06

Chifuyu no podía dejar de pensar en ello.

Para su familia y amigos, estaba muerto. Para aquella pandilla de chicos moralmente cuestionables era uno más y ers tratado como tal. Todos y cada uno eran diferentes, con sus rasgos y detalles, tan importantes como el resto.

Kazutora, que pasaba un brazo por los hombros de Rindou para susurrarle algo y después echar a reír ruidosamente; Ran, que había estado hablando con él sobre la escuela aérea y se atusaba las trenzas.

Lo habían acogido tan rápido, incondicionalmente.

—Está todo intacto —contó Sanzu, sacando la llave —. Siéntete como en casa, Chifuyu.

Parpadeó un par de veces, viéndole sonreír con calidez. Asintió, con una pizca de extraño vacío en el corazón.

El edificio era bastante grande, o eso suponía, pues nunca había visto un granero en otro sitio que no fuera la televisión. La madera lucía pintada de desgastado rojizo, con el techo en forma de triángulo.

La enorme puerta estaba sellada por un candado oxidado, que fue abierto con un chasquido metálico.

—Cuéntale cómo te rompiste un brazo, vamos —Ran le clavó a su amigo el codo en las costillas, pícaro —. Nunca me cansaré de oír esa historia.

—Bueno, las vigas del techo son lo suficientemente anchas para una persona —Sanzu señaló hacia arriba, donde las traviesas cruzaban de lado a lado el techo —. A veces me quedaba ahí por pura diversión, e incluso me colgaba de ellas para jugar...

—De pequeño ya eras un loco suicida —bromeó Kazutora, empujándolo con suavidad.

No pudo evitar que las comisuras de sus labios se alzaran con algo de simpatía, pero el lugar lo tenía francamente asombrado. Había un pequeño ático cerca del techo, al que se subía por una escalera que parecía demasiado endeble; bloques de paja por todos lados.

Bajo sus pies se arremolinaba madera chirriante e hilos dorados de paja, algo de hojarasca que había entrado con el viento.

—El caso es que me quedé dormido y me caí por accidente —reía, sosteniéndose del estómago —. Me rompí un brazo y me fracturé el coxis.

Las tablas rechinaron a su andar, como si se estuvieran riendo también. Sanzu los guió hacia el final del granero, donde pateó la paja que cubría el suelo.

Una argolla de hierro sobresalía de la madera, oxidada y pesada.

Abrirla fue como encontrar un tesoro. Kazutora se había tirado a un montón de paja, con una expresión de satisfacción, mientras que Ran tiraba de la argolla y revelaba la despensa oculta.

Se sentó a su lado con dificultad, apoyándose en su hombro sin preguntar.

—¿Bebes, Fuyu? —preguntó el chico, recogiéndose el pelo en una rápida coleta, varios mechones rubios escaparon.

Frunció el ceño ante aquel apodo que sólo sus más cercanos le ponían. Sin embargo, intentó no estancarse en las memorias. «Estás aquí, no allí».

Intentó enfocarse en lo que tenía delante. En Kazutora limpiándose entre los dientes con un hilo de paja —¿qué mierda?—, en la brisa chocando fuera, el sonido de las botellas entrechocando unas con otras.

—No, no bebo —respondió, tras tomar una bocanada de aire.

—¿Porque no te gusta o porque no quieres? —interrumpió Ran, sentándose junto a ellos, destapando el vodka —. Se lo robamos a los rusos hace un par de semanas.

—En sus propias narices —se regodeó Rindou, acercando a su novio de la cintura para morderle la mejilla juguetonamente —. Como debe ser.

Murmuró que en el ejército no le dejaban consumir ninguna clase de sustancia, cohibido por tanta gente reunida en círculo.

Una de las botellas pasó de mano en mano, entre anécdotas y risas, hasta llegar a él.

—¿Cómo os conocisteis? —preguntó, curioso. Limpió la boquilla de la botella con la manga de su camisa, recibiendo miradas de asombro —. ¿Qué pasa? No voy a comerme vuestras babas.

—Arruinaste el beso de cinco —Sanzu hizo un puchero, acariciando al perro, que se había tumbado a su lado.

Era antihigiénico, y Chifuyu no estaba acostumbrado a compartir nada con nadie. El contraste entre el limpio cuartel, la parte de arriba de su litera y aquel lugar era notoria y delirante.

Kazutora abría un tarro de mermelada, metía los dedos y se los llevaba a la boca, sin dejar de mirarle. Juraría que Rindou no se había dado una ducha en al menos tres días, a diferencia de su hermano mayor, aparentemente más aseado.

Se suponía que él acabaría así, tarde o temprano, ¿verdad? Cuánto echaba de menos darse un buen baño con espuma y burbujas.

—Kazutora y nosotros nos conocimos cuando lo refugiamos en nuestra casa —señaló Ran, pidiéndole con un gesto la mermelada al susodicho —. A Sanzu lo encontramos en la calle.

—¿Qué hacías? —le preguntó a Kazutora, esperando literalmente cualquier cosa.

—Un par de soldados me querían matar a tiros por robar una patata de un puesto de comida. Me vieron huyendo y ellos dos me acogieron cuando logré despistarlos —se encogió de hombros, como si la cosa no fuera con él —. Una bala me rozó el hombro y ahora tengo una cicatriz.

Kazutora se desabrochó los primeros botones de la camisa, tirando de ella a un lado para mostrar la zona. Había una marca blanquecina e irregular que le rasgaba la piel.

Miró a Sanzu, esperando por su historia.

—Soy mestizo —soltó, con un suspiro —. Cada vez que intentaba ir a la cola de racionamiento me echaban y me quitaban todo lo que había conseguido, si es que me habían dado algo. Pasé a no salir de casa, pero entraban igualmente, siempre se metían conmigo.

