11
Los secretos matan.
—Ha sido una semana de mierda —susurró, hablando deliberadamente en ruso para que el otro no pudiera entenderle —. No puedo manejarlo todo a la vez, no puedo parar de pensar en...
Kakucho escondía el rostro en su pecho, temblando. Le quemaban las lágrimas en el corazón, no quería llorar.
La gabardina larga se había quedado en el perchero de la estancia. La habitación era cuadrada, pequeña y acogedora, lo suficiente como para hacerle sentir encerrado.
Habían entrado a aquel sótano desde la calle. De dónde había sacado las llaves o cómo lo había encontrado no era relevante. La puerta estaba salpicada de agujeros de bala, pero tenían su ansiada intimidad, porque estaba al final de unas largas escaleras que se adentraban hacia abajo, en los intestinos del edificio.
Porque se estaba ahogando.
—... sólo quiero desaparecer un tiempo —habló, con la voz ronca —, y no volver.
Ran le acariciaba el pelo con delicadeza, cariñoso. Asentía a pesar de que no había llegado a atrapar las palabras, tampoco el significado. Sin embargo, lo tocaba como si conociera el dolor de un corazón perdido.
—Ya entiendo —dijo, tomando de las mejillas al oficial y alzándole el mentón —. ¿Estás estresado por tu trabajo?
La cicatriz era certera, cortaba la visión de uno de sus ojos, mientras que el otro guardaba un suave color caoba. Le peinó el cabello negro hacia atrás, sonriendo con amabilidad.
Realmente no le importaba el revólver de su cintura, tampoco el cuchillo largo, ni las insignias. Lo que el oficial hiciera, las personas que mataba o dejaba vivir no eran de su incumbencia. El amor le atontaba, podría justificarlo todo.
La gorra se había quedado a los pies de la cama, y se habían sentado al borde cerca de la mesita de noche, donde una lámpara de aceite titilaba. El fuego se reflejaba en la piel blanca y curtida de guerra, se aferraba con las manos a su cuerpo, intentando no desmoronarse en un abismo que él mismo había creado.
Kakucho bajó la mirada por las trenzas largas y suaves, tragando saliva.
—Eres diferente —prosiguió, en su idioma natal —. Tú me haces sentir bien.
Diferente de su esposa, que lo juzgaba en silencio cada vez que esquivaba el sexo y le daba la espalda cuando dormían; diferente de Izana, que se balanceaba sobre las puntas de sus pies con el toque venenoso de quien hablaba con astucia.
Lo primero era el recordatorio de que no sólo había tirado su vida a la basura, sino de que también había arrastrado a otros a su torbellino de mierda. A sus hijos, que crecerían intuyendo que sus padres no se amaban tanto como los de sus amigos de la escuela, a su esposa, que lo estaría esperando en aquel mismo instante, aunque no se quejaría si descubriera que le estaba siendo infiel.
Lo segundo era la prueba de que había dedicado sus días a aprender cosas a las que aún se resistía. Izana besaba bien, la curvatura de su espalda era perfecta bajo las yemas de sus dedos, el pecado personificado en su sonrisa maliciosa.
Le hacía verse desde otra perspectiva. Una donde eran sus deseos los que importaban, donde era el mundo el que estaba equivocado. «Kakucho, si estás tan amargado es porque te falta lo que siempre te has negado». Kakucho esto, Kakucho lo otro.
Kakucho sólo necesitaba un descanso.
—Luego puedo hacerte un masaje —propuso el chico, permitiendo que deshiciera sus trenzas —. Y mañana estarás como nuevo.
Con Ran era todo más tranquilo, sus gestos despedían calma, sus abrazos le desmoronaban el mundo para crear uno nuevo, donde podía ser él mismo y no lo que el país esperaba de un militar.
Deslizó los dedos por el pelo, dejando mechones ondulados a su paso. Ran le dio una de las gomas y se quedó mirándola sin saber qué hacer.
—¿Para mí? —se mordió las lágrimas de nuevo, cambiando a su torpe japonés.
—Sí —sonreía, alegre de que al fin estuviera hablando su idioma —. Puedes quedártela y así acordarte de mí, si quieres.
Kakucho asintió, pensativo, y dejó que se la pusiera en la muñeca. Era sencilla, de color negro.
