20

La noche se dividía, como un trozo de tarta, entre tres lugares distintos. Cada cual con sus inquietudes y miedos, hogares rotos y otros en pleno nacimiento.

En la primera porción, Ran Haitani jugueteaba con las puntas de su cabello, mientras escuchaba cómo su hermano y Sanzu hablaban.

Los chicos se habían ido. El cansancio de lo ocurrido les había minado las energías para más, y habían quedado en tener su reunión a la mañana siguiente. Necesitaban dormir, pensar en las palabras de Yasuhiro y asumir lo que significaba tener un infiltrado dentro del propio ejército ruso.

Esa era la única identidad que le quedaba. Rebelde. Nada de ser amante, novio, o hermano de otros. Sólo rebelde.

Con pasos sigilosos, se asomó al pasillo. La casa estaba a oscuras, los sonidos de la noche se filtraban por el cristal de las ventanas, y el ulular del viento le erizaba el vello de los brazos. Una figura oscura cruzó el pasillo de un lado a otro, era Rindou llevando en brazos a Sanzu al baño.

«No te acerques a él» había siseado su hermano, cuando tuvo oportunidad de agarrarlo. Ran había tenido que asentir y disculparse en voz baja, mordiéndose las lágrimas para evitar echarse a llorar y que Rin lo llamara victimista. Pero, si alguien había sido su apoyo durante el último mes, si alguien lo había mantenido cuerdo, ese había sido Sanzu.

Era un chico tan agradable, siempre llevaba una sonrisa en la cara, un ánimo risueño y feliz que le contagiaba la alegría cada mañana. Cocinaban juntos, jugaban a juegos de mesa, e incluso Sanzu se había quedado dormido entre ambos hermanos, durante el primer mes que se conocieron. Ya lo consideraba parte de la familia y lo quería tanto que no habría podido soportarlo en el caso de sólo su cuerpo hubiera llegado.

Lo estaba perdiendo todo.

—Voy a matarlos a todos —juró Rindou, sentando a su pareja sobre la tapa del inodoro —... a todos los que te pusieron una mano encima...

Ran tragó saliva, observando desde el marco de la puerta. La pareja estaba tan ensimismada en el contrario que, si se dieron cuenta de su presencia, lo ignoraron. El agua de la bañera se calentaba poco a poco. La madrugada era el mejor momento para tener agua caliente.

Le recordaba a la primera semana en la que Sanzu había llegado. Rindou siempre fue tan cuidadoso. Al principio, se habían turnado para curarlo y cuidarlo, luego, acabaron por repartirse las tareas de casa. Mientras que él iba a racionamiento y se enamoraba de quien no debía, Rindou encontraba al amor de su vida en esa cáscara vacía que recuperó la identidad gracias a ellos, en ese chico que tardó días y días en poder volver a hablar, envuelto en un shock emocional que lo dejaba hecho una marioneta; el mismo que volvió a sonreír, que se negaba a separarse de ellos, que se aferraba a la espalda de Rindou cuando lo llevaba en brazos a bañarse.

Sanzu sonreía con dolor, tenía un gran hematoma en la frente, cerca de la línea donde comenzaba su pelo rubio y largo, aún sucio.

—¿Qué te pasó aquí? —tomaba el rostro de Rindou y lo miraba de cerca, exhausto.

El menor de los Haitani se tocó el pequeño corte que cruzaba una de sus mejillas.

—Me caí por el bosque —explicó, alargando el brazo para tocar el chorro de agua. Al sentirlo caliente, se apartó y puso el tapón en el desagüe —. Estaba muy asustado...

No podían quitarle a Sanzu. Era lo único que le había quedado después de que Rindou decidiera no volver a hablarle.

Y ahí estaban otra vez, las consecuencias de actos estúpidos que jamás pensó que podrían dañar tanto. Ahí estaban Rindou y Sanzu, besándose con lentitud, desesperados por tenerse, mientras que él observaba, asumiendo que todo lo que hacía les perjudicaba, que todo lo que hacía era una puta basura y que debería desaparecer de sus vidas.

