15
Segunda parte
Monte Gassan
Diciembre, 1989
La carta llegó tarde.
«Con profundo pesar, se comunica que Matsuno Chifuyu, aviador de primera clase, ha fallecido en acto de servicio a su patria, abatido por el enemigo. Entregó su vida en el cumplimiento de su deber como parte del honorable Ejército del Aire. Que en paz descanse.
1964-1989».
Fallecido. En acto de servicio. Eran cinco putas palabras que había roto en mil pedazos, desgarrando el papel con dedos llenos de barro, con el pelo enmarañado de sangre y mierda y la expresión quebrada en lágrimas que ardían por cortes en su rostro.
Aquello era lo único que había al llegar al fondo de uno mismo, al perder la vida y descubrir que no había nada más. Una jodida misiva firmada con un sello apático. Eso era lo que había al final, un puto papel hecho trizas y un puñal en su pecho. Ni siquiera una fotografía con la risueña sonrisa de un chico que verdaderamente tenía la cabeza en las nubes.
Cuando Baji Keisuke alzó la vista al cielo, no pudo apreciar una mota de color.
Era gris, era azul, era todo y nada al mismo tiempo. La lluvia azotaba con fuerza y el vendaval le rodeaba en bandazos que peleaban con su ropa. La piel rasgada, las rodillas quemadas de arrastrarse, la piel levantada de sus manos.
—¿Es cierto? —se escuchaban voces y murmullos a sus espaldas, que provenían de las tiendas del campamento —. ¿Es el único superviviente?
Hilos de sangre manaban de sus mejillas, tenía las encías hinchadas de hambre, el estómago vacío y la boca pastosa de humo y pólvora, y gritos que no proferiría porque nada merecía una estúpida declaración.
Iba armado con nada más que un tantō de filo desgastado y el vivaz recuerdo de las gargantas abriéndose en plena oscuridad, de los borboteos sanguinolentos de sus hombres masacrados en una emboscada.
No pudo salvarlos. Con suerte podría salvarse a sí mismo después de aquella puta basura infernal, si es que había un antes y un después para alguien como él.
—La decimocuarta compañía de infantería ligera ha sido exterminada —oía, el rumor incrementándose con cada mirada que se posaba en su cuerpo, en el uniforme hecho jirones rotos, labios cortados de frío y una historia que contar.
El cabello negro caía por su espalda, hecho un asco; hasta pendían pétalos marchitos de sus pestañas, y en sus ojos no había otra cosa que no fuera vacío y sufrimiento.
Los pedazos de la carta se arremolinaban a sus botas encharcadas, volaban lejos para perderse en el bosque profundo. Al borde del abismo, Baji elegiría quedarse ahí. Ni muerto, ni vivo.
A su alrededor, los soldados hablaban de suerte, un enfermero le tiraba del brazo inútilmente, un tipo le dijo que no había más cartas para repartir, que el mapa era rojo sangre, que las notificaciones de muertes se acumulaban. Era un lugar grande, resguardado por altísimos árboles y afiladas pendientes del resto de la puta guerra.
—¿Teniente Baji? ¿Keisuke Baji? Reacciona —un hombre lo tomaba del hombro y le movía, buscando alguna reacción.
Lo miró. Shakespeare y todos sus putos amiguitos podrían haberse reído de aquello de los ojos son el reflejo del alma. Y una mierda. Lo que había en su lugar eran dos pozos que alguna vez tuvieron un suave color avellana.
El chico era considerablemente alto. Tenía el pelo de azabache, recogido en una trenza que resaltaba los laterales rapados de su cabeza. Un dragón serpenteaba por la piel al descubierto, de rasgos astutos e iris oscuros.
—¿Si? —susurró, con la voz quebrada en añicos.
La lluvia seguía cayendo, calándole la ropa y los huesos. Nadie sabía cómo podía tenerse en pie.
Arrastró las botas por charcos y tierra para seguir al tipo que le hizo una seña, con los hombros caídos de cansancio. Notaba intrigadas y pegajosas miradas encima, se rascó los brazos, apartando las hormigas de pupilas demasiado curiosas.
Pómulos sin color, ojos hundidos, expresión casi cadavérica. Salió de los muertos para internarse en una carpa de lona húmeda. Las margaritas quedaron aplastadas a sus pasos, no podía alzar la mirada del suelo porque el mundo lo mareaba.
Quería vomitar, derrumbarse en algún lado.
—¿Puedes mostrar tu placa y explicar qué ha pasado? —preguntó alguien.
Osciló la vista por el lugar. Una patética mesa con un mapa encima, chinchetas rojas clavadas y un par de botellas de alcohol. Sillas de tela de campamento, desagradable olor a cigarro.
Respiró profundamente y dio media vuelta, con la intención de irse. Sin embargo, el soldado lo asió del brazo con fuerza, arrugando la bandera nipona cosida.