Se dio cuenta de la forma en que Rindou le tocaba la mano y apretaba.

Era cierto, sus rasgos eran bastante peculiares en comparación a los del resto. Tenía el ojo redondeado y claro, las pestañas más tupidas; el pelo rubio blanquecino, la piel de distinta tonalidad. Estaba claro que no era del todo japonés, a pesar de que ese era su idioma de nacimiento.

Sanzu nunca había conocido Rusia, aunque podía leer cirílico.

—Una vez, me encerraron en un edificio durante un par de días —sonrió con dolor, haciendo lo posible para no recordarlo. La mano de su novio se apretó en torno a la suya, pidiendo con el gesto que se detuviera —. Ojalá me hubieran hecho solo esto —se señaló la cara, tragando saliva —. Ellos me encontraron en la calle, cuando me tiraron después de todo lo que... de todo. Me llevaron a su casa sin pedir nada a cambio, me dieron de su comida y de su ropa.

—Deberíamos exterminarlos a todos —escupió Kazutora, bebiendo de la botella con brusquedad.

—Estoy muy agradecido —terminó el chico, apoyando la mejilla en el hombro de Rin, cerrando los ojos.

Aceptó la botella, bebiendo una vez más. Le dio una vuelta, viendo el líquido balancearse de un lado a otro, quemando por su garganta y dejando un rastro de fuego.

Podía imaginarlo. Era una de las múltiples cosas de las que Baji hablaba en sus cartas. De la crueldad, no sólo de los rusos, sino también de los japoneses. De cómo la guerra cambiaba los rostros de la gente y los volvía más oscuros.

La sombría posibilidad de que le pasara eso a su amigo le había preocupado durante las primeras semanas del conflicto, cuando aún no guardaba preocupación alguna sobre ser derribado.

Sin embargo, con cada carta y palabra, había tenido claro que Baji nunca cambiaría. Que siempre seguiría siendo el mismo chico de la sonrisa radiante.

—¿Qué es eso que llevas ahí? —Ran señaló el centro de su pecho, sentado frente a él de piernas cruzadas.

Se tocó la zona, confuso. Notó la forma de la placa que llevaba al cuello y la sacó, abriendo el último botón de la camisa.

Se resintió por lo bajo, recostado contra un montón sólido de paja. Enredó los dedos en la cadena, sacando el colgante con la chapa de perro.

—Es mi placa de identificación —mostró, ante cuatro pares de ojos curiosos —. Lleva mi nombre, mi grupo sanguíneo, mi número identificativo. También lleva un torii grabado, mi familia es sintoísta, aunque a mí me da igual.

—¿No crees en los dioses? —preguntó Rindou, subiéndose las gafas por el puente de la nariz.

Se encogió de hombros. Supuso que, si quería integrarse en aquel grupo, tendría que contar un poco más de sí mismo, así que le dio la vuelta a la placa de acero inoxidable.

Había cincuenta y ocho marcas hechas a cuchillo, su mayor orgullo. Recordaba haberlas hecho a la noche, metido en su cama.

—Esto lo hice yo —paseó la yema del pulgar por las marcas, que se notaban contra la piel —. Es el número de aviones que he derribado en combate.

Sonrió con timidez al ver la cantidad de expresiones de asombro. Kazutora le pasó la botella a Sanzu, con una risa seca que denotaba orgullo y satisfacción. Cuando extendió la mano, le dio la chapa sin pensarlo.

—Reconozco este símbolo ¿tu grupo sanguíneo es cero negativo? —habló el chico, alzando una ceja —. Creo que el mío también.

—¿Qué significa eso? —Rindou se relamía los labios manchados de mermelada.

—Que podemos donar a todos los demás grupos, pero que sólo podemos recibir una donación de nuestro mismo grupo —explicó Chifuyu, al ver que su compañero negaba sin saberlo exactamente —. Si alguno necesita sangre, nosotros podemos donaros. Pero, si alguno de los dos la necesita, sólo podremos recibir del contrario. Eso es lo que significa.

—¿Veis? Es muy inteligente, lo dije —el Haitani le pasó el bote de mermelada a su novio, que terminaba la botella con un eructo.

La placa pasó entre todos. La tocaban con cuidado, la admiraban desde una segura distancia, como si las letras fueran a borrarse con una sola mirada, un objeto precioso y único.

Volvió a él por la misma vía. Las uñas de Kazutora seguían teniendo sangre reseca debajo. Se lo puso de nuevo, ocultándolo tras la camisa.

Sabía lo que ocurriría si alguien que no era parte del grupo lo veía. Podría ser delatado, descubierto y, posteriormente, ahorcado.

Peor aún. Que lo tuvieran retenido a cambio de información. Si habían podido hacerle de todo a Sanzu, no quería imaginar lo que podrían hacerle a él para sonsacarle todo lo que supiera.

—¿A alguien le apetece un baño? —Ran se incorporó, extendiendo los brazos hacia arriba, perezoso —. Seguro que el río está genial.

Sanzu se levantó de golpe, con una sonrisa que iluminaría el día de cualquiera.

—¡El último que llegue es un huevo podrido! —exclamó, antes de salir corriendo.

El perro lo siguió, meneando la cola de un lado a otro. Hilos de paja se levantaron a las botas del resto, Rindou cojeando junto a su hermano mayor.

Chasqueó la lengua con molestia, queriendo incorporarse sin romperse nada en el intento.

Alzó la mirada, encontrándose con un par de ojos rasgados, del mismo ámbar que los de un felino peligroso.

—Vamos —Kazutora le ofreció la mano, ayudándole a levantarse.

