16
En el fondo, siempre supo que era un capricho. El juguete favorito de sus noches de alcohol, de su boca jugosa, pestañas de escarcha.
Sabía cómo hacer que cualquiera lo tratara como a una deidad, con aquella usual mirada de desdén y rizos graciosos que caían por su frente sudorosa. Gemía y arrastraba las uñas sin importarle levantar piel y sacar sangre. Izana era un puto peligro.
Delicadas manos se deslizaban por su pecho, desabotonando el uniforme, tirando la gorra a un lado. Arrancaba todo lo que tocaba, las insignias, la estrella con la hoz y el martillo, mientras echaba la camisa hacia atrás por los hombros fuertes y suspiraba con la visión de su torso.
Sólo suyo. Jodidamente suyo.
Kakucho reprimió un quejido al sentir los dedos fríos recorriendo su pecho desnudo, apretando músculos y devorando sus labios cortados de invierno; delineando su mandíbula, tirando del colgante con una cruz de plata, que poco de virgen tenía.
—No seas revoltoso —pidió, sujetando con fuerza los muslos con los que se apretaba alrededor de su regazo, sentado a horcajadas.
El chico jadeó de excitación cuando lo deslizó más cerca por su entrepierna. Tan insaciable e inquieto como siempre, surcos pegajosos de lágrimas por sus mejillas de canela, como si fuera un desahogo emocional más que algo pasional y genuino.
Quién sabía por qué demonios había estado llorando aquella vez, o si habría algún motivo siquiera, pero no lo juzgaría.
—Entonces fóllame ya —siseó Izana, aferrado a sus hombros, mordiéndole el labio inferior y tirando de él para devolverlo a su dueño con un beso amargo —. Me estás imp...
Cerró los dedos alrededor de su cuello, arrastrándolo a las sábanas con crueldad. Kakucho presionó su cabeza contra la almohada, acallando sus molestos e infantiles gimoteos de impaciencia. Se deshizo de su chaqueta, tirándola al suelo, y agarró la cinturilla de los pantalones ajenos.
Una risa masoquista se ahogó en la almohada, mientras le arrancaba la ropa y lo dejaba hecho un desastre que meneaba melosamente el culo en el aire. Sabía lo que venía y lo deseaba.
Cada noche era única. Podría agarrar la pistola y hacerle lamer el cañón, con el sabor metálico en el paladar y sus iris de lirio brillantes de pedir más, volverle la piel roja con un azote sin compasión en ese bonito trasero relleno; Izana respondía, se deshacía en miel y súplicas mientras buscaba por algo más en su repertorio de deseos depravados, tal vez un insulto, sus uñas rechinando, las pieles chocando, sus muslos erizándose en el aire.
Cualquier cosa que le pidiera, se la daría. Si Izana quería autodestruirse, él iría detrás como su puto perro obediente.
—¿A qué esperas? —protestó el aviador, irritado. Mejillas rosadas, ojos llorosos.
El cinturón, la funda del revólver y el arma de fuego, un cuchillo largo. Las cosas cayeron al suelo, seguidas del propio cinturón de cuero negro, la hebilla dando un destello bajo luz de Luna.
Pidió un segundo en voz baja, desabrochándose los pantalones con torpeza. Le temblaban las manos, su cuerpo sudaba, estaba algo mareado. Había un par de botellas de vodka tiradas en una esquina.
Un bote cayó de su bolsillo al suelo, rodando estrepitosamente por la tarima. El tintineo de las pastillas llamó la atención del otro, que alzó la cabeza con el ceño fruncido.
—Espera —tragó saliva, agarrando al mayor por el brazo.
Se quedó quieto, estático en el colchón mientras Izana se incorporaba con brusquedad y se arrodillaba en el suelo para tomarlo. Lo agitó, lo abrió y lo olió, luego, lo miró al levantarse, medio desnudo e iracundo.
Ni siquiera se molestó en cubrirse. La bofetada le giró el rostro por completo, la marca de unos dedos se materializó en su mejilla, le sacó lágrimas y un sollozo.
—Me das asco —escupió el chico, manoseando el bote con una risa sarcástica —. ¿Es en serio, Kakucho? ¿Es lo que haces cuando no estoy mirando?
—No —musitó, tocándose la cara, cohibido —. Devuélvemelo, por favor...
