08
Para Kazutora, el bosque era un lugar sagrado lleno de espíritus y criaturas fantásticas.
Con la guerra las presas habían disminuido, las aves habían desaparecido en su mayoría, los animales se habían visto obligados a rehacer sus vidas, muchos de ellos, recelosos del ser humano, que había llenado de plomo los campos.
Quizá, por eso un zorro lo llevaba siguiendo durante las dos últimas horas. Con su mirada astuta, el pelaje rojizo y las orejas atentas. Lo había visto en más de una ocasión, ambos estaban acostumbrados a la presencia del contrario.
El can sabía que, allá a donde Kazutora fuera, habría presas con las que llenarse el estómago hambriento.
—... vamos... —musitó para sí mismo, con el bíceps cansado de tensar la cuerda.
Agazapado sobre una rama alta de un árbol observaba a un faisán macho acercándose al puñado de semillas de sémola que había dejado entre la hierba.
Era su espacio. Siempre tenía las manos raspadas y secas de escalar, colgarse y bajar de los árboles como un segundo hábitat. Apretaba la mandíbula, los mechones rubios se balanceaban con la brisa del atardecer. Los haces de luz remarcaban sombras y colores allá a donde el Sol acariciara la tierra violada.
Entre el cabello echado hacia atrás para hacer un moño, cerca de sus orejas, había enganchado un par de plumas coloridas de un faisán macho que había logrado cazar con anterioridad. Un ejemplar joven cuyo cadáver descansaba a un lado, en el interior de una bolsa de tela, junto a varios huevos de codorniz.
Entrecerró los ojos, sudando. El ave había empezado a comer como si lo hubiera hecho en años. Era gorda y probablemente jugosa a un buen fuego lento.
El destello de una flecha sesgó la vida del animal.
—Bien —susurró, orgulloso. Con aquello ya podría irse.
Fue rápido, agarró la bolsa de tela y bajó de la rama con un salto. Las botas resonaron contra la hierba y sus pies dolieron del impacto. Tenía los músculos exhaustos, el rostro hormigueante de sueño.
Sin embargo, no tan rápido como el zorro, que se convirtió en un látigo rojizo, pasando por delante de él a toda velocidad, agarrando al faisán y llevándoselo bosque adentro.
—¡No! —frustrado, echó a correr tras el animal, esquivando arbustos y saltando raíces —. ¡Ladrón, de mierda, joder!
Errando en un paso, Kazutora tropezó con una piedra y se desplomó pendiente abajo. Rodando, las flechas se desparramaron por la hierba, el arco quedó atrás, y su cuerpo acabó tirado boca abajo en mitad de un claro, maltratado por las piedras afiladas.
Un hilo de sangre bajaba de un pequeño corte en su pómulo. Se dio la vuelta con dificultad, un quejido murió en sus labios y sus dedos rozaron pétalos de margarita.
Hizo contacto visual con unos ojillos negros que lo miraban con estupefacción. Sonrió al conejo blanco, que huyó de él para prevenirse de que lo agarrara y le rompiera el cuello cruelmente.
Se quedó quieto, encogido en postura fetal, entre flores. Una lágrima se deslizó por su rostro y cayó de su mentón como un pedazo de cristal.
—Lo siento... —sollozó, arrancando una flor y dándole vueltas entre los dedos. La añadió a su cabello, junto a las plumas brillantes.
Ni siquiera sabía por qué lloraba, su faisán robado no era más que una excusa. Tal vez era por estrés o impotencia, tal vez era por Chifuyu y la forma en que le había hablado, o tal vez era por todo, en general.
Sea como fuera, no saldría de allí hasta que no cumpliera con lo encargado.
—Yo te crié.
Izana tragó saliva, dando un paso hacia atrás. Su pie descalzo chocó contra la daga abandonada.
El arma se había calentado contra su frente. Ojos de lirio lo atravesaban con dureza, como si no fuera a dudar en apretar el gatillo. Pero, el índice temblaba.
Todo en Wakasa estaba temblando. La venda de su cabeza, los raspones que se dejaban ver con el uniforme arremangado. No estaba en su mejor momento y podría aprovecharlo.
—Tú no me criaste —reclamó, encarando el cañón de la pistola.
—Te recogí de la calle y te enseñé el idioma que ahora hablas —siseaba, con el tono frágil de aparente dolor en el cuerpo —. No eras más que una rata ladrona. Te di un futuro, te lo di todo.
Recuerdos de Leningrado se juntaron en su cabeza. La Nevski prospekt, el Palacio de Invierno, la Academia Imperial de las Artes.
Nieve, pocas horas de luz y mucho, mucho frío. Nada parecido a Filipinas, si aquel fue alguna vez su hogar.
La memoria de sus propias manos sucias aferradas a los barrotes del Palacio lo asaltó, descolocándole. Sus propias palabras infantiles deseando vivir adentro, un diente faltante en su boca pequeña.
Izana no le tenía cariño alguno a aquella ciudad, no la llevaba en el corazón. De hecho, no llevaba nada excepto el fantasma de un sueño que había perseguido toda su vida.
Las pesadillas, las noches en vela esperando una puñalada por la espalda. El despegue de un avión con un destino desconocido, la asfixia. Su tono flaqueó inevitablemente, se mordió las lágrimas de impotencia.
El mundo había sido tan injusto con él.
—Ese futuro no estaba hecho para mí...
—No eres más que un desperdicio —escupió el mayor.
