21
Había comprado una flor para Senju, pero creyó que los pétalos se marchitarían en la oscuridad.
El bajo mundo era completamente distinto a la mera superficie. Cuando uno entraba en aquel lugar, sentía que todo lo que le rodeaba formaba parte de un gran iceberg, y que había estado viviendo en la superficie. Pero, y ahí estaba la gracia, sólo las profundidades podían dominar el exterior.
El entramado de brazos y tentáculos se extendía por todo aquel espacio luminoso, pudriendo, envolviendo y arrastrando a personas y entes inmateriales a vicios y pecados inimaginables. Kakucho se tocó la cruz de su colgante por un momento, nervioso.
A su lado, Izana caminaba arrastrando las botas de forma grotescamente infantil, como si no le importara todo aquello. En una de sus manos llevaba una camelia blanca. Comprar flores por diversión antes de ir a comprar droga era tan pintoresco como desagradable. Les recordaba que no eran nada de lo que habían sido alguna vez.
Por el camino se cruzaron soldados, prostitutas y niños que ofrecían servicios sexuales a cambio de comida y medicinas. Kakucho miraba aquellos rasgados ojos vacíos y pensaba que morirían pronto.
—Lo odio —murmuró Izana, pegándose a su costado. La diferencia de altura lo hacía sentir protegido, pero no lo admitiría —. ¿Por qué te has metido en esta mierda?
—Porque tú me la diste en primer lugar —sonrió con debilidad, mientras bajaban las escaleras de aquella taberna.
—Lo siento —aquellas pestañas de escarcha aletearon con culpabilidad —. Te echo de menos. Echo de menos cómo eras antes...
«Antes de perderlo todo». Sí, Kakucho también se echaba de menos. Extrañaba la adrenalina de follar y reír como si fueran adolescentes, extrañaba unas trenzas y unos ojos hechos de flores como las que habían comprado en el mercado, extrañaba recibir cartas de sus hijos.
Las malas decisiones lo habían hundido en ese infierno que había convertido en su rutina. En ocasiones soñaba que disparaba a inocentes, que tal o cual persona se desangraba en sus brazos, que había sido él quien apretó el gatillo. Soñaba con sus días de entrenamiento en la academia del Ejército, con sus compañeros muertos y aquellos a los que había asesinado. Y sólo las drogas podían impedir que fuera a más, e irónicamente lo empeoraban todo.
Izana también se echaba de menos.
—Escucha —Kakucho lo detuvo, poniéndose frente a él en las estrechas escaleras que bajaban y bajaban. La luz de un candil adherido a la pared proyectaba ángulos oscuros en su rostro —. Vuelve. No quiero que estés aquí.
La sombra de Izana tocaba la suya, queriendo sumergirse en el aparato negro que eran sus hombreras militares y el único relucir de los rangos y medallas. El chico entrecerró los ojos y apretó el tallo de la camelia en la mano.
—Shūji y sus secuaces me caen mal —se encogió de hombros —. Pero, no por ello voy a dejar que vayas a verlos tú solo.
Las historias que siempre había escuchado de ese tipo mareaban a cualquier soldado. Variaban dependiendo de quién las contara, del lugar y la voz. Llegó el punto en que Izana pensó que Hanma Shūji era parte de la mitología de la guerra.
Recordaba las hogueras en Afganistán, el suicidio de tal o cual hombre que, drogado, llevaba la desesperación a las yemas de sus dedos y se volaba el cráneo de un disparo. El nombre de Hanma estaba detrás de esos sucesos, y de la cocaína que algunos esnifaban entre las tetas de prostitutas cansadas.
Nunca llegó a conocerlo, tampoco a verlo. Consiguió el litio porque un soldado se lo recomendó en la enfermería. Izana no era estúpido, sabía de dónde venía y sabía que había alimentado el monstruo comprando a los esclavos de ese espectro omnipresente. Ese tipo lograba irritarlo con su mera existencia.
—... y no necesitas esa basura —prosiguió —. Vuelve conmigo.
Kakucho negó.
—Toma, dale esto a Senju. Asegúrate de que su puerta quede bien cerrada y dile que volveré más tarde —le tendió el pequeño obsequio, pero el mayor no lo aceptó, ni siquiera extendió la mano para tomarlo —. No seas terco, ¿quieres?
Se suponía que aquel era un paseo normal, no un descenso al Inframundo. Hacía días que Izana no tomaba el aire fresco, días en los que Kakucho no visitó el mercado para poder ver a su chico de las trenzas, a pesar de que Ran había dejado de ir a comprar, él seguía acudiendo y situándose donde no lo pudiera ver, a la espera silenciosa para comprobar si se estaba cuidando.
Necesitaba su dosis. El tipo turbio al que algunas veces había comprado, que además trabajaba en la enfermería y se codeaba con algunos soldados respetables, le había dicho que estaban teniendo ciertos problemas y que podría ir a comprar directamente allí.