Izana estrelló el bote contra la pared. Las pastillas corrieron por el suelo.
—Cobarde de mierda —pateó el estómago del capitán cuando éste quiso levantarse, cruel —. Normal que tu esposa pidiera el jodido divorcio. Yo tampoco querría estar con un puto drogadicto como tú.
Había adelgazado. Se le hundían las ojeras en un color que mezclaba negro y verde bajo los ojos, los pómulos se le notaban más. El movimiento errático de sus pensamientos le provocó una arcada emocional de la que escaparon lágrimas.
Todo se había roto.
Su vida, sus motivos para seguir adelante. Todo. En el cajón de su escritorio, sepultada bajo un par de fotografías, estaba la carta de divorcio, destrozada y deshilachada. Había recibido un pequeño papel con palabras de los hijos que no volvería a ver por temas de custodia, algunos dibujos.
Que hubiera otro hombre le daba igual. Lo único que le importaba era que había sacrificado toda su adolescencia y adultez por una mujer a la que nunca había amado. Siempre procurando que ella tuviera dinero y bienes, una casa, una pizca de cariño fingido.
Y así era como se lo devolvía. Como si todo aquello no significara nada.
El día en que finalmente regresaba —si lo hacía—, no pasaría por casa. Volvería con su madre y sus otros seis hermanos a su pueblo natal de los Urales. Pero, Dios, cuánto quería morir. Cuánto anhelaba, imploraba y rezaba por su muerte.
—¿No vas a decir nada? —se burló Izana, tomando su camisa del suelo y lanzándosela con tanto desaprecio contenido —. Fuera de mi puta habitación. No te quiero aquí esta noche.
Si tan sólo hubiera tomado otras decisiones, si no se hubiera dejado llevar por la insistencia de su madre en que se casara rápidamente, la biblioteca de la escuela y aquella chica yendo detrás de él.
Si hubiera elegido el camino de ser un jodido desviado desde el principio, nada de aquello estaría sucediendo.
Su familia le habría dejado de hablar, probablemente no le darían un trabajo o se apartarían de él en el lugar. Se habría quedado completamente solo, pero, ¿y qué? Ya lo estaba en aquel momento.
Cada uno recogía lo que sembraba. Kakucho ni siquiera había aprendido a cuidar el jardín, en primer lugar.
—Al menos dámelo —suplicó, tras vestirse a prisa, soportando la retahíla de insultos y similares que el otro le soltó —. Por favor.
—No.
—Lo necesito —insistió, apoyándose contra el umbral de la puerta.
Izana se cruzó de brazos, sin esforzarse en reprimir una mueca de desagrado. Ni siquiera le importaba echarle de su dormitorio, donde lo dos dormían desde hacía un mes. Lo dejaría tirado en la calle sin remordimientos.
—Mejor mátate —habló, tendiéndole el revólver con la funda. Una risita —, y déjame en paz, ¿quieres?
Podría agarrarlo de los hombros y apartarlo con sequedad. Mierda, podría pegarle una paliza y dejarlo inconsciente en el suelo, lleno de golpes. Y fantaseaba con ello cada puta noche, cuando se quedaba dormido entre sus brazos.
Se odiaban tanto, joder. Y, sin embargo, no pensaban separarse el uno del otro.
Porque, en el fondo, había días en los que sabían que se necesitaban, que no había mejor confidente, sexo y diversión que el contrario. Días en los que Kakucho estaría dispuesto a quererle de verdad.
Si tan sólo Ran Haitani pudiera salir de su cabeza y corazón.
—Lo siento —susurró, recibiendo de buena manera ese pequeño beso en la punta de la nariz.
Acarició su rostro con delicadeza e Izana mantuvo su mano ahí durante un segundo, en su mejilla. Casi pareció ronronear de gusto, cariñoso como un gatito manso.
La puerta se cerró en sus narices. Ni una palabra más.
Suspiró, aceptando la derrota de siempre. Todas sus discusiones solían limitarse a temas políticos, porque a Izana no le importaba en absoluto el nacionalismo que otros profesaban, y no era un fanático de que le prohibieran escuchar música sólo porque hubiera sido compuesta en otros países.
Lo había mimado mucho.
