13

Cualquiera diría que Izana Kurokawa parecía un puzzle, pero lo cierto era que tenía la mirada más cristalina de todas.

De su boca huía un hilo de humo que se perdía en el aire. El amanecer se colaba entre los árboles que marcaban el horizonte a sus ojos, espejo de un alma extraviada.

—... el infierno al que la juventud y la risa van —susurró, dando un toque al cigarro.

Observó la ceniza caer pisos abajo, sobre la gorra de un soldado que hacía guardia. Suspiró, apreciando un rayo de luz anaranjada chocando contra el anillo de oro que llevaba.

Un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Qué miras? —se giró con algo de brusquedad, analizando al hombre que descansaba sobre la cama.

Tenía una pequeña marca roja en el cuello, un sentimiento residual de inseguridad. No sabía hasta qué punto iba a degenerar el comportamiento del oficial, ni por qué lo estaba haciendo en primer lugar.

Precisamente Kakucho había llamado su atención por la calma que emanaba. Era la persona perfecta a la que molestar, por ejemplo, y sabía que de él no vendrían palabras hirientes, hiciera lo que hiciera.

No era como los otros. No aprovechaba el sexo para humillarle por sus orígenes asiáticos, no le hacía sentir como un trozo de mierda, ni como una mascota exótica.

Era lo que podría definir como un buen hombre.

—A ti, ¿qué haces despierto? —preguntó Kakucho, con la voz ronca de haber dormido poco —. Hace frío, cierra la ventana o vas a pillar algo.

Si hacía frío o no, no lo notaba. Sin camiseta y con unos pantalones que le quedaban grandes, los cordones atados con fuerza a la cintura, descalzo. Chasqueó la lengua y echó un último vistazo, apoyando los antebrazos en el alféizar.

No fumaba muchas veces. De hecho, la última vez que lo había hecho puede que hubiera sido años atrás.

Exhaló una bola de humo, escuchándole moverse a sus espaldas. Cierta tensión seguía en el aire, ni siquiera había podido conciliar el sueño. Permitió que el oficial le quitara el cigarro y terminara de fumarlo.

Se abstuvo de mirarle, restregándose el brazo por la cara. Bostezó sonoramente, con un tic en la pierna.

—¿Sigues enfadado?

—No estoy enfadado —respondió, disfrutando de la vista de las calles vacías —. ¿Por qué estás aquí?

—¿A qué te refieres?

—Al ejército, ¿por qué te enrolaste?

Kakucho apretó la mandíbula, dubitativo.

Aplastó el cigarro contra el alféizar y lo dejó ahí, pensando en su familia, en las temperaturas heladas de los Urales. Los recuerdos de su infancia le parecían tan lejanos, también los de su vivienda actual. Todo se había distorsionado, centrifugado en el reloj temporal.

—Mi padre estaba en el ejército. Tuvo una lesión grave y no pudo volver —contó, echándose el pelo hacia atrás —. Él me educó, así que supongo que por eso me gustaba tanto. Después de que muriera me prometí que lograría entrar.

—¿De qué murió?

Izana era retorcido. En ocasiones no sabía decir si distinguía entre lo que estaba bien o lo que estaba mal, así que no le daba importancia a la curiosidad que siempre mostraba por todo. Era entrometido y podía soportarlo.

La espina de culpa aún sangraba, llenándolo de remordimientos. Tal vez lo que había necesitado desde el principio había sido hablar de cualquier cosa, y así calmarse, llenarse el vacío de alguna forma, mientras esperaba a que la noche cayera de nuevo. Quería ver a Ran.

—En un accidente. Yo todavía era un niño —acabó por soltar, cansado —. Cuando entré lo pasé bastante mal por las novatadas...

—¿A ti también te las hicieron? —preguntó Izana, con una mueca de asco.

—A todos los que éramos nuevos —soltó un bufido —. Me hicieron comer hierba varias veces.

Nunca había entendido la satisfacción en machacar mental y físicamente a los camaradas más jóvenes. Cuando los veteranos se ponían de acuerdo, podían hacerle cualquier cosa a un novato sólo por serlo.

Había visto cómo ataban a un tipo a un poste, sin ropa, en mitad de la madrugada. O cómo los arrastraban por las noches hasta el río y los arrojaban a temperaturas bajo cero, sujetándolos bien de piernas y manos, tapándoles la boca para que no gritaran.