La dirección había sido dada en un papel que memorizó antes de quemar con el mechero. Se pasó un par de días preguntándose si estaría bien, si no sería una sucia trampa para cazar militares desesperados, pero ahí estaba, y para colmo Izana no parecía dispuesto a dejarle.
—Lo que quiero es que dejes esta mierda, Kaku —se quejaba, con una expresión angustiada. Miraba a las paredes de piedra estrechas, las escaleras que seguían bajando, ese lugar no le gustaba.
Kakucho no supo si Izana fingió el tono de tristeza, o si era genuino y realmente se preocupaba por él. Hacía tiempo que había empezado a dudar de todo lo que ambos hacían o decían, qué cosas sentían y cuáles otras eran mentiras para hacerse sentir mejor cuando estaban juntos.
Si lo odiaba o no, si lo apreciaba o detestaba su compañía. Bueno, Kakucho lo apreciaba, no creía poder imaginar un Ōshū donde Izana no estuviera molestándole, siguiéndole y charlando, pero ese chico hablador y burlón parecía haber desaparecido.
Sacudió la mano y lo agarró del hombro, empujándolo a un lado y obligándolo a subir un escalón.
—No vas a ir ahí abajo, todo esto no tiene nada que ver contigo —habló, clavando los dedos en su hombro al notar que se movía —. Es una orden, Kurokawa. Obedece.
Una chispa de incredulidad se transformó en simpatía en esos ojos. Izana chasqueó la lengua, molesto pero complacido por ese atisbo del Kakucho que había conocido alguna vez. Ese tipo serio y autoritario que odiaba que le quitara la Estrella Roja del uniforme.
—Idiota —escupió, apartando su mano con brusquedad.
—Un Héroe de la Nación no debería estar metido en esto —Kakucho sonrió, poniéndole un dedo en el pecho y presionando —. Estás bajo mi protección, ¿recuerdas? Yo cuido de ti.
Sus palabras reverberaron por las paredes, creando un eco al final de la orden. Izana lo miró de arriba a abajo y se llevó una mano a sus pantalones. El arma dio un tenue destello bajo las luces. Pegó la pistola al pecho de Kakucho y apretó con fuerza, a sabiendas de que no había tomado la suya al salir.
—Entonces, no seas estúpido.
Kakucho aceptó la ofrenda. Intercambiaron una flor por un revólver e Izana volvió a mirarle, esta vez por encima del hombro, mientras subía las escaleras para salir.
El metal se calentó contra su piel. Dio una vuelta al arma, admirándola, probando el peso. Hacía mucho que no usaba una, que no disparaba, y se preguntó si alguna vez volvería a matar a alguien. Casi se había acostumbrado a la tranquilidad de aquel pueblo donde todo y nada estaba bien.
La guardó con un suave movimiento, encajándola en la funda. Volvió a echar un vistazo hacia las escaleras, debatiéndose entre la última mirada de su compañero y lo que había allí abajo. Finalmente, suspiró y siguió bajando.
Las paredes parecieron volverse más estrechas, de repente estaban a punto de tragarle y supo que en algún momento de la historia alguien había construido ese sótano por motivos no estéticos, desde luego. Quizá había sido un refugio de guerra en un pasado, o una sala de torturas para algún loco desquiciado.
Lo que allí había fue peor que todo lo que imaginó previamente.
—... es el mejor coño que he probado, ¿sabes?
—... la próxima vez compártela, me estás dejando con las ganas de saber quién es esa zorra...
Las voces hubieran llegado a sus oídos con anterioridad, de no ser porque sonaban como verdaderos siseos, serpientes encerradas en las profundidades de la tierra.
Parecía otra taberna, justo como la que había en el edificio principal. Varias mesas de madera, sombras angulosas y algunos tipos que no dudaron en devorarlo, frunciendo el ceño notoriamente. Estaban sentados sobre las mesas astilladas, jugando a las cartas, riendo, haciendo ruidos selváticos.
Botellas de alcohol se acumulaban en estantes que podrían haber salido de un libro sobre alquimia, polvos blancos esparcidos entre los muslos de un par de chicas apenas vestidas, sentadas sobre el regazo de aquellos hombres, uno de ellos un soldado soviético al que reconoció como un subordinado.
—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? —llamó una voz, más alta que el resto.
Kakucho se había quedado quieto bajo el umbral del final de las escaleras, tenso.
Un hombre de iris ambarinos sonreía con fanfarronería, sentado de piernas cruzadas sobre la mesa del centro. Una víbora se enroscaba en su cuello, deslizándose por su hombro y su brazo, testando el aire.
Tinta negra ribeteaba sus manos de letras rígidas. La capucha de una chaqueta de tela acariciaba su cabeza, dejando ver los mechones largos y desordenados que caían por encima de sus hombros.
