18

El silencio de la noche se rompió con el sonido de un cascabel.

Un gemido ahogado entre sus bocas, terciopelo húmedo contra sus labios, un ronroneo gutural que acabó convirtiéndose en un gemido prolongado. Chifuyu se tapó la boca, arqueando levemente la espalda.

Kazutora se la apartó, bebiendo de la fuente de sus suspiros, apretando la base de su miembro con insistencia, subiendo y bajando con poca suavidad. Las manos de Chifuyu se enlazaban en su nuca, jugueteaban con su cabello torpemente. El rebelde volvió a huir de un beso, cubriéndose la boca.

—Deja de hacer eso —pidió Kazutora, bajando a su cuello expuesto. Sus dientes resbalaron por la tibia saliva en caminos desproporcionados —... quiero que te oigan.

—Estás loco —masculló el rebelde, clavando el talón en el sofá y alzando una rodilla. Se mordió el labio, empujándose a sí mismo en su mano —. Joder... Tora...

Reprimió una sonrisa traviesa, deseoso de que todos supieran que Chifuyu era suyo. Succionó la piel húmeda, provocándole un respingo. Sanzu le había dicho que tanta posesividad era tóxica, pero le importaba una mierda. Cuando cualquier soldado mirara a Chifuyu por la calle sabría que estaba demasiado ocupado por las noches.

Aún pensaba en el tipo que lo había sacado de la ducha a punta de pistola. Le enfurecía, oh, cuánto lo odiaba. Fantaseaba con encontrar su rostro y atravesarlo con una flecha. Paseó el pulgar por su glande mojado, notando que se estaba revolviendo más de lo usual. Estaba cerca, y la sensación que eso provocaba en él le volvía loco. Era Kazutora quien le estaba haciendo aquello, quien le estaba sonsacando gimoteos nerviosos, pequeñas súplicas a ese chico del corazón en el cielo.

—... no pares, por favor, no pares... ah... —pedía, intentando susurrar con la voz temblorosa, calor en las mejillas rojizas —... ah... mierda...

Continuó masturbándole, apreciando el reflejo de la Luna en medio de la penumbra contra aquellos ojos azules salpicados de lágrimas de placer. Medio tumbado sobre él, sosteniendo su dureza bajo la manta con la que se tapaban, Kazutora depositó un beso en la línea de su mandíbula, satisfecho por darle placer. Una parte de sí mismo le decía que era tierno, la otra se estaba muriendo de nervios.

Una idea le pasó por la cabeza a la velocidad de la luz y recordó varios esbozos de la conversación que tuvo con su amigo, horas atrás. El tigre de su cuello ardió con astucia, mientras se deslizaba hacia abajo y se ocultaba bajo la manta.

Chifuyu entró en pánico, agarrándolo del pelo a medio camino. Su pecho subía y bajaba agitadamente, sus labios hinchados profirieron un insulto al sentirle parar acompañado de una vergonzosa negación.

—Ni se te ocurra —advirtió, tironeando de un mechón rubio —. Kazutora, no...

Kazutora rio por lo bajo, exhalando por la nariz para no hacer tanto ruido, sólo quería escucharlo a él. El aire frío chocó contra la sensible polla de Chifuyu. El momentáneo cambio de temperatura hizo que se mordiera el interior de las mejillas, sus muslos temblaron de impaciencia. Necesitaba que aquello acabara, pero no de esa forma.

El chirrido de la puerta del sótano abriéndose los sorprendió a ambos. Unos pasos subían por la escalera a la planta principal.

Kazutora se agazapó entre sus piernas, ignorando los tirones de su cabello que le instaban a subir de vuelta y fingir que sólo eran dos chicos durmiendo en el sofá tranquilamente. Allí abajo hacía tanto calor que empezó a respirar con pesadez, sin soltar el miembro de Chifuyu.

Kokonoi cruzó la estancia, resoplando con cansancio. Iba hacia la cocina a buscar un vaso de agua fresca para Seishu.

La luz de la cocina se encendió. Chifuyu cerraba los ojos con fuerza, sintiendo los dedos de Kazutora acariciándole sin una pizca de remordimiento. Se cubrió la boca, ocultando una maldición que salió de su garganta en forma de un gemido prolongado. El muy hijo de puta cerraba el puño en torno a su erección, subiendo y bajando perezosamente.

