12
Kakucho cerró la puerta tras de sí, se frotó el rostro y se dejó caer por la madera.
Se encontró con el suelo de una forma demasiado suave, con las rodillas alzadas y la mirada perdida en la habitación. Un rayo de Luna pintaba el rojo profundo que bañaba sus manos, el uniforme manchado de sangre que no era suya, tampoco de su amante.
Respiraba profundamente, con la boca abierta y el aliento oliendo a un beso. Dejó caer la cabeza hacia atrás, exhausto mentalmente, luego suspiró, tirándose del pelo con obsesión.
Y se asestó una bofetada.
El golpe seco resonó por todo el lugar. Su mejilla se tornó de un fuerte color rosado, con la silueta precisa de sus dedos marcados. Rechinó los dientes, y estuvo a punto de darse otra más, hasta que reparó en el pequeño bulto que había sobre la cama.
En ocasiones olvidaba que seguía teniendo a la niña allí.
De la bandeja de comida que había sobre la mesita de noche quedaban algunas migas, escuchaba su forma de gimotear de dolor al incorporarse sobre sus codos.
El cabello blanquecino le era llamativo, somnolientos ojos de menta lo observaban con las pupilas dilatadas de miedo. Tenía los labios resecos, la piel salpicada de hematomas que aún no habían curado.
—Perdón —se disculpó, restregándose la mano por la cara y poniéndose en pie —. Ya me iba...
Abandonó su propio dormitorio, pisando sin delicadeza por el pasillo. Subió al piso superior, sorbiendo por la nariz.
Ni siquiera picó a la puerta de Izana, la abrió con brusquedad con la copia de llave que el chico le había dado, y cerró con un portazo.
Golpeó con el puño la madera astillada y se dirigió al baño, ignorando aquel pequeño cuerpo tirado en el suelo, rodeado de un mapa y una botella de alcohol.
¿Estaba muerto? ¿Inconsciente? ¿Le había dado un puto coma etílico? A Kakucho no le importaba en absoluto. Se desvistió con asco de sí mismo, evitando hacer contacto visual con su reflejo inexistente, y se metió en la ducha con una exhalación.
Dejó que el agua ardiendo se llevara todo por el desagüe. Las emociones, la sensación del gatillo pegado a su índice, el sonido reverberante de los disparos y Ran gritándole.
Luego, un abrazo, la sensación de impotencia.
La cruz se resintió de calor, colgando de la cadena de plata. Se frotó la sangre hasta ver las marcas de sus uñas en la piel. Debería mandar su uniforme a lavar, debería de encerrarse en algún lado para poder llorar a solas.
—... joder —sollozó, apoyado contra los azulejos. El pelo le caía por la frente, liso y empapado.
Creía ahogarse y jamás tendría en claro si era por el agua o por las lágrimas; el nudo de su garganta era demasiado grande, la culpa lo consumía junto con el recordatorio del chico pesando entre sus brazos, de Ran agarrándose a él mientras lo guiaba a la casa de un médico poco experimentado.
Cerró los ojos, sus pestañas se volvieron diamantes, las gotas se perdieron torso abajo, acumulándose a sus pies con colores rojizos que reflejaban su cara. La horrorosa cicatriz y el resto de su cuerpo desnudo.
Quizá hubiera matado a alguien.
Quizá hubiera matado a un jodido rebelde. Y desde el principio había sabido que Ran era uno de ellos, que probablemente tendría amigos o familiares que lo fueran también. Que su relación siempre había sido arriesgada por ambas partes, que nada garantizaría su seguridad.
¿Por qué había tenido que ocurrir? ¿Por qué cada paso parecía un error? No había vuelta atrás, tendría que aprender a llorar antes de que su corazón colapsara.
«Lo has hecho más veces», se decía, «no es culpa tuya, él disparó primero». Aquel tipo había estado a punto de atravesarle el cuerpo a su hermano mayor. Sólo se había defendido, sólo había tirado de Ran a un lado para protegerlo de la ráfaga, para...
Estúpido, estúpido, estúpido. Había sido tan jodidamente automático, los gestos memorizados en los músculos, la postura, el gatillo.
