengua se deslizó por el acero del tantō, dejando un camino de brillante saliva. La boca roja y húmeda de Kazutora envolvió la punta del arma sin dejar de mirarle, tentado a empujar más adentro.
—... di que me follarías —pidió, sacando el arma de su boca y jugueteando con ella entre los dedos. Se relamía con gusto, aleteando las pestañas en su dirección —. Vamos, Sargento, no sea tímido.
Una mano circuló sinuosamente por el interior de su muslo. Chifuyu lo agarró de la muñeca y lo subió a la cama con violencia. El tantō rebotó contra el suelo, húmedo y abandonado.
Estampó las manos de Kazutora a los lados de su cabeza, acorralándole contra el colchón. Su cintura fue envuelta por sus piernas, apretándole a su cuerpo. Ninguno de ellos estaba dispuesto a escapar.
—Te follaría —suspiró, al fin. Frunció el ceño, reprimiendo un quejido al notar que trataba de restregarse contra él —. Te follaría sólo para borrar esa estúpida sonrisa, Dios, me estás...
—¿... volviendo loco? —terminó Kazutora, ladeando el mentón —. Comprensible.
Dejó ir otro suspiro, uno largo. El frío lamía su espalda y le erizaba el vello de los brazos. La chapa del Ejército le colgaba del cuello, rozando a Kazutora. Se miraron en silencio.
—Hay lubricante en el cajón —musitó Kazutora, estremeciéndose cuando el otro bajó por su torso —. Chifuyu... —la voz le tembló.
Chifuyu se inclinaba a besar su cuello con lentitud, sin ser brusco, sólo lo suficientemente delicado para empujar su polla contra la suya y hacerle morir con el contraste suavidad-necesidad. Soltó sus manos y sintió que enredaba los dedos en su cabello negro, gimoteando en respuesta.
—¿De dónde demonios sacaste lubricante? —preguntó, pegando la nariz a su carótida. Luego, más abajo.
Por el sendero del tatuaje, admirando la cicatriz de su hombro que alguna vez fue una herida de bala. Depositó un beso ahí, acariciando su piel con los labios.
—... Sanzu...
«Sanzu», repitió su cabeza. Debería de habérselo esperado, pensó, lamiendo un pezón rosado. Cerró los ojos, complacido por la textura delicada, envolviéndolo con la boca. Kazutora tironeó de su cabello, impaciente.
Llevó sus dedos hacia el opuesto, pellizcando con moderación hasta que hizo sonar un pop y se movió hacia ese botón rosado. De vuelta, lo mismo, disfrutando de cómo el cuerpo del rebelde se tensaba y luchaba por no emitir un solo sonido.
—Estás muy callado —susurró, reprimiendo una sonrisa por el abdomen flaco de Kazutora —. No eres el único que ha tenido un mentor, ¿sabes?
Kazutora pegó un respingo al notarle acariciando su miembro.
—¿Quién? —soltó, alterado —. ¿Quién...? ¡Ah!
Chifuyu pegó la lengua a la tela de la ropa interior de Kazutora, permitiendo que la textura húmeda de la saliva calara en la prenda y llegara a su piel. Estaba completamente duro, dejando una mancha. Envolvió el glande con la boca, sin bajar sus calzoncillos.
—Es de mala educación decir otros nombres en el sexo, Tora —tarareó.
—¿... fue Rindou? ¿Ran? No... fue Kokonoi, fue él, ¿verdad? Ese médico hijo de puta... ¡Ah! —se llevaba los nudillos a la boca, mordiéndose —... se hace el inocente, como si no tuviera nada que ver. Es un pedazo de amargado... ¡Ah! Seguro, seguro que... —tartamudeaba, mientras su ropa interior era bajada —. Seguro que se pasa las noches follándose a Seishu...
Chifuyu sonrió.
—¿Y cómo sabes que no es al revés?
Un sonido de sorpresa huyó de los labios de Kazutora. Chifuyu le dio la vuelta, arrojando la ropa interior al suelo. Observó detenidamente la curvatura de su espalda, el pelo largo y los lunares de su piel. Acarició el interior de sus muslos, abriéndole las piernas en un instante de lucidez en el que se dio cuenta de que aquello estaba sucediendo.
Se aproximó a la mesita de noche y abrió el cajón. Debajo de una libreta de caligrafía, al fondo, había un pequeño bote transparente con una sustancia semilíquida en su interior. Cuando se volvió hacia Kazutora, el chico ya se había alzado a cuatro patas, estirándose como un gato lo haría.
Estaba delgado y se le notaban las costillas, teñidas por la tenue luz de fuera. La ventana cerrada ahogaba el sonido de su ropa interior cayendo junto a la otra, pues la penumbra era suficiente para tener algo de intimidad. Y Kazutora ya le había manoseado la polla en otra ocasión, mierda, no estaba tan avergonzado cuando había soñado con ese momento, incluso, despertando y dándose cuenta de que lo deseaba profundamente.