—Vengo por Sokolov —Kakucho se abrió paso entre la nube pesada de su alrededor, haciendo uso de su japonés —. Él me dijo que...
—Ah, sí, me avisaron de que vendrías —el tipo agitó la mano en el aire y señaló a uno de sus secuaces. Pecado —. Tú, saca el pedido.
Hanma Shūji bajó de su trono de un salto, recibiendo una pequeño joyero de madera.
Kakucho no dio un solo paso, dejó que fuera aquel extraño tipo quien se acercara, con el dobladillo roto de la chaqueta ondeando a su espalda. Una expresión socarrona aparecía en aquel rostro afilado y sólo entonces pudo verlo.
—No nos queda litio, pero tenemos esta mierda —le mostraba un vial lleno de diminutas pastillas —. Es nuevo, y básicamente lo mismo o... parecido. Lo sabrás si no te mueres por el camino, ¿eh?
Tenía la lengua partida con un corte vertical en la mitad, dividiéndola en dos. Su sonrisa bífida acompañó al siseo emitido por la víbora, que miraba al militar con sus ojillos negros y curiosos.
Una sensación de náusea recorrió el estómago de Kakucho y subió por su garganta. Alargó una mano para aceptar el vial, pero Shūji lo escondió juguetonamente tras su espalda.
—Primero el pago.
Inspiró profundamente, notando que las miradas del resto de secuaces volvían a sus moralmente dudosos quehaceres. Los gemidos de una de las chicas empezaron a resonar por la estancia. De uno de los bolsillos de su uniforme sacó un buen puñado de yenes.
Una flor por un revólver, dinero por drogas. La víbora amenazó con subirse por su brazo cuando dieron el cambio.
Estaba ansioso.
Si pudiera imaginarse la sensación, proyectaría un amasijo de tinta negra y tentáculos enroscándose alrededor de su corazón, amenazando con estrujar al músculo hasta reventarlo. Tal vez algún día escribiría sobre ese sentimiento, cuando aprendiera definitivamente a escribir y a usar las palabras a su favor.
Narraría aquello con ese mismo corazón en un puño, palpitante y vivo. La forma en que el Sol hacía daño a sus ojos y la luz se reflejaba intensamente en la nieve sucia. Y se arrepentiría de no haber puesto énfasis en esos sutiles y diminutos copos de nieve que comenzaban a caer.
Kazutora se tocó el pecho, después de haber rozado el dorso de la mano de Chifuyu, que caminaba a su lado con una falsa tranquilidad. Lo miró de reojo, esos mechones negros que se asemejaban a plumas de cuervo, ojos azules de un mar que se tragaría todo lo que a otros aterrara.
Se preguntó si estaba pensando en lo mismo, si seguía dándole vueltas a la conversación que habían tenido en casa de los Haitani.
—... fuiste uno de los primeros en cuestionarle, ¿y ahora confías en él? —se le escapó, quizá demasiado alto.
Chifuyu ladeó el mentón hacia él, inexpresivo. A Kazutora se le crisparon los dedos de ansiedad, peligro.
—Mutō puede ayudarnos, es un hecho —rebatió el aviador —. No tiene motivos para confiar en nosotros, pero lo está haciendo.
—No tenemos motivos para confiar en él.
—Nos ha dicho cuál es su nombre real, lleva siguiéndonos desde... quién sabe cuánto tiempo —enumeraba —. Pudo habernos denunciado y haberse ganado un ascenso, pero no lo ha hecho. Nos necesita, Kazutora. Y nosotros lo necesitamos a él. Es el empujón que necesitáis para...
—¿"Necesitáis"? ¿Y qué hay de ti? —lo cortó apresuradamente.
Chifuyu apretó la mandíbula. Fue un gesto invisible, pero suficiente. Doblaron una esquina, sorteando la plaza del pueblo.
—Es el empujón que necesitáis para empezar una revolución y echar a los soviéticos —finalizó, llevándose el tacto a la cadena que rodeaba su cuello. Los eslabones se deslizaron, bailaron y se dieron una vuelta bajo las yemas de sus dedos —. Y, si lo que dice de Tokio es cierto...
Al otro lado de los edificios y los comercios, los cadáveres de rebeldes colgados se balanceaban al tiempo que el invierno congelaba Ōshū. La escarcha se pegó al pendiente que llevaba, ahogando el sonido de su tintineo.
Una porción de aliento huyó de su boca y se detuvo de golpe, de nuevo con esa sensación atascada en su cuerpo. La tortura que eran sus pesadillas llegó a su cabeza en forma de recuerdos sangrientos y desgarradores.
—¿Te vas a ir? —preguntó, con un hilillo. No quería que, al igual que en sus sueños, Chifuyu se esfumara.