Había escuchado esas palabras más veces. En casa, en la escuela, en la calle, de sus propios padres. Lo que jamás habría pensado, era que Wakasa seguiría odiándole por lo ocurrido en el auditorio.
Por la forma en que dejó de tocar el violín con el que le había enseñado el talento que ocultaba, e, incapaz de concentrarse en la partitura, abandonó el escenario al borde de un ataque.
Eso fue lo que había dicho al regresar de vuelta. No eres más que un desperdicio. Un desperdicio. Un desperdi...
El hombre que lo tomó de la mano y le dio un hogar cuando nadie quiso hacerlo, fue la primera víctima de lo que Izana siempre persiguió. Sin remordimientos, sin mirar atrás.
La cicatriz y él eran lo que un lienzo a un artista. Y el filo su pincel. Su obra.
Su antiguo profesor respiraba con fuerza. Se le notaba la ira en los músculos del rostro que, años atrás, fue delicado y joven. Ya no llevaba aquel reloj de oro que le había intentado robar, en el mercado de Leningrado.
Todo por el estúpido reloj.
Bajaba la mirada al suelo, donde el mapa seguía ahí, esperando a que alguien le diera uso, y al libro. Y a la fotografía, la caja de cigarros, todo el entramado de objetos que ya había visto y conocía.
—Siempre fue esto, ¿verdad? —preguntó Wakasa, exhalando una risa seca. Alejó un poco el arma, con el brazo delgado y cansado —. Tú y tu absurdo sueño... No mentías cuando dijiste que harías cualquier cosa por llegar a él.
Lo vio venir. Se interpuso entre el mapa y aquella patada que le golpeó la rodilla.
Izana trastabilló al suelo. Una punzada de dolor atravesó uno de sus dedos, donde se había clavado una chincheta roja. La arrancó y la dejó caer, hiperventilando.
Allí estaba toda su vida, todo lo que alguna vez había tenido y no podía echarlo todo a perder. Recuperó la daga con agilidad y se incorporó, intentando rescatar la porción de sí mismo que estaba escondida. La que no tenía miedo de nada.
—Lo siento, tengo que matarte —apretó la empuñadura, sus nudillos se aclararon —... Otra vez.
Había perdido la cuenta de cuántos hombres había arrastrado a su torbellino. El pasar de los años y las tumbas de todos los que sabían de su pasado, los secretos, las noches en vela agarrándose del pelo y tirando, los asesinatos. Wakasa sabía demasiado y, como había sucedido con el resto, debía desaparecer.
Llegar a donde se tenía en pie le había costado un mundo que no estaba dispuesto a perder.
Con su posición actual, podría alegar cualquier cosa. Ni siquiera necesitaría una excusa creíble, un chivo expiatorio. Era intocable.
—Si te mueves, te volaré la cabeza, mocoso.
Alzó las cejas. El Izana pequeño se escondió al fondo de su mente y sonrió, a punto de preguntarle si, precisamente, no estaba allí para hacer aquello y tomar la venganza por su cara desfigurada.
Sin embargo, botas militares sonaron por el pasillo del edificio.
Se quedaron quietos, mirándose con desprecio. Podía verse reflejado en las pupilas negras y, oh, lucía tan desastroso y descolocado. Recomponerse del encuentro le costaría dormir.
Reconoció la forma de los pasos, la intensidad, el ritmo. Supo que Wakasa estaba perdido.
—¿Cárcel, trabajos forzados o pena de muerte por agredir a un Héroe de la Nación? —preguntó, rascándose la sien con el filo curvado del arma.
—¿Qué crees que estás...?
Izana le dio la vuelta a la daga y la sostuvo por el filo. Apretó los dientes y tomó valor.
Se golpeó uno de sus ojos con la empuñadura. Una. Y otra. Y otra vez, derrumbándose con un quejido ahogado contra el suelo. El hueso de su muñeca hizo un crack desagradable.
—¡Joder! —sus rodillas dolieron, cerró los ojos, dejando que las lágrimas salieran. Y una última vez —. ¡Ah!
—¡Mierda, estás loco!
Se agarró a la mesita de noche y raspó su mejilla contra la esquina, sollozando a viva voz, clamando por la ayuda que ya había oído acudir.
Cuando Kakucho se asomó a la habitación, alterado, lo que vio fue un horror.
El hombre que había conocido en el hospital sostenía un revólver y, frente a él, había un indefenso Izana, que alzaba las manos en señal de rendición ante el arma reluciente.
—¡Por favor, no dispares! —chillaba el aviador, tocándose la cara surcada de lágrimas, acorralado.
Apenas fue un segundo.
—... está mintiendo, está...
Wakasa bajó el arma, buscando explicarse con inútiles tartamudeos. El capitán lo agarró del hombro y lo tiró contra el suelo, clavando la rodilla en su estómago.
Lo inmovilizó sobre la superficie, doblándole los brazos a la espalda. El revólver había caído lo suficientemente lejos como para que no fuera alcanzado.
Sintió que se revolvía, que rezumaba dolor en todas sus expresiones y reducidos movimientos corporales. Agarró su cabeza y la estampó contra las tablas de madera.
—No lo hagas más difícil, Imaushi —siseó.
—¡Miente! —chillaba, retorciéndose como un jodido gusano —. ¡Está mintiendo, joder!
Silbó con fuerza, atrayendo la atención de la única y afortunada persona que pasaba por el pasillo en aquel instante. Un sargento se asomó al lugar, alzando una ceja con escepticismo.