Acarició su espalda, notando el hueso de sus omóplatos, la forma de sus vértebras contra la yema de los dedos. Kazutora jadeó cuando la palma de su mano se estampó contra su trasero.
—... Fuyu... —gimoteaba, con las rodillas temblando de anticipación y la almohada cerca del rostro.
La tensión entre ellos siempre se había medido por la distancia de sus bocas y sus pensamientos. Desde el instante en que, por primera vez, tuvo a Chifuyu cerca, bajo su cuerpo amenazándole con un cristal roto, hasta juguetear juntos entre la hierba del jardín del granero. Era tan jodidamente atractivo, que podría correrse incluso si lo dañaba y lo hacía sangrar.
Kazutora se estremeció, cerrando los ojos y hundiendo el rostro en la almohada. Chifuyu lo tomaba con firmeza de la cintura, tanteándole, hundiendo la yema de un dedo curiosamente antes de tomar confianza. Quería mirarlo por encima del hombro y gritarle que podía hacerle daño si así lo quería, que soñaba despierto con esos dedos clavándose en su cintura, follándolo contra la encimera de la cocina, y todo mientras aprendía caligrafía con esos ojos azules supervisando los trazos de los kanji. Su cabeza podía llegar a ser un torbellino de hormonas, o un puto desastre de sangre, posesividad y violencia.
Todo lo que pensaba lo convertía en odio, pero podía pensar en el sexo como amor, a pesar de que se dejaría follar por el cañón de una pistola.
Realmente quería agarrar a todos los que miraban a su piloto en la calle y atarlos a una silla para obligarles a ver aquello, y disfrutaría cada maldito segundo. Sabía que era capaz de hacerlo, de tomar a Chifuyu y darle la vuelta a la situación, de follárselo delante de esos hijos de puta para demostrar quién era de quién.
Pero, por el momento, le gustaba aquello. Sus dientes atrapando la tela de la almohada, ahogando gimoteos, su cuerpo a merced de Chifuyu.
—Oye, avísame si duele, ¿vale? —la voz de Chifuyu sonó preocupada, sus dedos se detuvieron cuando se inclinó a besar su espalda con delicadeza.
Kazutora balanceó su cuerpo hacia atrás con brusquedad, jadeando.
—... no, más... —pidió, con un escalofrío recorriéndole los muslos rápidamente, sacudiendo su sistema como un latigazo. Chifuyu hundió dos dedos en él de golpe, provocándole un sobresalto —. ¡Ah! Así..., por favor...
Siendo sincero, le importaban una mierda los vecinos. Rebotando contra los dedos de Chifuyu, dejando de retorcer su voz para asfixiarse en gemidos y lágrimas. Chifuyu le acariciaba la parte baja de la espalda, como si fuera un buen chico, y Kazutora jadeaba su nombre, suplicante de más. El cabecero de la cama golpeó contra la pared con moderación, y un chorro de lubricante frío bajaba por entre sus muslos temblorosos.
Se precipitó a una carrera de gimoteos y suspiros, sin contener una palabra siquiera, haciendo los cristales estremecerse del calor acumulado en la habitación, deseando que se empañaran frente al frío de fuera; con esas manos dándole la vuelta como si tan sólo fuera el mando de un juguete, un arma de destrucción que colisionaba en su mirada dorada y esos ojos azules que se mezclaban con la miel de sus labios en un beso húmedo y desastroso.
Chifuyu le alzó de los muslos con seguridad, dejando las piernas enganchadas a su cintura; la forma en que el piloto sonrió con ternura, como si no lo fuera a despedazar vivo, le provocó un escalofrío placentero que le erizó el vello. Kazutora se mordió los nudillos, hincando los dientes con fuerza en la piel hasta marcar la puntiaguda curvatura de sus colmillos. Tenía heridas de raspones en las rodillas, moratones en algunas zonas de las piernas.
—¿Algo que decir? —preguntó Chifuyu, echándose lubricante con las mejillas graciosamente rosadas.
“La próxima vez ahórcame mientras me follas a cuatro,” pensó Kazutora, pero no podía soltar eso cuando esa todavía no había terminado, así que sólo sonrió y aleteó las pestañas.
—Soy frágil, trátame bien, ¿quieres?
—... Idiota —escupió Chifuyu, negando para sí mismo.
Se veía tan jodidamente caliente, con el pelo sudado y echado hacia atrás, la cadena colgando de su cuello y adornando su pecho con un toque plateado, clavículas viajando de un lado a otro de sus hombros. Nunca había pensado que tendría a un militar inclinándose sobre él para darle un gentil beso, al tiempo que empujaba en su interior con esa lentitud prolongada en un gemido ronco que salió de su garganta.