—... cálmate —se exigió, agarrando un bote de lo que parecía ser champú.
No podía actuar como un adolescente, o perdería el control. Hacer daño, disparar a alguien, todo el repertorio de cosas que llevaba a la espalda no deberían de significar nada, pero la culpa estaba germinando en sus pulmones.
Echaría raíces y lo mataría.
Al otro lado, en la habitación, Izana había bebido hasta percatarse de que ya no quedaba vodka en la botella, pero no estaba borracho.
Respiraba con pereza, con la esclerótica bañada en sangre y una férula haciendo presión en su muñeca, dándose cuenta de que todos los dolores que había sentido en su vida eran emocionales.
Sentirse apartado en una conversación, que alguien se burlara cuando hacía algo que le gustaba, sentir que no era suficiente para nada ni nadie. Esforzarse y que todo se hundiera como si nunca hubiera tenido cimientos. La escuela había sido una pesadilla que aún vivía, y de la que aún mantenía recuerdos horrorosos.
También recordaba el verano del sesenta y ocho, la playa y la brisa marítima revolviéndole el cabello.
—... inútil —susurró, parpadeando con lentitud.
Tumbado en el suelo, sorbió por la nariz. Le olía el aliento a alcohol, el rotulador que sostenía escapó de entre sus dedos y rodó por la tarima, por encima del mapa y el diario, chocó contra la bandeja de galletas medio vacía.
En algún momento se había desplomado entre objetos personales, los únicos que tenía. Se encogió un poco más, indiferente hacia lo que el otro hiciera. Sólo quería regresar a casa.
Así que se quedó quieto, ahí tirado, como si le hubieran dado una paliza. Permaneció junto a su mapa de Ōshū, junto a su pequeño dibujo del país nipón con la capital señalada como destino final.
Tomó la fotografía y le dio vueltas, mirándola, haciendo contacto visual consigo mismo, con su versión más pequeña y pura.
Apenas se dio cuenta de que el agua se detenía y que Kakucho salía del baño con una toalla. Tenía ropa allí, en la cómoda que había movido no demasiadas noches atrás, y sacaba algo que no vio.
—¿Ese eres tú? ¿Cuántos años tenías ahí?
—Nueve —se dio la vuelta con lentitud, quedando tumbado boca arriba, con los brazos extendidos.
Había sido un día de playa perfecto. Sol, el cielo despejado y una cámara polaroid fueron suficientes para hacerle pasar el mejor día de su vida. A su lado, un chico sonreía a la cámara.
Le tendió la fotografía cuando Kakucho extendió la mano, sentándose junto a él con nada más que unos pantalones de deporte encima. Algunas gotas perlaban sus hombros.
El Izana pequeño tenía una sonrisa radiante, las mejillas pellizcables, el cuerpo tan esbelto como había sido siempre. La camiseta sin mangas acompañaba a un bañador de colores vivos, y reía al lado de quien consideraba su hermano mayor.
Aquel turista japonés que apareció en Laoag, perdido y solitario, y que le preguntó por la dirección del hotel en la calle; el mismo que luego había visto a la salida del último día de escuela. El mismo al que se había acercado desesperadamente, fingiendo que lo conocía de toda la vida, para evitar que sus compañeros de clase lo siguieran y se montara una pelea.
Shinichiro y su sonrisa, el chico que lo tomaba de la mano y lo llevaba en motocicleta por la costa. Llenó su corazón, lo hizo sentir amado, le hizo promesas que nunca se cumplieron.
El azar le rompió el corazón.
—Parecías muy tierno —comentó Kakucho, con los ojos irritados —. No has cambiado casi nada.
Puede que hubiera perdido parte de esa felicidad infantil por el camino. Además, no había crecido demasiado en altura, aunque no era sorpresa que en aquella zona los niños solían quedarse cortos de altura por no tener comida. En su caso había sido pura genética, siempre tuvo el plato lleno y techo, y por ello nunca había tenido derecho a quejarse.
Retomó la polaroid y se cubrió la frente con el brazo, inexpresivo.