A él le había tocado aquello. Se pasó dos horas tiritando, preguntándose qué demonios había ocurrido y por qué.

—En nuestro cuartel también había de eso —Izana encendió puso los ojos en blanco, molesto por las memorias —. La tomaron contra un tayiko y conmigo.

—¿Te hicieron algo?

—Me ataron a una cama y me echaron polvo de talco por todo el cuerpo —exhaló el aire con fuerza por la nariz —. Decían que me estaban colonizando.

—... joder.

Era la crueldad en estado puro. Incluso si más tarde serían compañeros en operaciones, o se vieran periódicamente por los pasillos, todos llegaban a pensar que debían pasar por ello porque eran las normas. Porque los anteriores también lo habían tenido que superar, porque era una absurda tradición que, aún si solo hacía daño, decían que servían para unirlos.

A Kakucho le había molestado al punto de no poder pegar ojo por las noches, esperando a que alguien le tirara algo encima; o en el comedor, paciente a que alguien agarrara su bandeja y le restregara la comida por la cara.

Cuando le tocó ser veterano, nunca repitió lo mismo. No le gustaba dañar a las personas, todavía había tenido la mentalidad intacta de quien era humano y no una máquina.

—Y el tipo de Tayikistán acabó ahorcándose de una cortina —concluyó el chico, cambiando un rizo de lugar.

Chasqueó la lengua, irritado. Se preguntó cuánto habrían hecho sufrir a Izana por algo tan absurdo como su color de piel. De hecho, quiso saberlo, pero el aviador se apartó de la ventana y se arrodilló junto a la cama.

Se cruzó de brazos, cerrando para no pasar más frío. Tenía el vello erizado, una sensación molesta en el centro del pecho al descubierto que no acababa de desaparecer.

Izana sacó algo de debajo de la cama, donde sabía que guardaba sus escasos objetos personales.

—Mantén fría esa cabeza tuya —dijo, agitando un bote de pastillas —. Y no vuelvas a ponerme una mano encima.

Atrapó el diminuto bote en el aire, tragando saliva al ver la etiqueta. Aquel par de ojos de lirio lo miraban con algo vacío ahí, en las pupilas negras y profundas, como si supiera exactamente qué estaba ocurriendo.

No le salió una mísera palabra al ver cómo se vestía en completo silencio, dándole la espalda. Presumía de que había robado el litio de la enfermería, y sólo se le ocurría una razón.

Porque lo necesitaba.

—Espera —pidió, dejando el objeto sobre la mesita —. ¿A dónde vas?

—Tengo que ver a alguien.

El mero hecho de quedarse solo le consumiría. Estuvo al borde de suplicar, pero se quedó completamente quieto al notar su repentina cercanía. La forma y la calidez de su cuerpo envueltas en inocentes ropas de civil, cubriendo la mirada de quien había visto demasiado.

Izana depositó una mano sobre su pecho, y se alzó de puntillas para sellar un beso en la comisura de sus labios, dejando la posibilidad abierta a más.

Acto seguido, desapareció con el amanecer, y Kakucho se echó a llorar.

Sus ojos tenían un color prohibido. Por eso, no lo miraba.

Sonreía para sí mismo, frente a un espejo de reflejo borroso, la noche encerrando un suspiro. Un par de brazos le rodearon la cintura y el chico se le apegó por detrás, depositando un beso sobre uno de sus hombros desnudos.

Le daba la vuelta y se enredaba en el dulce sabor de su tragedia, envolviendo su boca con lentitud, tomándose el tiempo necesario para recordar el camino exacto. Los callejones de sus labios, terciopelo en su lengua y caricias por la espalda.

Subían sus dedos por los hoyuelos de Venus, trazando formas a la tímida luz de una Luna casi oculta. Las marcas de quemaduras eran sensibles, y su roce se volvía más delicado, sosteniéndolo con cariño.

Seishu se estremeció al notar sus firmes manos apretándole la cintura, resbaladizas de crema hidratante para tratar la perpetuidad de su piel dañada en un incendio, acercándolo hacia sí. Dio un torpe paso hacia atrás y chocó contra el lavamanos.