—Le han hecho una pregunta, Teniente —habló el tipo de la trenza. Su nombre no importaba, la Historia era caprichosa y lo olvidaría.
—Sólo hablaré con quien esté al mando de esta mierda —siseó.
—Limítese a contestar la pregunta si no quiere problemas.
Gruñó por lo bajo, sacudiendo el brazo agresivamente, pero aquellos dedos no hicieron otra cosa más que clavarse y extirparle un gemido de dolor por una laceración reciente.
Así que, al fin, se enfocó en lo que tenía delante, parpadeando con pesadez. El movimiento de su pecho sonaba artificial y algo silbaba entre sus pulmones.
Había un chico sentado frente al mapa. Una gorra cubría sus facciones e inclinaba la cabeza ligeramente sobre los trazos precisos del país. A su lado, en pie, había otro militar.
El primero tenía el pelo rubio, muy rubio, y largo, las puntas onduladas al final. El segundo llevaba un corte raso que dejaba mechones negros a la altura casi de la punta de la nariz, con zonas rapadas debajo; un dragón tatuado en el lateral del cuello y nariz rosada de frío. Cruzaba los brazos tras la espalda, firme.
—Llevábamos un par de días tras una compañía soviética. Nos sorprendieron mientras dormíamos —explicó para el segundo, que frunció el ceño al escucharle —. Les rajaron la garganta. A todos.
El chico sonrió burlonamente.
—¿Qué te hace pensar que soy yo el líder, greñas?
Alzó una ceja, con la ira gestándose en su interior. Si al principio había sido melancolía, en aquel instante anhelaba romper el aire con gotas rojas y chillidos. Apretó los puños, rechinando los dientes.
El muy hijo de puta pareció querer decir algo más, pero el primer hombre alzó una mano y la sonrisa se deshizo.
—Déjalo, Manjiro.
El repentino silencio atenazó su corazón cuando el dueño de aquella voz extrañamente femenina dejó de mirar el mapa. Y, de pronto, era una chica quien lo miraba.
Delgada y certera, con unos iris que refulgían con un color miel. El cabello rubio caía por sus hombros, sucio y desaliñado, tenía las mejillas llenas de pintura verde y negra, la astucia felina de quien sabía lo que se hacía.
Ella se incorporó, la lluvia pareció contener el aliento.
—¿Quieres quedarte aquí, Baji? —preguntó, con la voz raspada de cansancio —. ¿O prefieres solicitar un traslado?
Baji sonrió por primera vez en mucho tiempo, desolado. Era la sonrisa de quien, durante un mes entero, llevaba escribiendo cartas a los muertos, soportando lo insoportable, aguantando lo inaguantable.
—Quiero venganza.
Fallecido. En acto de servicio. Eran cinco putas palabras que había roto en mil pedazos. Y de ellas nació de nuevo, como un fénix resurgido del odio.
El tintineo de un cascabel rasgó la noche helada. Invierno, las calles llenas de nieve sucia y motas de sangre en las esquinas, fuego en los hogares. Sus labios en el cuello.
—... ah, Fuyu...
Apretó su cintura con las manos, echando la cabeza hacia atrás. Sus piernas temblaron momentáneamente, al tiempo que el chico suspiraba el aliento cálido en su piel. Kazutora subió las yemas de los dedos por la curvatura de su espalda, retrocediendo erráticamente un par de pasos.
Dejó caer las uñas por su piel resbaladiza de sudor, gimoteando. El cristal del espejo reflejaba las pequeñas marcas rojizas entre los trazos de un tatuaje felino, dedos enredados en cabello largo y suave, un cuerpo necesitado de cariño en media Luna.
Chifuyu cambió de ruta. Se acercó a su boca, pendiendo al borde de sus pensamientos, rozándole la boca con la promesa de un beso, si así lo quería. Y Kazutora lo persiguió, anhelando acortar el hilo de oro que los separaba.
En lugar de un beso, recibió un empujón.
Trastabilló hacia atrás y su espalda chocó contra la pared en un golpe seco. Su cabeza rebotó en la madera e hizo una mueca de dolor, viendo el destello de un clavo salido de la superficie a tan sólo unos pocos centímetros.
—Es la tercera vez que lo haces —siseó Chifuyu, acercándose sólo para agarrarle de la camisa y abrir los botones con brusquedad.
Luz pálida tiñó de una estela etérea su torso al descubierto. Un par de hematomas manchaban su vientre con colores violáceos, tenía un raspón en la cintura.
—Lo siento.
—¿Sientes qué? —el chico alzó la voz más de lo necesario, haciendo un gesto —. ¿Sientes desaparecer sin decir nada a nadie durante el día entero? ¿Sientes volver oliendo a alcohol? ¿Preocuparnos a todos, quitarme el sueño porque no sé cuando demonios vas a dejarme? ¿Qué es lo que sientes exactamente, Kazutora?