Miró al militar, apretando la mandíbula. Apreció el tembleque de sus manos, las comisuras de los labios flaqueaban al hablar.
—¿Estabas llorando? —preguntó, aclarándose la voz.
—Los hombres no lloran —determinó el otro, con un suspiro —. ¿Y tú? ¿Se supone que estás borracho?
—No puedo emborracharme —Izana bostezó sonoramente y se sentó sobre sus rodillas, frotándose los ojos —. Sólo estaba... —hizo un gesto en el aire —. Pensando.
Las subidas y bajadas emocionales que tenía eran muy bruscas. Necesitaba algo de lo que engancharse para mantenerse entretenido, un pasatiempo, una palabra que le diera vueltas en la cabeza y que no le aburriera.
Izana se dejó agarrar y llevar a la cama, dejando caer muerta la cabeza hacia el hombro ajeno, entre sus brazos. Había unos prismáticos sobre la mesita que el oficial se quedó mirando con detenimiento. Los había encontrado en el alféizar de la ventana, porque había estado viendo a los militares pasar por la calle como pasatiempo.
Abrió las sábanas de la cama y se precipitó a su interior, encogiéndose sin decir nada.
—Izana, mírame.
Rodó sobre sí mismo, mirándole en medio de la penumbra. Las velas que había puesto en el suelo titilaron con un repentino miedo que no entendió.
—¿Qué pasa? —cuando aquella mano se encontró con su cuello, se le saltaron las lágrimas —. ¡Kak..!
Izana arqueó la espalda y clavó las uñas en su muñeca, intentando respirar. Boqueaba su nombre una y otra vez, asustado, notando los dedos apretando, apretando hasta cortarle el oxígeno y nublarle la vista.
Un gemido gutural escapó de su garganta, mientras veía a Kakucho llorar y casi desvanecerse frente a él. Mordiéndose los labios, arrancándole suspiros y encerrándolo en la asfixia con la fuerza que sólo un hombre como él podía tener.
Presionaba la nuez de Adán hacia dentro, a punto de romperle el puto cuello, clavando los dedos en la latente carótida. E Izana lo escuchaba llorar y estremecerse por el estúpido juego que no lograba entender.
Sus ojos rodaron, se volvieron blancos mientras pateaba el aire y el fuego ardía en su pecho, encogiéndose y estampándole el pie descalzo certeramente en el rostro.
Kakucho cayó de la cama y rebotó con aplomo contra el suelo.
—¡¡Ah!! —jadeó, haciéndose a un lado, poniéndose de rodillas y respirando con desesperación.
Sus dedos se crisparon en la sábana mientras hilos de saliva caían de sus labios, y su pecho se inflaba de anhelante aire. Tosió, tosió y suspiró, inspiró y se derrumbó de vuelta, hiperventilando.
Marcas rojizas impregnaban la piel morena.
Para Kakucho, aquello fue recuperar sus sentimientos. Librarse de las emociones vacías y artificiales que había creado con la guerra y sustituirlas por algo más humano y cálido.
Había disparado a alguien que Ran amaba, había hecho daño a Izana.
Y aquello fue suficiente para permitir que la necesidad de huir se enraizara de nuevo por sus costillas, diera la vuelta por los huesos blanquecinos y amenazara con romperle el pecho de espinas.
—Lo siento —se disculpó, incorporándose con torpeza —. Por favor, perdóname.
Izana se mantuvo quieto, con los músculos entumecidos, mientras Kakucho oscilaba a su alrededor, pidiéndole que lo perdonara. Aún tenía sangre bajo las uñas.
De un momento a otro, acariciaba la cabeza de cabello azabache y húmedo que se escondía en su pecho. Lo abrazó, respirando con fuerza y sintiendo la forma de una caricia en su costado, el peso del hombre contra su cuerpo más pequeño.
—Por favor, por favor, perdóname... —suplicaba, sorbiendo desastrosamente por la nariz, alzando el mentón para mirarle —. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Comida? ¿Alcohol? Izana...
—Estás loco —escupió.
Era un consuelo saber que no era el único que había cambiado por el estrés continuo que suponían las armas.