—No... no lo sé —repentinamente, el rostro de Chifuyu se deformó en confusión. Probablemente eran sus sentimientos lo que le impedía decir la verdad, si tan solo supiera cuál era —. Pero —bajó el tono de voz —, el país me necesita. Tener un aviador menos marca mucha diferencia, aunque no lo creas, ¿entiendes?
Sus pasos empezaron de nuevo en el camino. Los soldados pasaban de un lado a otro, las personas oscilaban alrededor, y Kazutora no podía dejar de pensar que se vería demasiado vacío si Chifuyu no estuviera allí.
Era un rebelde. Lo tenía tatuado tras la oreja y en los labios, en cada esquina y rugosidad de ellos. Al igual que él mismo, y que Sanzu y los hermanos Haitani, y Seishu; y Kokonoi, porque, a pesar de que era un borde de mierda, seguiría a Seishu hasta el abismo sin pensarlo.
—Está mintiendo —soltó, apretando un puño —. ¿No lo ves? Seguro que se ha dado cuenta de la chapa y ha querido manipularte. Si le haces caso y le sigues hasta ese campo de trabajo, o las vías, o donde mierda esté el puto tren, te matará.
Chifuyu suspiró. Había jurado bandera, su vida pertenecía a la nación y, como aviador, su deber estaba en regresar cuando hubiera oportunidad de hacerlo y recibir órdenes. Se acabarían las risas, el alcohol y las noches acompañado.
«Necesito que entiendas que este no es mi lugar», quiso decirle, pero no fue capaz. Su lealtad de hierro le impedía ignorar la posible existencia de un tren que lo acercara a la capital, y, al mismo tiempo, le impedía abandonarle.
Le rompería el corazón si lo hiciera.
Dejaría atrás su nueva familia, sus amigos. Las personas que lo salvaron y que lo cuidaron durante un mes entero. Sanzu y su preciosa sonrisa, Rindou y sus charlas nocturnas, Ran y su habilidad para la cocina; Seishu y sus ojos que, sin verle, habían adivinado tanto conflicto en su interior —«Yo no quiero ser sólo odio, Chifuyu. Eso es en lo que te estás convirtiendo tú»—; Kokonoi y su mal humor al amanecer, Shinichiro y sus hoyuelos, a pesar de los constantes dolores de la enfermedad. Y Kazutora.
Oh, Kazutora.
Alargó una mano para tocar la suya, pero el chico pegó un respingo antes de que pudiera siquiera rozarlo.
—Inspecciones —susurró el rebelde, mirando cómo las puertas de las casas recibían patadas y culatazos.
La melancolía se precipitó por sus venas y se derramó fuera de su cuerpo, siendo sustituida por miedo. Chifuyu tragó saliva, escuchando el ajetreo, bebés llorando y gritos que imponían a quien escuchara.
Su edificio no era diferente. Allí, a apenas unos metros, un grupo de soldados entraba con brusquedad. Sabía que se dividirían en dos grupos, uno para revisar el piso principal, donde vivían los vecinos, y otro para revisar su apartamento, justo encima.
Se vio obligado a hacer de tripas corazón, morderse el miedo y decirse que era algo semanal, casi a lo que debería estar acostumbrado. Sin embargo, se encontraba a sí mismo intentando tomar todas las bocanadas de aire posibles antes de dirigirse con prisa a su edificio, siguiendo a Kazutora un temeroso paso por detrás.
Con el vello de punta, bajaron la cabeza frente al soldado que se había quedado vigilando la puerta. Ya estaban familiarizados con sus rostros, quién mandaba, quién obedecía y disparaba; los soldados sabían por costumbre dónde vivía cada familia, qué edificios tenían pisos vacíos, cuáles parecía que se caerían a pedazos.
A aquellos tipos tan diferentes e iguales al mismo tiempo solo les importaba una sola cosa: infundir miedo para controlar al pueblo. Y todo Ōshū bajaba la cabeza al ritmo del invierno.
La mano de Chifuyu revoloteó hasta tomar a Kazutora de la manga del suéter, subiendo las escaleras juntos, hasta llegar a su puerta abierta.
—Adentro —escupió el militar que se había quedado en el recibidor, en un japonés torpe y masticado —. Sukin syn... —farfulló, agarrando a Kazutora y empujándolo dentro antes de que el chico pudiera hacer nada.
Se quedó con la mano en el aire, notando el frío entre los dedos en lugar del calor de la tela. Apartó la mirada a un lado, evitando ver cómo Kazutora se estampaba contra el mueble del zapatero. Entró en silencio, notando el filo de la bayoneta acariciándole la nuca.
Alzó las manos, escuchando el quejido de su compañero, que se levantaba y se ponía a su lado, imitándole. El soldado los dirigió al salón a punta de pistola, con el brillo del cuchillo amenazando la carne fresca de sus nucas.