El pelo negro goteaba sudor, masculinidad, plumas de cuervo caían por su frente a modo de un flequillo desordenado que apartó hacia atrás. Y aquellos ojos, joder, esos ojos de azul profundo en los que podría ahogarse.
La tempestad que germinaba en aquella mirada era la mejor tormenta a la que cualquier hombre podría someterse jamás. Todas las tonalidades del mar se arremolinaban y hacían de él un desastre titubeante.
Kazutora suspiró pesadamente, rascándose la nuca.
—Encargos —confesó, chasqueando la lengua con arrepentimiento —. He estado haciendo encargos. Me escoltan al bosque y me paso el día allí. Después me obligan a ir con ellos, a veces veo cómo beben, no...
—Esos hijos de puta —masculló el otro, haciendo de su mano un puño de frustración.
—Creo que están preparando una cena de Navidad —continuó, con tono pausado —. Siento haberos preocupado.
Rompió la distancia que los separaba. Fueron tres pasos, pero se sintió un mundo entero. Se estrecharon en un abrazo, haciendo más fuerza con cada segundo, como si tuvieran miedo de perderse.
Chifuyu ocultó el rostro en el hueco de su cuello, inhalando el olor a vodka y pólvora que despedía sutilmente. Su espalda desnuda se marcó con el movimiento.
—No sabes lo que es despertar y ver que no estás ahí —susurró, sorbiendo por la nariz —. No tienes ni idea de lo que es...
—Perdón —el rebelde volvió a disculparse, acariciándole la nuca —. No quería que le dierais importancia. Con esto puedo yo solo.
El problema era que no necesitaban a nadie luchando solo. Eran un grupo, una familia, una puta familia de tuertos, ciegos, lisiados y locos. Actuaban en equipo y con premeditación, acordaban cuidadosamente cada cosa en la que se veían envueltos.
El viento ulululaba con un gemido fantasmal allí afuera, mientras que ellos se mecían entre los brazos del otro, en silencio. Una respiración agitada, dos corazones enraizados en demasiadas emociones, un cascabel. Kazutora quería oler a Chifuyu, a su perfume, contagiarse del calor de su cuerpo, aunque no era el momento.
Desde la casa no se escuchaban los sonidos que provenían de bajo tierra. Bajaron las escaleras al sótano de la casa de los Haitani, encontrándose con la brisa hogareña de las risas.
—Hasta que la princesa se dignó a aparecer —escupió Kokonoi, apoyado de brazos cruzados contra una mesa de dudosa estabilidad.
El médico miró con desdén como Kazutora le lanzaba un beso. A su lado, Seishu bebía frenéticamente de una botella de agua, perlas transparentes cayendo por su mandíbula, recorriendo el camino de su cuerpo hasta perderse por su torso al descubierto.
—¡Hey! —Sanzu se levantó del sofá para recibirle con una exclamación de sorpresa y alegría, un cuarto de manzana metido en la boca ribeteada de cicatrices.
Sentados ya tras él, los Haitani sonreían, con un juego de cartas en mano.
Rindou se recostaba cuidadosamente hacia un lado, apoyando la espalda en un cojín, sin llegar a tumbarse del todo. Su expresión risueña dejaba entrever lo mucho que quería irse a dormir, y era probable que su pareja lo enviara pronto a la cama. Sanzu se había vuelto un tanto sobreprotector, siempre asegurándose de que todo estuviera bien.
A un lado estaba tirada la muleta con la que debía andar hasta que pudiera recuperarse al completo. Descansaba todos los días y la mayor parte de heridas habían suturado correctamente en aquel tiempo.
Ran descansaba un codo en el reposabrazos, y el mentón sobre los nudillos, analizando sus cartas. Alzó la mirada para saludar, contento por el regreso del miembro faltante en su reducido, pero importante, grupo.
—Entonces, Chifuyu le golpeó directamente el cuello, en la nuez, y lo dejó sin aire —contó Sanzu, explicando rápidamente la pelea que Seishu y Chifuyu habían tenido —. Ambos están empatados, así que haremos otra ronda.
—Y luego nos vamos —intervino Kokonoi, tajante.
No era secreto alguno que no le gustaba estar con ellos. Después de lo ocurrido, un mes atrás, su aversión a los rebeldes había crecido hasta desbordarse. Aceptaba a regañadientes que su chico entrenara con ellos, pero se había encargado completamente a propósito de mantenerlo ocupado con las tareas del hogar.
Podría ser egoísta, podría ser una mierda de persona por intentar evitar que se juntara con semejante grupo. Pero, Kokonoi sabía que sólo podían sobrevivir de una forma, y era alejándose de los problemas.
Especialmente de los problemas que tenían nombre y cicatrices.
Seishu le tocó el hombro con delicadeza, quitándose la toalla que llevaba por encima de los hombros. Llevaba los nudillos vendados por un gran cúmulo de vendas, suficientes como para no hacerse mucho daño al pelear. Tenía marcas de dedos en una muñeca, una mancha roja de un golpe en el cuello.