Primero, se apoyó, luego le rodeó el cuello con los brazos, rascándole el cuero cabelludo de la nuca, entrometiéndose al otro lado de la blusa con elegante escote masculino. La tela era fina, notaba sus omóplatos marcándose. Era delgado, pero no un saco de huesos.

Se le erizó el vello de electricidad al sentir que lamía con insistencia. Algo se desmoronó en su interior y se alejó de la humedad de su boca, mordiendo el labio inferior y arrastrándole hacia él con un chasquido de saliva.

—Koko... —suspiró, echando la cabeza hacia atrás.

Atrapaba un sueño dócil en sus labios, haciéndolo suyo. Oh, sabía lo que le estaba provocando, mientras bajaba por su cuello en besos nocturnos —en do menor—. Los dientes resbalaban por surcos de saliva, salpicando de pequeñas rojeces su piel lechosa.

Se volvía seda ante su boca, débil, enredando los dedos en mechones negros y ondulados, echándolos hacia atrás. Sentía las manos empapadas de crema serpenteando por sus costados, arriba y abajo.

Entonces, Kokonoi abandonaba la guerra de su piel y lo tomaba de la parte trasera de los muslos, alzándole para sentarle sobre el mueble.

Tenía el cuerpo lleno de quemaduras cicatrizadas.

—Cada día te vuelves más hermoso, Shu —susurraba, acariciándole el rostro.

Seishu sonrió, palpando los bordes del mueble para saber dónde estaban. Extendió la pierna hacia delante. La dejó sobre el hombro del chico, que se sentó sobre la tapa del inodoro, a su frente.

Olía bien. Envolvía su muslo y bañaba la piel en aloe vera y plata, bajando hasta casi la altura de la rodilla, volviendo a subir al tiempo que apretaba más y masajeaba los músculos.

Los párpados le pesaban de sueño, no tenía ni idea de qué hora era. Pero, el cielo parecía haberse detenido sólo para ellos. Sólo para que Kokonoi hiciera lo de todas las noches, antes de ir a dormir.

Era una costumbre hogareña que había impregnado de emociones su corazón, desde meses atrás.

Lo que al principio había sido un momento para curarle las quemaduras, se había convertido en la necesidad de compartir intimidad. En una rutina silenciosa en la que no hacía falta preguntar.

La puerta estaba cerrada, con el cierre silenciosamente echado. De fondo se escuchaba a alguien roncar, tal vez a alguno de los rebeldes que dormía plácidamente. El fantasma de la tensión y la incertidumbre se había desvanecido un poco.

Se había escabullido de la habitación cuando Kokonoi había picado con los nudillos tres veces, y se habían refugiado en su mundo ideal, donde la guerra no existía y, sin embargo, les manchaba la piel.

—Tú también —habló, en voz baja —. Esa blusa te queda muy bien...

Seishu no sabía cómo lucía Kokonoi. No podía verlo. Todo lo que había en su lugar eran colores borrosos y trazos imprecisos de un rostro bonito.

Sus memorias guardaban las facciones del niño y adolescente que había sido. Pero, tras estar separados un tiempo, ambos habían crecido y cambiado para ser dos adultos encontrándose tras un bombardeo.

Eso era lo primero que le había dicho al despertar, al descubrir de su ceguera parcial causada por salpicaduras de amoniaco, de las quemaduras, de la guerra, de que su familia había desaparecido. «No puedo verte».

Nunca sabrá cómo es la persona a la que ama.

—Suenas cansado, ¿tienes sueño?

Asintió con un bostezo, sintiendo que depositaba un breve beso en su tobillo. Le masajeaba los pies, mientras le miraba desde allí abajo. Kokonoi lo miraba porque era precioso, porque lo amaba, le daba igual que no pudiera corresponder a sus ojos.

Le bastaba con tenerle a su lado, cerca. Con cuidarle y prometerle que, algún día, cuando tuviera los conocimientos suficientes para ello, le operaría de la vista para intentar mejorarla.

Tenía tanto miedo.

Había llenado aquella casa de libros de medicina que había encontrado en la biblioteca del pueblo, que había ido recopilando mientras iba de casa en casa, preguntando por médicos o similares.

—¿Le tomaste la presión a Rindou? —preguntó el rubio, cambiando de tema.