¿Qué importaba traicionar a toda una nación para poder estar a su lado? Tenía una sonrisa preciosa y brillante, siempre era tan sosegado, sabía cómo sostenerle y le miraba con cariño cuando le hablaba. Si el amor tenía el rostro ovalado y suave de muescas de guerra, entonces lo amaba.
Sacó del interior de su uniforme un plátano y se lo tendió, avergonzado por su mísero obsequio.
—Sobraba en la cena.
Tal vez no era eso exactamente lo que quiso decir, pero el otro lo entendió a la perfección.
Se lo quitó cuando le vio la intención de ponerse a comer allí mismo y lo dejó sobre la mesita de noche, acercándose un poco más para sellar un beso.
Hacer el amor con Ran se volvía todo un viaje por el camino sin vuelta atrás de sus piernas esbeltas, los tirantes cayendo a un lado, la camisa abriéndose.
Con Izana, el sexo era puro desahogo emocional. Nunca se había satisfecho tanto en la cama como con ese mocoso hiperactivo que se dejaba hacer de todo y pedía cosas aún peores. Podía quedarse jadeando sobre su cuerpo, viéndole llorar y suplicar por un orgasmo, arañándole la espalda; descargar su frustración sexual en sujetarle las muñecas y dejarle el trasero con las marcas de sus dedos.
Luego, se tumbaba con él, lo acariciaba y lo mimaba como si nada de aquello hubiera ocurrido. Se cuidaban entre sábanas húmedas y sucias, hiperventilando, e Izana se dejaba esconder entre sus brazos, físicamente devastado. A veces hablaban del día a día, otras sólo se quedaban en silencio, tocándose con gentileza.
En ocasiones pareciera que Izana llorara incluso después de acostarse con él, cuando creía que estaba durmiendo. Era sensible, suponía que poco estable mentalmente y entendía el sentimiento de vacío que la guerra le dejaba.
Era horrible sentirse así, lo entendía y no decía nada cuando lo escuchaba estremecerse y temblar por las noches.
Ran conocía la otra cara del conflicto, pero nunca lo había visto llorar.
—Me haces cosquillas —reía el japonés, cuando le tocaba la cintura con demasiada delicadeza.
Tenía atascado en el pecho la sensación de hacer todo mal, de que nunca podría volver atrás y corregir su propia desviación.
—Podemos irnos —propuso, empujándolo hacia atrás con suavidad.
—Pensé que este lugar estaba bien —Ran alzó una ceja, abriendo las piernas para él, aún vestido. La camisa abierta revelaba las costillas contra la piel clara, el tatuaje retorciéndose en la mitad de su torso.
—... no —ocultó el rostro en su cuello, tomándole de la cintura y alzándola para tocarle la espalda —. Lejos.
A un sitio donde pudiera llorar sin que nadie lo juzgara, donde poder ser feliz y no tener que preocuparse por tener una familia u obligaciones.
Metió las manos heladas bajo la camisa, rasgando el sonido de un quejido cuando se derritió en un beso por la piel de su cuello. Y más, más abajo, dejando surcos húmedos, posando los labios con suavidad sobre algunos raspones de trabajo, alcanzando sus omóplatos por debajo.
Las piernas largas le atrapaban la cintura, dedos se enredaban en su pelo azabache y presionaban contra su cuerpo.
El japonés no respondió a su propuesta, sólo le tocó la espalda con el gimoteo de quien se nota anhelante de contacto físico.
Finalmente, se apartó y chasqueó la lengua, arrodillado tras sus muslos. Respiraba fuerte, sabía lo que venía y quería hacerlo.
Desabrochó la chaqueta que siempre llevaba bajo el abrigo y la arrojó a un lado. La funda del arma colgaba de su cinturón, escondida bajo la curvatura de la rodilla del otro. Se tocó la hebilla del cinturón, apretando los labios.
—Perdón —se disculpó, asumiendo que debería pensar más antes de soltar cosas como aquella.
—No, está bien —el Haitani se incorporó sobre sus codos, sonrojado —. Vivamos juntos después de la guerra.
Parpadeó un par de veces, despeinado y rosa. Ran apartaba la mirada, apretando los labios con algo de timidez.
Quiso decir algo, pero un sutil movimiento llamó su atención.