No sabía a dónde estaba yendo todo aquello. Desde luego, no se encargaría de recoger sus cadáveres en un futuro.
—Espera un momento —pidió Chifuyu, ajustándose vendas alrededor de sus manos.
Era estúpido. Estúpido, estúpido. Aquella demostración innecesaria de testosterona y fuerza, la forma en que Seishu sonreía con amabilidad, sin camiseta, ignorando que allí fuera no era más que una carga inútil. Tenía que morderse las uñas y esperar a que todo acabara para regresar a casa sin decir una sola palabra al respecto.
Nunca se había molestado en decirle que lo hacía bien, tampoco en elogiarle por sus avances o felicitarle por ganar alguna ronda, días atrás. Y no lo haría, no alimentaría la infantil ilusión en la que parecía haberse sumergido.
Mientras tanto, Kazutora se apoyaba contra la mesa, a su lado, burlón, como si fuera un tema personal por ver quién era mejor.
—Un pajarito me dijo que andas usando a tu chico como ama de casa —decía, con el tintineo de un cascabel.
—Primero —enumeró, irritado —: no es mi chico, Seishu y yo no somos nada —y no le quitaba la mirada de encima, mientras los dos se preparaban para la pelea —. Y segundo, lo que pase en mi casa no es de tu incumbencia.
—Lo estás tratando como la mierda, mientras él hace todo lo posible por impresionarte. Es injusto.
—Lo mantengo alejado de vosotros para protegerlo —respondió, jugueteando nerviosamente con las manos.
La estancia era bastante amplia, rectangular. Había un baño destartalado al fondo, tras aquella puerta de madera, y las paredes de hormigón ni siquiera estaban pintadas. El sofá pegado a la pared, el sillón, la mesa y los restos de una televisión en blanco y negro sobre un aparador constituían un intento de convertir aquello en algo así como una sala de reuniones.
El suelo estaba cubierto por una moqueta beige en la que se acumulaban gotas de sudor. Y en el centro de la estancia, Chifuyu se hacía crujir los dedos frente a su oponente.
Había aprendido a no subestimarle. Seishu podía ser parcialmente ciego, lo que lo impulsaba a ser más defensivo y pasivo que atacante durante los primeros segundos. Pero había aprendido que con aquello sólo buscaba leer al contrario, arriesgándose a que los golpes iniciales lo dejaran mal físicamente. Para él era necesario.
Con varias peleas había conseguido prescindir de aquella iniciativa vulnerabilidad, y se encontraba intentando armonizar su parte atacante y defensiva, sin abusar de ninguna.
Chifuyu era todo lo contrario, más fuerte y pesado que él, lo que hacía que el rubio tuviera que hacer uso de su avispada inteligencia. No hacía falta más que ver cómo el pantalón de deporte de Seishu estaba atado al límite de los cordones, en su cuerpo flacucho.
La sombra de un abdomen marcado se hacía presencia en el torso de Chifuyu, que había adelgazado bastante debido al accidente y las heridas, pero no lo suficiente como para convertirlo en alguien débil.
—Llegará un día en el que sean los demás quienes tengan que protegerse de él, Koko. Y te arrepentirás de lo que estás diciendo.
El aire se cortó por un puñetazo curvo que Chifuyu esquivó a duras penas, echándose hacia atrás. Los puñetazos crochet de Seishu eran jodidamente mortales, al punto de que le había tumbado al suelo con uno de ellos, en cierta ocasión.
Se movían siguiendo los pasos del contrario, sin necesidad de saber quién se deslizaba primero, como una danza sin acero. Sabía que tan sólo tenía que acorralarlo contra el suelo y dejar caer todo su peso encima para que no pudiera moverse más.
Avanzó sin miedo, descalzo y sudoroso. Los mechones negros del flequillo se echaron a un lado cuando acortó la distancia con rapidez, agarrando uno de los brazos del chico y extendiéndolo a un lado, tomándole con la otra mano del hombro opuesto para inclinarlo y hundirle la rodilla en el estómago.
Kokonoi musitó un insulto al ver cómo Seishu jadeaba y se sostenía del vientre, temblando.
«Un inútil». Seguro que Chifuyu no era más que una mancha borrosa en su campo de visión. Estaría mejor luchando con armas que le permitieran mantener distancia. Joder.
—Tres de corazones —Sanzu puso una carta sobre las otras, jugando con los Haitani en el sofá. Echaba un vistazo a la pelea, interesado —... joder.
Perdieron la respiración. Seishu se dejó caer de cuclillas al suelo, confundiendo con el gesto a su oponente. Acto seguido, se incorporó con velocidad, asestando un gancho que, si bien no acertó de lleno, rozó lo suficiente la barbilla de Chifuyu.