—Sí, está relativamente bien —hizo un gesto, fingiendo que no le molestaba haber salido de su burbuja —. Sanzu está con él.

A pesar de que inicialmente se había quedado con Kazutora y Ran, en el sofá, Sanzu había acabado por levantarse y regresar a la habitación donde estaba el menor de los Haitani.

Aquello no era un hospital, tampoco una clínica. Rindou no dormía en una camilla, rodeado de aparatos profesionales, sino en una cama de tamaño estándar, con sábanas desinfectadas.

Sanzu se había sentado a un lado, dejando caer la cabeza sobre el regazo de su pareja, temeroso de que algún ente caprichoso se lo arrebatara. No había podido cenar nada, no había podido apartar las lágrimas de sus mejillas rosadas. Si Rindou cayera en coma, se negaría a dejarlo.

—Cuando amanezca iré a racionamiento —anunció Kokonoi, terminando con su otra pierna —. Vigila a esos chicos, sólo traen problemas.

Seishu no dijo nada. Sabía lo mucho que su pareja odiaba a los rebeldes.

No, quizá odiar no era la palabra exacta. Les tenía tirria, le frustraban, le estresaban. Kokonoi no soportaba a aquel grupo porque cada interacción con ellos los unía al destino patibulario en el caso de que fueran atrapados por los militares.

Sin embargo, había hecho su juramento hipocrático al empezar a ejercer la medicina de forma novata y experimental. «No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase». Para él, todos los enfermos necesitaban de su consideración, independientemente de su ideología, incluso.

—Entendido.

Seishu era su mano derecha. A la vista de los demás, sólo eran compañeros que trabajaban y vivían juntos. Su relación era privada, de ellos y para ellos.

Al final, dormían el uno abrazado al otro y eso era lo que les importaba. Lejos de los riesgos a los que se enfrentaban aquellos rebeldes, lejos de las armas y de los rusos.

Aquella era la mejor forma de sobrevivir y de cumplir todas sus promesas.

Lo envolvió cuidadosamente, rodeando su cintura con las piernas desnudas. Apartó mechones negros a un lado, toqueteando la parte rapada de su cabeza.

—Ve a dormir —pidió, dando un ligero toque al pendiente dorado.

Kokonoi se presionó a él con un breve beso sabor a fresa y despedida. En completo silencio, desapareció con pasos sigilosos y la puerta del baño se arrimó para dejarle intimidad.

Seishu bostezó y bajó del mueble. Agitó los brazos para librarse de la fresca sensación de la crema, que estaba siendo absorbida por su piel, y se puso el pijama.

Para cuando cruzó el pasillo, su pareja ya se había acomodado en el sofá, haciéndose un hueco al lado de Kazutora, que roncaba sonoramente.

Sonrió para sí mismo y tanteó la penumbra hasta llegar a su dormitorio. Las tablas bajo el umbral rechinaron bajo las plantas de sus pies descalzos, cerró cuidadosamente.

Una figura difusa estaba sentada en la cama.

—Eh... ¿Chifuyu? —preguntó, acercándose a él —. ¿Estás bien?

El aviador negó, con un tic nervioso en una de sus piernas. Respiraba con fuerza, sentado al borde de la cama. Erguía la espalda de forma casi dolorosa, tocándose las costillas con una mueca de dolor.

Las pupilas vidriosas, perdidas en algún punto de las espumosas cortinas blancas, como si hubiera visto una aparición en mitad de la madrugada. De sus ojos pendía la silueta del miedo, su pecho se agitaba sin control.

El colchón se hundió a su lado y miró a Inui, respirando con fuerza, gimoteando con el chirrido constante de la fractura en su torso.

—Es que... es que... —balbuceó, con la voz ronca. El nudo de su garganta le obligó a tragar saliva —. Una pesadilla...

Ráfagas de aire contra su rostro, mientras caía y caía; el atronador sonido del motor de un caza a toda velocidad, dejándolo abandonado en pleno cielo donde incluso las ballenas podían volar.

La ansiedad del peligro se le había atascado en el corazón, apretujándolo, provocándole náuseas en el salto de una pesadilla a otra. El chasquido aún no familiar de un revólver, un par de iris de lirio, uniforme militar.