Consiguió que nadie le dijera nada si lo veían escuchando a artistas que no fueran soviéticos e inclusive le permitió tener libros que en Rusia estaban prohibidos. A pesar de que a él no le gustaba que fuera tan jodidamente liberal, lo toleraba en cierta manera.
Devastado, acabó bajando a su habitación, arrastrando las botas sin abrochar, enganchando el revólver al cinturón. Seguía sudando, seguían temblándole las manos.
Necesitaba su puta dosis de calma y la conseguiría fuera como fuera. De madrugada se colaría en el dormitorio y se lo quitaría aunque fuera por la fuerza.
—Hola —dijo, tras abrir la puerta silenciosamente —. ¿Te importa si duermo aquí?
Senju Karawagi alzó la cabeza de entre las sábanas.
Era preciosa. Lo sería algún día, cuando creciera más. La cálida luz de la vela tintaba su piel lechosa, el pelo corto caía y rozaba sus hombros, tan claro que parecía blanquecino.
Aquellos ojos verdes reflejaban todo un lago de fantasía y cuento. El camisón ancho caía por su pecho plano y apenas desarrollado, haciéndola ver frágil.
—Hmm —un gimoteo nervioso escapó de su boca, y la niña se dejó caer de vuelta a la almohada, aparentemente dolorida.
Kakucho frunció el ceño y no dudó en acercarse, preocupado. Se sentó al borde del colchón, sintiéndola temblar al poner una mano sobre su frente.
En el fondo, sabía que era astuta. No le había dado su nombre real porque, cuando miró el registro civil, no reconoció el apellido en ninguna de las familias. Probablemente se lo hubiera cambiado para que no hicieran daño a sus lazos de sangre.
Su vida tenía un costo, claro. Izana la usaba como sirvienta. Hacía que le trajera la comida a su habitación, que limpiara y ordenara todo.
—Estás ardiendo —musitó en japonés, echando algunos mechones blanquecinos hacia atrás —. ¿Desde hace cuánto que estás mal?
Si había alguien que lo había mantenido con los pies en la tierra, era ella.
Retiró las sábanas con cuidado, a sabiendas de que no podía tenerla muriéndose de calor. Si tenía fiebre, iría a pedir algo a la enfermería. No les importaría darle algún medicamento.
Senju era intocable, todo aquel que pasaba por su lado lo sabía. Estaba bajo su mando y tutela.
—... ah, joder... —suspiró, mirando las sábanas —. Enhorabuena, ya eres una mujer.
La niña lo miró con confusión, luego a la mancha de sangre que teñía de rojo la cama. Creyó desmayarse.
En ocasiones, Chifuyu tenía la mente a diez kilómetros de altura, virando a velocidades imposibles.
Y aterrizaba de golpe entre las sábanas, pegando un bote de sorpresa en el colchón al saberse en tierra firme. Entonces, su cabeza daba vueltas y tenía que parpadear varias veces, quitarse la adrenalina de las venas.
Lo único que podía sentir era algo húmero en su hombro, el leve y agradable calor de las sábanas junto a la compañía de su lado.
Sonrió, ladeando el mentón para depositar un leve beso entre aquel cabello de chocolate y oro que se derramaba por la almohada. Como de costumbre, Kazutora babeaba sobre su hombro, acurrucado contra su costado.
Suspiró, incorporándose con toda la delicadeza que pudo, estirando los brazos hacia arriba para quitarse el sueño que se le había pegado a las pestañas. Se levantó de la cama y reprimió una mueca al notar el frío suelo contra sus pies descalzos.
Arropó bien a Kazutora, escondiendo su rostro bajo las mantas hasta llegar a la punta de su nariz rosada.
Pronto, y mientras lo escuchaba roncar de fondo, se encargó de llenar un bol de macedonia y llenar un vaso de leche hasta casi el borde. Lo llevó todo a la habitación y lo dejó sobre la mesita.
Empujó el armario a un lado, tratando de hacer el menor ruido posible.
El arsenal ya no estaba. En su lugar, una escalerilla de trozos de madera adheridos a la pared subía hacia donde no se podía ver. Se metió en el hueco y subió, cuidadoso de no tirar nada.
Entrecerró los ojos, cegado por un fino rayo de luz.