Le agradeció en voz baja, tocándose las costillas. La luz del día le hizo daño a los ojos, dejando el granero atrás, arrastrando las botas con dolor.

Cuando estaba quieto, su organismo se calmaba. Podía tener la inquietud de no saber si estaba respirando bien, pero cuando se movía tan repentinamente, después de haber estado un rato parado, le dolía mucho.

Sintió el tacto de su compañero subiendo por su espalda, para erguirle la postura. Sonrió con torpeza.

—Entonces, ¿para qué más sirve eso? —Kazutora señaló la placa con el mentón, curioso —. ¿Es como un carnet de identidad del Ejército?

—Sirve para identificar mi cadáver —suspiró, apretando los labios.

—Ya veo —asintió.

El camino de tierra y gravilla se volvió hierba, para alivio de sus maltratados pies. Sosteniéndose de su brazo, bajaron una pequeña pendiente, con la hierba acariciándole los tobillos.

Apartó la mirada de Rindou, que se deshacía de la camiseta de tirantes que llevaba. Su espalda marcada por las sombras de un tatuaje sombrío, los omóplatos marcados con el gesto de arrojar la prenda a las piedras, siguiendo a sus amigos al agua.

La corriente era suave, parecía cómoda, incluso. El Sol se reflejaba en el agua con llamativos destellos, el sonido de la naturaleza y el ecosistema le llenaba de una calma que nunca antes había sentido.

Estuvo a punto de resbalar. Kazutora lo asió con fuerza, riendo por lo bajo.

—Espera, deja que te ayude —habló, abriéndose la camisa y dejándola caer con un gesto suave.

Chifuyu dejó que le soltara los tirantes, admirando el tatuaje al aire libre. El cabello desaliñado acariciaba el tigre casi con cariño, con la coleta ya deshecha. Su camisa se deslizó frente a la otra, apartó la mirada al ver que el otro se quitaba los pantalones de mezclilla y observó los árboles.

—Puedo hacerlo yo —cortó aquella mano que intentó rozarle el botón del pantalón. Alzó las cejas, evitando mirar su abdomen desnudo, el borde de su ropa interior.

—Lo que tú digas.

Tragó saliva, viendo cómo corría al agua y se zambullía de golpe. Su cabeza emergiendo a la superficie, con el pelo mojado y liso hacia atrás. Las gotas bajando por su frente, trazando un recorrido húmedo hasta caer de la punta de su nariz respingada.

Las vegetación de la rivera anotaba tonos verdes al ambiente, la luz que se colaba entre las hojas de los árboles tintaba de dorado los hombros desnudos del chico. La forma de su cabello flotando a su alrededor, como serpientes oscuras.

Kazutora tenía las mejillas rosadas y reía, salpicando a Ran, que flotaba con tranquilidad.

Se apartó a un lado, apoyándose en una piedra de tamaño considerable. Pudo sacarse las botas tirando por los talones de la contraria. Se libró del botón del pantalón, bajó la cremallera, pero quitarse la prenda le resultó jodidamente difícil, porque no podía inclinarse.

Apartado, se mordió el labio inferior, abrazándose para no tener tanto frío, como si no estuviera sucediendo nada. Tal vez ni siquiera quería bañarse.

Sonaron pasos mojados. No se atrevió a mirarle, avergonzado. Kazutora se arrodilló y tiró de sus pantalones hacia abajo, ayudándole a sacarlos.

—Gracias —masculló, agarrándose de su brazo para no resbalar.

El agua lamió su cuerpo, subiendo con cada paso de sus rodillas a la cintura, un poco más hacia arriba, hasta su pecho. Se quedó quieto, acercándose a una enorme roca que se hundía, para apoyarse ahí y disfrutar de la fría sensación que ahogaba el dolor de sus costillas.

El chico le guiñó un ojo con picardía, yendo a jugar con sus amigos. Se deslizaba nadando unos metros más abajo y regresaba como un pez en su medio natural.

Respiró con lentitud, rítmicamente. Verles le contagiaba la calma que todos aquellos envidiaban fuera de allí. Aquel lugar secreto se perdía en la mitad del bosque, donde las armas sólo existían en sus bolsillos, y la ropa podía caer al suelo sin preocupaciones.

El perro se había quedado tumbado al Sol, jadeando, sin apartar su atención de ellos. El pelaje color crema se veía sucio, pero sus pupilas negras brillaban con notoriedad. Él también estaba feliz, acompañado por primera vez en quién sabía cuánto tiempo.

—Tengo más fuerza que tú —presumió Sanzu, subido sobre los hombros de su novio, riendo —. La última vez te di una paliza en el granero.

—He mejorado —Kazutora hizo un gesto, apartándose el pelo a un lado, sentado sobre los hombros de Ran —. Empuja todo lo que quieras, no voy a ceder.

Los hermanos se miraron entre ellos, esperando a que los de arriba hicieran algo más que amenazarse.

—Si pierdes, vas a hacer tú la cena para el resto —Rindou empujó las manos de su hermano, clavando los pies en el fondo.

Planeaban hacer una pequeña hoguera y cocinarse algo de lo que habían obtenido con el cupón de racionamiento. Por ello habían llevado una bolsa de tela con algo de carne.

Sanzu alzó las manos y entrelazó los dedos con Kazutora empujando para hacerle caer.

El primero, esbelto y lleno de cicatrices. Marcas blanquecinas por todo su cuerpo, los muslos demasiado delgados, recuerdos de suturas, algún hematoma suelto por ahí. El parche cubriendo su ojo faltante, pero una gran sonrisa.

El segundo, con el torso marcado de intentos de ejercitarse y luchar contra el hambre. La espalda salpicada de lunares, estrellas y gotas rebeldes. La rozadura de bala en uno de los hombros finos, venas verdosas.