Apenas unos segundos más tarde, la luz de la cocina se apagó. Kokonoi cruzó el salón mientras Chifuyu lo miraba, ahogándose en placer. Iba sin camiseta, la pálida Luna le tintó el torso con líneas de músculo en el abdomen, cintura poco marcada y costillas que se notaban levemente a los costados. Cabello negro y ondulado que rebotaba en rizos al dar cada paso, y Chifuyu apretó los dientes, lloriqueando al tiempo que Kokonoi desaparecía de su vista y empujaba las caderas en la mano de Kazutora, persiguiendo el hormigueo del orgasmo. Pasos en las escaleras que llevaban al sótano.

La puerta se cerró, y Chifuyu dejó escapar un gemido gutural, echando la cabeza hacia atrás.

—¡Ah! —con la piel sudorosa y erizada, se derramó en la mano del rebelde, agarrando la manta y volviéndola un manojo de tela arrugada en su puño.

Se quedó quieto, temblando. Descubrió su corazón desbocado al tocarse el pecho y reprimió la necesidad de patear a su amante, que besaba su vientre con delicadeza. Kazutora emergió relamiéndose, con la palma de la mano mojada de saliva. Chifuyu parpadeó un par de veces, rojo, al reconocer que ya no había rastro de su semilla por ningún lado.

—¿Cómo estuvo? —preguntó Kazutora, dejándose caer a su lado. Aún se relamía con insistencia, el cascabel sonó con un tintineo.

No contestó. Había perdido el aliento, un par de iris ambarinos lo miraban con profunda curiosidad. Finalmente, lo abrazó y apoyó la frente contra su hombro, sintiéndose en el extraño limbo emocional de esos que aparecían después de un orgasmo.

—No sé —acabó por soltar, sorbiendo por la nariz —. Estuvo bien.

—¿"Bien"? —Kazutora acarició su espalda, frunciendo el ceño —. Yo me lo pasé genial...

Chifuyu no sabía si arrepentirse. El pensamiento de que aquello estuvo fuera de lugar lo invadió repentinamente. Había sido un desastre y, aún así, se aferró más al rebelde y ocultó su rostro en el hueco de su cuello, todavía pudoroso.

—... porque sólo estabas pensando en ti mismo —le terminó la frase, murmurando.

El cuerpo de Kazutora se tensó repentinamente, incluso pudo escuchar su corazón palpitando con fuerza y confusión.

Durante todo aquel rato, no había podido dejar de pensar en sus amigos, quienes estaban durmiendo al otro lado de las paredes de aquella casa que ni siquiera era suya. Chifuyu sentía que había abusado de la intimidad del lugar, que haber permitido que Kazutora siguiera cuando Kokonoi cruzaba el salón había sido un error. Un error lo bastante asqueroso como para cuestionarse si sería capaz de mirarle a la mañana siguiente, independientemente de si el chico se hubiera percatado de lo que realmente sucedía o no.

—¿Es en serio, Fuyu? Joder... lo siento —Kazutora apretó los labios, decaído. Quizá tuviera razón —. ¿De verdad se sintió así?

—Sí.

—Perdón —se disculpó de nuevo, con una dolorosa punzada de angustia —. No volverá a pasar, te lo prometo, ¿vale? Seré mejor la próxima vez, seguro que sí...

Estrujó a Chifuyu en un abrazo, inhalando el olor a ceniza de su cabello. Y Chifuyu se encogió entre sus brazos, depositando un beso en su hombro. Al otro lado de la tela del pijama, una cicatriz rasgaba su piel en un corte limpio y blanquecino, recordatorio de un disparo demasiado peligroso.

Aquello lo mantuvo despierto durante una hora entera, sumido en preguntas, remordimientos y una bola de emociones difusas con la que estuvo a punto de ahogarse.

Siete chicos en una misma casa.

En el baño, dos de ellos se encontraban a escondidas en mitad de la mañana, con el estómago ya lleno por el desayuno. El cierre de la puerta estaba puesto. Resultaría extraño que el resto supiera que se habían encerrado allí para hablar de algo así.

Sanzu miró al otro con el rostro empapado. Tomó una toalla y se secó la cara mientras escuchaba su historia, sin interrumpir. Luego, cuando las palabras se acabaron y la angustia reemplazó el nerviosismo de su amigo, suspiró.

—Te dije que le prepararas algo romántico, no que le agarraras de la polla, Kazutora —lo miró a través del reflejo del espejo, apretando los labios —. Eso fue demasiado...

—¡Pensé que lo estaba haciendo bien! —exclamó el rebelde, dándose un manotazo en la frente. Se dejó caer contra la puerta cerrada, de brazos cruzados.