Las vértebras crujieron hacia atrás con un sonido desagradable, Chifuyu se tambaleó a un lado, relamiéndose la boca pastosa con un quejido de dolor. Clavó las uñas en la espalda de Seishu cuando el rubio se lanzó contra él, buscando tirarlo al suelo.
Cerró los dedos en torno al cabello de oro y lo apartó con brusquedad con una patada en el costado. Seishu trastabilló y rodó por la moqueta, jadeante. Kazutora alzó una ceja, sin dejar de analizar a Kokonoi.
—Es fuerte, ¿no crees?
Kokonoi no contestó. Arrugaba la nariz, tragaba saliva mientras Shu rodaba y pataleaba con Chifuyu, arañando, gruñendo, asestando golpes imprecisos, sin poder evitar ser encerrado contra el suelo.
—Se acabó —escupió el rebelde, respirando agitadamente. El sudor caía por perlas del cabello azabache, cerraba las piernas en torno al pecho ajeno, notándolo respirar igual de rápido.
Seishu se cubrió patéticamente de aquel puñetazo a su rostro, con los antebrazos hacia arriba. Aguantó un golpe tras otro, llenándose de ansiedad, con el cuerpo entumecido, intentando arrastrarse sin éxito. Le pesaban los pulmones, una mano agresiva le apartó los brazos y encontró su garganta, presionando.
Sólo tenía que rendirse, pero no quería hacerlo.
Alcanzaba a adivinar el destello de la chapa de perro contra la piel desnuda, la forma definida de su cuerpo. Ignoró el natural sentimiento de querer quitarle la mano y, en un último intento, agarró la cadena que pendía.
Tiró con fuerza.
—¡Chicos! —llamó Ran, viendo cómo aquellos dos se retorcían de dolor en el suelo tras la dura colisión de sus frentes, que había resonado por todo el lugar.
El mayor de todos se incorporó de inmediato del sofá, dejando sus cartas y todo lo que estaba haciendo a un lado. Kokonoi también se acercó, arrodillándose junto a su novio con una expresión que mezclaba enfado y preocupación, más de la segunda en realidad.
Chifuyu se acurrucó bajo el tacto que el Haitani dejó en su hombro, musitando un débil «estoy bien». Ran lo ayudó a levantarse, Sanzu revoloteaba a su alrededor, queriendo ayudar pero sin saber cómo. Puede que la cosa se hubiera descontrolado un poco.
—Era una sencilla pelea, no teníais que mataros entre vosotros —Kazutora puso los brazos en jarras, riendo, orgulloso.
Hicieron espacio en el sofá, apartando el juego. Seishu y Chifuyu se desplomaron junto a Rindou, que enseguida les ofreció del batido de frutas que Sanzu había hecho durante la cena. Chifuyu bebía ruidosamente, gotas de color rosado caían por su barbilla.
No tenían otra opción más que entrenar como si las peleas fueran de verdad. Tampoco poseían apenas material ni conocimientos para hacerlo, sólo un botiquín de emergencia, un médico amargado y las nociones que surgían de forma natural en ellos.
Acostumbrarse a recibir golpes era importante. Arrancar el instinto natural de cerrar los ojos ante un puñetazo, exterminar la necesidad de huir y la ansiedad al verse acorralado eran otras cosas que trabajaban y a la que alguno ya se había habituado en silencio.
Sanzu conocía lo que era ser hostigado, perseguido y acosado; que sus dedos fueran aplastados, que su pelo recibiera tirones, los golpes burlones en la mejilla con palmadas y risotadas ebrias. Lo sabía mejor que nadie.
Seishu no, Chifuyu había llegado a ver un atisbo de humillación. Kazutora había aprendido a no rechistar por la fuerza, convertía lo que recibía en odio que guardaba para alimentar. Ran dominaba el miedo, lo hacía suyo y en ocasiones no era capaz de manejarlo; su hermano pequeño lo gestionaba apoyándose en la gente que quería.
Al final, todos compartían un mismo destino, sin importar cuánta mierda hubieran aprendido. Un paso en falso, click, boom.
—¿Empate? —suspiró Seishu, apartando con suavidad la mano que Kokonoi ponía en su frente. La sostuvo con cariño, hasta que el otro la quitó sin decir nada.
—Empate —confirmó Chifuyu, sonriendo con torpeza.
Ambos chocaron los puños en un gesto de camaradería, para luego quitarse las vendas y arrojarlas a un lado.
Un par de ojos ambarinos recorrieron su torso brillante de sudor. Chifuyu alzó una ceja, bebiendo, mirando fijamente a Kazutora, que se sentaba sobre el suelo frente a ellos junto con Sanzu.
—¿Qué hora es? —bostezó Rindou, asumiendo que la noche ya había acabado para todos.
—Cerca de las doce, luego toca cambio de guardia y toque de queda —Ran apretó los labios, sin mirar a su hermano. El pelo suelto caía por su espalda, liso y arreglado.