Por su parte, los Haitani eran completamente opuestos. Ran, más alto, la piel blanca contra los rasgos oliváceos de su hermano pequeño, cuyos bíceps se marcaban con el gesto de empujarle.

Podría afirmar que Rindou era el único que parecía más ejercitado.

Los pectorales mojados se hundían a medias en la corriente, ribeteados de dagas oscuras y curvadas, el tatuaje frontal bajando por la mitad de su cuerpo, hasta su tobillo. Sorteaba abdominales, se deslizaba como una serpiente por la pelvis marcada, músculos que algún día se consumirían por la falta de comida, pero no pronto.

Si había podido mantenerse en ese estado, pensaba Chifuyu, había sido porque había entrenado su físico desde antes de la guerra.

—¡Te lo dije! —exclamó Sanzu, alzando los brazos en señal de victoria.

Kazutora cayó al agua con un sonoro plof. Sonrió al verle emerger con una sonrisa, frotándose la cara.

—Exijo otra ronda —reclamó, apartando la cortina de mechones rubios que caía por su rostro.

—Sanzu, baja un momento —pidió Rindou, tocándole el muslo —. Me molesta la pierna.

El susodicho se dejó caer al agua, apretándose el parche, con miedo a perderlo. Se acercó a su pareja, preocupado, y le susurró algo al oído, provocándole una sonrisa.

Exhaló un pequeño suspiro, tocándose el vientre.

Caminó hacia un lado, donde la piedra se hundía más y el fondo se hacía un poco más profundo. Con la roca lisa contra la espalda y el agua hasta el mentón, se quedó quieto, viendo a Kazutora nadar hacia él.

—¿Te duele menos? —preguntó el chico, el cascabel flotaba graciosamente en la superficie.

—Sí, el agua es agradable.

Tenía el torso salpicado de hematomas, raspones en los codos y en las rodillas que le molestaban bastante. La cabeza solía dolerle de vez en cuando, pero no le impedía hacer nada en especial.

Podría haber sido peor.

Por algún motivo estaba seguro de que, cuando volviera a dormirse, tendría pesadillas; la posibilidad le asustaba, porque no era esa clase de persona. El accidente había sido fuerte, la incertidumbre de si moriría o tendría la suerte que siempre le había marcado.

—¿Seguro? ¿Todo bien?

—Te digo que... —apartó el rostro con una mueca, recibiendo un pequeño y juguetón golpe en la punta de la nariz —. Idiota, ¿qué haces?

Quiso agarrarlo, pero el rebelde desapareció bajo el agua con una risa traviesa, el quisquilloso sonido de un cascabel.

Chifuyu se quedó quieto, sintiendo una garra apresándole del tobillo con fuerza. Miró hacia abajo, sólo para hundirse de golpe cuando Kazutora tiró de él hacia las profundidades.

Creyó escuchar su risa al otro lado de la cortina de burbujas, con el flequillo flotando hacia arriba, una nube negra enmarcando sus ojos azules y abiertos de sorpresa.

Y Kazutora mirándole, con el cabello arremolinado alrededor de la cabeza, y aquella sonrisa que derretiría a cualquiera.

Medio desnudo, señalándole con gracia. Varios haces de luz se colaban entre la plata de la superficie, reflejándose en su rostro sonrosado y contento, la cicatriz de su hombro.

Parpadeó un par de veces, contagiado de su alegría. Incluso se le salió la tonta sonrisa de quien disfruta de la serenidad del ambiente.

Varias burbujas escaparon de su boca y emergió, poniéndose en pie con cuidado, sintiendo que se acercaba a él para erguirle la espalda y cuidar de que no resbalara.

—Parecías un erizo de mar —Kazutora se agachó para mirarle desde abajo, pues el flequillo negro le caía por toda la cara.

—Y tú una medusa ebria —se apartó el pelo de la mirada, chocando con sus iris melosos. Hizo contacto visual con Ran, que acechaba a su amigo desde detrás —. Hazlo, vamos.

Kazutora se giró, confuso, encontrándose con que su amigo le hundía la cabeza bajo el agua con una risa.

Chifuyu se tocó las costillas con el aliento perdido, divirtiéndose.

—¿Vamos a divertirnos en su oficina, Capitán?

Izana no pensó que la definición que Kakucho tenía de diversión consistiera en sentarse sobre una silla de aspecto centenario y escribir telegramas.

Había acabado sentado sobre su regazo, ya rendido a que no iba a obtener su atención, con las piernas apoyadas en uno de los reposabrazos, y los codos en el contrario. Sostenía un libro en japonés que había encontrado en la estantería de la oficina.

Lo que había sido el edificio administrativo del pueblo, se había convertido en un recinto impenetrable, lleno de soldados apostados a cada esquina; cada sala y oficina había sido habilitada para la organización de papeleo. Traslados de militares de un lado a otro, el registro de la actividad en los campos de trabajo, los movimientos que se hacían al sur con la esperanza de alcanzar la capital.

Jugueteó con sus pies, quitándose las botas, que cayeron al suelo sonoramente. Kakucho chasqueó la lengua, arrancado de su concentración.

—No sabía que también entendías el japonés —comentó el oficial, fijándose en los kanjis del libro.

—Era mi segundo idioma en la escuela —contó, pasando una página.

Leía siguiendo las palabras con un dedo, intentando que el sonido de las teclas de la máquina no le traspasara el cerebro. Para Izana, hacer algo tan simple como leer un libro se convertía en una tarea complicada.

De hecho, nunca había terminado uno.

Se distraía antes de llegar al final, o se aburría rápidamente y comenzaba a hacer otra cosa radicalmente distinta. Y, cuando veía la cubierta de colores, las páginas polvorientas, recordaba que, realmente, no quería saber el final.