—Llévate a este desgraciado de vuelta al hospital —ordenó, agarrando al susodicho del pelo y alzándole el mentón —. Que no se levante de la puta camilla, está fuera de sí. Más tarde quiero hablar con él.
El suboficial con una mueca de sorpresa le ayudó a levantarlo, sosteniéndolo con fuerza del brazo. Se abrió algún punto de sutura, una mancha rojiza aparecía en el uniforme de Wakasa, en el vientre.
—¡Miente, es un traidor! —exclamó, una vez más. Varios hilos blanquecinos se deslizaron en el aire, ojos desorbitados —. ¡¡Se lo ha hecho él mismo!! Yo estaba... ¡Yo estaba...!
Se sacudió las manos, observando cómo se lo llevaba, encañonándolo fuera de la habitación.
—¿Estás bien? —preguntó, ayudando a Izana a levantarse. Delicados dedos se aferraron a su brazo —. Déjame ver.
Lo sentó en la cama al notarlo temblar y le tomó de la mano con la que ocultaba su rostro. Estaba encogido, no erguía la espalda, lloroso.
Descubrió su cara y suspiró, contagiado del dolor que estaba sintiendo. Tenía un raspón en el pómulo. La esclerótica su ojo estaba llena de sangre, el rojo se mezclaba con el color de su iris en un mar desagradable.
—Te dio con la culata del arma, ¿verdad? —cuidadoso, lo sostuvo del mentón y le abrió más el párpado —. Tienes los vasos sanguíneos rotos.
—Duele mucho...
—No te preocupes, la hemorragia se irá por sí sola, tardará un par de semanas —explicó, delineando su ceja con el pulgar —... ese hijo de puta...
Había cometido el error de dejarse engatusar. Wakasa le había dicho que sólo era un conocido, que quería ver a su viejo amigo.
No se había parado a pensarlo antes de decirle dónde estaba, con los pensamientos ocupados en la niña y el mareo del olor a antiséptico y medicamentos.
Izana alzó débilmente una de sus manos. Lo tomó de ella, pensando que quería compañía, pero lo vio pegar un respingo cuando le tocó.
Tenía la muñeca descolocada hacia un lado. La piel hinchada.
—Creo que se ha dislocado —sorbía por la nariz, con las mejillas rosadas y brillantes de lágrimas —. Espera, ¿qué vas a...?
—Quédate quieto, tranquilo —lo agarró de la muñeca con fuerza, tomándole de la mano.
Kakucho hizo presión y colocó el hueso de golpe, tal y como le habían enseñado a hacer.
—¡Ah, mierda!
Izana se retorció, hiperventilando, y dejó caer la frente en su hombro, rendido.
—Tienes que ir a un médico a que te dé algo para el dolor —rodeó su pequeño cuerpo en un abrazo, acariciando su espalda. Sentía el relieve de la columna bajo el suéter —. Y probablemente una férula, vamos.
—No, espera —pidió el aviador, ocultando la cara en el hueco de su cuello —. Cinco minutos...
Le estaba pidiendo que se quedara con él, y aceptaría una y otra vez sin cuestionar. Tocó su nuca, enredando mechones escarchados entre sus dedos, más calmado.
Nunca lo había visto tan indefenso y asustado. Apretó la mandíbula de impotencia, pensando en lo que habría podido suceder si no hubiera llegado en el momento perfecto. Sobrepensar las cosas era su especialidad y, joder, el mero hecho de hacerlo le heló la conciencia.
Depositó un beso en su cabeza, echándole un vistazo a la habitación.
La daga tirada en el suelo, junto a un montón de cosas. En parte, ya estaba acostumbrado a que fuera algo desordenado, pero nunca había visto aquel mapa del país nipón, y tampoco sabía que fumara.
Mirándolo mejor, no reconoció la marca de aquella cajetilla de tabaco. Las letras ni siquiera estaban en cirílico, tampoco en kanji.
Parecían dibujos, garabatos.
—¿Qué es todo eso? —se atrevió a preguntar, aún sabiendo que era reacio a hablar de sí mismo.
Silencio. Dio un suave apretón a su nuca, buscando una respuesta.
—... un mapa del tesoro.
Izana se escapó de su abrazo, dando un par de pasos hacia el desastre. Se arrodilló en el suelo con torpeza y enrolló el mapa lentamente, mordiéndose el labio inferior. Le dio la vuelta a la fotografía y la dejó sobre la mesita.
En la parte trasera podía leerse el año mil novecientos sesenta y ocho, con caligrafía infantil y redondeada.
Su rostro se sentía pesado y hormigueante. Apartó las lágrimas con la manga, dejando ir un quejido al rozarse la mejilla, donde un raspón ardía como fuego.
Su capitán se arrodilló junto a él y tomó la cajetilla de tabaco. Quiso arrebatársela, pero no hizo falta. Kakucho se la tendió sin problema.
—¿Qué idioma era ese? —preguntó, antes de fijarse en el libro.
—Ilocano —susurró, recibiendo el ejemplar en japonés de La calavera del sultán Makawa.
Tomó la fotografía y la guardó con el resto en una bolsa de tela que empujó bajo la cama.
Supuso que realmente había estado cerca de morir. Y el Sol se ponía en el horizonte, tiñendo el dormitorio de colores dorados.
Las bisagras gimieron de dolor.
Se miraron desde ambos umbrales de la puerta, en silencio. Sólo se escuchaba la respiración agitada de Kazutora.