¿Sutil? El disparo resonó por toda la habitación, detuvo el tiempo, y, para cuando se dio cuenta, un par de mechones de su propio cabello se deslizaron en el aire y cayeron sobre piel desnuda.
—Mierda —se escuchó al otro lado de la puerta, los agujeros de bala delataban pelo rubio y salpicado de mechas —. ¡¡Ran, cúbrete!!
—¿¡Rindou!?
Ran se incorporó de golpe, con el corazón en la garganta y los nervios a flor de piel. Kakucho se levantó a sangre fría para agacharse tras el colchón y apuntó silenciosamente a la puerta con el revólver, esperando.
Hasta que se abrió de golpe, y la preciosa makárov semiautomática vaciaba el cargador en el aire sin control alguno, con las balas rebotando contra los muebles, estallando la lámpara de aceite.
La luz de las velas de las escaleras proyectaba una sombra extraña y aguda que se tragaba la figura de su hermano.
—¿¡Qué haces, Rin!? —chilló el mayor, cubriéndose la cabeza con la expresión descompuesta en terror —. ¡¡Rindou!!
Una bala le rozó la cintura y arrancó la tela a su paso, humeando sangre en la rozadura. Una mano curtida de cicatrices le agarró de la pierna y tiró de él.
Ran se dejó caer al suelo con la boca abierta, jadeante. La tormenta de destellos dorados le retumbó en el estómago y las ganas de vomitar fluctuaron en sus ojos con lágrimas de impotencia.
Kakucho le tocaba la cabeza y se la empujaba hacia abajo, cuidando de que nada le tocara. Con el ceño fruncido de concentración, contaba las balas del revólver, cubiertos por la seguridad del colchón y las plumas que daban vueltas en el aire.
En el fondo, el corazón le latía con fuerza en el pecho, pero estaba tan aterradoramente acostumbrado que apenas lo oía. Sólo tenía ojos para Ran y sus sollozos, mientras lo veía taparse las orejas y acurrucarse con miedo.
—¡¡Sal de ahí, vamos!! —chilló el tipo, con el chasquido del cañón vacío.
Escuchó cómo maldecía y cambiaba el cargador, cerrando la habitación para cubrirse torpemente con la madera. Aquel gesto estúpido iba a costarle la vida, se notaba que no era un hombre entrenado.
Kakucho testó el aire con la conciencia bífida y aprovechó aquel momento de debilidad. Se levantó con delicadeza, cuadrando las rodillas y clavando los talones al suelo, los brazos extendidos hacia delante.
Su ojo ciego no servía de nada, pero podía alcanzar a ver dónde estaba su cabeza, delatado por los agujeros en la madera. Los mechones rubios, la curvatura de una mandíbula masculina y piel morena.
La pistola eminentemente soviética sólo había podido llegar a sus manos en negro. Rebelde.
Por lo que no dudó en apretar el gatillo.
—¡¡Espera, no!! —Ran lo agarró de la manga y tiró hacia abajo, estremeciéndose por el contagio del retroceso de un disparo —¡¡Es mi hermano, es mi hermano!! ¡¡Para!!
Kakucho se libró de él con una patada en el hombro y no flaqueó. La puerta fue acribillada a tiros, las paredes gemían de dolor.
Ran se golpeó contra el suelo, oliendo el humo del cañón, despertando la conciencia en medio del ensordecedor silencio que se había quedado en la estancia. Lo que había hecho cortaría el aire de sus pulmones de igual forma.
El tambor del arma se vació con ocho nuevos agujeros en la madera. Ocho momentos que se sucedieron en su mente en blanco.
Las miradas en el mercado, en la cola de racionamiento; las palabras torpes de quien lo ayudaba a recoger su bolsa empapada en un charco, el oficial saludándolo disimuladamente con la gorra desde la esquina habitual donde se veían clandestinamente. Todas las veces en las que Kakucho metía las manos en los bolsillos y lo observaba de arriba a abajo, con un cigarrillo encendido pendiendo de la misma boca que probaría.
Todas las noches escuchando a Sanzu y a Rindou hablar sobre el futuro, a sabiendas de que difícilmente podría tener uno con Kakucho.
Y fue como si todo su mundo se le hubiera derrumbado encima, corriendo hacia la puerta y trastabillando patéticamente. La camisa aún abierta como la prueba del crimen más horroroso, el cuello húmedo, y las piernas temblorosas por la petición de vivir juntos.