—¿Te iba bien en la escuela?

Frunció el ceño, cerrando el ejemplar de Murakami.

—Puede ser —contestó, seco.

—Deja de hacerte el interesante, ʼZana, seguro que eras el peor de tu clase.

—No me llames por apodos —gruñó, dejando el libro sobre la mesa —. ¿Y qué si lo era? Ese lugar es una basura, nunca te enseñan nada útil.

—No te enfades, mierda —protestó, Kakucho, al sentir que se revolvía directamente sobre su regazo, provocándole —. ¿Es que nunca aprobabas los exámenes?

Negó, apretando los labios. Se había sacado los recuerdos de la cabeza a base de cuchillo, obligándose a cambiar, pero podía alcanzar a visualizarse a sí mismo en ciertas situaciones.

Llorando sobre los carísimos libros de texto que sus padres blancos le compraban, por ejemplo.

El país había estado sumido, primero en la inestabilidad, luego en una dictadura, y aquello había sido suficiente como para hacer que todo lo relacionado con la vida más básica fuera costoso e impensable para la mayor parte de la población.

Todo había sido un infierno. Desde sus compañeros, hasta él mismo intentando ser suficiente.

—Una vez ni siquiera me pude presentar a los exámenes —contó, en voz baja. Nunca hablaba de su vida personal —. Me habían expulsado.

—¿Qué hiciste? ¿Apuñalar a alguien con un bolígrafo, o algo por el estilo?

—Empujé por la ventana del tercer piso a un mocoso que no dejaba de molestarme —se encogió de hombros, como si no fuera nada —. Se abrió la cabeza y tuvo un derrame cerebral.

Kakucho dejó de escribir y lo miró, dándose cuenta de que aquello sólo era una porción sin detalles. Quiso decir algo, pero las palabras murieron en su boca con un pequeño beso.

Apartó las manos de la máquina de escribir, permitiendo que se acomodara mejor. Abrió las piernas para que se sentara entre ellas y apoyara la cabeza en su pecho.

Veía los mechones blancos y ondulados por todas partes, como escarcha sobre una montaña. Se sentía ligero, delgado. Muy delgado. Siempre se fijaba en eso, podía rodearle ambas muñecas con una sola mano, moverle de aquí para allá sin dificultad.

La forma de la nariz respingada era graciosa.

Le acarició el rostro, acercando la silla hacia la mesa, con cuidado de no molestarle demasiado. Volvió a su trabajo, agradeciendo que por una vez se estuviera quieto y callado.

A los pocos minutos, llegó a creer que se había dormido, por la forma rítmica de su respiración. Pero, cuando miró hacia abajo, se dio cuenta de que no estaba haciendo otra cosa más que leer los telegramas.

—Te dije que podías entrar aquí sólo si no husmeabas en donde no te incumbe —le cubrió los ojos, chasqueando la lengua —. Es confidencial, lo sabes.

Izana se cruzó de brazos, dejando que le acariciara el pelo.

En medio de la calma, el cristal de la única ventana tembló con un disparo. Ambos pegaron un respingo, mirándose como si esperaran algo del contrario. Se incorporó, dejando que el oficial se acercara a la ventana con prudencia.

Se quedó en una esquina y se puso los zapatos, tocándose el tobillo. Por dentro, enganchada a la bota, siempre llevaba una daga. La había robado en Afganistán, preciosa y brillante.

—¿Qué pasa? —se decidió a preguntar, cuando el hombre se dio la vuelta, tocándose las sienes —. ¿Mataron a alguien?

—No —gruñó, agarrando el abrigo del perchero y poniéndoselo a prisa —. Esos cerdos no saben controlarse con nada...

La expresión de su rostro cambió con curiosidad y lo siguió por el pasillo del edificio.

Nadie prestaba atención a lo que acontecía frente a las puertas principales. Varios de los edificios adyacentes habían sido desalojados y ocupados exclusivamente por militares que buscaban divertirse un poco por las noches, y distraerse por las mañanas.

Aprovechándose de su posición, tentando el alcohol mientras esperaban a una resignación temprana. Muchos se quedarían allí, controlando el lugar. La mayoría desaparecerían en un par de meses.

Aquello sí era diversión. Izana se quedó mirando a la chica que yacía en el suelo, los balbuceos del soldado medio ebrio.

—No comparto a mi puta con nadie —escupía, encarándose a Kakucho con las mejillas rojas —. Si la quieres, tendrás que pagar por ella.

Se cubrió la boca con una ligera risa. Meterse con un oficial estaba tan mal.

Devolvió la vista hacia ella. Vestida con un vestido hecho jirones, el agujero de bala había recaído en uno de sus hombros. Se movía inútilmente, cubierta de suciedad, con las muñecas y las piernas llenas de marcas desagradables.

Un hilo de sangre corría por el interior de uno de sus muslos. Escuálida, el pelo blanquecino se le caía a puñados. Lo que podría ser un rostro bonito, de ojos mentolados y labios cortados, se tornaba en una expresión de terror a vivir un día más.

Reconocía las rozaduras de lo que podrían haber sido cuerdas alrededor de su cuello. Frunció el ceño, dándose cuenta de que ni siquiera tenía el pecho desarrollado.

Era una niña.

—Oye —llamó, dando un pisotón al suelo para llamar su atención, pero ella sólo pegó un respingo y se encogió, cubriéndose la cabeza como un reflejo automático —. Joder...

Kakucho hacía una seña a uno de los soldados de la calle, porque no llevaba unas esposas encima.

Esquivó un débil puñetazo, pensando en todas las cosas que iba a escribir en el expediente de aquel borracho desgraciado, consumido por la lujuria de una noche más.