Llevaba el moño hecho un desastre, los mechones se salían en todas direcciones. Del cabello despeinado sobresalían un par de plumas de colores brillantes y salvajes. Un pequeño corte en el pómulo había dejado un hilo de sangre seca por su mejilla.
Vivo.
Con las botas manchadas de barro, los rasgos afilados de tierra y polvo.
—Me esperaste despierto —dijo el chico, sonriendo en medio de la penumbra.
—Claro —le devolvió el gesto, apartándose a un lado para dejarle entrar. La puerta se cerró —. Hice algo de cenar.
Lo ayudó a deshacerse de la capa y las armas. Kazutora se quitó las botas y las dejó en el recibidor junto al arco y el carcaj. Permitió que se sostuviera de él para andar.
Sabía que estaba intentando mantener un buen ánimo, pero sus ojos decían lo contrario. La miel derretida de sus iris, el oro fundido, no le transmitía otra cosa que no fuera melancolía y cansancio.
Olía a pescado. Había intentado hacerlo lo mejor que pudo, harto de pasarse el día en cama. Quería ser de utilidad.
—Merluza en su salsa, con almejas y huevo cocido —señaló los platos de la pequeña mesa —. No sé cuánto queremos gastar de la despensa al día. Creo que será suficiente para llenarnos el estómago esta noche.
Por primera vez en mucho tiempo, la despensa estaba llena. Rebosaba de cosas e incluso habían escondido algunas a modo de prevención, por si alguien entraba a robar o a algún soldado se le ocurría burlarse demasiado.
Kazutora parpadeó un par de veces, acariciándole el costado con cariño. Entonces, se dejó caer en una de las sillas, agarró su porción y se la llevó a la boca sin decir nada.
Alzó las cejas con algo de asco, viéndole comer con los dedos aún manchados de lo que parecía ser sangre y barro.
Goteaba la salsa por sus muñecas, devoraba el pescado ruidosamente, agarraba una almeja y le pasaba la lengua para llevarse la parte comestible.
Se recostaba contra el respaldo de la silla, dejando la nuca caer hacia atrás, complacido.
—Mierda, esto está... —masculló, con un eructo apresurado. Sonrió con torpeza —. Gracias, Fuyu.
Chifuyu retrocedió un paso cautelosamente cuando su compañero se incorporó y se le acercó, con quién sabía qué intenciones.
—¿No vas a lavarte las manos? —preguntó, alzando el labio superior con algo de repelús.
Chasqueó la lengua, apartando el rostro a un lado. Kazutora lo tomó de las mejillas, sucio y sudoroso.
—Cocinas muy bien —lo elogió, feliz —. Gracias.
Le dejó todo el rostro manchado, pero una extraña sensación se acomodó al fondo de su estómago y le provocó una sonrisa de complicidad.
De todos modos, le amenazó con quitarle el plato si no iba a lavarse y a cambiarse de ropa. En apenas media hora, aprovechaban las migajas de pan para rebañar las sobras y aprovecharlo todo. Un montón de cáscaras de almeja cayeron al cubo de basura.
Al final, lo único que quedaba de ellos era un cenicero lleno.
—Rindou vino a verme —contó, pasándole el cigarro —. Estuvimos jugando al shōgi.
—Ah, ¿sí? —Kazutora alzó una ceja con picardía —. Pensé que te habías pasado la tarde haciéndote todas las pajas que no puedes acabar por dormir a mi lado.
Le propinó un codazo nada suave y escuchó cómo reía, exhalando nubes de humo por nariz y boca.
Ambos sentados en el suelo de la habitación, bajo la ventana entreabierta y la Luna sobre el manto plateado. De vez en cuando la tímida brisa entraba y le acariciaba el cabello, el brazo de Kazutora se rozaba con el suyo y de sus labios huía una canción.
Podría sentirse bien por el hecho de que, esa noche, no tendría a dos tortolitos besándose y tocándose a su lado, pero en el fondo estaba más preocupado que nunca.
Cualquiera podría tirar la puerta abajo, romper el hilo de intimidad y matarlos.
Históricamente lo había escuchado de aquí y allá, de tal o cual guerra en la que los ocupantes de una ciudad tomada decidían acabar con todo y todos. Tenía miedo.
Se sentía indefenso, el sonido de Kazutora siendo golpeado lo había perseguido todo el día. Rindou le había dicho que no tenía que preocuparse, que su amigo era fuerte.
Sabía que soñaría con ello. Que escucharía una y otra vez su cuerpo siendo arrastrado por el suelo, chocando contra un mueble, un puñetazo.
—¿Estás bien? —se atrevió a preguntar, viendo las mejillas rosadas de haberse frotado una toalla en la cara —. Volviste hecho un desastre.
—Sí, bueno —el rebelde se encogió de hombros y piernas, fingiendo indiferencia —. Es un trabajo aburrido, tenía que caerme por algún lado para hacerlo mejor, ¿sabes?
—Oh, idiota...
—Mira, mira —se señalaba el pómulo, sonriente —. Mira mi nueva marca de guerra.
El pequeño corte era fino, muy fino. Había dejado de manar sangre y suponía que dolía cada vez que cambiaba de expresión facial.
—Otra más —susurró, recibiendo otra vez el cigarro —. Rindou dijo que no debería fumar mucho, para recuperarme mejor.
—Vamos, por un poco no pasa nada —ronroneaba, encogiéndose a su lado. Se había cambiado la camisa, unos pantalones grises colgaban de su cintura, grandes —. Además, alivia el estrés.