—Ninguno de los dos lo hicisteis bien si no os preguntasteis en todo lo que... lo que hicisteis —carraspeó, dándose la vuelta —. Pero, no te preocupes, aprenderéis a hablarlo para que sea mejor.

—¿Cómo que hablarlo?

Sanzu apoyó una mano en su hombro, dándole un ligero apretón.

—Las parejas se hablan, ¿entiendes? No sólo en discusiones, en ratos libres o por diversión —explicó, sonriendo con amabilidad —. También hay que hablar cuando estás en... bueno, en esos temas. Preguntar y asegurarte de que todo va bien, especialmente porque ambos no parecéis saber lo que queréis y aún no habéis tenido tantas experiencias como para ir fluido.

—Sé bien lo que quiero —gruñó Kazutora, casi molesto por aquello —. A él.

Estuvo a punto de atragantarse, como siempre. Sanzu sabía que Kazutora sentía. Sentía mucho, pero no sabía expresarlo, tampoco canalizarlo de la forma correcta.

Tal vez habían sido experiencias previas las que lo hicieran comportarse de esa forma. Su infancia, el poco apego de sus padres lo que le invitaba a pensar antes en poseer que en mantener, o quizá la propia guerra, que les amenazaba constantemente con arrebatarles todo lo que tenían. Ninguno de ellos podría tener una relación completamente normal por aquello último.

Al contrario, podían aprender paso a paso e ignorar hasta cierto punto lo que ocurría a su alrededor.

—¿Y sabes lo que quiere Chifuyu?

—A mí —respondió el otro, convencido —. Además, ¿qué le iba a preguntar? ¿"Puedo darte un beso por aquí"? ¿"Qué te parece si voy más rápido y te hago gritar"?

Una mueca rompió la armonía de su rostro. Reprimió una risa, apartó la mano de su hombro y tragó saliva, intentando mantener la calma.

—... es exactamente eso.

—Mierda, ¿es en serio? —el chico resopló con hastío, apartándose de la puerta al notar que quería salir.

—Sí, de una forma más... —hizo un gesto —, suave.

No tan lejos, en dos habitaciones, en extremos opuestos del pasillo, dos hermanos se frotaban los ojos con pereza, bostezando.

El primero de ambos se acercaba para recuperar algo del calor residual que su pareja había dejado en el colchón, acurrucándose en su aroma y suspirando con pesadez matutina. Piel olivácea y tibia bajo las sábanas, medio desnudo y con los labios aún tiernos de un beso de buenos días. El segundo, mayor, sentía que su cabello se enredaba, desparramado por la almohada. Se encogía en postura fetal, ojeras de malos sueños marcaban una expresión desolada que vivía de recuerdos en los que despertaba entre los brazos de otra persona.

Tomaron la fuerza para levantarse y vestirse al escuchar disparos lejanos, probablemente dirigidos a algún niño que había robado algo del mercado, y cada uno abrió la puerta de su habitación. Se encontraron cara a cara en el pasillo, el uno frente al otro. Y en otros tiempos se hubieran sonreído y hubieran ido a desayunar juntos, pero Rindou ni siquiera lo miró. Sólo se limitó a pasar de largo.

Ran jamás se acostumbraría a que su propio hermano lo ignorara.

En el sótano, Kokonoi se desperezaba en el sillón, estirándose como si de un gato se tratara. Palpó a su alrededor, notando la ausencia de un peso a su lado y descubrió que Seishu no estaba. Entonces, se levantó de inmediato y subió las escaleras a la planta principal, alterado por su ausencia.

Seishu y Chifuyu estaban sentados en el sofá, juntos. El primero abrazaba sus propias piernas, con una marca horizontal que le cruzaba la frente de extremo a extremo, suturada con dos puntos de presión sin cirujía. El segundo se peinaba con los dedos el pelo azabache y desordenado, parpadeando con visible somnolencia.

Kokonoi se sentó al lado de su chico, pegándose a su costado como si de ello dependiera el resultado de lo que había soñado aquella misma madrugada.

—Tenemos que irnos, Shu —declaró, sin importarle que otros le escucharan.

—Aún queda algo por hacer —intervino Chifuyu, recibiendo una mirada de reproche. Era bastante notable que el médico no quería saber nada de lo que allí ocurría, no después de las heridas del rubio —... lo dijo Sanzu.

Seishu abrazó más fuerte las piernas contra su pecho. Apretaba los dientes, tenso, y su cabeza dolía con persistencia. A pesar de todo, no tenía demasiados rasguños, sólo algún raspón esparcido por ahí.