Como de costumbre, el lugar estaba completamente desordenado. Habían tirado el mantel de ganchillo de la pequeña mesa que había junto al sillón. Los cojines estaban en el suelo, los cajones del aparador abiertos, las cosas tiradas en el suelo. Pudo acertar a ver la entrada de la cocina, antes de situarse de cara a la pared, donde los restos de un par de platos coronaban el suelo con pedazos cortantes.
Todo con el objetivo de buscar algo que pudiera estar fuera de lugar, que fuera sospechoso, que indicara y señalara quiénes formaban parte de la Resistencia, a quiénes debían ejecutar por ser rebeldes o por ayudarles. Armas, dinero en cantidades sospechosas, papeles de origen desconocido en falsos fondos de cajones.
Arrodillado frente a la pared, con las manos en la nuca, notó que Kazutora no le quitaba ojo de encima.
—¿Estás bien? —susurró Kazutora, frunciendo el ceño con angustia.
Si Chifuyu hubiera tenido un espejo, se habría asustado de su propio reflejo. Pálido, con los ojos llorosos y la mandíbula apretada sin darse cuenta. El sudor frío le empapaba las palmas de las manos, bajaba por su espalda y se filtraba por la ropa.
Quiso mentir y decirle que se encontraba perfectamente, pero el grito de uno de los soldados le indicó que no mirara a su compañero, o eso entendió. «Ni una sola palabra, o te meto un tiro».
Le temblaba el labio inferior, sus recuerdos volaban a un día cualquiera de un mes atrás. Su desnudez, los pendientes balanceándose burlonamente, la gorra de aviador. Ni siquiera estaba seguro de que Kazutora le hubiera creído cuando le dijo que el tipo era piloto. Y ante la duda no volvió a mencionar el tema, sintiéndose inseguro, mirando a ambos lados de la calle cada vez que estaba fuera, atemorizado de encontrarse con la única persona, exceptuando a sus amigos, que sabía que era militar.
El Teniente Kurokawa no había vuelto a aparecer, pero lo recordaba cada vez que miraba a Shinichiro y le llegaba la horrible sensación de que, si quería vivir en paz, debería deshacerse de él.
Sólo eran tonterías que pasaban por su cabeza de madrugada. Shinichiro era un buen tipo, lo único que no le gustaba era el horrible recuerdo que había asociado a su rostro. El Teniente volcando la mesa de una patada, gritándose a sí mismo para calmarse, el frío pegado a su piel desnuda.
—... Fuyu —llamó el otro, nervioso.
—Me encuentro mal —susurró, al fin —. Tengo...
«Ansiedad». Kazutora ahogó un grito cuando la culata del fusil se estampó contra el cráneo de su compañero. Chifuyu se desplomó en el suelo, tocándose la cabeza, sollozando con la voz rota. Los gritos de advertencia del soldado se convirtieron en patadas a su costado, rugidos constantes de furia e insultos ante sus ojos.
Kazutora no hizo nada. Se quedó quieto, horrorizado, viendo cómo Chifuyu se encogía y se quejaba como un animal herido, mordiéndose las lágrimas con un sentimiento de culpa inevitable. Algo en su corazón se retorció con odio y el filo del tantō quemó en el interior de su bota, pero bajó la cabeza cuando el soldado lo miró, y reprimió todo lo que sentía.
Para el momento en que se hubieron ido, ya tenía impresa la imagen de su cara, cada rasgo y facción que guardaría en un cartel de «Se busca por una recompensa de cien millones de yenes», aunque en su cabeza era más bien como «te mataría aunque solo recibiera sangre a cambio».
Nunca escatimaba en flechas, tampoco en balas, pero se encargaría de no acertar deliberadamente en el blanco para hacerle arrastrarse por el suelo. Que la nieve se manchara de rojo y su fantasía se colmara cuando viera su rostro y reconociera que se había metido con la familia equivocada.
Tardó unos segundos en reaccionar, perdido en su imaginación. Andó a gatas por el suelo hasta llegar a Chifuyu y le tocó el costado sin apretar. Sus dedos temblaban.
—¿Chifuyu? —deslizó el tacto hacia su hombro, recibiendo un quejido por respuesta —. Lo siento, lo siento mucho...
Azul apagado en sus ojos y un hilo de sangre cayendo hasta envolver su párpado en rojo intenso.
Sumire. Le dio una vuelta entre los dedos, admirando los pétalos violetas que le daban aquel nombre en particular. Una pizca de resentimiento se le atravesó en el pecho al compararla con su camelia blanca.
—... y a mí no me compra ni una mísera flor —gruñó, sin molestarse en bajar la voz para al menos ocultar sus celos —. Será idiota...
Izana abrió la puerta de la habitación sin picar y se guardó la llave en el bolsillo, cerrándola a sus espaldas con un golpe seco. Ahí, en la cama, estaba la «pequeña alegría» de Kakucho.
La niña no alzó la cabeza. Se veían los mechones blanquecinos sobresalir de las sábanas en las que estaba acurrucada. Sobre la pequeña mesita de noche había lo que parecía ser una taza de té o cualquier mierda caliente acabada.