Estuvo a punto de contestarle que él le estresaba. No dijo nada, le sonrió y exhaló el humo con lentitud, vaciando sus pulmones, intercambiando las sensaciones por dañina nicotina de la que algún día se arrepentiría.
La espalda le dolía por la postura en la que estaba sentado, medio recostado contra la pared y un cojín. Llevaba las piernas al aire, cubiertas hasta casi las rodillas por el camisón de dormir, el vello negro en contraste con la piel blanca y acariciada de rayos de Luna. Raspones por algunos lados.
Le había dado migraña durante el tiempo que estuvo con Rindou, jugando al shōgi. Su cuerpo se resentía de cada movimiento.
Aún era joven y podía joderse el cuerpo y la mente si así lo quería. Y, si mañana iba a morir, al menos lo habría pasado genial charlando entre cigarros y ceniza con Kazutora.
El tintineo de un cascabel llenaba la estancia mientras le tocaba el pendiente con curiosidad, balanceándolo.
—Cuéntame algo sobre Tokio —pidió el chico
—Siempre hablamos de Tokio —refunfuñó Chifuyu, suspirando —. ¿Qué quieres saber ahora?
—No lo sé... —se tocó el labio inferior, dubitativo —. ¿Cómo es tu habitación?
—Bueno, está llena de maquetas de aviones —rio por lo bajo, haciendo un gesto —. Estaba a punto de ser promocionado a sargento, ¿sabes? Tenía la esperanza de que, cuando regresara, me dieran un nuevo uniforme y me felicitaran.
—¿Sargento?
Asintió. Hubo algo sugestivo en el tono de su voz, a pesar del asombro inicial.
—¿Qué burrada vas a soltar ahora? —gruñó, quitándole el cigarro e inhalando.
—Hmm, nada —canturreó Kazutora, aguantando una sonrisa traviesa —. Sargento Matsuno, ¿eh? Suena bien, suena muy...
—Mejor no digas nada —se cubrió la boca, riendo hilos de humo por lo bajo —. Cuéntame algo de ti.
El cigarro pasó por varios labios una última vez, antes de extinguirse contra el cenicero.
Kazutora arrugó la nariz, alejando el cenicero a un lado. Luego, se incorporó. Sus vértebras sonaron de esfuerzo, estirando su espalda como un felino cansado.
—Supongo que no hay mucho que contar. Te lo dije, ¿no? Sólo soy un humilde cazador.
Le tendió la mano a Chifuyu. Se encargó de sostenerle cuando se levantaba, de tocarle la parte baja de la espalda para ayudarle a erguirse, subiendo hasta el centro de los omóplatos.
Lo guió a la cama, descalzo y con los pies ya fríos de la brisa proveniente de fuera. Mirar fuera de la ventana era toda una aventura, teniendo en cuenta los soldados que de vez en cuando pasaban por cada esquina, quizá tomados del brazo por una prostituta, quizá tocando con firmeza la funda del revólver.
Se acercó a la ventana y la cerró sin hacer ruido, no necesitaba llamar la atención de nadie.
La luz de una vela recortó su figura en la pared. Chifuyu sopló la cerilla con la que la había encendido, metiéndose en la cama con un quejido. La llama titilaba sobre la mesita de noche.
Corrió las cortinas, sintiendo una leve incomodidad en el aire.
—En Ōshū no hay nada interesante, Fuyu.
—No pregunté sobre Ōshū —susurró, subiéndose una sábana —, pregunté sobre ti.
Se tumbó junto a él, buscando entre sus recuerdos alguno en concreto.
Cerró los ojos, acomodándose a la forma cercana de su cálido cuerpo. Como de costumbre, apoyó la mejilla sobre su hombro, con las extremidades desparramadas por el colchón.
—La primera vez que maté a un animal me eché a llorar —confesó, poniéndose sobre su costado para dejar una mano sobre el pecho ajeno. Tocó un botón blanco —. Mi padre me llamó cobarde y me obligó a verlo de cerca. Me dijo que había sido yo.
Nunca había sido un niño especialmente fuerte. El bosque y la naturaleza le gustaban, pero hasta que no comprendió lo que era el necesario ciclo de la vida, se culpó de la muerte de aquel ciervo. Los ojillos negros perdidos mientras boqueaba sangre de su garganta herida de un flechazo.
Ayudaban a mantener el control de especies que se reproducían demasiado rápido para que el bosque no se descontrolara; llevaban carne a la carnicería. Su padre nunca lo elogió demasiado, sólo lo justo para hacerle saber que siempre, siempre tenía que mejorar.
Pero, aquel Kazutora había muerto meses atrás, y de él sólo quedaban pesadillas.
—Eso es algo cruel —comentó Chifuyu, en voz baja.
—Cuando volvíamos de cazar siempre veía a las madres con sus hijos regresando de la escuela —siguió, admirando la piel clara teñida en colores cálidos —. Creo que me daba algo de envidia.
Sintió que le tomaba de la mano, que le acariciaba el dorso y entrelazaba los dedos con la suya, sin moverla de su pecho.
—¿Vivíais bien?
—No lo sé —se encogió de hombros —. A veces no podíamos pagar la calefacción, en invierno. Pero, yo era pequeño y no lo entendía, para mí era algo normal.
Chifuyu pudo haberle preguntado dónde estaban sus padres, qué había sucedido con ellos, pero no lo hizo. Podía imaginárselo, no necesitaba herirle con su curiosidad, podía verlo en su expresión.