—Buenos días —bostezó Shinichiro, tumbado en su cama. O, mejor dicho, un montón de paja en una esquina, recubierta con mantas y un par de cojines para hacerlo más acogedor —. ¿Quieres que te ayude?
—No, no —aseguró —. No te muevas.
El lugar era pequeño, claustrofóbico. Apenas había espacio para moverse y el aire parecía pesado. Se las habían arreglado para hacer un diminuto tragaluz o, en otros términos, un trozo de cristal encajado entre dos muescas en la madera y que podía quitarse para ventilar.
Se arrodilló frente a él, dejando el desayuno sobre una bandeja, en el suelo. El mayor sonrió, recostado, varios vendajes apretaban sus muñecas fracturadas.
Shinichiro alargó una mano y atrapó con un movimiento que rozó lo antinatural un trozo de manzana. El brazo le temblaba, Chifuyu le ayudó a mantener el codo en alto, sosteniéndole del antebrazo para que pudiera llevarlo suavemente a su boca.
No podría calificarlo como desagradable, aunque muchos lo vieran como tal. Los huesos de sus rodillas, bajo la ropa, parecían dos bolas duras y rosadas en medio de la piel pálida y cubierta de vello negro. Sus codos y hombros eran ganchudos y flacuchos.
Intentaban recuperarlo de la delgadez, sin conseguirlo del todo.
—Estoy bien —prometió el mayor, masticando con lentitud —. No te preocupes por mí.
Era tan jodidamente amable. Siempre se esforzaba en no ser una carga para los demás, aunque ello significara mentir para ocultar el dolor, muchas veces insoportable.
Al final del día, Shinichiro era uno más de la familia. Sin importar que no pudiera asistir a las reuniones, sin importar que no pudiera visitar el granero y correr y saltar, o ir al mercado y oler el pan recién hecho.
—¿Estás seguro? —frunció el ceño, tomándole de las muñecas para palpar sobre las vendas —. Creo que la hinchazón ha bajado.
De hecho, en un par de ocasiones habían quedado todos juntos en aquel lugar que olía a polvo. Sentados unos junto a los otros, apretujados frente a Shinichiro, riendo, bebiendo y contando anécdotas.
Kazutora, que siempre aprovechaba para pellizcarle debajo de la ropa, Ran que siempre se llevaba un juego de cartas, y Sanzu, que se sentaba entre las piernas de Rindou, o se apegaba a Shinichiro como si fuera su hermano mayor.
—Completamente seguro —sonreía, acomodando el bol con fruta en su regazo —. Gracias, Chifuyu.
Hizo un gesto, restándole importancia. No le importaba cuidar de él.
Le hizo prometer que llamaría a la campana que tenía tirada a un lado si necesitaba ayuda, y acto seguido se despidió y le dejó intimidad, bajando por las escaleras que se pegaban peligrosamente a la pared. Se dejó caer al suelo en la última, y salió del hueco. Movió el mueble y tapó el agujero que delataba uno de los múltiples secretos de su casa.
Cuando se volvió hacia la cama, con la intención de meterse dentro media hora más, se percató del hueco vacío en las sábanas.
Escuchó el agua del baño corriendo y pensó que Kazutora estaría lavándose la cara —o el pelo, porque en ocasiones metía la cabeza en el lavamanos como de un barreño para vacas se tratara—.
Salió de la habitación y se asomó al baño para curiosear. Empujó la puerta levemente, las bisagras gimieron. Tampoco había nadie.
Pudo sentir su presencia muchos antes que el filo de la navaja. Chifuyu se dio la vuelta con violencia y lo agarró del brazo con el que había pensado amenazarle.
Estampó a Kazutora contra la pared, presionando su muñeca por encima de su cabeza. El arma relució con un haz de luz, junto a una sonrisa peligrosa, ojos de ámbar felino.
—Buenos días, cariño —se burló Kazutora, soplándose un mechón rubio que caía por su rostro —. ¿A dónde tan arreglado?
Se le escapó una risa y negó para sí mismo. La navaja cayó al suelo mientras lo dejaba ir con lentitud, acorralándolo hasta que apreció el vello erizándose con sugestiva electricidad.
Ladeó el mentón, mirándole de cerca. Aún parecía tener el sueño pegado a las pestañas, pero el rubor subió rápidamente por sus mejillas.