Se asomó a ver la taza. Sí, era té y aún olía con fuerza. Luego, la miró a ella.
—¿Estás viva? —preguntó, alzando una ceja.
Senju no contestó, encogida en postura fetal. Podía alcanzar a apreciar cómo su costado subía y bajaba con lentitud y pesadez, adivinar los trazos húmedos de su peculiar cabello, como si antes de ir a dormir se hubiera lavado.
Era consciente de lo mucho que Kakucho la estaba cuidando y consintiendo, de que él le daba la mitad e incluso más de su ración de comida.
A ojos de Izana, Kakucho sólo quería expiar unos cuantos pecados, deshacerse de la culpa por haber hecho tal o cual cosa en el Ejército. Mierda, el muy imbécil era tan débil que no podía evitar sentirse mal por él.
No le importaban las creencias de los demás, pero si hubiera un Dios, estaba seguro de que no sería capaz de perdonar a Kakucho. Izana podía ignorar sus manos manchadas, prometerle un mejor Cielo si tan sólo dejara de drogarse.
Había entrado en muchas Iglesias de niño, también rezado. Sus padres blancos le habían llevado cada jodido domingo y festivo, vistiéndole con ropas caras y bonitas. Estaba bautizado y había hecho la Comunión, se sabía algunos versículos de memoria porque Wakasa le hizo memorizar algunos, pero jamás podría entender por qué.
Si las personas necesitaban un Dios para frenar sus malos comportamientos, entonces tal vez no fueran buenas personas en absoluto.
—Para ti —arrojó la flor a la niña, alzando la voz —. Ahora, deja de robármelo.
Senju se novio parcialmente en la cama, ahogando un quejido somnoliento. Era seguro que el vientre continuaba doliéndole y a Izana no le podría importar menos. Esa misma noche le haría llevarle algo caliente a la habitación y ponerla a limpiar el suelo, donde se le había caído algo de alcohol y estaba pegajoso.
Giró sobre sus propios talones, suspirando con hastío. Tendría que encontrar algo para divertirse hasta que Kakucho regresara e intentar mantener una conversación con la mocosa no le iba a entretener.
Un hilo de voz se hizo oír a sus espaldas.
—¿... mamá?
Izana se detuvo en seco, con las llaves tintineando en su mano y el corazón helado. Arrugó la nariz, ignorando ese diminuto sollozo que escapó de ella al incorporar su espalda en la cama.
—No soy tu madre —siseó, sin siquiera entender el por qué de su propia reacción —. Y seguro que está muerta.
Echó un breve vistazo al salir de allí. Senju se quedaba sentada en el colchón, frotándose los ojos llenos de lágrimas por algún sueño, mirándole con esa flor en el regazo.
Kokonoi no era el único que, a aquel ritmo, iba a perder la cabeza. Parecía que aquellos chicos no dejaban de meterse en problemas y, peor aún, de arrastrarle a él a su peligrosa vorágine.
Por eso no se molestó en llevar a Seishu. Tenía suficiente con ir por sí mismo y dejarlo refugiado en casa, a salvo de toda esa mierda. Las inspecciones ya les habían alterado bastante.
—Es una pequeña herida, no te preocupes —dijo, presionando el algodón contra la cabeza del chico —. Cicatrizará pronto.
Chifuyu ahogó una mueca de dolor al sentir el desinfectante picando en la herida. Kokonoi no se disculpó y siguió presionando hasta comprobar que todo estaba bien. Luego, aireó la zona usando su mano como abanico y dejó cerca la bolsa con gasas para cubrirla cuando fuera necesario.
Sentado en el sofá de la sala, apretó los labios, echando un último vistazo. El rebelde se dejaba hacer, presionando una bolsa con hielo contra uno de sus costados, donde le habían propinado una patada. Tenía el torso al descubierto, salpicado de algún moretón que acompañaría a otros que se estaban formando. Sus costillas aún le preocupaban.
—No creo que te hayan roto nada —explicó, después de quitarle el hielo y palpar la zona con delicadeza. No notaba nada extraño bajo los dedos y el chico no se quejó como lo haría alguien a quien le acabaran de fracturar un hueso.
—Duele —musitó Chifuyu, sorbiendo por la nariz. Recibió de vuelta la bolsa y la volvió a presionar, con la piel ya húmeda y resbaladiza.
—Ten más cuidado la próxima vez y no provoques a los soldados —avisó —. Ya sabes lo que puede hacer un golpe así en la cabeza. Si de aquí a unos días tienes mareos o te sientes extraño llámame de inmediato.
Tampoco podría hacer mucho si se daba el caso. Kokonoi era capaz de hacer cirugías simples, sacar balas y metralla, pero jamás sería capaz de detener una hemorragia cerebral.