Limpió su frente con un trapo húmedo y echó los mechones rubios hacia atrás, levantando ligeramente su cabeza.
Su cuerpo pesaba, la piel se notaba tibia contra la yema de sus dedos. El respirador hacía un ruido constante, probablemente estaba medio estropeado, pero seguía siendo funcional.
Podía ver la pequeña nube de su aliento y sus labios le parecían dolorosamente inalcanzables.
—Rin solía hablarme mucho cuando yo ni siquiera podía hacerlo —contó, tomándole del brazo libre, en el otro había una vía intravenosa —. Venía a curarme y me hablaba...
Chifuyu observó al que sería su futuro compañero de armas, soportando el mareo que comenzaba a sentir.
Se había obligado a arrastrarse hasta aquella casa, aludiendo a que Kazutora estaba demasiado débil físicamente como para donar sangre. A su lado había un chico rubio y nervioso sacándole más mililitros.
Estaba donando demasiada, probablemente se haría daño y después necesitaría azúcar y un buen descanso.
Rindou ya estaba recibiendo una bolsa que habían llenado con prisa y que se había quedado a medias.
—Nunca dormía —seguía Sanzu, secando los surcos húmedos del paño con una toalla —. A veces lo escuchaba tocar la guitarra y cantar en voz baja, de madrugada; componía mucho. O cocinar...
Llevaba el pelo atado en una sencilla coleta, tenía la pupila perdida, el glóbulo irritado de llorar. Y, a pesar de todo, sonreía.
Las lágrimas continuaban cayendo y seguía soñando despierto con todas las veces en las que Rindou le dijo lo precioso que era. Con la Luna llena en el cielo despejado.
Sintiendo su corazón tan cerca del suyo, queriendo detener el tiempo para atesorar aquel momento para siempre. Cerraba su único ojo y pensaba que no quería dormirse, sólo escucharle componer canciones que nunca existieron más que para ambos.
—Ochocientos mililitros —numeró Seishu, sentado junto al aviador y comprobando la bolsa.
—Más —pidió Chifuyu, suspirando.
La habitación se había llenado de angustia. De gente que iba y venía, aunque Ran se había quedado en el salón del apartamento, completamente callado. Kokonoi aparecía cada cinco minutos para revisar la presión arterial, su temperatura.
Sanzu sonreía. Los otros dos escuchaban, cohibidos.
—... siempre machacaba la comida para mí, porque no podía abrir la boca —musitó, tragando saliva. El nudo de su garganta dolía, le impedía respirar —. Me llevaba en brazos para bañarme, no podía caminar, y cuando me...
Levantó un poco la sábana con la que habían cubierto su cuerpo herido para limpiarle el pecho desnudo. Evitaba las gasas que cubrían las suturas con puntos negruzcos y ásperos al tacto. Había faltado poco para que le seccionaran una arteria.
Sus manos temblaron y se cubrió la boca, ahogando un sollozo. Entonces, dejó la cabeza caer sobre el regazo de su novio, esperando a que, de un momento a otro, le acariciara la cabeza y le dijera todo que estaba bien.
Tal y como había hecho meses atrás, contando los medicamentos por los que se había jugado la vida, cortándole las puntas del pelo para arreglarlo y limpiándole las mejillas; haciéndole un pequeño parche de cuero.
—... cuando me preguntaba si me habían violado no podía contestar... —lloraba, respirando agitadamente por la boca —. Pero, él se conformaba con el silencio y me lavaba el pelo, me limpiaba el cuerpo y no pedía nada a cambio.
Chifuyu se estaba mareando.
Sintió que Seishu le tocaba el brazo y asintió, sudando en frío. Le pesaban los párpados de cansancio, la visión de Sanzu incorporando la cabeza del regazo de su amante se volvió borrosa.
La aguja se retiró de su vena y se miró la zona, apreciando el mundo flaquear con colores vibrantes.
—Hiciste demasiado, iré a por algo dulce —Seishu se levantó con prisa y cambió la bolsa que se había terminado hacía apenas unos segundos, desapareciendo después.
Se quedó sentado, presionando un pequeño algodón contra la zona.