—Shu, quiero pelear contigo la próxima vez —habló Sanzu, con su sonrisa habitual.
Kokonoi frunció el ceño notoriamente por usar el apodo que él mismo había puesto al chico. Kazutora aguantó la risa al ver su expresión de querer saltar al cuello de su amigo.
—Lo vas a matar, pedazo de loco —rio Rindou, dándole un golpecito con el pie en el hombro.
Sanzu hizo un puchero, divertido. Lo cierto era que su estilo no se parecía en nada al de los demás. No se molestaba en cubrirse o defenderse, sino en atacar, atacar y atacar con energía imparable hasta agotarse y caer. Era ágil, su campo de visión estaba limitado, pero realmente se divertía; sus golpes eran astutos, siempre a zonas débiles, y tal vez lo que lo hacía peligroso era que le daba igual hacerse daño.
Además, Seishu y él habían sido vecinos cercanos de niños y tenían bastante confianza.
En cuanto al resto, Rindou era el mejor con diferencia. No sólo tenía un buen cuerpo —Sanzu lo sabía bien—, sino que sabía leer las intenciones ajenas, era capaz de mantener la calma y acabar una pelea certeramente. Era fuerte y carismático.
—Volvamos a casa antes del toque de queda, vamos —Kokonoi le ofreció el suéter a su pareja, indiferente a la conversación.
—Entonces, ¿la próxima vez? —Seishu se resistió un poco a la forma en que el médico tiraba de él para levantarlo.
—Claro, cuando estés preparado —su amigo de la infancia estampó el puño contra la palma de su propia mano, haciendo un ligero sonido, como una promesa —. No tendré piedad contigo, ¿eh?
Chifuyu agitó la mano a modo de despedida, rascándose luego el vientre con un bostezo. Estaba agotado y las peleas lo habían dejado hecho un asco, apestando a sudor y con la ropa empapada. Aún le dolía la frente.
Sentado de piernas cruzadas en el suelo, Kazutora no dejaba de mirarle con hambre. Le sonrió, subiendo la mano por su pecho desnudo, toqueteando la cadena. Iris de miel se impacientaron y pronto el rebelde se ponía en pie, demasiado extasiado, como si hubiera captado una indirecta que realmente no existía.
—Nosotros también nos vamos —anunció, escondiendo un mechón rubio tras una oreja —. No queremos problemas con los militares del cambio de guardia.
Y nadie quería que un accidente como el de Rindou volviera a suceder.
El alcohol y el desenfreno proliferaban en los peores lugares, ratas esqueléticas buscaban huesos para roer mientras que los soldados borrachos ahogaban sus penas en mujeres, o cualquier cosa que tuviera un agujero. A veces disparaban a todo lo que veían, amenazaban, pegaban palizas.
Por ello, se cuidaban de salir demasiado tarde. Era arriesgarse demasiado y el precio muy caro.
—Y tú a la cama —susurró Sanzu, agarrando el tobillo de Rindou y tirando de él juguetonamente —. Ran y yo lavaremos los platos, no te preocupes.
El corazón de Chifuyu se encogió cuando Sanzu ayudó a su prometido a levantarse. Prometido, marido, lo que fuera. No había habido ninguna celebración y tal vez no la habría hasta que Rindou estuviera bien al cien por cien, o quizá sólo era un asunto que querían mantener en privado.
Frunció el ceño con angustia, viéndole temblar al levantarse, encogido. Quejidos escapaban de aquellos labios, se sostenía del pecho como si se le fueran a caer los órganos, molesto por la sensación muscular. Las secuelas estaban siendo horribles, no hacía falta otra cosa más que verlo.
Se incorporó y le tendió la muleta. Rindou sonrió, pálido.
—Gracias, Fuyu.
Tardes enteras juntos, compartiendo habitación mientras se curaban de sus heridas, les habían unido demasiado. Habían sido aquellas noches que habían pasado en casa de Kokonoi que habían entablado conversaciones de horas y horas. Hablaron sobre el cielo, sobre Tokio y alienígenas, sobre la guerra, la predestinación y la historia, sobre el futuro que deseaban.
Seishu había puesto las dos camas en una misma habitación para que se hicieran mutua compañía, y que así Koko y él no tuvieran que dormir en el sofá, pues guardaban un futón que extendieron en el dormitorio libre.
Fueron semanas horribles y dolorosas en las que el médico impidió a todos entrar allí durante más de media hora. No sabría que hubiera hecho sin Rindou, sin Seishu y su hospitalidad, sus cuidados delicados.
Se hubiera vuelto loco.
Ran se quedó atrás mientras todos subían las escaleras de vuelta a la planta principal, para apagar la luz y cerrar la puerta.
—Nos vemos mañana —se despidió Kazutora, sonriendo desde lo alto de las escaleras.