Veía el brillo de los anillos, y ya no sentía celos, tampoco rabia por no poder tener lo mismo. Sentía desolación por saber que, por su culpa, casi habían perdido al contrario.

Ran necesitaba desaparecer un rato. Regresó al salón en completo silencio, escuchándoles hablar y reír en voz baja, pero sus pasos se desviaron hacia el recibidor. En una rutina sigilosa, se puso las botas, agarró una chaqueta vaquera y salió de la casa.

Era la primera vez en semanas que regresaba a aquel lugar. El callejón donde tantos besos compartió con Kakucho, donde se explicaban sus palabras diarias con sus idiomas natales e intentaban entenderse un poco más cada vez.

Igual de vacío y solitario que siempre, no había luz alguna, salvó una farola en la esquina de la calle. Sus botas chapotearon en charcos y encontraron algo de nieve derretida en un hueco de la acera. Ran se internó en el callejón y se sentó en el suelo, junto a un contenedor de basura.

Abrazó las piernas contra su pecho, su labio inferior tembló y las lágrimas se derramaron sin control. Intentó mantenerse inexpresivo, pero acabó escondiendo la cara rojiza entre las manos, llorando.

Algo se movió a su lado, provocándole un respingo. Una rata huía de él al ver alterado su hogar. Y, como siempre, ni rastro de Kakucho.

Si la noche estuviera fragmentada, los ojos de aquella libélula se enfocarían en la otra punta de Ōshū, concretamente en aquel edificio más bien pequeño. A pesar de la falsa calma nocturna, dos chicos discutían sin llegar realmente a enfadarse con el otro.

—Sólo estoy cansado de que estemos así —finalizó Seishu, dándole la espalda y yendo hacia la habitación.

—¿"Así" cómo? —Kokonoi lo persiguió por el pasillo, agarrándolo de la camiseta blanca con la que solía dormir. Tiró de él para darle la vuelta y el rubio se revolvió, molesto —. Oye, no me ignores, ¿quieres?

Habían estado en tensión desde que habían regresado de casa de los Haitani. Primero, fueron las miradas incómodas, luego fueron los sutiles reproches de Kokonoi. Los soltó uno a uno, como si no tuvieran nada que ver con él, durante la modesta cena que habían tenido.

Seishu se giró con brusquedad, su hombro chocó contra el marco de la puerta. A sus ojos, todo eran sombras y ángulos negros.

—¡No confías en mí! ¡Me prohibes todo injustamente y ya ni siquiera me miras cuando hago algo bien! —exclamó, moderando su voz para bajarla al instante. No quería armar un escándalo a semejantes horas —... me estoy esforzando, ¿sabes? Pero, no haces más que hacerme sentir como un inútil.

Kokonoi se quedó quieto, mirándole. Las lágrimas se acumularon de inmediato en sus ojos oscuros y por primera vez agradeció la ceguera de su chico, pues dudaba que con las luces apagadas pudiera distinguirlas.

Abrió la boca para decir algo, no salió palabra alguna. Seishu se libró de su mano y cruzó el dormitorio para cerrar las cortinas y acostarse dándole la espalda.

—Lo siento —se disculpó, acercándose a la cama que compartían. Abrió las sábanas y se metió bajo ellas con cuidado —. Shu, lo siento... ya sabes que intento protegerte.

Seishu no contestó, tampoco dijo nada cuando Kokonoi se apegó a su espalda y apoyó la frente contra su cuerpo. Hacía frío y en cualquier otra circunstancia se hubieran abrazado hasta caer dormidos, despertarían al día siguiente enredados entre mantas y sus propias piernas.

No tendrían preocupaciones si no fuera por aquel estúpido grupo de rebeldes que habían metido malas ideas a Seishu. Todo aquello no debería de estar pasando. Y Kokonoi se sentía tan jodidamente asustado y vulnerable, que no podía evitar pensar los peores escenarios cuando soñaba. Aquella vez había sido Sanzu, un mes atrás habían estado a punto de matar a Rindou en plena calle; Kazutora siempre estaba lleno de hematomas y sus dedos de callos por el arco y las flechas, de cuando los rusos lo obligaban a cazar para ellos.