Y ese era el tema.

Kokonoi no creía ni una sola palabra de lo que Seishu y su nuevo amiguito habían contado. Era materialmente imposible que hubiera salido sin apenas heridas de una caída de cuatro jodidos pisos. Para colmo, ninguno de los dos parecía muy receptivo a hablar —lo cierto era que él tampoco parecía receptivo, con su habitual mal humor, por lo que era algo recíproco y desastroso—.

—Lo que diga ese loco me da igual —arrugó la nariz, cruzándose de piernas —. No sé a qué estamos esperando.

Como si hubiera sido atraído por algún fenómeno paranormal, Sanzu se asomó al salón con una sonrisa traviesa.

—Oye, Koko, ayúdanos a llevar el material al salón —pedía, jugueteando con las manos.

—¿Qué material?

Se incorporó, molesto por aquella mágica intrusión. Sanzu musitó cualquier tontería para sí mismo, incitándole a acudir con un gesto, insistiendo. No tuvo más remedio que seguirle, irritado.

Al otro lado de las ventanas comenzaba a llover con fuerza. Las copas de los árboles se mecían con poca delicadeza mientras Chifuyu y Seishu escuchaban el temporal caer, sentados en el sofá, en silencio.

Sólo cuando el rubio estuvo seguro de que estaban a solas, se atrevió a hablar. Frente a él no había más que una superficie nublada por su vista estropeada, pero sabía que sus recuerdos eran de todo menos erráticos.

—Anoche —comenzó, tocándose la frente —, no estábamos solos.

Trazó el relieve de lo que sería una futura cicatriz. El golpe contra el tejado había sido horroroso, y lo había dejado casi inconsciente durante un buen rato. Pero, ¿caer? Caer había sido como sumergirse en algodón. El aire frío y cortante, la sensación de no poder agarrarse a nada, y luego, el suelo. O lo que se suponía que debía haber sido el duro suelo de hormigón, que había sido reemplazado por otra cosa. U otra persona.

Recordaba la oscuridad, los ojos llorosos de Chifuyu, y a nadie más. Pero, lo había sentido. Ahí, al final del callejón, junto a los contenedores de basura y a varias cajas ocultas por sombras negras y angulosas, hubo alguien más. Otro par de ojos que observaba en completo silencio, un tercer espectador que, por primera vez, había dejado su estatus de público y había intervenido.

—¿Qué? —Chifuyu lo miró con el ceño fruncido, aún demasiado adormilado como para procesar lo que había dicho.

—Había otra persona con nosotros —explicó, en voz baja —. En el callejón, anoche...

—¿Qué...? —No fue una pregunta por dudas, fue una expresión de desconcierto —. ¿Lo viste?

—Lo sentí.

Azul y verde chocaron, los disparos lejanos dejaron de soñar y ambos se quedaron en silencio. Las voces y pequeñas risas de sus amigos se concentraban en la habitación de Rindou, de la que también huían sonidos metálicos.

—¿Estás seguro de eso?

Seishu asintió y se apegó a su amigo. Dejó de juguetear con las manos, algo de lo que no se había dado cuenta de que había estado haciendo, y se las llevó a la camiseta. La había tomado prestada de Sanzu, pero olía a hogar y a Kokonoi. Levantó la tela y le mostró su propio cuerpo intacto. Piel blanca, cuerpo delgado.

Sólo había un par de hematomas que podrían haber sido de cualquier otra cosa, un raspón y nada más. La única herida palpable le cruzaba la frente y se la había hecho al chocar contra el tejado, cuando había intentado llegar a él saltando.

—No caí contra el suelo —musitó, bajando la prenda —. Alguien estaba...

—¿... siguiéndonos? —terminó Chifuyu, sacudiendo la cabeza. Apoyó los codos sobre las rodillas y suspiró con fuerza —. Mierda...

Era materialmente imposible que alguien que no supiera del plan los hubiera seguido durante todo el trayecto. Desde los tejados podía verse todo, pero desde el seguro suelo apenas podía verse nada en particular. Chifuyu se pasó una mano por el pelo. Debía de ser una absurda coincidencia, un juego de la noche. Los pueblos eran extraños y Kazutora siempre repetía que la naturaleza estaba viva, que todo tenía sentido en la armonía.

Pero, la armonía se había roto.

—Por favor, no se lo digas a Kokonoi —pidió Seishu, rozando la desesperación en su tono —. A todos menos a él, por favor...