El mundo estaba lleno de hijos de puta. Aceptarlo le hacía sentir mejor persona.

Sin embargo, cuando quiso acorralar al tipo contra la pared del edificio, para reducirlo, el acero de un filo largo y curvado rasgó la ropa y le rompió el corazón.

Izana pateó la parte trasera de las rodillas del soldado, con una mueca despectiva en el rostro. La daga goteaba sangre a sus botas, la manga del suéter blanco se había teñido de rojo.

—Escoria —masculló, soplándose un mechón ondulado que caía por su frente.

Se le desencajó la mandíbula, viendo cómo el chico sacaba un pequeño trapo del bolsillo para limpiar el arma desinteresadamente.

Era un jodido demonio vestido de blanco.

Chifuyu no sabía cuánto podía durar un hombre en el sexo, pero estaba seguro de que aquello no era jodidamente normal.

Llevaba al menos quince minutos escuchándolos, atrapado entre el cuerpo encogido de Kazutora y los jadeos de Rindou. En el otro extremo, Ran había estado durmiendo con Sanzu, hasta que éste decidió que las tres de la madrugada era una buena hora para follar.

Mientras el resto estaba durmiendo, a menos de dos metros.

—Te quiero, Rin... —suspiraba Sanzu, atrapando el cuerpo medio desnudo de su pareja con las piernas, tembloroso —... Rin..., ah...

El perro también se había quedado dentro del granero, apartado sobre un cálido montón de paja, mientras que ellos compartían mantas y dormían los unos junto a los otros, entre paja y hojarasca.

Quince putos minutos, quieto, porque no podía moverse o cambiar de postura; mirando al techo, cerrando los ojos y escuchando los sonidos obscenos, los cumplidos. Creía escuchar hasta las uñas de Sanzu deslizándose por los omóplatos del Haitani.

Un sólo segundo más e iba a volverse loco.

Lo peor de todo, era que podía visualizarlos en su mente, besándose, tapándose la boca, jadeando como animales. Lo que había comenzado siendo un par de caricias y una conversación extremadamente pastelosa sobre el futuro, había acabado en aquello.

Primero, la ropa cayendo a un lado. El overall de mezclilla, los pantalones de tela a cuadros verdes, la camiseta de tirantes y la camisa aún húmeda del río. Lo siguiente fueron los besos en el cuello, la sangre estremeciéndose al paso de unos labios bajando por el abdomen desnudo, hasta llegar al escorpión tatuado.

Rindou lo hacía bien, o eso era lo que su chico mascullaba, gimoteante.

—... más...

Chifuyu apretó la mandíbula, adivinando el tobillo de Sanzu sobre uno de los hombros del otro. Se mordisqueó el interior de la mejilla, sintiendo que el cuerpo de Kazutora se inquietaba a su lado.

Y Sanzu era insaciable, se agarraba a todo lo que tenía a su alcance, frágil. Todo despeinado y rosa, piel cicatrizada al tacto.

Dormir se hacía imposible en aquellas condiciones, aquellos dos estaban demasiado desesperados y tenían cero vergüenza.

Creyó que la tortura iba a terminarse cuando escuchó al Haitani derrumbarse sobre el otro. Caricias y palabras de consuelo.

—Vamos a tener una granja juntos, Haru... —decía, escondido en el hueco de su cuello —. No quiero que te vayas, nunca.

—Estoy aquí, no me voy a ir —Sanzu besó su cabeza, con los muslos cansados. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, le hormigueaba el cuerpo —. Todo va a estar bien...

Dejó ir el aire poco a poco, sin hacer ruido. Tranquilo, recostó la cabeza a un lado, chocando contra la de Kazutora. Se tocó las costillas, sin moverse.

Rindou tomó el rostro de Sanzu entre las manos, llenándolo de pequeños besos allá donde sus labios alcanzaron. Por sus mejillas ruborizadas, por los labios hinchados y brillantes de saliva, la frente. Depositó uno sobre el cuero del parche, suavemente.

Se dejó caer a un lado, abrazando su cuerpo desnudo, manteniéndolo cerca.

—¿Otra ronda? —propuso Haruchiyo, en voz baja.

«No, no. Por favor, no».

Un puñado de suerte resultó en el más absoluto silencio. La pareja no hizo nada más que darse un beso de buenas noches, teniendo la tardía decencia de ponerse algunas prendas encima.

Chifuyu pudo dormir al menos una hora tapado hasta el mentón, cálido.

Sin embargo, su mente captó la alteración en el aire. Los pasos sutiles, un suspiro de somnolencia, la puerta chirriando. Al principio, no hizo caso, sumido en un sueño extraño y oscuro, pero, luego, comenzó a ser consciente de la ausencia que había a su lado.

Cuando abrió los ojos, asustado por la pesadilla, descubrió que Kazutora ya no estaba.

Se incorporó con un quejido ahogado, el corazón latiendo a toda velocidad, entumecido en el sentimiento de peligro que emanaban su mente cuando estaba dormido. Se sacudió la paja y arrastró las botas, despeinado.

Salió del lugar con la esperanza de encontrar compañía. No quería volver a acostarse, no hasta que estuviera seguro de haber ahuyentado los malos augurios, los sueños sombríos.

Lo encontró tumbado entre la hierba, en la colina sobre la que podía alcanzar a verse el río. El pelo desparramado, briznas rozándole el cuello.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó el chico, oliendo su presencia con la brisa suave.

—Tuve un mal sueño —Chifuyu sentó a su lado con dificultad, el cuerpo demasiado despierto en comparación a como lo había estado antes —. ¿Y tú? ¿Pesadillas?

—Ojalá fueran sólo eso.