Kokonoi odiaba las armas, la pólvora y el sentimiento que se quedaba en el aire al disparar a otra persona. No era capaz de entender por qué Seishu querría ser uno de esos asesinos, él no tenía el temperamento atrevido de Kazutora, ni la fuerza de Rindou, tampoco la astuta calma de Ran. No tenía nada de eso para poder defenderse.

—Confío en ti —susurró, ahogando un sollozo. Sin darse cuenta, había comenzado a temblar —. Te lo prometo, confío en ti... —repitió.

Seishu no respondió hasta que escuchó una disculpa. Sólo entonces se giró y envolvió a Kokonoi en el abrazo que ambos necesitaban.

Por otro lado, no demasiado lejos, las velas se apagaban y las conversaciones nocturnas iniciaban para quedarse bajo las sábanas.

Kazutora sonrió con amabilidad, asomándose al desván. Sus pies descalzos se pegaban a la madera de las desastrosas escaleras verticales que habían construido. Ahí, en aquella cama improvisada, dormía Shinichiro.

Parecía ser el único alma que de verdad lograba descansar en noches como aquella.

Kazutora bajó de allí, tras comprobar que todo estuviera bien, y tomar el plato con sobras de la cena que el hombre había dejado a un lado. Se escabulló por el hueco del armario, corriendo el mueble hasta tapar el agujero en la pared, ocultando el arsenal, y se dirigió a la cocina para dejar el plato en el fregadero.

Había logrado relajarse llenando su estómago en la cena. Casi se habían prohibido hablar del tema para no ponerse más nerviosos de lo que ya estaban. Tenía su respuesta al mal augurio que lo había sobrecogido la otra noche, al notar que alguien los estaba siguiendo, y también una gran bola de incertidumbre.

Sin embargo, Chifuyu no estaba en absoluto tranquilo.

El chico se desvestía sentado al borde de la cama, en silencio. Kazutora cerró la puerta tras de sí y se subió al colchón. Gateó hacia él y le tapó los ojos desde detrás, sentado sobre sus rodillas.

—No tiene gracia —protestó Chifuyu, haciendo una mueca.

Kazutora tiró de Chifuyu hacia atrás, sin destaparle los ojos e hizo que descansara la cabeza sobre sus muslos. Entonces, apartó las manos, viendo su expresión de molestia.

—Eres muy aburrido, patas de pollo —se burló, mirándole desde arriba.

Varios mechones negros se desparramaban por ahí, dejando la frente de su compañero al aire. Peinó algunos más hacia atrás, disfrutando de aquellos ojos azules que se suavizaron con el gesto.

Bajó el tacto por su rostro, acariciándole las mejillas con las yemas. Chifuyu sonrió cuando sus dedos llegaron a su pecho y le hicieron cosquillas en la piel desnuda. Kazutora le sonrió de vuelta, tocando los eslabones de la cadena del ejército.

Sentía las letras estampadas contra el metal, su nombre y apellidos, su fecha de nacimiento. Cincuenta y ocho marcas firmadas con aquella mirada de azul intenso.

—No puedo dejar de pensar en ese tipo —confesó Chifuyu, atrapando una de aquellas manos —. ¿Crees que es de fiar?

Labios de terciopelo encontraron sus nudillos, uno por uno, depositando un beso en cada una de las marcas de antiguos raspones y hematomas.

—Vamos, no es hora de pensar en eso —puso los ojos en blanco, quería distraerse —. Hablemos de eso mañana, tengo sueño.

Trazó formas por su piel, notando el subir y bajar de su pecho bajo la palma. Se inclinó hacia abajo, buscando su boca en un diminuto beso. Cabello de chocolate y oro se derramó alrededor del rostro de Chifuyu, que escondió algunos mechones tras sus orejas, haciendo tintinear el cascabel.