—Gracias —Sanzu se giró hacia él, restregándose la manga del suéter por la cara —. No sabes lo que significa para mí...
Intentó ponerse en pie y, de repente, sentía que Sanzu lo sostenía por los hombros, diciéndole algo que no llegaba a entender.
Se tocó la frente, dejando que lo sentara de nuevo y jadeó, tocándose la frente. Un par de manos le ahuecaban el rostro, el parche de cuero y aquel iris de zafiro le hirieron el corazón.
Echó la nuca hacia atrás, pensando en el tiempo que tardaría en recuperarse de aquello. ¿Cuánto había dado? ¿Más de un litro?
—¿Componía canciones para ti? —alcanzó a boquear, permitiendo que lo tomara del mentón para darle agua.
Sujetó la muñeca de Sanzu, rilando a su tacto. La piel tibia y el tono tembloroso. Bebió, bebió y tragó con un suspiro entrecortado.
—... sí.
—Ah... —sonrió, relamiéndose con torpeza. El flequillo se balanceó a un lado —. No existe país sobre la tierra donde el amor no convierta a los amantes en poetas, dijo Voltaire.
Pero, las letras sólo vivían si había alguien para leerlas y escucharlas. Y las fotografías perduraban para quien las viera.
La puerta de la habitación se abrió con brusquedad, alertando a ambos. El pomo se estampó contra la pared y un dedo acusador señaló a Chifuyu.
—Eres el ser más estúpido que he conocido jamás, patas de pollo —determinó Kazutora, con una mueca de asco —. ¿Cuánto donaste? Te dije que yo podía...
—Deja de armar escándalo, mierda —Kokonoi pasó por detrás del rebelde, empujándolo a un lado.
El veterinario comprobó la presión arterial de Rindou ante la atenta mirada de Sanzu, que se sentaba al borde de la cama. Llevaba finas gafas, ojeras de cansancio y le rugía el estómago.
Aquel grupo de chicos desesperados le había arruinado la cena, la noche y el sueño, definitivamente.
Las luces estaban apagadas, no querían que los soldados del turno nocturno vieran que había alguien despierto a aquellas horas. El riesgo de estar todos allí era alto.
—Te dije que yo podía... —intentó decir Kazutora, sentándose donde el rubio había estado con anterioridad.
—No, no podías. Tu cuerpo está débil y hambriento, Tora —el propio Seishu entró a la habitación con una tableta de chocolate —. Aparta de ahí, necesito comprobar que Chifuyu esté bien.
Kazutora resopló por lo bajo, a punto de tirarse del pelo. Escuchar la risa de Chifuyu fue terapéutico, sus mejillas sin color, pálido, pero feliz de haber salvado una vida.
Desde el principio habían sido conscientes de que Rindou necesitaba mucha sangre. Aprovechar el aún no consumido cuerpo del piloto había sido la mejor decisión.
Sin él, hubiera muerto.
—Gracias —masculló, recibiendo el chocolate con gusto.
Fuera, el cielo se nublaba y comenzaba a llover.
Sanzu salió de la habitación, abrazándose con fuerza. Allí, en el salón, Ran estaba sentado al borde del sofá, quieto.
Acudió junto a él y se dejó caer a su lado, angustiado. El mayor no dijo nada, su rostro no expresaba emoción alguna. El pelo largo y alborotado caía por su espalda, con las puntas rubias manchadas de rojo.
—¿Cómo estás? —preguntó, frotándose la cara con las mangas —. ¿No quieres ir a verlo?
Ran apenas había hecho o dicho nada desde que había regresado —minutos después de lo que hicieron Kazutora y Chifuyu, porque lo había mandado a buscar algo en concreto—, y no había pasado más de diez minutos frente a Rindou.
No era secreto alguno lo unidos que estaban como familia. Rindou y él se llevaban cuatro años de edad y desde que tenían memorias, el otro siempre había estado ahí.
—¿Lo han estabilizado? —se limitó a decir, con la voz raspada.
—Por el momento sí, está recibiendo más sangre y no tiene fiebre —informó Sanzu, jugueteando con las manos.