—Sí, hasta mañana —respondió el Haitani, con una expresión débil.
Kazutora se volvió hacia Chifuyu, tomándole de la muñeca y saliendo de la casa. El dúo rio en voz baja, esquivando los escombros y el árbol caído del jardín, saliendo entre risitas adolescentes para perderse en la noche.
Las nubes amenazaban con tormenta, el viento les revolvía el cabello con fuerza. Las botas se hundían en nieve manchada de tierra, mezclándose con las curvadas sombras de los edificios derruidos.
—Estuviste muy bien —lo elogió, picándole la cintura con gracia —. Muy, hmm...
—Oh, idiota —Chifuyu se alejó unos pasos, pegando un suave respingo bajo el tacto de sus dedos. Se había puesto una sencilla sudadera negra —. Seishu estuvo a punto de destrozarme, ¿y tú qué andabas haciendo?
—Morirme de celos. Tus muslos se veían muy bien cuando te sentaste sobre su pecho...
—Un día te voy a dar una paliza —reprimió una risa, fingiendo seriedad —. No tienes vergüenza alguna.
—Entonces, ¿me perdonas lo de antes?
Chifuyu se quedó quieto, en la acera. A su alrededor, los pequeños edificios ya no estaban derrumbados, habían entrado en una zona en la que más gente vivía y podía apreciarse alguna vela titilando al otro lado de las cortinas de las ventanas.
—Sólo si prometes no volver a ocultarnos nada.
—... lo siento —el cascabel tintineó. Regresó a su lado para sentir su cercanía —. Lo prometo.
Exhaló el aire por la nariz con fuerza, una pequeña bola de aire gélido se formó a sus palabras. Kazutora encontró su mano, sosteniéndole la mirada a los profundos iris, luchando por no naufragar y ahogarse.
Tiró un poco. Chifuyu hizo caso y caminaron juntos por las calles vacías, sorteando a los militares que cambiaban sus puestos de vigilancia por otros de rostros tristes y acostumbrados al frío europeo de Moscú y las estepas siberianas.
De vez en cuando pasaban por delante de alguna casa de placer de la que escapaban sonidos obscenos, olor a alcohol y vómito en las esquinas. Se soltaron al cabo de un rato andando, en silencio.
Finalmente, llegaron a la vieja puerta del edificio de dos plantas donde vivían. Tenía un par de agujeros de bala, la pintura desgastada y manchada de quien sabía qué. Los tipos que vivían en la primera planta ya deberían de haberse dormido. También Shinichiro, que vivía clandestinamente en un desván que habían construido. No harían ruido.
Algo se rompió a sus espaldas, el ambiente se tornó áspero y el vello de sus brazos se erizó. Kazutora de dio la vuelta, con las llaves en la mano.
—¿Qué pasa? —Chifuyu ladeó el mentón, confuso por la forma en que escudriñaba la calle con nerviosismo.
Nada, oscuridad.
Se apuró a abrir la puerta, empujó a su acompañante al interior y se miraron en la negrura, escuchando el caer de las primeras gotas de lluvia.
—Pensé que nos estaban siguiendo —susurró, alterado. El corazón le latía con fuerza en el pecho, la mala sensación no había desaparecido.
Subieron con prisa hasta el segundo piso, los escalones gimiendo astillas bajo sus botas, la puerta del apartamento abriéndose con un chirrido y cerrándose en el más absoluto silencio. Se quedaron quietos, en el recibidor, a la espera de escuchar que alguien más entraba en el edificio, tal vez algún vagabundo.
No ocurrió nada. Kazutora se echó el cabello hacia atrás, asustado.
Desde que Ran y él habían empezado a construir el desván, al que se accedía por el hueco de la pared donde guardaban su arsenal, el miedo de ser denunciados por sus propios vecinos era ya algo cotidiano. Cada vez surgían más historias de familias que decidían denunciar a los militares a personas que consideraban sospechosas.
Todo era válido para fundar desconfianza. Un chico saliendo a una hora a la que nunca antes había salido, ruidos extraños de origen desconocido. Y el destino final era el balanceo constante de las sogas en el patíbulo, o con suerte un tiro en la nuca.
Se descalzó con pesadez, molesto por la horrible paranoia que no le dejaría dormir. A su lado, Chifuyu lo miraba con una duda en la boca.
—¿Quieres ir a dormir ahora?
—No, no me siento seguro —confesó, a sabiendas de que tendría un cuchillo bajo la almohada durante lo que restaba de Luna.
Chifuyu avanzó al salón y se sentó en el sillón. Había un libro sobre la pequeña mesa redonda de junto a la ventana, encima del elaborado mantel de ganchillo blanco. Aquello no había estado ahí cuando se había ido a cazar, por la mañana, y lo había dejado solo.
—¿Quieres que te enseñe a leer y a escribir?