Se arrastraron bajo las sábanas con pereza. Kazutora arrojó su camiseta al suelo, persiguiendo plumas de cuervo hasta llegar a su cuerpo. El uno frente al otro, acabaron admirándose en silencio, entre ligeras risas y caricias.

—¿Sabes? Si tú también desaparecieras —empezó Chifuyu —, te buscaría como Rindou hizo.

—¿Si? —alzó una ceja, divertido —. Yo prendería fuego a todos los edificios para ver a los rusos salir como ratas. Seguro que así aparecerías antes.

Chifuyu ahogó una risa. Eran incapaces de tener una conversación que no derivara en algún oscuro deseo de ese chico.

—Qué bruto eres, mierda —soltó, dándole una palmada en el pecho.

Kazutora se cubrió la boca, como si no hubiera sido nada más que una travesura infantil. Luego, se le acercó con lentitud, escondiéndose en el hueco de su cuello. Chifuyu lo abrazó con fuerza, correspondiendo con un beso en la sien.

Tal era el contraste entre cuatro enamorados, un chico perdido y ellos dos, que ni siquiera el invierno era capaz de entenderlo. Quizá por eso comenzó a nevar, porque el cielo necesitaba llorar de confusión, conteniendo el aliento hacia la mañana siguiente.

Apenas se atrevía a alzar la mirada hacia él. No porque estuviera asustado, no porque le tuviera miedo, sino porque se sentía avergonzado.

En ocasiones, Izana se preguntaba por qué seguía allí. Su meta siempre había sido Tokio. Tokio significaba Shinichiro, significaba su ansiada gran metrópoli, el sueño de cada noche de su infancia desde que su Shin le prometió que volvería y lo llevaría con él.

Tokio era su vida. Y Ōshū parecía ser su muerte.

Sin embargo, había una razón por la que había echado raíces en aquel estúpido pueblo perdido entre bosques frondosos y cielos grises. Varias razones, de hecho. La primera era que estaba cansado, horriblemente cansado. Había dedicado más de la mitad de su vida a llegar a Tokio, y la esperanza —aquella era su segunda razón— había ido consumiéndose desde que había revisado el norte del país, antes de acabar en Ōshū.

Con cada paso que había avanzado, mes tras mes de invasión en el país nipón, las dudas lo habían ido colmando de inseguridad, una tras otra, drenándole de energía. ¿Qué pasaría si Shinichiro estaba muerto? ¿Si, al final de su camino, sólo había una lápida y flores marchitas? ¿Qué pasaría si no lo reconocía? O, peor aún, ¿y si lo rechazaba por quien era en aquel instante?

Se miraba las manos y veía sangre deslizándose de entre sus dedos. ¿En el espejo? Mal genio, humor irritable, nervios incontrolables. La guerra lo estaba consumiendo. Nada que ver con su yo de meses atrás.

La tercera razón era Kakucho.

No había podido parar de darle vueltas a las palabras de Wakasa. Izana estaba completamente solo. En su camino no había hallado un solo amigo con quien compartir dolor y alcohol, sólo había sabido destruir. Destruir, destrozar, asesinar. Todo lo que Izana tocaba se deshojaba.

—Perdón —susurró, sentado sobre la cómoda de su habitación. Sus piernas no llegaban al suelo, estaba descalzo —. ¿Me compartes un poco?

Kakucho dejó de apoyarse contra la pared opuesta para cruzar el dormitorio y acercarse a él. El Capitán le tendió una pastilla de litio e Izana tragó sin ayuda de agua.

Ambos se quedaron en silencio, escuchando los ruidos de los recovecos del edificio, los pasos apresurados, las botas estampándose bruscamente contra los escalones. El uno junto al otro, como siempre.

—Sé que no te importa —comenzó Kakucho, haciendo un gesto —, pero conseguí lo que necesitaba para Senju.

—Ah.

—Creo que está mejor, aunque a veces le sigue doliendo —se cruzó de brazos, apoyado contra el mueble donde el otro estaba sentado.