Se intercambiaron objetos personales con moribunda monotonía. La fotografía de los hermanos pasó a manos de Ran, y en las manos del menor acabaron un par de piezas de oro.
Dos alianzas pulidas a mano. Su pequeño secreto alimentado por el miedo.
Alguna vez había sido una ilusión infantil. Nunca había pensado tanto en el futuro como durante la guerra. Quería tener su propio granero, su propia granja. Amaba a los animales, el apacible y sudoroso trabajo de campo.
Y compartirlo con alguien se había hecho una necesidad.
Guardó las joyas en el bolsillo y se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas. Vio a la gallina de Seishu pasearse por la estancia con cautela.
Precisamente se habían conocido por ser vecinos, pero aquella era otra historia. Siempre lo había visto montado a lomos de una yegua blanca, con un hilo de paja entre los dientes y camisa a cuadros.
—¿Puedes contarme lo que pasó? —pidió. No hubo un tono de desesperación, más bien ardía por dentro —. Kazutora dijo que tu cartera no estaba en su casa.
Silencio. Una exhalación.
—Se me cayó por la calle —susurró Ran, con la mirada perdida —. La encontré en un charco y Rindou... ya había salido a buscarme, ¿verdad?
—No quería que fueras solo —aseguró, convencido de ello —. Por cosas como esta es peligroso...
—Fue un soldado borracho —lo cortó el otro, cerrando el puño con fuerza —. Se puso a dispararnos y él me cubrió.
Sanzu sonrió, pensando en lo jodidamente bueno que era Rindou, siempre buscando proteger a los demás, siempre atento y cariñoso. Los abrazos de por las noches, los besos de despedida.
Quiso decir algo, pero un sollozo le arruinó la voz y gimoteó, temblando.
No podía esperar a que despertara, y ni siquiera sabía si regañarle o decirle que era la mejor persona que había conocido jamás. Le daría un beso, se haría un hueco a su lado, le mostraría los anillos.
Se sintió abrazado. Ran lo rodeaba con delicadeza y le escondía la cabeza en el pecho, acariciando el cabello rubio y claro,
—No va a pasar nada, Haru —decía, en voz baja —. Todo estará bien.
¿Qué estaba dispuesto a hacer por que no se descubriera la verdad?
Lo había visto. A las mujeres japonesas que tenían romances con soldados las arrastraban por la calle, los propios nipones les rapaban la cabeza y las humillaban, las apartaban del resto de la sociedad, las aislaban.
No sabía de lo que sus amigos eran capaces.
Kazutora y su sadismo, Sanzu y su maldita impulsividad fruto de torturas. No sabía si le obligarían a usar a Kakucho como enlace para conseguir asesinar a militares de alto rango.
No quería que le dijeran cómo debía sentir el amor.
Su mente voló a tiempo antes, cuando ya había avisado a Kazutora y se había desviado a buscar los anillos.
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Respiraba con pesadez, con la piel arrugada de sangre seca y un par de anillos en el bolsillo. La noche envolvía las calles en oscuridad y sombras agudas.
—Adrenalina o cianuro —habló el militar, mostrándole dos inyecciones —. Tú eliges.
Ran lo miró con detenimiento. Los ojos tintados de una extraña angustia, el uniforme manchado de llevar en brazos a Rindou hasta la puerta de la casa de Kokonoi.
Tragó saliva, sorbiendo por la nariz. Estaba hecho un puto desastre.
—¿Me ves capaz de matar a mi hermano? —alcanzó a decir, conteniendo un golpe.
—Te veo capaz de matar a quien sea, Ran, sé lo que eres —Kakucho bajó el tono, acercándose a él hasta que la espalda del Haitani tocó la pared —. Sé lo que sois, no os importa asesinar soldados por ahí, y no dudarán en matarme a mí si descubren esto.
—Pero...
—O te aseguras de que no abra la boca, o se la cierras para siempre —determinó con firmeza, reprimiendo el miedo en la voz —. Siempre supiste que ambos traicionábamos lo nuestro.
Y era cierto. No se haría el estúpido, Ran sabía lo que ocurría con los japoneses que se acostaban con rusos.