Rodeando su cuerpo y acariciándole el costado, sentía las costillas bajo la ropa. La sombra de huesos y poca carne, el músculo del abdomen ligeramente entrenado con demasiado esfuerzo y poca comida.
Todo el pueblo de Ōshū había cambiado. Los que ya tenían poco, habían perdido un mundo, y los que tenían mucho también. En aquel instante, todos estaban igual, mientras en Tokio aún se continuaba viviendo bien, o relativamente.
Estar en Tokio significaba ver cómo las tropas avanzaban hacia ellos sin poder hacer nada, viendo los destrozos a su paso. Pensaba en su madre, en Baji y en su mascota. Quizá, el día que regresara ya no quedarían más que nubes de polvo.
Sólo le quedaba la esperanza de que la Unión Soviética colapsara económicamente y el país cayera para poder deshacerse de ellos, pues el ejército de Japón no sería suficiente.
Y su mayor temor eran las armas nucleares. Tragó saliva, respirando con firmeza.
—La Guerra Fría acabó hace unas semanas y los rusos están en crisis —susurró —. Nos libraremos de ellos pronto, te lo aseguro.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—Pues, que vamos a ir juntos a Tokio, ¿verdad? —sonrió, alegándolo más hacia sí. Escuchó el cascabel tintineando —. Cuando los rusos no puedan sostenerse por sí mismos, dejarán este país y te vendrás conmigo a Tokio, Kazutora.
Kazutora se incorporó sobre uno de sus codos, mirándole. No había mentira alguna en aquellos ojos azules, nada de lo que pudiera huir.
—¿Vamos a ir al cine? —preguntó, tocándole el rostro.
Deslizó el tacto por su mandíbula, peinando el flequillo negro hacia atrás. Era suave, bonito.
—Iremos a donde tú quieras.
La razón por la que Chifuyu había encendido aquella vela, era el temor a tener pesadillas cuando cayera dormido.
Era escuálida.
Notaba los tendones de la parte trasera de su rodilla marcándose bajo sus manos. El hueso de sus hombros sobresaliendo desagradablemente, fría, apenas vestida con nada.
El vestido hecho jirones había acabado en la basura. La cubría con una camiseta de tirantes, que le quedaba grande y le llegaba hasta más allá de los muslos delgados.
Kakucho suspiró, subiendo por las escaleras hasta la habitación donde se estaba quedando aquellos meses. Aquella zona era relativamente intocable por parte de los civiles, siempre rodeada de militares, como los que se iba cruzando. Algunos subían después de las guardias en cada esquina, a descansar, otros bajaban con una botella de alcohol.
El pueblo era suyo. Se paseaban por las calles como si fueran rusas, llevaban la mano sobre la funda de la pistola para infundir terror; imponentes, altos, helados. Tal y como siempre había sido.
—No sabía que le gustaran así de jóvenes, capitán —comentó un compañero de un rango inferior, pero con quien tenía la suficiente confianza.
Se encogió de hombros y no dijo nada, echándose a un lado y dejando que el suboficial pasara de largo. Alcanzó a sacar la llave de su puerta, sosteniendo a la niña con un sólo brazo. Sentía cómo sus extremidades pesaban, muerta en vida, cómo de vez en cuando se quejaba por lo bajo.
Abrió la puerta y cerró tras de sí. Las botas resonaron contra las tablas de madera, llenando el espacioso silencio.
Era algo sencillo, tal y como podría definirse a sí mismo. El catre pegado a la pared, una pequeña mesa bajo la ventana para escribir las cartas que nunca mandaba. Había una puerta a un lado, que llevaba a un baño, donde estaba la única cosa que agradecía, y era una bañera antigua y profunda. Básicamente porque solían cortarles el agua caliente a los japoneses, y quedársela para ellos mismos.
Dejó a la niña sobre la cama, pensando en que debería pedirle a Izana que le dejara dormir con él.
No era su responsabilidad, lo sabía. No debería ser de su incumbencia.
Un desperdicio mestizo no merecía nada, eso era lo que le habían enseñado. Pero, al final, Kakucho se sentía tan jodidamente mal. Además, por aquella regla también debería rechazar a Izana, que no era ruso, por mucho que tuviera el pasaporte soviético; ni siquiera era blanco.
Apenas había llegado al hospital para comprobar cómo se encontraba, la había encontrado tirada frente a la puerta, en un charco de barro y lluvia.
—¿Cómo estás? —preguntó, en un torpe japonés.
La niña no contestó, sólo se agarró a la tela negra que caía por sus muslos. Ojos de verde menta fijos en un punto quieto e infinito, donde sólo ella podía mirar.
Suspiró, yendo al baño. Sacó de un armario algodón y desinfectante, además de tomar una toalla que humedeció con agua tibia.
Tenía las mejillas sucias, hematomas en la base del cuello. Una ligera mueca se abrió paso en el rostro redondeado, como si le molestara la postura. Las rodillas estaban raspadas y perladas de sangre seca, costras de lo que habían sido heridas.
Kakucho se sentó al borde del colchón, dudando.
—¿Está bien limpiarte la cara? —se atrevió a cuestionar, rebuscando en el diccionario de su memoria todo el vocabulario que pudo encontrar.
Necesitaba limpiarla para que las suturas del omóplato y las otras —estuvieran donde estuvieran, no quería saberlo— no se infectaran. Tampoco quería dejarla sucia en sus aposentos.