El precio a pagar por aquel pecado, era su peor pesadilla.
Su hermano pequeño tirado en el suelo, arrodillado, escupiendo coágulos de sangre con los ojos desorbitados. El arma tirada, abandonada con su cartucho a medio poner. Se sostenía del abdomen, le flaqueaba una pierna y se derrumbaba a un lado, vomitando traición.
—Rindou...
Se dejó caer por el umbral, con la mandíbula desencajada en una mueca. El fino charco le manchó los pantalones de mezclilla de rojo profundo, mientras lo sostenía a duras penas contra su pecho, sollozando.
Una mano se aferró con debilidad a la ropa.
—No te preocupes, no te preocupes —boqueó, sin aire —. Vamos a llamar a un médico y todo va a estar bien, ¿vale? Todo va a estar... —miró hacia atrás, donde el oficial estaba quieto —. ¡¡Llama a un puto médico, Kakucho!!
Lo depositó en el suelo, recostándolo contra la pared. Los escalones estaban llenos de velas que titilaban con su presencia temblorosa, los suspiros guturales que Rindou hacía, mirándole con las pupilas vidriosas.
Cubrió las heridas del abdomen con las manos, pero la sangre se abrió paso por entre sus dedos, deslizándose mente adentro, creando algo que lo perseguiría hasta el día de su muerte.
Rompió la tela de la camisa, mirando a través del dolor los agujeros de su torso. El vientre, un hombro, otro cercano en la clavícula y el muslo.
Podía adivinar un trozo dorado entre la carne abierta y ensangrentada, sentir el tembleque de sus rodillas confusas. Aquella mirada que, inocentemente, preguntaba por qué.
Se llevó su propia ropa a la boca y la mordió con los dientes, rasgándola.
Y mientras Ran hacía torniquetes improvisados, Kakucho sólo observaba la escena, con el antebrazo molesto por el retroceso del arma. Guardaba el revólver en la funda y se acercaba al dúo, tragando saliva.
Tenía atascada la extraña sensación que uno acarreaba después de hacer daño a a otra persona. Un vacío que hacía tiempo que había dejado de gritarle si estaba bien.
—Pronto van a venir a curarte, no te vamos a dejar morir aquí, ¿vale? —prometía su secreto, sosteniendo contra su rostro la mano que su hermano alzaba hacia él —. Te quiero mucho, te quiero...
Bajo el umbral, se limpió el sudor de la frente, paralizado. El chico se volvió hacia él, con el pelo suelto y enmarañado.
—¡Era mi hermano! ¿¡Por qué no paraste!? —le recriminó Ran, llorando. Tenía la mejilla manchada de sangre —. ¿¡Por qué!?
Si Rindou tenía el abdomen herido, era porque había tirado de su brazo hacia abajo al disparar. De lo contrario, Kakucho hubiera acertado en la frente.
—No te escuché...
—¡¡Pues llama a un puto médico!! Los tenéis, ¿¡verdad!? —gritaba, fuera de sí —. ¿¡Verdad!?
El edificio que usaban como hospital estaba saturado de soldados heridos o en necesidad de ingreso por operación. No podía hacer nada si no había camas libres o lo echarían al barro, tal y como había sucedido con la niña, a quien de por sí ya le había costado que examinaran.
Podía justificar frente a otros que le importara un desperdicio mestizo al que se podía usar como marioneta para depravados, incluso le habían preguntado si iba a venderla, pero no una escoria japonesa.
El hospital era sólo para militares en ese instante. Y, desde luego, a su reputación no le convenía andar pidiendo esa clase de favores.
Titubeó, notando la culpa germinando en forma de un enorme nudo en la garganta.
—Lo siento.
—¿... que lo sientes? —la mano de Rindou se sintió repentinamente pesada y cuando la soltó, cayó a un lado con aplomo —¿... Rin?
Movió con cuidado a su hermano, que cabeceó hacia delante. Apretó la herida del muslo, con las manos pegajosas y calientes. No hubo respuesta.
Kakucho se arrodilló junto a ellos y le tomó el pulso de la carótida al chico. Apenas se notaba el runrún contra las yemas.