Sentía la forma de la chapa de identificación contra el pecho, la cadena caliente contra su piel sudorosa y ardiente. Se le pegaba la camiseta a la espalda, le temblaban las manos de impotencia.

—Tranquilo, respira —dijo Seishu, tomándole de la mano —. Respira, mírame. Te estás haciendo daño.

Sorbió por la nariz con un angustioso hipido. El tacto tibio de sus manos envolviendo la suya le hizo reconectarse con la realidad de forma lenta y segura. Pasaba el pulgar por el dorso, apretando.

Cada partícula de oxígeno que perforaba en sus pulmones era una puñalada en el torso herido.

Relajó la mandíbula, al borde del sollozo, e intentó controlar la respiración en la boca, metiendo y sacando aire, inhalando y exhalando, y de nuevo, y...

—Respira, eso es —lo animaba el otro, poniendo un par de dedos en el centro de su pecho —. Mírame, aguanta dos segundos el aire y exhala... —alzaba las cejas, mirándole atentamente —. Eso es, inhala y exhala con cuidado.

Tropezó con el aire y tosió con fuerza. Estuvo a punto de doblarse en dos, notando el pinchazo en la costilla, pero Seishu lo mantuvo recto.

Echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo con desespero. El jadeo pasó a la vibración del dolor por sus extremidades, los raspones demasiado cerca de la ropa, los hematomas que parecían sentirse más.

Hasta que, finalmente, pálido y mareado por la pérdida de sangre anterior, logró calmarse relativamente.

—Todo está bien —el rubio sonrió, soltándole —. Aquí estás a salvo, ¿vale? No pasa nada.

Suspiró una gran bocanada, dejándose ayudar y llevar de vuelta a las sábanas. Se recostó contra el cojín, sosteniéndose de la zona como si, de un momento a otro, se le fuera a caer y romper contra el suelo.

Chifuyu sonrió con debilidad al ver cómo Seishu se iba y regresaba en apenas unos segundos con un vaso de agua.

Bebió medio tumbado. Mala idea. Varias gotas se deslizaron por su barbilla, cuello abajo, humedeciendo la pulcra camiseta blanca. Dejó el vaso sobre la mesita de noche, dándose cuenta de que la nube que ocultaba la Luna había abandonado a su astro preferido.

—Gracias —susurró, disfrutando de la tenue luz perlada.

—No es nada —Seishu hizo un gesto, restándole importancia a su ayuda. Estaba acostumbrado —. ¿Te sigue doliendo? ¿Mucho?

—Menos que antes, pero sigue ahí.

El chico se rascó la nuca con algo de pudor y señaló su torso.

—¿Puedo ver?

Aún si no era un profesional, sintió la seguridad de quien estaba en buenas manos. Su mera presencia transformaba el ambiente en uno cómodo. Se levantó la camiseta hasta que la chapa relució con un haz de noche, y sus dedos tibios se pasearon por sus costillas, hasta encontrar la fractura.

Sábanas de colores delimitaban los bordes de su abdomen, sombras de músculo por aquí y por allá, la curvatura de la cintura marcada por un agresivo raspón.

Siseó una maldición, preguntándose por qué cerraba esos ojos adornados de suave verde oliva. Un dedo se balanceó por el hueso, sintiendo a la perfección la línea rota. Su espalda estuvo a punto de arquearse, lo escuchó pedir perdón en voz baja.

—No has estado descansando bien, ¿verdad? —señaló Seishu, alcanzando a apreciar las manchas de hematomas y raspones en la piel clara —. Necesitas quedarte en cama y dejar de moverte excepto para ir al baño. Te lo digo en serio.

—Días ajetreados —chasqueó la lengua, recordando a Kazutora ocultándolo al otro lado de una pared —. A veces es insoportable.

—Ha sido suficiente. Es urgente que descanses o no sanarás.

Quedarse en cama le frustraba. Quería ser útil, hacer cosas, hablar con las nuevas personas que habían aterrizado en su vida —¿o al revés?—, y las inspecciones eran su mayor miedo.

Sabía que, cuando llegara la próxima, tendría la absoluta obsesión de esconderse como la primera vez. Le daba igual tener papeles, haber salido a la calle en un par de ocasiones. No quería volver a toparse con un militar, más a sabiendas de que había alguien que sabía lo que verdaderamente era.