Pasos, voces y risas resonaron por el pasillo. Los dos se separaron disimuladamente, como si no hubiera sucedido nada. Ni siquiera les dio tiempo a pedir hablar sobre el tema cuando Rindou y Kokonoi dejaron aquella máquina sobre el pequeño aparador que allí había.

—¡Tatuajes! —exclamó Sanzu, pasando por su lado y dejándose caer en el sofá —. Tomad, mirad esto y elegid uno.

Su compañero les compartió una libreta con tapa de cuero en la que habían varios bocetos. Diseños que Chifuyu pudo reconocer en la piel de los demás. Un escorpión, serpientes, flores, tigres. Había más animales, formas y elipses que cruzaban las páginas en tinta negra y pesada.

Seishu entrecerró los ojos, apreciando algunas formas difusas. Kokonoi se cruzó de brazos, molesto.

—Tú no te vas a tatuar nada —determinó, hablándole a su pareja.

—Oye, deja de ser tan pedante, Koko —Kazutora, a su lado, resopló con pesadez, tamborileando las uñas en un tintero —. Es para unirnos más...

—Parecéis delincuentes.

—¿Y qué? Las atrocidades son divertidas —bromeó Sanzu, aunque todos sabían que no era una broma —. Vamos, todos tenemos uno dos. Hay suficiente tinta, y Rin y yo estuvimos practicando.

Rindou y Sanzu tenían un tatuaje en común que nadie había visto nunca, a excepción de ellos mismos. La máquina había pertenecido al tipo que hizo el tatuaje a los hermanos Haitani, un hombre de dudosa moralidad y reputación que había mirado con escepticismo al joven Ran de veintidós años que se presentó en el estudio con su hermano, que había cumplido los dieciocho el día anterior.

Cuando los escombros dejaron de temblar y Ōshu comenzó a organizarse bajo la toma soviética, Rindou había encontrado al tipo muerto. Su cadáver intacto y mutilado, el estudio de tatuajes medio derruido y, milagrosamente, la máquina y un armario lleno de tinta. Había querido conservarla como uno de los pocos recuerdos que atesoraba.

Sobre el tatuaje que él y Ran compartían... prefería no pensar.

A un lado, Sanzu ayudaba a Seishu a entender los dibujos de otro cuaderno igual. Ran sonreía con esa amabilidad suya, apoyado contra la esquina del sofá. Miraba los diseños junto a Chifuyu y hablaba con él.

—No sé cuál elegir —confesó el novato rebelde, apretando los labios.

Chifuyu buscó a Kazutora con la mirada. La ilusión se reflejó en sus iris de ámbar y Kazutora acudió a su petición silenciosa, aún habiendo pensado previamente aquel que le quedaría perfecto.

—Un cuervo —señaló, en la hoja.

Una elaborada pluma curvada adornaba la esquina de una de las hojas, junto a otros diseños parecidos. Miró a Chifuyu y se atrevió a tocarle por primera vez desde la madrugada. Subió el tacto por su mandíbula y recogió un mechón de negro azabache. Ahí, tras una de sus orejas.

Era especial. Los cuervos le recordaban a Chifuyu. Aquellos animales eran tan inteligentes y sombríos, y era lo primero que le había cruzado la cabeza el día que lo conoció. Cuando disparó la primera flecha de su relación y su cuerpo inconsciente cayó a la hierba.

El cuervo ahorcado.

—¿Te gusta? —preguntó Ran, junto a ellos.

—Sí —susurró Chifuyu, ocultando una porción de nerviosismo contra sus dedos tibios —. Es discreto y bonito.

Por su parte, Kokonoi se estaba poniendo de los nervios, mientras Rindou reía y lo calmaba con una suave palmada en el hombro.

—¿Qué te parece una libélula? —preguntó Seishu, pidiéndole permiso con la mirada. Alzaba el cuaderno de bocetos para mostrarle.

—No me gustan los bichos, ya lo sabes —protestó.

Rindou le metió un codazo y se inclinó a ver el diseño. Sanzu era muy talentoso dibujando. Parecía ser algo que lo calmaba y se le daba bastante bien.

—Es genial, ¿dónde la quieres?

—Aquí, en la nuca —el rubio señaló el lugar, evitando la juzgadora mirada de Kokonoi —. Pero... pequeña.

—¿Duele mucho? —interrumpió Chifuyu, alcanzando a ver los trazos negros que sobresalían por la camiseta de manga corta de Ran.

Sanzu reprimió una risa traviesa, cubriéndose la boca. Se inclinó hacia la mesa y tomó una de las máquinas rotativas que había. Le dio la vuelta a la aguja.