El Sol no había llegado aún al mediodía. Llevaba el uniforme bien planchado, el revolver colgando de la funda del cinturón. Ojeras marcaban una expresión de cansancio subordinado a pesadillas inquietantes. Kakucho no se consideraba una buena persona, pero le gustaba serlo con los demás.

Su dosis de droga se estaba acabando a pasos gigantescos. Sabía que debía dejarlo, que no le estaba haciendo ningún bien. Cada día más distraído, más ausente, siendo menos él. Pero, lo pensaba en profundidad, y se daba cuenta de que no tenía un lugar al que volver.

Su familia se había roto, no tenía la custodia de sus hijos y estaba seguro de que su ex esposa había mandado todas sus pertenencias a casa de su madre. O quizá las había vendido. Dependiendo de si ella pensara si iba a regresar o no, por supuesto.

Había querido abarcar tanto con las manos, que se le había escapado todo. Su insatisfactoria vida matrimonial, la estabilidad mental de Izana, Ran. Ran Haitani. Mierda.

Ya entendía aquello que su padre le repetía cuando era pequeño. «La avaricia rompe el saco». Kakucho había querido tener todo el amor que jamás obtuvo, creyó que podría abarcarlo y quedárselo, disfrutarlo, y, en su lugar, lo perdió.

—¿Alguna vez pensaste en tener hijos? —preguntó, volviéndose hacia el otro.

Izana dejó de balancear las piernas y lo miró. Varios rizos claros caían por su frente, dándole esa bonita y traviesa apariencia de siempre. Olía bien, parecía haberse duchado hacía poco.

—Creo que imaginaba formar una familia, cuando era pequeño —asintió, frunciendo el ceño al recordarlo —. Hasta que me di cuenta de que eso era lo que se esperaba de mí, no lo que yo quería.

A Kakucho lo habían educado de la misma forma, pero diría que una parte de sí mismo siempre había querido tener hijos y que nadie le había presionado para ello. La otra parte gritaría que lo único que había querido ese adolescente de dieciocho años, al enterarse de que su novia estaba embarazada, era haber sido libre.

—¿Y aún sigues sin querer tenerlos? Tienes como treinta años.

—No sería un buen padre, idiota —Izana sonrió, fue la primera sonrisa genuina que vio en mucho tiempo —. Apenas puedo cuidar de mí...

Izana había pasado de ser un hombre con mentalidad de mocoso a no salir de la cama durante días enteros. Senju le llevaba las comidas en bandeja, pues ya no bajaba al comedor para comer con el resto; en ocasiones sólo se levantaba para ir al baño y no se duchaba hasta que su pelo empezaba a ponerse feo.

Parecía costarle incluso moverse, cosas simples como el mero hecho de vestirse con uniforme, a pesar de que siempre le había gustado ir cómodo. Era como si tuviera un botón en algún lugar del cuerpo que se hubiera apagado en determinado momento. No podía dejar de darle vueltas a las cosas, a Shinichiro, a Ōshū, mientras el mundo se revolvía a su alrededor de forma violenta.

Lo único que quería era salir de ese bucle de infelicidad que, quizá, él mismo había creado.

Se desplazó un poco por la superficie del mueble, persiguiendo su calor. Kakucho lo miró con curiosidad, dejando una mano sobre su rodilla.

—¿Pasa algo?

—... llévame a dar un paseo —pidió Izana, en voz baja —. Necesito aire fresco.

Kakucho lo sostuvo del rostro, inclinándose para atrapar un suave beso.

Había sido un pequeño contratiempo, nada más.

Shinichiro había decidido que necesitaba ducharse, después de más de una semana sin poder lavarse apropiadamente. Chifuyu había dejado que Kazutora fuera a casa de los Haitani, mientras que él se había quedado al otro lado de la cortina de la ducha, vigilando que nada malo ocurriera.