Seishu le bajó la prenda con amabilidad. La extremidad de sus falanges le rozó el vientre, sonsacándole cosquillas que acalló con tos.

—Tienes pesadillas, ¿verdad? —preguntó el rubio, manteniendo un tono suave —. Estás empezando... deben darte mucha ansiedad.

—Sí —apretó los labios, con la emoción residual atascada entre pecho y espalda —. No quiero volver a dormirme.

—Tengo algo para eso —señaló Seishu, levantándose —. Es un somnífero natural, te ayudará a conciliar el sueño y a dormir mucho mejor. Espera aquí.

Era placentero que supiera cuidar de otras personas, que lo tratara como si estuviera hecho de porcelana. Seishu Inui era maravilloso en todos los sentidos, habilidoso, tranquilo y paciente; podrían ser amigos.

El chico se apresuró a ir hacia la puerta, pero se quedó a medias y no llegó a tocar el pomo.

—¿Pasa algo? —se incorporó sobre los codos, cansado.

—Pues... —Seishu titubeó, mordisqueándose el interior de la mejilla —. Siempre me confundo porque hay muchas cosas en ese armario.

—¿Quieres ayuda? No sé de medicamentos.

—Soy medio ciego, Chifuyu —terminó, con una nota de melancolía —. No distingo qué bote es. Está en la otra habitación.

Una punzada de sorpresa arqueó sus cejas con asombro. Abrió la boca, pero no dijo nada, sólo asintió y se dejó ayudar a levantarse. Reparó en sus ojos, en la forma redondeada, las pestañas rubias.

Parecía determinado cuando hacía sus tareas, no había fallado una sola vez en tomarle la vena para sacarle sangre, tampoco en curar a Rindou. Nunca hubiera podido adivinar sobre su ceguera.

Si tuviera que usar una palabra para describirlo, sería extraordinario.

Ambos salieron al pasillo, vigilando las chirriantes tablas de parquet del suelo. Se asomaron a la sala para comprobar que todos estaban durmiendo. Kazutora babeaba, Kokonoi se aferraba a una manta. ¿Y Ran? Ran no estaba. Sin embargo, no le dieron importancia, asumiendo que estaría junto a Sanzu.

Se volvieron hacia la oscuridad y avanzaron hacia el fondo del pasillo. Seishu se paró frente a él, entrecerrando los ojos con curiosidad.

Un escalofrío recorrió la columna del rubio, que se quedó estático, mirando por la rendija de la puerta arrimada.

—¿Está todo bien? —susurró Chifuyu, apoyándose contra un diminuto aparador pegado a la pared.

Por el bulto y la postura, Seishu sabía que Sanzu era el que recostaba la cabeza en el regazo de Rindou. Distinguía la nube clara del pelo rubio. Un rayo de tímido amanecer que entraba por las cortinas.

Entonces, una sombra borrosa se movió en completo silencio.

Entrecerró los ojos, con un repentino malestar en el cuerpo. Una sensación de peligro que le advertía con una primitiva necesidad que estaba presenciando algo que no debía suceder. Algo que estaba mal.

La figura, alta y esbelta, que reconoció como Ran, agarraba las sábanas de la cama y las bajaba hacia abajo, sacando algo del bolsillo.

Se volvió de inmediato hacia el aviador, lo agarró de la ropa y lo empujó un poco hacia la puerta. Posaba una mano en el centro de su espalda para guiar su postura.

—¿Qué ves? —vocalizó, cerca de su oreja.

Chifuyu se convirtió en sus ojos, con el vello erizado. No dijo nada, sólo se quedó paralizado. Sanzu dormitaba mientras Ran Haitani hundía una inyección en el muslo de su hermano pequeño.

Tenía la mirada perdida, remarcada por profundas ojeras de horas sin poder conciliar el sueño. Cabello suelto y desaliñado, enredado a la altura de los hombros en una curva extraña que denotaba dejadez respecto a su físico.

Ran parecía jodidamente destrozado.

Una mota de ansiedad salpicó su pecho, amenazando con desbordarle si no salía de ahí. Así que se giró y miró a Seishu, musitando un apenas audible vámonos.

Regresaron a la habitación con un mar de tensión encima, respirando erráticamente, confundidos, como si se acabaran de unir por un estúpido secreto que nunca debió salir a la luz.