Conocía lo que le hacían a los soldados soviéticos que decidían llevar su rumbo. Los llevaban ante un paredón y posteriormente se encargaban de hacer sufrir a toda su familia, en su patria.
Si sospecharan de Kakucho sobre cualquier ámbito, no sólo sufriría él las consecuencias. Lo mismo con Ran y su pequeña y familia.
Nunca fue un juego.
Y Kakucho sabía que era rebelde, que era parte de la resistencia anti-soviética. Quería preguntarle cómo demonios averiguó aquello y por qué no lo había llevado a ejecutar, pero la respuesta era la misma al por qué no lo asesinó él, teniendo en cuenta que era un oficial bien posicionado.
Porque eran estúpidos. Porque no pudieron controlarlo.
—Adrenalina —pidió —. ¿Cuándo se la debo dar?
—Vacía la jeringuilla si está teniendo un ataque al corazón o parecido —explicó el otro, dejando que la tomara —. Si no tiene... —se quedó pensando la palabra e hizo un gesto —. ¿Conciencia? Y tiene problemas para respirar, o baja tensión, dale poca. Cuando despierte, hazle saber que no puede decir nada de lo que vio a nadie.
Ninguno de los dos sabía exactamente durante cuánto tiempo los había seguido Rindou a lo largo de la noche. Tampoco qué o cuánto vio por la puerta agujereada.
Se sentía tan avergonzado, tan miserable.
Guardó el objeto, incapaz de pensar nada concreto, sólo sintiendo cómo lo abrazaba suavemente.
—Odio cuando me hablas de esa forma —confesó, ocultando el rostro en el cómodo hueco de su cuello. Ya no olía a perfume —. Como si me estuvieras dando órdenes...
—Lo siento.
—... como si no te importara...
Kakucho negó, aferrado a su camisa. Sus nudillos se volvieron blancos, la funda del revólver pareció pesar de más.
—Me importa —lo sostuvo del rostro, mirándole a los ojos llorosos —. Me importa, te lo prometo...
Agarrar la pistola y disparar siguiendo el esquema que guardaba en su cabeza era automático. Prestar atención sólo a los estímulos relevantes, acabar con la amenaza y olvidarse del daño. No sentir nada.
Aquella había sido su vida desde los dieciocho años.
Desde que pisó una guerra por primera vez y le llamaron "niñato insolente"; tiró todos sus cuadernos de poesía a un mar de barro, se olvidó de lo que era pensar y asumir, y se convirtió progresivamente en una expresión vacía que seguía órdenes hasta llenarse de medallas.
Kakucho lo estrechó con fuerza, temblando.
—Lo siento, lo siento...
Si Rindou Haitani muriera, no se lo perdonaría jamás.
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—No pasa nada —prometió, depositando un beso en la cabeza del chico.
Sanzu se estremeció en el abrazo. Y Ran inhaló la esencia a ceniza de su pelo rubio, pensativo.
Kazutora entrecerró los ojos, demasiado somnoliento como para pensar con claridad.
Hacía apenas unos días que le había pedido a Rindou que siguiera discretamente a su hermano mayor. Y sucedía aquello. No tenía ni idea de si era una desafortunada casualidad, pero no podía evitar tener esa espina de inseguridad clavada en el pecho.
Aún seguían allí.
Nadie saldría de la casa hasta que Rindou despertara. No querían. Además, Chifuyu ya se había movido demasiado y necesitaba descansar, Sanzu estaba destrozado, Ran parecía ausente.
Kokonoi le había dejado su habitación al aviador.
Caminó por el suelo de parquet, sus pies descalzos sonaron contra las tablas.
—Pareces ansioso. Ven aquí.
—¿Eh? —salió de su ensimismamiento, parpadeando un par de veces.
Chifuyu lo miró desde la cama. Había comido bastante después de donar sangre y recostaba la espalda contra un cojín azulado, enfundado en un pijama que no era suyo.
Hizo un gesto, pidiéndole que se acercara.
—Ven, déjame hacerte mimos en el pelo.