—Está inconsciente, ha perdido mucha sangre —explicó, incapaz de poner otra expresión que no fuera de desconcierto.
—Por favor —suplicó Ran, agarrándolo del brazo cuando intentó levantarse —. Por favor, necesita un médico, Kakucho...
—El hospital está saturado —determinó.
Se libró de su mano con delicadeza y se puso en pie, tocándose el puente de la nariz, estresado. Tenía el tono neutro, casi sin emociones, propio de alguien a quien no le importaba matar.
Y no era eso lo que quería mostrar. Quería llorar, porque, a sus botas, Ran se arremolinaba en emociones de desesperación.
—¿Me vas a dejar aquí? —decía, con un hilillo de voz.
Se miraron con angustia. Rindou soltó un quejido.
Kazutora adoraba dos cosas con todo su corazón.
La primera era la comida. Dulce, salada, realmente le valía de todo con la condición de que llenara satisfactoriamente su estómago hambriento.
—¿Crees que para mañana estarán listas? —preguntó, metiendo la masa de las futuras galletas en el frigorífico —. Espero que no corten la puta electricidad.
—Claro, en unas horas podemos sacarlas y meterlas en el horno, si quieres.
La segunda era Chifuyu. Chifuyu y su somnolienta sonrisa, ojos azules que lo miraban con cariño desde la silla. Había un plato vacío sobre la mesa, salpicado de migas.
Dio una vuelta por la cocina, agarrando un trozo de pan y metiéndoselo en la boca.
—¿Te duele? —preguntó, con la boca llena.
Chifuyu se tocó el torso, donde la costilla resentida chirriaba de vez en cuando. Se había pasado toda la tarde en la cama para compensar la brusquedad residual que había sentido después del incidente.
Su compañero insistió e insistió en que cenaran en la cama, pero no quiso. Necesitaba fortalecer su cuerpo a base de movimientos suaves, no podía estancarse.
Y tampoco le agradaba la idea de estar toda una vida tumbado en cama, siendo inútil a su causa.
—No mucho —señaló, relamiéndose restos de sopa. Chasqueó la lengua, curioso —. ¿Se supone que ya soy parte de vosotros?
—¿Hmm? —Kazutora se cruzó de brazos, apoyado contra la encimera —. No del todo, aún tenemos que hacer una reunión especial para ello.
Frunció el ceño. Quiso preguntar, pero aquellos ojos melosos no guardaban intenciones de decir absolutamente nada, podía verlo en su expresión. Así que sólo asintió, conformándose con esa respuesta, y se incorporó con su plato.
Kazutora se lo arrebató con algo de brusquedad para dejarlo en el fregadero.
—Me quedaré lavando los platos, ve a la cama —ordenaba, agarrando los guantes rosados que usaba. Tenían un agujero en uno de los dedos —. Caliéntame el sitio, ¿quieres?
Chifuyu alzó una ceja cuando el otro le dio la espalda.
El ambiente se había vuelto ciertamente incómodo entre ambos, especialmente antes de la reunión. Kazutora le había dado la espalda en la cama, después de besarle.
Luego, nada. Se habían quedado callados una hora, y apenas habían vuelto a hablar. La reunión había sido rápida y dinámica y puede que hubieran recuperado algo del vínculo que se había tensado.
Suponía que no dejaba de darle vueltas a lo sucedido, que seguía obcecado en su misión imaginaria de matar a quien había violado su intimidad. La posibilidad y los cambios radicales de humor le hacían dudar de su salud mental.
—¿No quieres que te ayude? —preguntó, acercándose a él.
La cocina estaba hecha un desastre. La noche caía fuera y no se escuchaba un solo alma en la calle.
—Necesitas descansar, Fuyu —respondió, crispado de nervios.
Lo entendió en el instante en que alcanzó a ver la graciosa porción rosada de sus mejillas, la forma en la que evitaba mirarle, tal y como había pasado en el santuario. Kazutora estaba jodidamente revoltoso por la razón más absurda.
Suspiró, negando para sí, y le dio la vuelta con suavidad, tomándole del hombro. Incluso evitaba mirarle.
—¿Qué pasa? ¿Es que tengo algo en la cara? —se quejaba, alejándole la mano como si quemara.
—Estás todo rojo, mírate —señaló, acariciando su mejilla —. ¿En qué andabas pensando?