Kazutora sintió la hierba hundirse bajo el peso del piloto. Suspiró, cómodo.

Podrían abrir los brazos y las estrellas serían suyas. Las constelaciones espolvoreadas sobre el manto plateado como si de azúcar en un delicioso postre se trataran.

Señaló a lo alto, reconociendo las formas de los animales que por el cielo corrían. La serpiente, el gallo, el jabalí, entre otros. Su padre le había enseñado a leer el cielo antes, incluso, de reconocer las brisas de aire.

—¿Qué signo eres? —lo miró, curioso. El flequillo se mecía con el suave viento.

—Sagitario.

—¿Eh? —frunció el ceño, casi asqueado —. Eso no, idiota. Me refiero a... —cerró el puño en las estrellas y lo llevó al pecho —. Al otro.

—¿Te refieres al zodiaco chino? —Chifuyu se encogió de hombros —. No lo sé.

Las pocas cosas que Kazutora había aprendido a lo largo de su vida se habían centrado siempre en la naturaleza. Los animales, las estaciones, el propio ciclo que todos continuaban hasta morir.

Podría ser un ignorante y analfabeto, debido a que sus padres no habían tenido el dinero suficiente como para llevarlo a la escuela, pero se consideraba bastante sensato en algunos aspectos.

—¿Cuándo naciste?

—Diecinueve de diciembre —respondió el piloto, colocándose el flequillo —. Del sesenta y cuatro.

Entrecerró los ojos, haciendo cuentas. Puede que se le dieran bien las matemáticas. Calcular el zodíaco era complicado, teniendo en cuenta que se guiaba por ciclos de doce años.

En aquel momento en particular, mientras los dos descansaban al aire libre, estaban en el Año de la Serpiente.

—Dragón —señaló al animal en el cielo, y sus siete casas estelares —. Significa que eres fuerte e independiente, seguro de ti mismo y todo eso. Pero, al final, siempre vas a anhelar algo de amor.

—No sé si identificarme —rio levemente, sosteniéndose de las costillas —. ¿De verdad crees en eso? ¿Cuál eres tú?

—Bueno, es divertido —sonrió, señalando a otra parte del cielo —. Nací en septiembre del sesenta y tres, así que soy el conejo.

—¿El pequeño y dulce conejo? —se burló Chifuyu, dándole un pequeño codazo —Oh, vamos...

—Es para que me comas mejor.

Se miraron en completo silencio, con las cejas alzadas de duda y sorpresa. Estallaron en una carcajada hasta que a Chifuyu comenzaron a dolerle las costillas y Kazutora se dio cuenta de que estaban siendo muy ruidosos.

Ahogó el sonido de su risa en sonidos guturales, feliz, el cascabel sonando como una tercera persona.

Se acurrucó un poco hacia el piloto, descansando la sien contra su hombro. Las briznas de hierba le hacían cosquillas en la mejilla. Los grillos detuvieron su canto durante un instante.

—Entonces, ¿qué significa?

—Que soy sincero y sensible, y que, detrás de lo amable y lo suave, hay fuerza en mí.—explicó, aún sonriendo —. También que soy muy elegante, mírame.

Chifuyu hizo caso, viendo cómo se atusaba el pelo a un lado, presumido. Puso los ojos en blanco, con un suspiro que fingía molestia.

Había sido criado en el centro de un Tokio industrializado y apresurado, con lo que creer en todas aquellas cosas no estaba en su mente. Sin embargo, saberlo no le importaba, era ciertamente interesante.

Lo mismo sucedía con el torii de su placa de identificación. Estaba ahí grabado únicamente porque sus padres eran sintoístas y, de pequeño, siempre lo habían llevado a los templos.

La arquitectura le era bonita y el olor a incienso casi insoportable.

Se preguntó si el resto del grupo tendrían creencias arraigadas mientras miraba disimuladamente cómo el chico cerraba los ojos y respiraba con calma.

El corazón le pesaba en el pecho, al igual que cuando habían llegado al idílico granero. Tanto que comenzó a costarle respirar, abrumado por el pensamiento de su propia muerte.

—Suéltalo de una vez, vamos —susurró Kazutora, mostrando que no se había dormido —. Llevas así todo el día y me estás contagiando el ánimo.

Exhaló una nerviosa bocanada de aire, notando un ligero pinchazo en el abdomen.

—No sé, no puedo parar de pensar en lo que dijo Rindou —tragó saliva, negando para sí mismo —. Ahora más que nunca siento que mi tiempo se está acabando. Es algo que me asusta

—¿Cómo puedes decir eso sin gritar o llorar? —comentó el rebelde, sorprendido por la sinceridad. Estiró los brazos y los cruzó tras su nuca —. Yo me estaría agarrando de los pelos.

Y era cierto, Kazutora era reacio a expresar en voz alta lo que sentía explícitamente hablando. Podía afirmar cuándo estaba triste o feliz, podía asentir a una pregunta sobre si se encontraba mal.

Pero, al final, siempre se atragantaría intentando hablar de lo que verdaderamente ocurría.

—No lo sé —el piloto se frotó la cara, inquieto —. ¿Hay algo que quieras hacer antes de morir?

Se tocó la boca, pensativo.

—Follar y aprender a leer y a escribir.

— Pero... ¿Nada como...?—Chifuyu lo miró con la mandíbula desencajada, sin poder decidir cuál de las dos cosas le sorprendía más —. ¿Nada de enamorarte y esas cosas? ¿Sólo eso?

—Le tengo mucho miedo —titubeó, angustiado —. Significaría que le haré daño a alguien cuando muera, y yo no querría hacerle daño a alguien a quien amara —frunció el ceño —. Es algo que te cambia por completo, y volverme vulnerable interrumpiría todo lo que hago.