Algo estaba sucediendo a las espaldas del resto.

La puerta se cerró con un ruido sordo. El rubio se apoyó un momento contra la madera, escuchando por alguna clase de perturbación al otro lado, luego se alejó y se tocó la frente.

—¿Rin toma alguna clase de medicación? —preguntó, tocándose el torso donde la costilla se resentía.

—Analgésicos...

—¿... Inyectables?

Se quedaron en completo silencio, mirándose con desconcierto. Hasta que un cercano quejido de dolor rompió el hilo de la noche. Seishu tomó valor y dio un par de pasos hacia atrás, asustado.

—Ve a dormir —musitó, con voz queda —. Creo que Rindou ha despertado.

Chifuyu no pudo sacárselo de la cabeza.


Lo primero que escuchó fue el tintineo de un cascabel. Lo primero que vio fue un par de ojos ambarinos y brillantes.

La luz del día entraba por la ventana, iluminando la figura agazapada sobre su cuerpo. Tenía los músculos entumecidos de no poder moverse, los párpados se le caían de cansancio y una diminuta pestaña se había desplomado en su mejilla, como la pluma de un cuervo.

—Oye, guapo, ¿te hiciste daño cuando caíste del cielo?

Chifuyu sonrió con debilidad, la sensación de mareo clavada en el entrecejo le provocaba náuseas. Alargó el brazo y tocó el rostro de Kazutora, que se había sentado a horcajadas sobre su regazo.

El chico ronroneó contra su palma, complacido por el gesto. Parecía feliz, siempre adornado del tono burló con el que le había saludado, y entre sus dedos atrapaba un sobre de color blanco.

—Buenos días —Chifuyu se quedó quieto, viéndole mezclar el contenido del sobre con un vaso de zumo recién exprimido —. ¿Qué es eso?

—Hierro, lo necesitas.

Ah, sentía agotado todo el cuerpo, desde la planta de los pies, hasta el final de los revueltos mechones de cabello negro. La pérdida de sangre le estaba pasando factura. No había ni rastro de Seishu en la habitación y la puerta estaba cerrada, dejándoles la intimidad justa para tomarse confianza.

Aceptó el vaso y bebió, notando que el otro se bajaba de su regazo y se sentaba a un lado. La mezcla bajó, viscosa, por su garganta, e hizo una mueca de asco. El sueño presionaba su cuerpo contra el colchón y nublaba los recuerdos de la madrugada.

Se frotó los ojos, devolviéndole el vaso, y pronto recordó la última porción de conciencia que había tenido antes de caer dormido.

—¿Cómo está Rindou? —preguntó, con la voz más despierta.

—Despertó hace unas horas, pero no me enteré hasta hace como veinte minutos —explicó el rebelde, haciendo un gesto —. Seishu lo revisó y luego lo dejó a solas con Haru. Supongo que necesitaban tener su momento.

No podía imaginar cómo se sentía haber estado a punto de perder a alguien. Pero, en cierto modo, su familia y Baji lo habían perdido a él. ¿Se estarían sintiendo ellos igual que Sanzu? ¿Habría llegado ya a su casa la carta con la noticia del accidente? ¿Habrían puesto una esquela o habrían ido a un templo a velar?

La única diferencia era que Sanzu amaba a Rindou de una forma que nadie, nunca, podría comprender. Era genuino, único, pasional.

Estaba seguro de que no habrían querido separarse durante toda la noche, de que durmieron juntos, que Sanzu se habría echado hacia el borde del colchón para no hacerle daño, pero que le habría sostenido de la mano en mitad de las pesadillas. Creía que Rindou habría atrapado su rostro, como lo había visto hacer en otras ocasiones, para mirarle y decirle lo hermoso que era y cuánto lo quería. Que le habría quitado el parche para prometerle que siempre estaría a su lado.

Sonrió, feliz. Sin su sangre, todo aquello serían suposiciones.

—¿Y Ran?

—Ha salido con Kokonoi a racionamiento, aún no ha visto a su hermano...

Su tono se extinguió con los segundos, y sus pupilas se perdieron en algún punto. Kazutora apretó la mandíbula, pensando en los hermanos Haitani.