Pudo jurar que la inclinación de su rostro se fue con la caricia a un lado, persiguiéndola.
—... en las cosas que me hacen feliz ahora mismo.
Kazutora era una persona sincera. No le importaba el estúpido problema de la chapa del ejército porque daría todo de sí por evitar que algo malo ocurriera a Chifuyu; le daban igual las vidas ajenas si era para proteger a los que amaba.
Ya había olvidado el sadismo de asesinar al responsable; de hecho, apartaba con facilidad las fantasías sangrientas, y podría retomarlas de igual forma. Soñaría con ello, sí, pero no lo tenía en mente cuando podía admirar la profundidad del mar en esos ojos.
Se mordió el labio inferior, permitiendo que le ocultara mechones sueltos tras las orejas. El resto de su pelo estaba atado en un moño.
—¿Hacer galletas te pone feliz?
—Hacerlas contigo —puntualizó, bajando la mirada. Era incapaz de enfrentarse a él —. Y cenar juntos, y...
Había estado tan solo hasta entonces.
Decidió que le importaban una mierda los platos sucios. Tomó al aviador de la mano y lo sacó de allí, apagando la luz y cerrando tras de sí. Lo llevó al dormitorio y cerró la puerta también, a pesar de que estaban solos.
Se sentía más íntimo. Las manos que rodeaban su cintura, que subían bajo la camisa y se perdían espalda arriba hasta tocarle los omóplatos.
Enredado entre sus labios, perdió la cabeza. Sostuvo su rostro con poco cuidado, desapareciendo los dedos en el cabello de negro azabache.
La particular presión de sus labios carnosos haciéndose insoportable, necesitando más al instante en que gimoteaba de dolor por lo bajo.
Kazutora se separó durante un segundo, pero Chifuyu lo asió de la cintura con más fuerza, atrayéndolo a su órbita.
—Túmbate —susurró, presionándole el pecho hacia atrás —. Te estás haciendo daño.
Pensar en aquellas manos tomando los mandos de un avión, de la misma forma en que lo tomaban a él era caliente, mierda. Clavaba los dedos y suspiraba en su cuello, ronroneando una petición.
Ah, se le iba a salir el corazón del pecho. Sacaba la navaja que guardaba en los bolsillos de su pantalón y la dejaba caer al suelo con el tentador destello de la hoja.
—Túmbate conmigo, por favor.
Demasiado rápido para un par de primerizos asustados, demasiado desesperado.
Asintió y lo sostuvo del rostro por una última vez, sellando un beso más suave. Terciopelo contra las balas que rebotaban de un lado a otro, en algún lugar.
Cálido, se prometió quedarse un solo segundo más ahí, lejos de la telaraña de crueldad de la guerra. Lamiendo su labio inferior con lentitud —«sólo un segundo más»—, buscándole con un sonido gutural —«sólo uno más, por favor»—.
Aquello fue tan desastroso que cualquiera hubiera apartado la mirada, pero no se sintió como tal. Era húmedo, ciertamente extraño, el sonido de su respiración agitada se confundía con un gimoteo que ni siquiera supo quién hizo.
Chifuyu se apegó a la pared para mantenerse recto, lamiendo, chupando con torpeza iniciática. Sus dientes chocaron y se resintieron del sonido, enlazados en la lengua ajena, deslizándose cuerpo arriba y abajo.
Un chasquido y creyó desmayarse al sentir que su camisa se abría. Sonrió en la penumbra, un rayo de Luna le iluminaba el pecho con un color pálido, los labios rojos y mojados de saliva.
—¿Estuvo bien? —preguntó el rebelde, deslizando un dedo por su pecho al descubierto.
—Sabes a caldo —rio, tocándole la nariz con la punta de la suya.
—Genial, supongo —Kazutora hizo un gesto, agitando la mano en el aire —. Déjame desvestirte.
No había nada de extraño ya en que se arrodillara frente a él y le ayudara a quitarse los pantalones, en que le hiciera levantar levemente los brazos para poder enfundarlo en un camisón blanquecino.
Ni siquiera le importaba que le mirara mientras lo hacía, que le acariciara un trazo impreciso en la espalda cuando le erguía la postura, o que se le apegara demasiado en la cama.
En cierto modo, Kazutora le hacía feliz.