Unos pasos en el pasillo anticiparon la apresurada llegada de Kazutora, que apareció con un hombre tomado del brazo, visiblemente nervioso.
—¿Está bien? —preguntó, alzando el tono sin darse cuenta —. Espera —indicó a Shinichiro, soltándole para corretear hasta el sofá.
Kokonoi se incorporó, dejándoles espacio.
—... estoy bien —soltó Chifuyu, sonriendo, sin darse por vencido —. Te lo prometo, Tora, que... ¿Ah, qué estás haciendo ahora?
Kazutora sostenía la bolsa de hielo por él, tomándole a su vez del rostro, envolviendo gentilmente su mejilla con la palma de su mano cálida.
—Ayudar —respondió, alzando las cejas —. Vamos, túmbate.
—No necesito tumbarme.
—Necesita que lo dejes en paz —Kokonoi le lanzó una mirada hostil al rebelde, recibiendo un gesto obsceno de su parte. Puso los ojos en blanco, cansado.
Shinichiro sonreía por aquella ternura juvenil que denotaba porciones de inocencia e irresponsabilidad al mismo tiempo. En parte le recordaba a cuando era joven y creía que todo era un juego en su versión más fácil, hecho personalmente para él, en el que las demás personas encajaban o se iban constantemente. Cuando conectaba con los enigmáticos ojos de Chifuyu, sin embargo, sentía un vacío azul y profundo que reflejaba tanto el mar como la gelidez de la guerra.
A aquel chico nunca le había cambiado la mirada, quizá porque ya lo había conocido roto. A diferencia de Kazutora y Sanzu, a quienes había visto crecer y, en cierto modo, madurar.
Se apoyó contra la esquina de la entrada del pasillo, notando un pinchazo de dolor en la muñeca. Escucharlos discutir amistosamente era agradable.
—Te digo que debes quedarte en casa...
—... voy a verme con Mutō igualmente... —protestaba Chifuyu, apartando con brusquedad al otro para que le quitara las manos de encima —. Es importante, ¿entiendes?
—¿Más que tú mismo?
—No digas tonterías...
Kokonoi estaba quieto, con el labio superior alzado en mitad de una mueca, sin saber si irse sin mediar palabra o simplemente dejarles discutir hasta que se tiraran de los pelos.
La conversación se cortó por aquellas palabras que sonsacaron colores rosados a ambos.
—Hacéis buena pareja —reía Shinichiro. Su sonrisa desapareció al sentir tres pares de ojos encima —. Un buen dúo, me refiero.
Solía salir del desván varias veces por semana, en especial por las noches y después de las inspecciones. Todos sabían que mantener al mayor ahí arriba estaba perjudicando su salud y, por otra parte, no podían dejar que los soviéticos vieran que había alguien más en la casa. Había sido bastante sospechoso que Chifuyu apareciera domiciliado en el lugar de la noche a la mañana y no podían permitirse ponerse en peligro de esa forma.
Los hermanos ya tenían a Sanzu, quien abandonaba la casa o se escondía durante las inspecciones para no darles problemas por juntarse con un mestizo, y Kokonoi, por su parte, no permitiría que Shinichiro se refugiara con él y Seishu. Sí, Seishu lo aceptaría, eso era lo peor. El muy insolente no dudaría en meterlo allí sin importarle lo que pudiera ocurrir.
Y Shinichiro era consciente de que debería estar sobreviviendo por su culpa. Al final del día, no era más que una molestia, una boca más a la que alimentar.
—Chicos, él no puede seguir viviendo en el desván —determinó el médico, tras echarle un vistazo de arriba a abajo —. Ni siquiera puede levantarse, el techo es demasiado bajo.
Apretó la mandíbula con impotencia. Se acercó al sofá a tomar el sitio que Kazutora le ofrecía.
—Estoy...
—Mal —lo cortó Kokonoi, arrodillándose a su frente para tomarle de las muñecas —. ¿Te has visto en el espejo? Necesitas tomar el Sol y caminar un rato todos los días. Esto empeorará si no llevas una vida normal.
Chifuyu miró al hombre, sentado a su lado. Esos iris oscuros y agotados, la forma en que reprimía expresiones de dolor al mover determinadas partes de su cuerpo.
«¿Conoces a este chico?». El chico risueño y alegre de la fotografía se había transformado en un condenado. Shinichiro era atractivo, menos que cuando era joven, pero atractivo al fin y al cabo. Siempre calmado, hablando en un tono tranquilo, convivir con él no suponía ningún inconveniente.
—Lo siento —se disculpaba —. Soy un estorbo.
—No te preocupes, podemos racionar mejor la comida —propuso Kazutora, cruzándose de brazos —. Y mover el sillón para ponerlo más cerca de la ventana y que puedas estar al Sol.
Kokonoi sostenía de las muñecas al mayor, desenvolviendo las vendas que, apretadas, intentaban mantener los huesos en su sitio. El mero hecho de palpar la zona hacía aparecer una expresión de angustia.