No dijo respondió. Apenas alzaba el mentón para mirarle directamente. Veía los distintivos de su uniforme, la gorra, la hoz y el martillo en el interior de la estrella roja y reluciente. Sabía que era el enemigo, pero no podía hacer nada para huir.
Titubeante, Kakucho la sostuvo del rostro y posó la toalla húmeda sobre la piel. Tenía algunas marcas de acné adolescente, respiraba con la boca entreabierta, los labios agrietados. Cerraba los ojos, dejando que le limpiara con cuidado.
Como si se tratara de una figura de porcelana. Bajó por su cuello, rodeándolo y empujándola un poco hacia delante para limpiarle los omóplatos. Apartó los tirantes y tomó el algodón para desinfectar la herida de bala.
—Oh, ¿qué estarán haciendo ahí arriba? —gruñó para sí, en ruso, escuchando golpes en el piso de arriba, algo arrastrándose por el suelo. Frunció el ceño, limpiándole los brazos —. ¿Está bien si...?
Se sentía frágil.
Apartó los tirantes a un lado y dejó caer la prenda un poco hacia abajo. Tocó uno de sus hombros desnudos intentando respetar su intimidad, no quería mirarla directamente al pecho poco desarrollado, no quería que se sintiera abusada.
A ciegas, mirando a otro lado, limpió su torso. Tuvo que tirar la toalla y tomar una nueva para limpiarle las piernas y así acabar.
—Dejo esto aquí —avisó, posando la toalla sobre la mesita de noche, donde había una vela —. Límpiate donde... eso. Donde quieras —ofreció.
No podía interrumpir en su intimidad, no de una forma tan intrusiva. Había sido padre tres putas veces, sí, pero de aquellas cosas siempre se había encargado su mujer y, desde luego, sabía que no quería tener la grotesca imagen de suturas allí abajo.
Se pondría violento, pero no tenía con quién descargar su ira. El tipo estaba en la morgue, o tal vez habrían mandado su cadáver de vuelta a casa para darle el entierro digno que, desde luego, no merecía.
—Me voy —anunció, apretando la mandíbula —. Luego te... —agitó la mano, centrándose en la pronunciación —. Algo de comer.
La niña no lo miró, sólo se tocaba el vientre, encogiendo las piernas sobre el colchón.
Hizo un gesto más y abandonó la habitación, sin saber cómo sentirse. ¿Era aquello hacer una buena obra? ¿Podía expiar sus pecados de esa forma? Todo lo que había hecho, toda la sangre que alguna vez había tenido cayendo de entre los dedos.
A Kakucho le gustaría ser una buena persona. Si no fuera militar, nunca hubiera tenido que matar.
Desde bien joven había considerado la idea de meterse a las filas del país, impulsado por el intenso patriotismo que despedía la escuela, los posters de propaganda y demás. Incluso lo había pasado bien durante el tiempo en que solo hacían algunas maniobras dentro del territorio nacional.
La guerra era distinta. No había ojos soñadores, sólo rostros grises.
No sabía en qué bando de la historia le había tocado, si dentro de unas cuantas décadas lo considerarían como la parte buena o mala de la historia.
Si fuera un buen marido, no estaría picando a la puerta del molesto aviador.
Varios golpes se escucharon al otro lado, antes de que la puerta se abriera. Unos centímetros más bajo que él, Izana lo miraba con desdén.
—¿Qué le trae por aquí, capitán? —preguntó el chico, serio. Su esclerótica estaba llena de sangre roja y brillante.
—¿Puedo...? —frunció el ceño, mirando por encima de su hombro a la habitación —. ¿Qué demonios estabas haciendo?
Izana abrió la puerta y le mostró su obra, cansado, con las mejillas rosadas de esfuerzo.
—Estaba moviendo los muebles —explicó, invitándole a entrar —. Me aburría y pensé que se verían mejor de otra forma.
Veía la cama con dosel en el centro del dormitorio. La cómoda estaba torcida sobre el suelo, en la otra punta del cuarto. Era extraño, veía los rayones en el suelo, de mover las pesadas patas de la cama y devolvió la atención al aviador.
Aquello explicaba los sonidos que había escuchado.
—Son las once de la noche, por el amor de...
—Bueno, ¿vas a ayudarme o no? —se quejaba, yendo a empujar la cómoda hacia la pared opuesta —. Haz algo con esos músculos, mierda, nunca los usas bien.
Puso los ojos en blanco, echándose el cabello hacia atrás.
Agarró a Izana y lo sentó sobre el mueble para que no molestara, empujando a los dos hasta la pared. Hastiado, dejó que le toqueteara el pecho, adivinando que no llevaba camiseta alguna bajo el uniforme.
Estuvo a punto de resbalar con aquella bolsa de hielo que había en el suelo. Maldijo por lo bajo, tomándola y posándola a su lado.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó, acudiendo a empujar la cama.
—Hmm, mejor, creo —el moreno agarraba la bolsa de hielo y se la pegaba al ojo, cerrándolo —. No, eso más hacia allá —ordenó, señalando justo al lado de la cómoda —. No rayes el suelo y ábrete el uniforme, quiero ver.
—El suelo ya está hecho una mierda gracias a ti —masculló por encima del ruido —. ¿Y dónde están mis prismáticos? ¿Ya terminaste de usarlos?
Silencio.
Escuchó el mueble de la cama empotrándose contra la pared y lo dejó ahí, colocando un poco el dosel espumoso que caía.