Ayudarle a subir de vuelta al desván había sido más difícil de lo que había pensado. Había tardado cerca de diez minutos en sostenerle y ayudarle a aferrarse bien a los escalones de mano que se pegaban a la pared.

La mayor verdad incómoda que había entre ellos tres era que todos sabían que Shinichiro no sería capaz de huir en el caso de que estallara la revolución que tanto ansiaban. Si algo sucediera, si algún incendio o bomba se tragara el lugar incorrecto y ninguno de ellos estuviera cerca, no habría escapatoria para él.

Sin embargo, a Shinichiro no parecía importarle mucho. O tal vez sólo se le daba bien sonreír y fingir que algún día el cuerpo no le dolería más de lo que podría soportar.

En aquel instante se encontraba sorteando calles y personas con rapidez, a sabiendas de que llegaba horriblemente tarde a la reunión que tenían en casa de los Haitani. Y, como si alguien le hubiera leído la mente, al doblar una esquina se estampó contra el cuerpo de un hombre conocido.

El militar lo miró con desdén, aunque podía ver un ápice de curiosidad en aquellos ojos oscuros. La gorra con la estrella del ejército ocultaba el cabello rubio y corto.

—Escoria —escupió Mutō, en perfecto ruso sin acento alguno.

Frunció el ceño, quedándose quieto al notar la mirada de otro soldado de la calle sobre ambos. Mutō pareció darse cuenta de aquello y acabó por agarrarle de la camisa.

Chifuyu ahogó un gruñido, dejándose arrastrar.

Estuvo a punto de tropezar cuando fue arrojado contra un contenedor de basura, a la entrada de un callejón cualquiera. Su cuerpo chocó contra la pared y se raspó las manos al apoyarse. Un gato escuálido salió corriendo de debajo del contenedor.

—¿Qué quieres? —exigió saber, mostrando los dientes en un acto reflejo. Desastrosos mechones de flequillo negro enmarcaban iris azules que se habían vuelto más salvajes de lo que hubiera esperado.

—Eres militar, ¿verdad? —el tipo entrecerró los ojos, perspicaz.

Tragó saliva, tocándose al instante la cadena que le pendía del cuello. No se veía tanto, sólo algunos eslabones de alrededor, y la chapa estaba completamente escondida tras la camisa. Apenas se notaba.

—¿Y qué?

—Se nota mucho. No eres como el resto —Mutō se encogió de hombros, sacando un cigarro de uno de sus bolsillos —. Supongo que te interesará saber, entonces, lo de los trenes.

El mechero abrió una diminuta llama entre ambos, y se apagó frente a la mirada azul de Chifuyu

—Suéltalo —siseó, impaciente. Sin darse cuenta, había empezado a sudar.

—Recaudaron mano de obra forzosa para unir Ōshū con la vía de tren más cercana, de un pueblo algo lejos de aquí —explicó el otro, dando una extensa calada a su cigarro —. Conecta con Tokio.

Su corazón se detuvo un instante.

—¿Eso es cierto?

—Sí, pero las cosas ahora están difíciles —prosiguió Mutō, desinteresadamente —. Han tomado hasta un poco más allá de Fukushima. No avanzarán más con el tren de lo que conquistan, en algún punto debe detenerse el camino. No sé cuánto tomaría ir desde allí hasta Tokio a pie.

Un cúmulo de emociones se liberó al torrente de sus venas. Como si el río de recuerdos se hubiera descongelado. La base aérea, sus compañeros, su propia familia, Baji. Baji Keisuke y todas las promesas que se hicieron.

Abrió la boca para hablar, estampándose contra el duro muro de los nervios. La chapa metálica ardía contra la piel de su pecho, las cartas que jamás pensó volver a ver, el hogar que dio por perdido para encontrar uno nuevo. Entonces, entre toda esa confusa marea de pensamientos revueltos, el frío del invierno lo despertó.

«Te está manipulando», dijo una voz en su cabeza. Y el conflicto se extendió a más allá de su sangre, al militar y su forma de comprobar los alrededores con un rápido vistazo, el fusil colgando del hombro y toda la parafernalia comunista que llevaba en símbolos y banderas que, si bien decía que no eran suyas, lo asustaban.