Lo soltó y acarició su rostro con delicadeza, disfrutando de la forma en que su pícara sonrisa desaparecía y se ponía nervioso bajo su toque. Hasta que Kazutora no lo soportó más y se atrevió a atrapar sus labios.
Presionó su cintura, pegándolo por completo a su cuerpo, abriendo la boca y dejando que el beso le revolviera el alma. La forma en que se deslizaba libremente, conocedor de todos los rincones y esquinas donde suspirar y morir.
Entrenar no sólo consistía en las peleas en el sótano de los Haitani.
También se resumía en Kazutora intentando tumbarlo en cualquier lado de la casa, y acabando a su completa merced, hecho un jodido desastre de gimoteos. Sabía dónde tocar para hacerlo impacientarse y pedir más, tal y como se mecía hacia él, meloso.
El rebelde le rodeaba el cuello, derritiéndose en la aterciopelada sensación de su lengua, lamiendo hasta perder el aire y la vida, dejando que aquellas manos vagaran por el camino de su espalda hacia arriba, un gimoteo cuando las uñas se deslizaban hacia abajo por sus omóplatos.
El beso se cortó, un hilo de saliva se resquebrajó entre ambos, mientras se miraban y respiraban con rapidez, sonriendo.
—La próxima vez no seas tan obvio —Chifuyu tocó su nariz con la propia, atesorando la piel suave y marcada de cicatrices salpicadas bajo las yemas de sus dedos. Regresó a su cintura, apretando un poco.
—Casi me matas.
—Eres un exagerado, de verdad —reía, poniendo los ojos en blanco —. Pensaba que estabas dormido.
Kazutora se encogió de hombros, bajando la vista al cuello ajeno. Se agachó e inhaló el aroma a nicotina y sueño, reprimiendo los recuerdos de pesadillas no del todo difusas.
Recordarlas con claridad era lo peor. Casi podía alcanzar a ver la sangre espesa cayendo de entre sus manos, voces y disparos.
—Te escuché levantarte —acabó por decir, quedándose en su cuello como si fuera un segundo hogar.
Chifuyu se tensó al notar un beso en la zona sensible. Se mordió el labio, con la textura suave pegada al corazón y un puñado de emociones contenidas en el pecho.
—Tora —llamó, escuchando el tintineo del cascabel —. ¿Todo bien?
—... sólo son pesadillas, no te preocupes.
Como siempre. Ya estaba acostumbrado a escucharlo levantarse de madrugada e ir al baño a vomitar, a sentirlo temblar y despertar de golpe, sollozando. Entonces, Kazutora se abrazaba a él y no lo soltaba en lo que restaba de noche.
Sabía que algunas veces eran repetitivos, tanto que sabía lo que iba a suceder. Otros, todo lo contrario. Certeros e impredecibles. Le dejaban con un agujero en la cabeza y le consumían en miedo. Por eso se dejaba estrujar y mimar entre sus brazos, mientras lo acariciaba y lo calmaba.
Delineó la curvatura de su cuerpo, subiendo por su espalda para abrazarlo delicadamente. Depositó un beso entre su pelo, exhalando el aire por la nariz.
Sobre la mesa del salón se habían quedado un libro y una libreta, en cuyas hojas resaltaban kanjis dibujados con inexperiencia. El Sol de invierno entraba por la ventana.
Ambos se dejaron caer en el sillón, tan juntos como acurrucados.
—Hoy es tu día especial —sonrió Kazutora.
La nariz respingada, los labios más finos que los suyos, mordisqueados; el cabello largo repleto de nudos por aquí y por allá, tan enredado que se había confundido con el pendiente del cascabel.
—¿No me vas a decir lo que Sanzu y tú planeasteis?
Aquel sería el día en que Seishu y él se convertirían oficialmente en rebeldes. Mentiría si dijera que no estaba emocionado, porque ello significaba ganarse el completo respeto y camaradería de todos.
—No. Antes del atardecer os lo diremos a ambos, así que tienes que descansar, ¿vale?
—¿Será trabajo en equipo? —insistió Chifuyu, picándole la cintura y provocándole un respingo.
—... tampoco es que haya muchas opciones —suspiró el otro, apretando un poco su mano al tomarla —. No quiero que Seishu se quede atrás. Necesito que estés con él.