Alzó una ceja, viendo cómo Izana se quedaba completamente inexpresivo, hecho de cera y estupefacción. Se acercó a él, acorralándolo cuando dio un pequeño salto para bajar de la cómoda.
—Izana... —el susodicho tuvo que apoyarse hacia atrás, pegado al mueble —. ¿Dónde están mis prismáticos?
—Eh...
Sostuvo su mentón, impidiendo que echara un vistazo rápido a la habitación. Había algo de ropa por el suelo, botas tiradas por ahí, pero desde luego no estaban los prismáticos que le había prestado.
—¿Los perdiste? —alzó una ceja, inquisitivo.
Evitaba mirarle directamente. Iris de lirio atrapados en algún punto de vacío de su pecho, o más allá de su hombros, en la pared donde antes habían estado pegados los muebles. Izana titubeó, soltando un quejido cuando un par de manos curtidas lo agarraron de la parte trasera de los muslos, subiéndolo sobre la cómoda.
—Te los devolveré mañana, lo prometo —acabó por soltar, nervioso. Movía las piernas en su tic habitual —. Los llevaré a tu despacho.
Kakucho acarició el cabello ondulado, intentando adivinar si fingía estar cohibido.
De todas formas, para él la noche aún no había acabado. Necesitaba asegurarse de que cierto chico y sus trenzas estuvieran bien.
La vela se había consumido.
Observaba sus facciones recortadas por la luz del día. La graciosa curvatura de su nariz, el arco rosado y carnoso de los labios entreabiertos como una rosa salpicada de rocío.
El pecho de Chifuyu subía y bajaba con lentitud, respiraba con tranquilidad y sus párpados se movían de vez en cuando, perturbados por el sueño profundo.
Kazutora subió la mano por su pecho, somnoliento. Apartó un mechón negro con delicadeza, delineó la caída del pómulo, rozando el labio inferior con calma.
No recordaba qué había soñado, pero se sentía a salvo. El brazo de su compañero seguía rodeándole el cuerpo.
Suspiró una incoherencia, bajando por la nuez de Adán hasta llegar al corazón. Latía pausadamente, quizá no estaba teniendo pesadillas.
Escuchó cómo picaban a la puerta.
—... joder —susurró, reconociendo el patrón. Era uno de los suyos.
Se incorporó con cuidado, rehaciendo el nudo de los cordones de sus pantalones. Le quedaban grandes y se le caían un poco, tuvo que apretarlo con fuerza.
Caminó hasta la puerta arrastrando los pies descalzos, despeinado y bostezando. Cuando abrió, se encontró con la sonrisa de Rindou.
—Buenos días —saludó su amigo, pasando al verse invitado a ello —. Traigo noticias.
Llevaba un sobre en la mano y lo agitaba con entusiasmo, pero acabó sobre la mesa, abandonado, cuando se sentaron en la cocina.
Kazutora cerró la puerta para no despertar al aviador en su descanso. Se dejó caer en una de las sillas, mirándole.
Llevaba el cabello recogido en una coleta, un par de mechones sueltos le enmarcaban un rostro risueño en el que la sonrisa desapareció.
—Ran salió anoche —anunció el Haitani, tamborileando los dedos sobre el sobre —. No volvió hasta tres horas después.
—¿Salió? —ladeó el mentón, frunciendo el ceño —. ¿A dónde? ¿A qué hora?
—No lo sé —suspiraba, bajando la vista con impotencia —. No pude seguirle la pista, pero fue casi a medianoche.
Una molesta sensación de vacío quedó atrapada en su estómago. Kazutora se frotó el rostro, repentinamente estresado.
Negó para sí mismo, sin saber qué demonios decir. Podría convencerse de que no significaba nada, pero salir sin decirle nada a nadie era peligroso en aquellas condiciones.
Todos sabían qué hacer en el caso de que uno de ellos fuera atrapado o tuviera sospechas de rebeldía.
—¿Crees que tendrá alguna clase de negocio? ¿Tal vez drogas? —preguntó, dejando el puño sobre la mesa —. Ha surgido un gran mercado negro.
—No, si se estuviera drogando lo sabría —habló Rindou, con un hilillo asustado —. Ran no es así, no haría nada de ese calibre sin contárnoslo... ¿Verdad?
La duda quedó en el aire.
Llevaban una rutina. No se hablaban o miraban por la calle, salían a horas diferentes, tenían trabajos diferentes y no podían ser relacionados de forma alguna. Que uno de ellos cambiara su día repentinamente era arriesgarse.
A sus ojos, Ran Haitani era uno de los chicos más honestos que había conocido en la vida. Considerado, detallista y preocupado por quienes amaba. Quería —necesitaba— creer que no estaba haciendo nada a sus espaldas, poniéndoles en peligro.
«¿Verdad?».
—Por favor, démosle un tiempo —pidió su amigo, cohibido —. Seguro que, tarde o temprano, lo dirá.
—Está bien —determinó, con un ligero suspiro. Señaló el sobre —. ¿Y qué es eso que traes ahí?
—Pagué un extra para tenerlo hoy mismo —Rindou tanteó el papel antes de rasgarlo y mostrarle el interior —. Te presento al nuevo Chifuyu.
Kazutora sonrió, viendo la fotografía del piloto, su nombre y apellidos, un número de identificación. Tan falso y perfecto que le arrancó una pequeña risa traviesa por lo bajo.
Quería llevarlo a tantos sitios.
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