Kazutora jadeó, agarrándose a su espalda como si fuera de él de quien dependiera toda su vida. Arrastró las uñas por los omóplatos de Chifuyu, con la expresión descompuesta, levantando la piel y dejando surcos que permanecerían un par de días, o quizá más.
Se le escapó el aliento por completo, apretándose alrededor de su grosor con un sonido de cascabel.
—Mmngh —se quejó, al notar que se había quedado quieto —. Si me dejas tirado te juro que te voy a... ¡Ah!
—¿Me vas a qué? —Chifuyu alzó una ceja, burlándose. Se alejó de su chico y clavó los dedos en su cintura, arrodillado entre sus piernas abiertas y viendo el lío en el que se había convertido.
— ... ah..., ah... ¡Ah!
Sus puños encontraron las sábanas, sin tener un lugar sólido y cálido donde agarrarse. Alzó una pierna y la dejó sobre el hombro de Chifuyu, sintiéndose empujado al ritmo de su vaivén, la dureza de su polla haciendo sonar el estúpido cascabel acompañando sus gemidos.
Sería una noche larga.
Cuando lo único que le quedaba por perder era la vida, aparecía esa pequeña luz a la que agarrarse. Y, por una vez, no se trataba de un recuerdo o un anhelo, sino de una oportunidad.
Rindou podría estar dispuesto a aceptarlo de nuevo, poco a poco, en su familia. Con el tiempo, todo volvería a la normalidad de la que se había arrancado sin querer. Volverían las cenas llenas de risas, las bromas y las noches juntos en el sofá.
Ran se pasó una mano por el pelo. Los mechones se deslizaron por sus dedos como hierba a la brisa. Después de tirar la basura, tal y como había dicho que haría, pasó por delante del callejón donde su amante y él se encontraron alguna vez.
Intentó no mirarlo, no sentirse atraído por la penumbra que engullía el callejón. Pasó de largo casi conteniendo el aliento, con el vello erizado al escuchar las voces provenientes de un bar nocturno del que escapaban risas.
Se fijó en las luces que emanaban de las ventanas empañadas del local, las sombras de los soldados bebiendo y disfrutando de vodka, como si no estuvieran manchando las jarras de sangre con sus manos. Apretó los labios, sintiéndose cohibido con cada risotada, su corazón acelerándose en el pecho cada vez que escuchaba ese idioma del que conocía unas pocas palabras —y todas sobre el amor—.
Distraído por el jaleo del bar, apenas llegó a escuchar los pasos frente a él. Un par de botas levantaron polvillo a su paso mientras manos gruesas y sudorosas agarraban un fusil y estrellaban la culata contra su cabeza.
Ran soltó un quejido, desplomándose contra el suelo.
El soldado ebrio lo miraba con una sonrisa enorme, despidiendo un insoportable olor a vodka importado. Cambiaba el peso de una pierna a otra, medio tambaleándose al avanzar hacia él. Ran se encogió, arrodillándose con un nudo en la garganta y el corazón rebotando en los tímpanos.
—... lo siento —balbuceó, como si sólo hubiera chocado accidentalmente contra el militar. Quedaban unos minutos para el toque de queda, suficientes para regresar a casa —... Lo siento, no quería...
El aliento se le escapó con una nube helada, al tiempo que el hombre volvía a estampar el fusil contra su cabeza. Se abrió una herida, una brecha de la que surgió un cálido hilo de sangre.
Su visión se tornó borrosa. Ran hiperventilaba, el cielo oscuro y nublado aclarándose mientras el tipo escalaba por su cuerpo, el fusil cayendo a un lado.
Así era como sucedían las cosas en Ōshū, así fue como sucedió la guerra en primer lugar. Llegaron como un relámpago, destruyeron todo a su paso y se quedaron con los restos para arreglarlos a imagen y semejanza de lo que deseaban. Así era como siempre pasaba todo en las vidas de otros, todos esos momentos que quedaban atrás como recuerdos y que ocurrían a velocidades inimaginables.
La vida que una vez había pensado acabar, salvada por su propio hermano, pendiendo de un hilo roto por un disparo.
Ran sintió el peso muerto del soldado caerle encima, el desagradable hedor a alcohol y pólvora en el aire. Se removió nerviosamente, sintiendo que sus ideas se aclaraban con un certero sentido de supervivencia, antes obsoleto por el golpe. Agarró la chaqueta verdosa y empujó con ayuda de una fuerza aún desconocida.
El cadáver del hombre se deslizó a un lado. Se sentó de golpe, jadeando, el cabello sucio caía por sus hombros y por su rostro caía sangre espesa del mismo color que aquel estúpido destino que los había llevado a encontrarse una vez tras otra.
Frente a él estaba Kakucho, sosteniendo un revólver de cañón humeante.
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