No tenía ninguna garantía de que fuera cierto, así como tampoco tenía la certeza de que no lo era. Una ruta abierta a Tokio, una vía de escape.

Mutō alzó una ceja, reconociendo esa confusión palpable en su rostro.

—Si quieres saber más, búscame —dijo, ajustándose el fusil —. Te guiaré hacia el campo de trabajo. Estuve trabajando como guardia allí un tiempo, conozco el camino.

Con la misma facilidad con la que había aparecido, el militar abandonó el callejón, dejándole a él y al gato abandonado con un cúmulo de sentimientos y espinas en el pecho.

Pero, no pudo deshacerse de ello. Incluso cuando llegó a casa de los Haitani y los encontró a todos reunidos en el sótano, se disculpó por la tardanza en voz baja y se sentó en el suelo junto a Kazutora en completo silencio, dándole vueltas al tema.

—Nunca he visto a ese tal Hanma —Sanzu hizo un gesto, sentado en el sofá.

El chico estaba completamente magullado. Sus muñecas estaban envueltas en vendas, y sus tobillos también. No dejaba de rascarse el tobillo izquierdo con el pie, probablemente molesto por la picazón de las rozaduras. El hematoma de su frente se había oscurecido, y se internaba en su cuero cabelludo con un color que mezclaba el violáceo y el verde.

Parecía tan cansado. Hablaba como si no hubiera podido descansar en toda la noche. A su lado, Rindou apoyaba una mano sobre uno de sus muslos en un gesto que denotaba protección. De vez en cuando lo acariciaba disimuladamente para hacerle saber que estaba ahí.

—Yo tampoco —Kokonoi arrugó la nariz. Por algún motivo, se encontraba hablador, casi involucrado en aquello, cuando normalmente permanecería apartado —. No tenemos ningún lugar o pista por los que comenzar a buscar.

—Trafica con drogas —dijo Sanzu, llevándose la atención de todos —. Y quién sabe con qué más.

—Nadie de aquí consume —murmuró Ran, tocándose el mentón. El cabello largo caía por encima de sus hombros, pulcramente peinado —. Podríamos empezar por ahí. Podríamos intentar comprar, ¿no?

Chifuyu miró a Rindou con curiosidad. El menor de los Haitani no lucía especialmente enfadado. Quizá se uniera a la causa, aunque Mutō hubiera dañado a Sanzu. O, de lo contrario, buscaba el momento exacto para asesinarlo. Todos podían ser así de fríos e interesados. Eran hijos de la guerra, al fin y al cabo.

—¿Qué opináis de ese tipo? —interrumpió Seishu, sentado en la esquina del sofá. A su lado, de pie, su pareja lo miró fijamente —. ¿De verdad vamos a hacerle el trabajo?

—Tiene información sobre el Ejército Ruso —habló Chifuyu, al fin. Puede que su voz sonara un poco alterada —. Quiero decir, sería de gran ayuda para nosotros. Es un precio justo, ¿no?

—Su trabajo a cambio de ayuda para rebelarnos, ¿eh? —reflexionó Rindou, alzando una ceja con escepticismo.

Todos se quedaron en silencio, dubitativos al respecto.

—Podríamos intentarlo —propuso Ran, cruzado de brazos —. Y, si no encontramos a ese... a Shūji, deshacemos el acuerdo y ya está.

Algunos asintieron, otros no dijeron nada, aún dudosos. Era un riesgo que podrían correr. Mutō sabía todo sobre ellos, sabía que eran rebeldes y sabía dónde vivían, por donde se movían en el pueblo. Estaban contra las cuerdas en el caso de que fuera un farol.

Chifuyu sabía que no era un engaño. No podía serlo. Tokio podría estar al alcance de su mano.

—Creo que podemos confiar en él —soltó —. Antes...

Kazutora quiso tomarle de la mano, mientras lo escuchaba hablar.

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