Una sonrisa mareada se abrió paso en su rostro cuando Kazutora prácticamente se arrojó a su lado, feliz. Parecía que le había tocado la puta lotería, mientras el mundo se derrumbaba.
El rebelde se acurrucaba a su lado, apoyando la mejilla contra su hombro.
Dejó ir una exhalación, acariciando su cabeza, metiendo los dedos perezosamente entre el cabello suelto. Masajeaba con delicadeza el cuero cabelludo con las yemas, escuchándole ronronear como un felino manso, adiestrado.
—Eres buena persona —bostezaba, exhausto mentalmente —. Y también un idiota.
—Ya lo dijiste diez veces...
—Te hiciste daño —lo reprochó Kazutora, por enésima vez en horas —. Podría haberte pasado algo malo.
Chifuyu estaba contento de haber salvado a alguien. Era su labor, al fin y al cabo. La chapa metálica se calentaba en su pecho, por dentro de la camiseta de pijama, con sus cincuenta y ocho marcas.
Devolver los favores que habían hecho por él se sentía bien. Su cuerpo podía aguantar cualquier cosa por ello, por volver a escuchar a Sanzu dándole las gracias, por volver a darle las buenas noches con un abrazo tembloroso.
Estuvo a punto de pedirle a Kazutora que se quedara con él, pero la puerta se abrió sin siquiera un aviso y ambos pegaron un bote en el colchón.
Kokonoi los miraba desde el umbral, tocándose el puente de la nariz.
Ya no había sangre en su ropa, se había lavado y peinado, más tranquilo por la estabilidad de Rindou. A sus espaldas, Seishu se balanceaba sobre sus talones, dubitativo.
—Kazutora, ve a dormir al sofá con nosotros —determinó Kokonoi, con los párpados pesados —. Seishu va a quedarse aquí.
Las únicas dos habitaciones estaban ocupadas por heridos que necesitaban descansar con propiedad. Ran se había tapado en el sofá con una manta, y no había vuelto a alzar la cabeza, silencioso. Juraría que Sanzu se levantaría más tarde a apoyar la cabeza sobre el regazo de su amante y dormir ahí.
Chifuyu alzó una ceja al notar la repentina hostilidad de Kazutora.
—Aquí duerme Chifuyu —gruñó el rebelde.
—Y no te incluye —lo corrigió el otro, empujando hacia dentro a su compañero —. Seishu compartirá cama con él, no quiero que duerma como un perro.
Todas las etiquetas de los alimentos de la nevera estaban cambiadas y reescritas con letra enorme, las esquinas de todos los muebles de la casa eran curvas.
El baño estaba lleno de medicinas y cremas para las quemaduras que le salpicaban el cuerpo de trazos arrugados y rosados.
Kokonoi se había vuelto un tanto sobreprotector después del accidente que lo había dejado así. Inútil, fuera del cómodo y meticulosamente memorizado hogar.
No quería que durmiera en un lugar donde no estuviera acostumbrado.
—Está bien —se resignó Kazutora, después de echarle un vistazo de arriba a abajo al rubio, tenso.
Chifuyu le hizo un sitio al chico, sintiendo la seria mirada del rebelde puesta en ellos. La forma en que apretaba los labios y no le quitaba ojo de encima, con la mandíbula apretada.
Kokonoi agarró a Kazutora por la manga y lo obligó a salir de allí, antes de que matara a alguien. La puerta se cerró con un gesto suave, se escucharon voces al otro lado.
—¿Así está bien? —preguntó, señalando el hueco que le había dejado.
Seishu dijo que sí con una sonrisa. La mitad del colchón para cada uno. Apagó la vela con un ligero soplo y, pronto, se acomodada junto a él con delicadeza.
Su cuerpo no pesaba demasiado, aportaba calor bajo las sábanas blancas y su pelo no molestaba. Desde luego, no babearía sobre su hombro, a diferencia de cierto rebelde celoso que conocía.
—Despiértame si te encuentras mal, ¿vale? —susurró Seishu, en medio de la oscuridad —. Hiciste un gran esfuerzo.
Asintió en voz baja y se concentró en descansar, disfrutando de la tibieza del ambiente.
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