Ya tenían suficiente con que Kokonoi fuera un jodido borde e insoportable de mierda cuando, casualmente, pasaban por su casa para saludar y robar un par de plátanos del frutero, además de a su querido novio.
Seishu se había esforzado más que nadie y merecía poder unirse. Eso era lo que todos habían pensado.
Pero, al final, Kokonoi tenía parte de razón. Seishu estaba acostumbrado a estar en casa, a guiarse en un espacio que ya conocía de antemano. Por la noche, en un lugar que no conocía, no servía para apenas nada.
Por muy bueno que fuera peleando, su sitio tal vez estaba en donde había estado siempre, ejerciendo de enfermero y ayudando a Kokonoi cuando alguien se hería. Y se sentirían muy culpables si llegara a sucederle algo malo.
Sin embargo, participaría en la prueba. Chifuyu y él habían congeniado y sabían trabajar bien cuando estaban juntos. No tenían de qué preocuparse.
—No lo dejaré atrás —determinó Chifuyu, bostezando.
Así que el día consistió en la espera. Dulce e impaciente en sus venas.
Kakucho picó con los nudillos a la puerta del baño, exhausto.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupado —. Ya cambié la toalla.
Los párpados se le caían de sueño, no había dormido una mísera hora siquiera. Se había pasado la noche sentado al borde de la cama, acariciando el cabello de la niña.
Aún no había podido conseguir algún tipo de remedio para el dolor y tampoco tenía ninguna clase de... cosa para controlar aquello. Había puesto toallas de ducha bajo su cuerpo joven y las había ido cambiando cada vez que se habían ensuciado demasiado.
Escuchó un murmullo al otro lado y se contentó con eso, sin saber qué hacer para hacer que se sintiera bien.
No era como si no tuviera ni idea, era sólo que siempre había ignorado el tema. Cuando su ex-esposa había estado en esos días, él había solido alejarse y nunca había dicho nada en específico.
Bueno, puede que realmente no tuviera ni la más remota idea de lo que estaba haciendo. Pero, intentaba hacerlo bien.
Se quedó mirando por la ventana y no se giró cuando la puerta del baño, finalmente, se abrió. Su antigua habitación se había convertido en la de ella y no se quejaba, claro, excepto las noches en las que Izana se las daba de delicado y decidía echarlo de la suya.
—... duele —murmuró Senju, dejándose caer en el colchón, desplumada y pálida.
Apretó la mandíbula, muerto de sueño y muy probablemente necesitado de afecto. El día ya se abría paso en el cielo y las calles comenzaban a moverse. Pronto se abriría racionamiento y tendría que terminar de escribir el telegrama que había dejado a medias el día anterior.
—Iré a encontrar algo para ti —suspiró, en un japonés que sólo se había mantenido por las conversaciones simples que ella le daba.
Y con cada palabra y sílaba, el recordatorio de un bloc de notas y el perfume de un chico con más sonrisas que defectos llegaba a sus recuerdos, le alteraba la conciencia.
La maldita conciencia.
Acarició su cabeza una última vez, subiendo la sabana, cuidadoso de no levantar el camisón. Senju se lo quitó cuando estuvo libre de su mirada, sudando.
Salió del dormitorio e, inevitablemente, se vio arrastrado un piso más arriba.
Sorprendentemente, la puerta de su perdición no estaba cerrada con llave y pudo entrar sin pedir permiso. No era la hora adecuada de suplicar contra la madera, así que se alegró del gesto de amabilidad.
La cama estaba deshecha, la ventana abierta. Un soplo de aire fresco le revolvió el pelo y cerró tras de sí. Encontró la llave sobre la mesita de noche y acudió a dejarla en la cerradura, dándole un par de vueltas por pura costumbre.
El sonido de la ducha lo inclinó a pasar al baño. El chirrido de las bisagras fue silenciado por el caer del agua, al igual que la ropa deslizándose al suelo.
Se inmiscuyó en el interior de la ducha, atrapando su figura en un abrazo desde detrás. Izana cerró los ojos, dándose la vuelta para apegarse a su cuerpo desnudo.
Un poco de amor eran sus rizos alisados por el agua ardiendo, la piel de canela resbaladiza y brillante, salpicada de trazos de espuma blanquecina.