Una explosión de ilusión apareció en su pecho. Asintió, emocionado, y agarró el libro, sentándose pegado a él en el sillón. Apoyó la cabeza contra su hombro y le escuchó hablar sobre el funcionamiento de los alfabetos del japonés, lo mucho que tendría que estudiar y esforzarse si quería aprender bien.
Tenerle era como sostener un trébol de cuatro hojas y saberse afortunado.
La chica exhaló una bocanada de humo, con los labios resecos y pintados de exagerado rojo. El pelo largo y castaño claro caía por sus hombros, desaliñado, se movía con el viento de fuera, pegándose contra su boca.
Una fina capa de sudor brillaba en su piel desnuda. Apenas iba cubierta, llevaba una chaqueta militar que le llegaba hacia la mitad de los muslos. Nada más. Ni siquiera ropa interior, toda estaba rota, sucia o perdida.
Lo único que tenía para vestirse pertenecía al tipo inconsciente de alcohol y sexo que yacía en la habitación, tumbado sobre la cama de sábanas revueltas y gemidos aún impregnados.
—¿Cómo está Rindou? —preguntó ella, apoyada contra la barandilla del balcón donde ambos fumaban.
—No sé.
Ran suspiró, con aquel vacío de melancolía que llevaba acarreando desde más de un mes atrás. Todo había cambiado, ya nada era lo mismo. Rindou y él apenas se dirigían la mirada, o se hablaban.
Por muchas veces que intentaba ser amable, intentar ayudarle cuando Sanzu estaba ocupado con algún asunto, su hermano lo rechazaba. Todo lo que encontraba de su parte era hostilidad y resentimiento.
Sólo Sanzu y el resto, que no sabían nada, lo seguían tratando como a un igual. La diferencia era que Rindou era su familia, su sangre, la persona con la que había crecido, jugado, reído y llorado.
El cabello suelto se mecía con la tormenta que estaba a punto de caer. Su aliento se volvía gélido en el aire.
—¿No se supone que vivís juntos? —Yuzuha alzó una ceja, oliéndose el problema en aquellos ojos de lirio marchito y aplastado.
—Se supone —repitió, cabizbajo.
Se fijó en los hematomas de sus piernas desnudas, las marcas violáceas sobre piel clara y joven. Lucía demacrada para su edad, con las mejillas hundidas de hambre, apenas grasa en los muslos. Tenía las rodillas raspadas.
Ella lo estaba pasando peor que él. Ran no se quejaría delante de Yuzuha, no podía hacerlo.
Pero, aún así, se sentía tan jodidamente mal. Kakucho se había ido sin decir una puta palabra, el estúpido Capitán cobarde había dejado, al menos, una patética nota en el lugar en el que habían solido reunirse. Justo la noche en la que había amenazado a Rindou con la pistola.
Desde entonces, todo había empeorado.
Había visto un par de veces a Kakucho en el mercado, a lo lejos, hablando con otros militares. De hecho, dejó de ir a racionamiento para evitar cruzarse con él. Sanzu se ofrecía en su lugar, alegre y risueño, con su anillo de oro y el amor de su vida cerca.
—... joder —musitó la chica, después de escuchar por unos minutos la versión resumida de la historia.
—¿Te parezco una mala persona? —tragó saliva, mordiéndose las lágrimas.
Silencio. Yuzuha lo meditó en profundidad, pasándole el cigarro.
—No —determinó, al fin —. Sólo tomaste malas decisiones.
Quiso reír. La mala decisión que había parecido tan inofensiva, enamorarse de un soviético, había estado a punto de acabar con un funeral. Todavía soñaba con su voz calmada, la cicatriz que rompía la armonía de sus facciones para crear belleza del caos.
Kakucho era el amor de su vida, y si decidía romperle el corazón, Ran se frustraría, lloraría y gritaría como un niño pequeño. Pero, siempre había sido suyo, y podía hacer lo que quisiera con él.
No había otra cosa que más deseara que volver atrás y no dejarle ir, arrojar al río la pistola de Rindou y continuar teniendo su familia.
—Mierda, ¿también salen a estas horas? ¿Con este tiempo? —Ran cambió de tema para tranquilizarse, viendo a aquel militar que bajaba por la calle. No pertenecía a ninguna guardia, estaba seguro, ellos no iban solos.
—Ah, ese —una bola de humo, Yuzuha hizo un gesto —. Es nuevo, llegó hace un par de días. Es... raro.
—¿Raro? ¿Por qué?
Ambos decidieron refugiarse de la lluvia en el interior de la habitación. El tipo borracho seguía inconsciente. Sobre la alfombra había un vestido rasgado.
—No ha venido nunca por aquí.
Los trazos de una débil sonrisa relucieron en el rostro de Yuzuha. Ran asintió, sin saber qué decir.
Miró al militar, al uniforme en el suelo, y se preguntó qué estaría haciendo Kakucho. O si acaso le estaría echando de menos tanto como él hacía.
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