Feliz, cuando no pensaba en todo lo que le rondaba la cabeza. Feliz, al fin y al cabo, ¿verdad? Se acurrucaba a su lado y ocultaba la cara entre su brazo y costado.
Le enredaba las piernas, atrapándole, y descansaba una mano sobre su vientre. Se le hacía un pequeño molusco pegado a una roca, aguantando la bravura de una tempestad marítima.
—¿Mañana vamos a construir un desván para vuestro amigo? —preguntó, en medio de la oscuridad.
—Primero hay que comprobar que haya espacio suficiente —bostezó Kazutora, frotando la nariz contra su costado —. Shin y tú os llevareis bien, estoy seguro —de repente, se le escapó una risita —. Menudo club de lisiados...
—Eres cruel —puso los ojos en blanco, suspirando.
Sintió como temblaba de risa, tapándose la boca. Luego, Kazutora se incorporó sobre un codo y lo miró de cerca.
—Cuando te cures podemos hacer tu prueba de iniciación —contó, acompañado del tintineo del cascabel.
—De la que no me vas a explicar nada, ¿me equivoco?
—Es un secreto.
Viniendo de alguien tan impulsivo —y de un grupo tan variopinto—, se esperaba cualquier cosa desagradable. Quizá darle un beso a una rana, o algo asquerosamente parecido. ¿Pasar una semana sin ducharse? Sería horrible.
Como siempre ocurría, acabaron quedándose callados, mirando al techo. Chifuyu tardaba mucho en dormir, y sabría que tenía que aguantar al rebelde y sus giros bruscos durante toda la noche, también la parte en la que babeaba por toda la almohada.
Pesadillas.
Le rodeó los hombros con suavidad, sintiendo un pequeño beso en el cuello, otro en la mandíbula. No quería tener pesadillas de mierda, no quería venderse a esa clase de sueños, más aún cuando la realidad parecía temporalmente cómoda.
No, no iban a dormir, no aquella noche. Aquel fue el primer paso de una madrugada abrumadora, con la boca de Kazutora buscando la suya con una suavidad que había creído impensable para él.
Cerró los ojos, permitiendo que repartiera diminutos besos por todo su rostro. Mejillas, nariz y frente, ambos párpados. Parecía que había descubierto algo que le agradaba mucho y no dejaría de hacerlo hasta cansarse.
—Qué guapo eres, Fuyu... —decía, llenándole la piel sonrosada de chasquidos inaudibles.
—Esta belleza sólo se conserva durmiendo —musitó contra sus labios, sonriendo —. Así que...
Golpes en la puerta.
Kazutora se incorporó de inmediato, asustado.
—¿Son ellos? —Chifuyu tragó saliva, con un repentino nudo en la garganta.
Asintió y se puso en pie, agarrando un albornoz que le quedaba grande para no tener frío. Se cubrió con algodón azulado, saliendo de la habitación y refunfuñando por lo bajo.
—... maricones de mierda, más vale que sea importante...
Sólo quería tener una noche tranquila, sólo una, ¿era tanto pedir? Las tablas de madera rechinaron bajo sus pies descalzos, al tiempo que bajaba el escalón del recibidor y se acercaba a la estúpida puerta.
Sin embargo, cuando abrió, lo primero que le impactó contra la realidad fue el olor metálico de la sangre.
Por todas partes.
Por la camisa rota, por los brazos en forma de coágulos secos; manchándole el rostro de rojo oscuro, las lágrimas mezclándose con ella en un compuesto viscoso y desagradable.
El pelo largo y ondulado, con las puntas rojas y pegadas entre sí por nudos desagradables.
—Han disparado a Rin... —sollozó Ran, con la voz hecha jirones.
Ni siquiera pudo decir nada cuando su amigo se cubrió la boca con un hipido, y se dejó caer de rodillas al suelo.
Y supo que la madrugada sería demasiado larga.
—La frecuencia cardíaca está bajando.
Sanzu respiraba débilmente, sentado en una silla de plástico, jugueteando con dos fotografías.
La primera de ellas mostraba a dos hermanos, uno de ambos sentado sobre un muro de piedra, y el otro apoyado contra el mismo, de brazos cruzados. Llevaban el pelo rubio, gafas, graciosas trenzas y sonrisas adolescentes.
Estaba llena de sangre.