Un anillo de oro envolvía su pulgar, el vapor subía por sus piernas y rozaba su cintura como un amante desesperado, pendientes con el atardecer fundido en un grabado cuidadoso y de rojo intenso.
Un somnoliento gemido salió de su boca atractiva al sentir las manos de Kakucho acariciándolo. Bajando por sus costados, doblando la curvatura de su cintura para mimarle y acercarlo más, atrapando su trasero y apretándolo.
Se dejaba mimar mientras pegaba la mejilla a su pecho, dedos lavándole el cuero cabelludo, rascando su nuca como si fuera un animal manso al que podía domar y hacer suyo. Izana alzó el mentón y admiró la dura forma de su mandíbula, los labios carnosos, la cicatriz certera, pelo de negro azabache.
Luego, se ponía de puntillas para rodearle el cuello y atrapar su boca en un beso breve y perezoso.
—Ven conmigo a la cama... —pidió, tocando la punta de su nariz con la propia. No era como si lo hubiera echado de su habitación la noche anterior.
—¿No vas a salir hoy tampoco?
Izana se había pasado toda la semana metido en la cama, sin salir más que a la ventana para fumar y tirar las cenizas a las cabezas de los soldados que pasaban por debajo.
En ocasiones bebía hasta quedarse derretido en la esquina, sollozaba, suspiraba. Nunca alzaba la mirada, se limitaba a escalar a la cama y taparse hasta el cuello.
Se sentía como si hubiera perdido el control de lo que sucedía a su vida.
—... no sé —musitó —. ¿Vas a ir a tu despacho?
Kakucho asintió y sólo entonces consideró seguirlo. Se sentaría en su regazo y dormiría abrazado a su cuello, aburrido por lo que veía redactar; otras veces leía cuidadosamente todo lo que ponía.
Siempre se desesperaba al ver Tokio tan lejos y, con él, su corazón.
Unos minutos más tarde, se envolvía en una toalla, sentado al borde de la cama. Respiraba débilmente por la boca, somnoliento, casi drogado. La luz comenzaba a darle migraña.
Se dejó caer de espaldas sobre el colchón y alargó una mano para agarrar la toalla que el oficial llevaba a la cintura. Tirones un poco, buscando su atención.
—Voy a ir al mercado —avisó Kakucho, echándose el pelo húmedo hacia atrás —. Luego volveré.
—¿A qué?
—A... no sé, eh... —carraspeó, nervioso —. Es que, Senju... Ya sabes.
—No, no sé —Izana alzó una ceja, confuso —. Aún no desayuné. Dile que me consiga cereales, echo de menos comer esa basura.
Kakucho apretó los labios, sin saber cómo demonios explicarse, ni dónde buscar ayuda para la niña. No sólo necesitaba pastillas para el dolor, sino también lo que fuera que las mujeres usaran.
—Pero, está indispuesta —dijo, tomándole de la mano con la que no dejaba de tirar de su toalla.
—¿Indispuesta de qué?
—De... —apretó el agarre, riendo, agitado —. De eso.
Izana tiró con fuerza, obligándole a inclinarse hacia él. Fruncía el ceño con notoriedad, visiblemente molesto por su comportamiento.
—Sácate las pollas de la boca cuando me hables, pedazo de mierda, no entiendo nada de lo que dices —escupió, volviendo a dar un tirón.
—Vale, vale —resopló, angustiado. Se desplazó a su lado y le peinó los rizos con los dedos —. Que Senju ya es mujer, ¿vale? Necesito ir a buscar algo para ayudarla.
—Es una niña.
—Ya no —insistió, temiendo que no le hubiera entendido —. Ahora es diferente.
Una mota de entendimiento apareció en sus iris de lirio y, de pronto, ya parecía comprender lo que quería contarle. De hecho, el aviador puso los ojos en blanco, sentándose con las piernas cruzadas.
—Sigue siendo una niña, idiota.
—No, ya tiene edad para casarse y tener hijos si quiere —Kakucho le palmeó el vientre con gracia.
Agarró la almohada y la estampó contra su cara, apartándose para meterse bajo las sábanas. Se cubrió hasta las orejas, sin querer saber nada del tema. Ni siquiera le importaba, de todas formas.
—¿De verdad son necesarios?