Fue la primera persona con la que fue sincero y habló del tema. Se fijó en los ojos azules, con un dolor en el pecho.

Habían congeniado rápido, encontraba en él a alguien que se le parecía, y eso le hacía confiar.

Ni siquiera sabía seguir su propio consejo de contar las cosas para no desbordarse de ellas. Era tan difícil, le volvía tan pequeño que le asustaba y no quería continuar.

Sabía cuál era su límite. Lo había pasado en una ocasión y no quería volver a hacerlo.

—Sanzu y Rindou no parecen distraerse del trabajo cuando están juntos —el chico hizo un gesto con la mano —. Se supone que el amor te equilibra, ¿no? Es una persona que compensa tus carencias y te hace crecer, no sentirte mal.

Chasqueó la lengua, queriendo rebatirle. Puede que Kazutora no hubiera tenido el mejor ejemplo de lo que era el amor.

Desde bien joven había sospechado que sus padres se casaron por conveniencia y no por amor, que su madre quería una hija y no un hijo. En su camino para sacar agua del pozo, se había quedado mirando en más de una ocasión a las madre que iban a buscar a sus hijos a la escuela.

Era extraño. Algo faltaba en sus memorias y era amor, precisamente.

Su padre había sido exigente con él, sin tolerarle un solo error en sus tiros con flecha. Al principio, de niño, todo había estado bien, pero a medida que creció, el hombre no había hecho más que esperar demasiado.

Así que sólo suspiró, en conflicto.

—Tienes razón, pero, tendría mucho miedo igualmente.

Kazutora deseaba enamorarse, viendo la Luna reflejada en las pupilas de Chifuyu, la tímida luz corriendo por su rostro como purpurina y polvo de estrellas.

La situación no ayudaba.

Podría morir sin haber conocido lo que eran los besos lentos, el deseo romántico de dormir pegado en cuerpo y alma a otra persona. En cualquier momento una bala perdida lo alcanzaría en un corazón marchito y falto de cariño.

—¿Y tú? —preguntó, queriendo quitarse la angustia de encima —. ¿Hay algo que te gustaría hacer?

—Volver a Tokio y enamorarme. Echo de menos a mi familia y a mis amigos.

Asintió, conociendo lo que era perder aquellas dos cosas en específico.

La suerte que había creído perdida cuando los rusos tomaron Ōshū había regresado la noche que conoció a los hermanos Haitani. Con su familia a dos metros bajo tierra y las emociones por los suelos, no había podido hacer otra cosa más que seguir adelante.

Había sido duro. Solo. Tenía tanto miedo de la soledad y todo lo que ésta se llevaba consigo.

Personas que morían de soledad, personas que mataban por acallar lo que les atormentaba. Quedarse atrapado en el bucle de un sentimiento concreto era horrible.

Se estaba agobiando.

—¿Cómo son tus amigos? —tartamudeó, queriendo agarrarse a algo.

La expresión del chico se descompuso.

—Pues... —devolvió la vista al cielo, parpadeando varias veces —. Son lo mejor que me ha pasado nunca. Siempre estamos ahí los unos para los otros, y... —sorbió por la nariz, sonriéndole a las estrellas —. Los quiero mucho.

—En Tokio hay cine, ¿verdad? ¿Alguna vez has ido?

—Sí, con ellos —musitó, sus palabras temblaron —. ¿Y tú?

Chifuyu lo miró, recorriendo su rostro de arriba abajo. Suaves mejillas rosadas, la nariz fina, los ojos rasgados. El pequeño lunar como atributo más característico y, ahí abajo, labios tersos y rojizos.

Kazutora le gustaba. Era determinado y sensible al mismo tiempo, una combinación que se le hacía curiosa.

—No, nunca he ido, pero me gustaría hacerlo —comentó, quedándose callado entre una cosa y otra —. Con mis amigos, supongo.

Había sido hurgar en la herida hasta hacerla escocer, metiendo los dedos sucios y salpicados de alcohol.

El aviador extraviado se incorporó sobre sus codos, con las lágrimas bajando por las mejillas. Respiraba por la boca abierta, con el pecho alterado, ocupado en mantenerle vivo.

Sus costillas se quejaron, arrancándole un desastroso hipido.

Cerró los ojos, sintiendo que Kazutora se sentaba a su lado y lo abrazaba, temblando. Temblando tanto que parecía que iba a morir del frío de la inquietud y la guerra, llorando.

Ocultó la cara en el hueco de su cuello, agarrando su espalda.

—Oye, Tora, eres muy fuerte —sonrió, consumido en la horrorosa sensación de vacío —. Has estado sintiendo esto mismo durante meses, ¿verdad?

—Es una mierda, lo sé —un tintineo del cascabel. Acariciaba su nuca erráticamente, las lágrimas caían por su mentón, gotas de plata fundida que se deslizaban de sus ojos —. No te lo guardes, ¿vale? Te acabará matando y no quiero eso.

Parecía que hablaba como si lo supiera de primera mano, como si todas las —aún escasas— veces que se habían mirado hubiera sabido exactamente qué era lo que ocurría en su corazón.

Sentía que le complementaba en cierto modo, que le aportaba seguridad cuando estaban juntos.

Confiarle su vida a una persona como Kazutora había sido una buena decisión. Aunque al principio no había tenido más remedio, en aquel momento lo supo.

—Oye —repitió, inhalando el leve aroma a tabaco. Su nariz chocó con el pendiente y lo hizo sonar graciosamente —. Podríamos...

La Luna titiló.

—Enamórate de mí, no quiero tener miedo.

Aviador extraviado y rebelde asustado, ambos se dejaron caer de nuevo a la hierba, mirando al cielo.

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