En la preocupación de Rindou acerca de las incursiones nocturnas del mayor, de cómo se volvían más frecuentes. Si bien Ran no tenía cambios de ánimo bruscos que pudieran estar provocados por algo como drogas, no pudieron evitar reflexionar sobre si se estaba metiendo en el mercado negro.

Eran rebeldes, no traficantes. No aprovechaban la guerra para satisfacer deseos retorcidos de sexo y sustancias.

Lo peor de todo era que sabía que Rindou nunca saldría a espiar a su hermano sin un arma. Y, sin embargo, allí estaba, tumbado en la otra habitación, completamente indefenso.

En el probable caso de que hubiera llevado una pistola encima, ¿dónde estaba? ¿Por qué no la había usado?

Debía aprovechar algún momento en el que pudieran estar a solas para hablar.

—Tora —llamó el aviador, sentándose a su lado —. ¿Confías en Ran?

—¿A qué viene esa pregunta? —alzó una ceja, arrancado de su ensimismamiento.

Y la traición era lo peor en lo que alguno de ellos pudiera caer. Se restregó una mano por la cara, rodeando la cintura del otro con nada de disimulo.

—No lo sé.

Chifuyu chasqueó la lengua con una mueca de dolor, apegándose un poco más hacia él. Seishu se encargaría de buscar la aguja que Ran había usado para revisar su contenido.

Quizá era una tontería, quizá sólo estaba usando algo que había encontrado y de lo que creyera que haría bien. Pero, era muy arriesgado usar medicamentos sin supervisión de Kokonoi.

Oh, si Koko lo supiera los echaría de allí a patadas.

—Confío en mis amigos —dijo el rebelde, apoyando la mejilla contra su hombro —. Y Ran es mi amigo, casi como un hermano mayor, y... —un suspiro —. Si algún día tuviera un motivo para desconfiar de él, me aseguraría de que fuera justificado y no imaginaciones mías. Porque me dolería muchísimo.

La palabra confianza pesaba muchísimo más cuando sus vidas eran las que estaban en juego. Ambos lo sabían.

—¿Confías en mí?

Kazutora alzó el mentón, echándole un vistazo de arriba a abajo. Reprimió una sonrisa e intentó fingir ser serio, sin mucho éxito.

—Desde luego no dejaría mi vida en manos de un lisiado como tú... —estalló con una risa cuando la palma del aviador se estampó contra su costado —. ¡Infiel!

—¿Infiel por qué? —Chifuyu alzó el tono de voz, casi ofendido por aquello.

—Ah, seguro que Seishu se te acercó demasiado esta noche, esta cama es muy estrecha ¿Te gustó? —se incorporó y dio una vuelta —. Yo duermo a tu lado mucho mejor que él, y beso mucho mejor, y...

Chifuyu se levantó y lo siguió hasta la ventana, ocultando una sonrisa.

—Pruébalo —lo cortó.

—¿Eh?

El rebelde se quedó estático al sentir sus manos rodeándole la cintura, envolviendo la curvatura de su cuerpo con firmeza, atrayéndolo a su nube.

—Pruébame que besas mejor que cualquier otra persona, Kazutora.

Una graciosa tonalidad rosa se esparció por las mejillas astutas, el cascabel sonó un par de veces mientras el susodicho se volvía un amasijo de risas nerviosas y tartamudeos mal pronunciados.

Apretó más, rozándole la nariz con la propia, notando cómo se apoyaba en su pecho y se le escapaba el aire.

Entonces, la puerta se abrió sin previo aviso.

—¿Interrumpo algo? —Sanzu se quedó quieto bajo el umbral, con una expresión de extrañeza.

Tenía el pelo atado en dos bonitas trenzas que caían por sus hombros, la mirada cansada de quien se había pasado horas bajo los efectos del estrés, pero una sonrisa tan preciosa como el brillo de su único ojo.

—Para nada —Kazutora se alejó de él, carraspeando —. ¿Qué pasa?

—Rin quiere verte —habló a Chifuyu, haciéndole una seña —. ¿Vienes?

Kazutora pegó un respingo al sentir una suave palmada en la parte baja de la espalda, cuando el aviador pasó por su lado. Refunfuñó por lo bajo, tocándose la cara.

Reflejado en un espejo, se dio cuenta de lo vergonzosamente rojo que estaba.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top