Ya en la tarde, Kazutora ajustaba unos tirantes alrededor de su torso. Subían desde sus pantalones negros y daban la vuelta por sus hombros, bajando por su espalda.
—Claro —reía, tirándole del aro que llevaba por pendiente, travieso —. ¿O quieres que se te caigan los pantalones?
—No se me iban a caer —resopló Chifuyu, mirándose en el espejo.
No se había puesto ropa de deporte porque necesitaba acostumbrarse a poder moverse en cualquier tela que se ajustara a su cuerpo. Con lo que llevaba todo lo que podría llevar en un día normal, a excepción de la chaqueta repleta de bolsillos interiores.
En cada uno de ellos, fina y certera, relucía la hoja de una navaja. En la bota derecha había metido un tantō recién afilado. Nada de pistolas, aquella parecía ser la única norma.
—Pero, alguien podría quitártelos y ese sólo puedo ser yo.
Pegó un respingo, recibiendo un pellizco en el trasero. Se giró hacia él y le palmeó la mejilla, notando que lo sostenía de la cintura mientras reía y lo balanceaba hacia sí.
Una tercera presencia los alertó de golpe y miraron hacia la puerta.
Sanzu Haruchiyo los miraba con la mandíbula desencajada.
—Dios mío —musitó, dándose la vuelta para gritar por el pasillo —. ¡¡Rin, me debes una cena, yo tenía razón!!
Se separaron con vergüenza. Un rubor acalorado surcó el rostro de Kazutora, que comenzó a reír nerviosamente antes de rascarse la nuca.
Hacía quince minutos que habían llegado a casa de los Haitani y ya habían escuchado la puerta de entrada abriéndose y el habitual tono irritado de Kokonoi quejándose de quién demonios sabía qué.
Le atusó la camisa, sin atreverse a mirarle directamente.
—Vamos —dijo, atrayéndolo a un pequeño beso en la nariz —. Todo saldrá bien, confío en ti.
Acabaron reunidos en el sótano. Rindou y Sanzu cuchicheaban por lo bajo y no dejaban de lanzarles miradas, risitas y gestos, mientras Chifuyu permanecía junto a Seishu y Ran se encargaba de repartir unas fotografías a ambos novatos.
Las poraloids mostraban el rostro de tres hombres desconocidos, rusos por sus facciones y atributos físicos.
—Esos hijos de puta dirigen uno de los burdeles más grandes —explicó el mayor de los Haitani, cruzándose de brazos.
Seishu entrecerró los ojos. Kokonoi ya se estaba desesperando.
—¿Y qué hacemos con esto? —preguntó el rubio, con un tic en la pierna.
Sanzu se levantó del sofá, con los brazos en jarras y una gran sonrisa.
—Les rajáis el cuello.
—Y nos traéis sus lenguas en una bolsa —Kazutora se relamió con gusto pícaro, mordiéndose el labio inferior.
Les dejarían el tiempo que necesitaran, aunque sería apropiado que regresaran antes de que el Sol saliera, para evitar inconvenientes. Irían solos, sin ayuda ni apoyo.
—¿Y si pasa algo? —intervino Kokonoi, chasqueando la lengua.
Sanzu y Kazutora se miraron con gracia y comenzaron a reír. El médico dejó ir un largo y tortuoso suspiro que denotaba lo poco que dormiría aquella estúpida noche.
Con lo que, los novatos partieron en mitad de la madrugada y el frío del que sería un diciembre duro.
El resto disfrutó de una buena cena entre risas, y Kokonoi se quedó junto a ellos porque no pensaba irse sin Seishu a ninguna parte. Sanzu y Ran habían hecho sopa de miso y servido una pequeña empanada que habían logrado hacer con lo poco que tenían.
Cuando Sanzu se disculpó para ir al baño, Kazutora no dudó un sólo instante en perseguirlo y entrar junto a él.
—¿Qué pasa? —preguntó el rubio, rascándose el parche.
—Pues... —tomó aire, jugueteando con sus manos. Sonó el tintineo de un cascabel con la puerta cerrándose —. Quiero follar con Chifuyu y tú vas a enseñarme.
A su amigo se le subieron los colores a las mejillas.
En la oscuridad de la noche, dos rebeldes saltaban de tejado en tejado, mientras una sombra curiosa se perdía junto a ellos.
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