—Puedes comprobarlo por ti mismo.

Fuera, el cielo contenía nieve.

—Vamos, no es tan difícil —Chifuyu señaló la hoja y le quitó el lápiz para borrar lo que había puesto —. Vuelve a intentarlo, eso no tenía sentido.

Kazutora creía desbordarse en lágrimas de impotencia. Nunca había creído que aprender su propio idioma sería tan difícil. Joder, ¿para qué demonios necesitaba tres alfabetos?

—Pero... —protestó, balanceando las piernas, sentado frente a la mesa de la cocina.

—Nada de "peros".

Chifuyu ocultó una sonrisa sólo para hacerse el duro y se levantó de la mesa. La silla hizo algo de ruido por el suelo, en el piso de abajo los vecinos estaban lo suficientemente callados como para hacerles saber que no estaban en casa en aquel instante.

Las esquinas y los tejados se habían llenado de una fina capa de nieve, la calle se llenaba de huellas militares y la gente buscaba leña y ropa limpia para envolverse frente a una ardiente chimenea.

Dejó a Kazutora allí, escribiendo letras —intentándolo—, y acudió al baño tarareando cualquier canción.

Se miró al espejo, ladeando la cabeza todo lo que pudo. Comprobó que el plástico que Sanzu había puesto sobre el tatuaje estuviera bien adherido. Al final había dolido y, mierda, se pasó al menos varios segundos conteniendo el llanto.

Seishu había sido más fuerte, estaba seguro de que apenas lo había notado. Las miradas incómodas se habían sucedido entre ellos al despedirse, instados por Kokonoi, que no se dignó a escucharles intentar la conversación que todos deberían haber escuchado. El muy hijo de puta los había empujado por la puerta sin mediar palabra.

La pluma era preciosa. Abarcaba la parte trasera de su oreja en una curvatura perfecta y su tamaño comprendía desde la altura del lóbulo hasta el final, cerca de la línea de su cuero cabelludo. No podía dejar de mirarla. Negra, perfectamente sombreada y delineada, la piel estaba rojiza alrededor. Sólo esperaba que nadie le molestara por tener un tatuaje.

Varios pasos ahogados en el pasillo llevaron a aquellos brazos a rodearle la cintura. Kazutora apoyó el mentón en su hombro, mirándole de cerca, pegado a su espalda.

Fuyu...

—Oh, eres el peor alumno que he tenido jamás —suspiró, sonriente.

—No me apetece estudiar, me apetece besarte —protestaba Kazutora, frotando la mejilla contra su hombro —. Por favor...

Un cosquilleo hizo temblar su corazón. Era el frío gélido de fuera lo que hacía que las caricias se volvieran más cálidas e íntimas.

Depositó un beso entre su cabello, dejándose acorralar contra el lavamanos. Se dio la vuelta, la parte baja de su espalda chocó contra el mármol y Kazutora atrapó su boca con delicadeza. Suave. Húmedo de relamerse con impaciencia y ansiedad. Sus manos viajaron por el cuerpo del contrario, mimando, ahogando suspiros y ronroneos.

A Kazutora le alegraba saber que estaban bien. Chifuyu intentaba no tener flashbacks vergonzosos de aquella madrugada y los dos se miraban con algunas dudas silenciadas.

—Deja de ser un vago y vuelve a la cocina —rio Chifuyu, impidiendo un beso para tocarle la punta de la nariz —. O no habrá más de esto.

Sonó el insaciable tintineo del cascabel. Kazutora hizo un puchero infantil, inclinando la cabeza hacia la mano que le acariciaba gentilmente la mejilla. Los kanjis bailaban en sus pensamientos, a aquel ritmo llegaría a tener pesadillas con ellos.

Se apartó con un último y breve beso, nervioso. Se quedó frente a él, hundido en sus ojos azules y el contraste contra los horrorosos azulejos rosas.

«Tienes que ser suave», le había aconsejado Sanzu, horas atrás, «no intentes forzar las cosas sólo porque estás ansioso».

—¿Luego...? —tragó saliva, buscando palabras de esas que no le salían al escribir —. ¿Luego querrías ir a dar un paseo?

Chifuyu alzó una ceja, pero una sonrisa se abrió paso en su expresión.

—Claro, ¿vamos hasta el templo?

Asintió, entusiasmado. Quería mejorar su relación, no hundirla por tu torpeza. Un color rosado se esparció por su rostro notoriamente, mientras se quedaba clavado al suelo, mirándole.