—A pesar de que te sientes generalmente débil, de momento las zonas más afectadas son las muñecas y un hombro. La última vez que vine me dijiste que sentías molestias en una rodilla...
«Míralo bien, ¿lo has visto alguna vez?». Chifuyu reconoció algo en la forma en que Shinichiro bajaba la cabeza y no decía nada, además de culpa y arrepentimiento, quizá por seguir vivo o ser una carga: no quería estar allí.
Izana lo encontró sentado en las escaleras que subían a la puerta de entrada de una taberna. No dudó un instante en acudir a sentarse a su lado, atraído por aquellos ojos perdidos.
—¿Sólo comes eso? Vas a acabar hecho un saco de huesos.
Wakasa lo miró con indiferencia, removiendo aquella triste sopa que no llegaba a cubrir ni la mitad del cuenco. Llevaba su habitual uniforme de soldado raso, con las botas manchadas y el fusil cerca.
—Es lo único que nos dan —respondió, monótono.
Frunció el ceño, dándole vueltas a la camelia blanca entre los dedos. Tuvo que refugiar los pétalos de aquella ráfaga de aire helado que revolvió los mechones de su cabello.
No dijo nada. Sabía que los soldados sólo recibían las lamentables sobras de las comidas de los oficiales y suboficiales. A la gente como Wakasa se le daba lo mínimo y se le exigía lo máximo, y a nadie le importaba la carne de cañón.
Apretó los labios, haciendo un puchero desinteresado.
—Puedes pasar por mi habitación a la hora de cenar y llevarte algo de lo mío —dijo, haciendo un gesto —. Si quieres, claro.
—¿Y ese arrebato de amabilidad? —Wakasa sonrió burlonamente, dejando el cuenco de sopa fría a un lado —. ¿Necesitas algo?
«Compañía».
Por mucho que el hombre se molestara en ocultarlo, Izana apreció el color de esos ojos iluminándose levemente. Tal vez era cierto que le seguía teniendo cariño.
En aquel punto de su historia eran conscientes de que ni uno ni otro se iría de la lengua contando secretos sobre el contrario. Llegados a ese instante, ambos habían cometido los mismos crímenes, mentido y engañado para sobrevivir. No había nada que los diferenciara lo suficiente como para crear un odio visceral.
Izana confiaba en Wakasa. Recorría con la mirada esa cicatriz que cortaba sus rasgos y tragaba saliva al pensar que una vez fue capaz de deshacerse de él para seguir mintiendo y escalando.
Días enteros en la cama le habían concedido tiempo para reflexionar sobre su propia vida y la forma en la que se había hundido emocionalmente hasta pensar que estaba tocando fondo. Si no se libraba de ese horrible sentimiento de vacío, no podría seguir adelante.
—Acepta esto —pidió, pero con su tono sonó a exigencia. Le ofrecía aquella tonta flor que había comprado en el mercado.
El soldado tomó el obsequio con extremada delicadeza, dudando en un último y efímero instante en el que llegó a creer que Izana sólo quería algo de él. Sin embargo, era tan bonita en sus manos manchadas de gris ceniza. Giró el tallo, admirando el color intenso y puro de los pétalos.
—¿Así es como te sientes respecto a mí? —preguntó, reprimiendo una sonrisa de nostalgia.
Izana no respondió, sino que se quedó observando a alguna gente que pasaba por las calles y doblaba las esquinas, con un ánimo silencioso y avergonzado, a juzgar por el subtono de color que adquirieron sus mejillas.
—Mira —señaló, llamando de nuevo la atención de Wakasa —. Ese tipo de ahí, el que va con un militar.
Pelo negro y liso, iris de azul intenso que llamarían la atención de cualquiera que se cruzara con él. Izana se mordió el interior de la mejilla, repentinamente ansioso por ese militar rubio e imponente que lo llevaba agarrado por el brazo, tirando.
—¿Qué pasa con él?
—Oh, nada —chasqueó la lengua, jugueteando con el dobladillo de su chaqueta —. Sólo es un aviador del Ejército japonés.
La expresión de Wakasa se descompuso por aquel jodido tono desinteresado que usó.
—¿... qué? —alcanzó a proferir, buscando la correa del fusil para acercarlo.
—No llames la atención, idiota —Izana lo agarró de la manga y lo acercó hacia sí para hablar —. ¿Sabes? No se lo conté a nadie porque esperaba a que hiciera algo interesante, pero se ha limitado a vivir con normalidad todo este tiempo.
Ambos se miraron, uno con nerviosismo y el otro con insana curiosidad. El militar se llevó a Matsuno calle abajo a punta de pistola y desaparecieron de su vista al doblar la esquina.
Izana se incorporó, tirando de Wakasa y arrastrándolo con él a su aventura. Por fin había encontrado algo con lo que entretenerse.
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