Apenas podía reconocer su rostro en la imagen, las mejillas rosadas y la nariz respingada. El cabello recogido en un moño en lo alto de su cabeza, con aquellos rasgos tan característicos de él.
—Koko, te digo que...
—¡Cállate, mierda! —rugió el susodicho, limpiándose el sudor que le caía por la frente —. Que alguien traiga el puto desfibrilador.
Hajime Kokonoi sostenía unas pinzas, le temblaban las manos enguantadas, el sudor corría por su frente bajo la luz del flexo del techo.
Todo ojos rasgados y pelo negro, rapado por rayas en uno de los laterales de su cabeza. Un pendiente se balanceaba con nerviosismo. Era veterinario de profesión, pero la guerra lo había obligado a practicar la medicina a base de devorar libros y experimentar mientras rezaba.
Las pinzas se metían entre la carne abierta, intentando alcanzar el destello dorado. Hurgaba en la herida en busca del trozo de bala e intentaba atraparlo.
—Ha perdido demasiada sangre —respondió el otro, regresando con el pesado aparato en un carrito —. Incluso si lo reanimamos, morirá si no recibe una transfusión.
—¿Cuánto tiempo le das?
—Puede que quince minutos. La necesita ahora.
Las quemaduras salpicaban la piel de aquel segundo chico, desde su rostro hasta bajar por los brazos, escondiéndose bajo la ropa en forma de manchas arrugadas y rojizas.
De piel clara y ojos verdes, nublados por una ceguera parcial, Seishu Inui era igual de útil que una persona con sus cinco sentidos.
Una gallina correteaba a sus pies, huyendo del revuelo que habían montado en la habitación de invitados. La cama se había convertido en una camilla de cirugía, las heridas cosidas con puntos negruzcos brillaban con desagrado.
Kokonoi alcanzó la bala y la dejó caer sobre una placa metálica, suspirando con fuerza.
Era imposible reanimarlo y coserle la puta herida a la vez. Se le iba a caer el pelo de estrés, cubría la piel abierta con una gasa, ayudando a su compañero a poner las planchas en el pecho.
—No va a morir —susurró Sanzu, dándole vueltas a la otra fotografía —. Me prometió que tendríamos una granja.
Los dos corrían por el campo de trigo del granero, felices en aquel momento de ingenuidad. Ignorando la guerra, acariciándose por las noches, recordando las primeras y las últimas palabras.
Cuando alzó la mirada de la imagen, vio cómo el torso de Rindou subía de un espasmo con una descarga eléctrica. Tragó saliva, con los ojos llenos de lágrimas.
No entendía por qué había tenido que suceder aquello.
Por qué le había tocado expresamente al amor de su vida, al chico que lo cuidó todos los días de su recuperación, después de recogerle de la calle y de darle un hogar. El primer hombre por el que se dejó tocar y mimar.
Sin Rindou, Sanzu habría muerto en un charco de barro, como el perro abandonado que había sido, lleno de infecciones y heridas.
Y ahí estaba, tumbado en una cama, desnudo, con tan sólo un trapo que le ocultaba la entrepierna. Olor metálico.
—Han disparado a Rindou —había dicho Ran, empapado de su sangre —. Kokonoi le está sacando las balas, voy a buscar a Kazutora...
No alcanzaba a tener una explicación, sólo el te quiero que resonaba en su cabeza como unas últimas palabras. Se tocó inconscientemente el parche, ahogando un sollozo.
Sin Rindou, Sanzu no era más que cicatrices. Él era el chico que le había enseñado a vivir otra vez.
—Otra vez —pidió Kokonoi, sujetando las planchas.
Seishu cargó de nuevo la máquina, yendo al instante a tomar el pulso del rebelde. Apenas tenían material, y todo era robado de los soviéticos. El respirador no se llenó del aliento húmedo, no ocurrió nada.
—Nada —informó, concentrándose en presionar adecuadamente la carótida.
—¡Otra vez!
Sanzu se encogió en la silla, llorando. Las fotografías se deslizaron a su regazo y un tic de ansiedad sacudió su pierna.
Entonces, alguien picó a la puerta. Los tres se miraron. La ayuda había llegado y, con ella, la sangre que Rindou necesitaba para vivir.
Los secretos mataban. Las verdades también.
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