Había una razón por la que Sanzu no salía solo de casa.

Siempre iba acompañado. Durante parte del trayecto, o en su totalidad, sus pasos siempre eran seguidos de cerca por Rindou. Sin embargo, aquella vez no era Rindou quien le mantenía puesto el ojo encima.

Ran Haitani reprimía una sonrisa, al final de la calle, mientras Sanzu se perdía en la siguiente a paso rápido, con una risita traviesa. Como si fuera un juego en el que se estuvieran persiguiendo, ralentizaba su velocidad y echaba la vista atrás sólo para sonreírle con picardía, feliz.

Rindou se había quedado en casa, duchándose. Probablemente no había escuchado la puerta cerrándose, pero le había dejado una nota sobre la mesa de la cocina.

Quería llevarle a Kazutora un pequeño obsequio para él y Chifuyu. Un diminuto bote, con un tamaño no más grande que la palma de su mano, lleno de aceite, porque temía que su amigo tomara la iniciativa demasiado rápido y acabaran haciéndose daño por la torpeza iniciática. Además, también quería visitar a Shinichiro y pasar el rato con él.

Esquivó a un grupo de hombres que llevaban tablas de madera, ayudándose entre ellos, y casi se dio de bruces contra un tipo que acarreaba con lo que parecía ser un cubo de pintura blanca.

Se detuvo de inmediato, a punto de chocar con el hombre.

—Perdón —se disculpó, sonriendo con amabilidad.

Quiso sortearlo y seguir con su camino. Deseó poder ignorar la mueca de asco que el desconocido hizo al reconocer aquellos rasgos impresos en su rostro mixto de etnias.

—Escoria —escupió el pintor, dándole una extensa mirada de desdén que se prolongó incluso cuando ya se habían perdido de vista.

Sanzu se mordió el labio inferior, angustiado.

De repente, era como si todo cobrara sentido de nuevo. Ran lo estaba siguiendo porque era peligroso que saliera solo de casa, no porque realmente fuera un estúpido momento divertido. Debía salir acompañado porque, incluso si recibía una paliza y sus amigos no pudieran contestar a los soldados por el riesgo de recibir un tiro cada uno en la nuca, al menos sabrían dónde estaba y lo llevarían a cuidarse rápidamente.

Su pelo rubio se llevaba todas las miradas, las malas y las espantadas al descubrir el parche de su ojo, las cicatrices. Entonces, una presión le llenaba el pecho y subía por su garganta, aplastando todo lo que allí había.

Todo, para ahogarle entre personas que no dudarían en matarlo por lo que era, por cómo había nacido y la sangre de sus venas. Intentaba inclinar un poco la cabeza hacia abajo para que el cabello le cubriera parte de la cara, evitando hacer contacto visual con todos aquellos soldados que lo miraban pasar, con la gente, un perro callejero en los huesos.

Aceleró el paso, jugueteando con sus manos sudorosas, escuchando el traqueteo de las armas, los pasos, las botas pesadas, las insignias. Apenas se dio cuenta de que había perdido a Ran de vista, o Ran a él.

—... joder —susurró para sí mismo, tragando saliva.

Trató de calmarse, de tomar el aire que había estado perdiendo y recuperar el aliento desbocado. Suspiró por la nariz y respiró por la boca, dándose la vuelta para comprobar si Ran continuaba cerca.

Giró la esquina apresuradamente, y se estampó contra el pecho de otra persona.

Se tocó la frente, listo para disculparse de nuevo, pero las palabras se quedaron atascadas en su boca con aquella mano venosa que lo agarró del cuello y lo empujó contra el muro de un edificio.

Rebotó contra el ladrillo, desplomándose contra el suelo. Su mejilla ya ardía para cuando reconoció el uniforme verde militar y los fríos ojos azules de un soldado soviético.

Y a tan sólo unos metros, la expresión de Ran Haitani se deshacía en horror.

El gentío de cada tarde abandonó esa calle en la que ya sólo se escuchaban los golpes, los sonidos guturales de quien ahogaba gritos de dolor ante patadas en el estómago. Sanzu se encogía en el suelo, alcanzando a cubrirse el vientre a duras penas, la cabeza, las risas rebotando por sus recuerdos.

—... para, por favor, para... —sollozó, tapándose la cara al recibir una patada en la frente.

Las lágrimas empapaban sus mejillas raspadas, mezclándose con el ferroso sabor a sangre. Dedos cerrándose en torno a su pelo, el soldado lo arrastraba por el suelo para arrojarlo contra un barril. El polvo se levantó en el aire y le entró en los ojos, el cielo daba vueltas en su constante mareo.

Al final del día, no era más que basura mestiza.

Esa era la razón por la que Sanzu siempre salía acompañado. Porque era un trozo de sangre inútil y repugnante. Ran había desaparecido y de él no quedaban más que huellas en el suelo.

El militar vomitaba toscas oraciones repletas de insultos que, si no entendía, podía imaginar.

—Pedazo de mierda, debería matarte —sí, aquello estaba diciendo. Sanzu estaba seguro de que era eso —. Puto mocoso, mestizo...

Quieto. Completamente rendido, tirado en el suelo de cualquier calle aleatoria. Las ventanas de las casas cerradas, las cortinas corridas. Respiraba con pesadez, notando la presencia del militar a su lado, en pie, con aquella sonrisa socarrona que se tornó en una mueca de asco.

El tipo ordenó algo que no entendió. Sanzu se puso de pie, arrastró las manos por el suelo de gravilla, apoyándose sobre sus palmas raspadas, arrodillándose. Se levantó a duras penas, con el parche colgando del cuello por la cinta de cuero, y varios hilos de sangre que bajaban por su nariz. El dolor palpitaba en sus facciones, su visión se nubló con puntos de puntos.

Miró al soldado antes de que la culata del fusil golpeara su cabeza. Sanzu se desplomó contra el suelo con un ruido sordo, inconsciente.

No supo cuánto tiempo pasó, tampoco si los sueños que tenía cuando aquello sucedía eran recuerdos, premoniciones o sólo eso: sueños. Pero, cuando Sanzu despertó, lo primero que escuchó fue un goteo húmedo.

Su vista fue aclarándose con lentitud. Luz. Poca luz, una lámpara de gas antigua que funcionaba con aceite. Olía a polvo, a que aquel lugar no había visto la luz en siglos. La única ventana que había era rectangular y pegada al techo, como si la estancia fuera parte de alguna clase de sótano.

Gotas de nieve derretida caían por una fuga en la ventana. Una tras otra, se deslizaban por la pared de piedra hasta llegar al suelo.

—Ah, ¿ya estás consciente? Eres muy duro.

La silla sobre la que estaba maniatado rechinó mientras intentaba moverse en vano. Su boca salivaba sin control, sellada con cinta.

Negó varias veces, mirando obsesivamente hacia todas direcciones. Todo estaba cerrado, la única puerta, su boca y corazón aferrado a su garganta. Sanzu se removió, volviendo la mirada hacia aquel hombre que no era en absoluto el militar que lo había apalizado en plena calle.

Ojos oscuros y pelo rubio con un característico corte militar, corto y raso, rapado a los lados. Sus rasgos eran duros, estoicos y calmados a un tiempo imposible, y un uniforme soviético abierto que mostraba una sencilla camiseta sin mangas debajo.

Decir que era alto era quedarse a medias, cuando el desconocido se incorporó y se quitó la chaqueta del Ejército Rojo. Su figura estaba marcada por músculos y cicatrices de historias interminables. Una chapa metálica colgaba de su cuello, adornada de letras en cirílico.

—Tu cabello es muy bonito —comentó el hombre, inclinándose a tocar el pelo rubio y largo del rebelde.

Hablaba un japonés fluido, sin errores ni sinsentidos, sin siquiera acento. Tenía la piel blanca y los nudillos raspados de costras recientes.

Sanzu sacudió la cabeza, gimoteando a destinatarios silenciados. Desesperado, se revolvió con fuerza, mientras aquella mano acariciaba su cabello, tomando un mechón y trazándolo a lo largo, para luego dejarlo caer.

Las lágrimas bajaban de la misma forma en que la nieve derretida se colaba por la fisura, escocían en sus mejillas con una tonalidad cristalina y salada.

—Sé quién eres y quiénes son tus amigos —musitó el tipo, entretenido en los piercings negros —. No estás en una posición favorecida. Contesta mis preguntas y vivirás para contarlo.

Dedos gruesos delinearon su mandíbula con suavidad. El vello de sus brazos desnudos se erizó de golpe, su camisa estaba tirada a un lado y la cuerda de esparto se hundía en sus muñecas apresadas contra su espalda.

Paralizado, miró fijamente al soldado desconocido. Hacía tanto calor que pensaba que su pecho iba a estallar.

—Si gritas, te mato —advirtió el militar, alzando una ceja.

La cinta se despegó de su boca con un sonido desagradable. Sanzu chilló.

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