05

A ojos de Izana, Kakucho era el misterio que nadie quería descifrar.

—Conozco tu secreto.

Podría ser una amenaza. ¿Lo era? Su tono sonó como tal, incluso el soldado que había junto al hombre pareció descomponerse en terror. O, quizá, sólo era que ya había llegado el rumor de que había sido él quien había apuñalado a un tipo que había merodeado demasiado cerca del Capitán.

No se escuchaba otra cosa más que las hojas de los árboles acariciándose perezosamente, mezclándose con la suave brisa que las mecía. Descalzo, acababa de salir del edificio que usaba como residencia, en cuya última planta se había quedado el camisón de pijama.

El hormigón se sentía frío bajo sus pies, una piedrecita se le clavaba incómodamente en el talón.

—¿Qué? —Kakucho se volvió hacia él, sin entender a qué demonios venía aquello a tales horas de la mañana.

Izana rio por lo bajo, metiendo la mano en el bolsillo de sus pantalones a finas rayas. Y le lanzó un anillo de oro.

—Te lo dejaste en mi cama la otra noche.

Disfrutó, oh, cómo disfrutó del rostro de Kakucho rompiéndose como si de un espejo se tratara. Pedazo a pedazo, pálido, mientras miraba la alianza y la guardaba en su uniforme, tragando saliva. Fingir que no pasaba nada no le serviría, pues incluso el tipo que tenía al lado se volvió más pequeño, apartando la mirada con incomodidad.

Se quedó viendo al pobre soldado con una sonrisa socarrona, esperando a que se alejara por sí mismo de allí y se llevara sus estúpidos asuntos a otro lado. Sin embargo, le pareció más caótico desaparecer con la misma facilidad que había llegado.

Hizo una leve seña y regresó al interior del edificio, guardándose la risa, relamiéndose la boca con avidez. Izana, que debería de estar durmiendo —decir que dormía muchísimo era quedarse corto—, cruzó el umbral y subió las escaleras de vuelta a su cuarto, escuchando cómo el Capitán perseguía su sombra.

No cerró la puerta. Las tablas de madera crujieron bajo las gruesas botas militares, y sonaban lisas contra sus pies descalzos. El lugar era pequeño y acogedor, había ordenado ponerle dosel a su cama porque no soportaba la luz ni la penumbra.

—Quítate las botas antes de entrar, como ensucies algo te mato —gruñó, acercándose a la ventana abierta. Apoyó los antebrazos sobre el alféizar, asomado al bosque —. Y tráeme el desayuno.

Casi pudo escuchar los sonidos de irritabilidad que hacía al quitarse los zapatos y arrojarlos por ahí. La puerta se cerró de golpe e Izana sonrió a los árboles y al gorrión que pasó frente a él.

La guerra en Japón era distinta de la de Afganistán, donde había estado hasta entonces. Se aburría con facilidad, nada realmente podía mantenerlo entretenido durante mucho tiempo y aún tenía trabajo en el país nipón.

Nada, excepto Kakucho.

Su altura podría imponer, pero no lo hacía. El hombre pudo hablar y preguntarle de dónde había sacado el anillo de matrimonio, pero no lo hizo, consumido en la horrible sensación del nudo de su garganta, que le impedía hablar sin que las lágrimas saltaran.

—¿Y mi desayuno? —preguntó, mirándolo de arriba a abajo, fingiendo un aire despectivo.

Alcanzaba a ver el tímido brillo de la cadena que llevaba al cuello. Se imaginaba la cruz ortodoxa aplastada contra su pecho, entre ropa y piel, caliente. Sabía que nunca se la quitaba, que le molestaba que la tocara con la boca siquiera. Que la envolviera con los labios anhelantes de más, y tirara, escuchándole jadear.

Subió hasta su rostro y ladeó el mentón, dubitativo. Quería su respuesta llorosa.

—Hazlo tú —Kakucho alzó el labio superior en una mueca trémula.

—Así no es como se trata a un Héroe de la nación, Capitán —rio por lo bajo, atusándose el esponjoso suéter beige. Negó con la cabeza, chasqueando la lengua —. ¿Cuántos mocosos tienes? ¿Dos, tres?

—Guárdate todo eso para ti, Kurokawa. Mi vida privada no es de tu interés.

—Tal vez a tu mujer sí le interese que te estás acostando con hombres —se encogió de hombros, reprimiendo una sonrisa. Devolvió su atención a la naturaleza —. Mierda, te vas unos meses a la guerra y ya eres infiel, ¿eh? ¿Tan desastroso era tu matrimonio?

Los dientes de Kakucho rechinaron con impaciencia.

No estaba esperando a nada, sólo a una disculpa o a la promesa de que nunca volvería a mencionarlo. El anillo era de oro, el obsequio que más dinero le había costado en sus veintisiete años de vida. Pensaba se vería bonito tanto contra piel de canela como blanca y lechosa; se lo había quitado durante la primera noche en la que aceptó que no podía continuar.

Y, desde entonces, había caído una y otra vez. Por el chico de las trenzas y los ojos rasgados, por el primer roce con Izana apenas cinco minutos después de conocerlo. Por mucho que intentara no pensar en ello, decirse que sólo era la desesperación de no tener algo cálido en toda aquella mierda, era mentira. La peor mentira.

En el fondo, siempre supo que no era normal.

Tomó aire para hablar, pero se quedó atascado en su tráquea. Cerró la boca, angustiado. Tenía una punzada de dolor precisamente en el lugar que más había odiado.

—No vayas diciendo esas cosas por ahí, ¿me oyes? Tengo una reputación —alcanzó a decir —. Y el respeto de mis soldados...

—¿De qué estás hablando? Sé sincero, te da igual el respeto que te hayas ganado —Izana alzó una ceja, con una pizca de burla en las pupilas —. Tienes tanto miedo de ti mismo que no puedes tenerte en pie si eres consciente de ello. Por eso, lo ocultas. Te casas, tienes hijos y luego tiras todo a la basura porque siempre has sido así, pero no quieres aceptarlo.

Era tan jodidamente inteligente. Sonreía, a sabiendas de que le estaba haciendo daño.

Y Kakucho no tenía nada con lo que defenderse, porque la fotografía que tenía con sus hijos estaba escondida en el doble fondo de un cajón, y llevaba meses llevando el anillo en un bolsillo.

Meses en los que jamás puso un alto a la forma a las pequeñas notas que se pasaba a escondidas con el japonés. Acostándose esporádicamente con él, fingiendo que no le importaba en absoluto.

—Vigila a ese tipo de pelo largo. Uno de mis soldados dice haberle visto salir de una casa por la ventana, seguro que se trae algo entre manos —le habían dicho —. Si lo llevas al patíbulo seguro que te ganarás una medalla, Hitto.

La situación se había descontrolado.

Aquella misma noche le había dado un bono por comida. Notarlo tan delgado bajo la yema de sus dedos le destrozaba, porque sabía que también era responsable.

Si Ran muriera algún día, ¿sería su culpa? Si tuviera que ordenar su ejecución, ¿dudaría? Estaba traicionando a todo el puto país con sus actos, con su irresponsabilidad. Estaba siendo un egoísta de mierda, haciendo caso de su corazón, cuando su trabajo consistía en no tenerlo.

—Si tu vida ahora es miserable es por tu propia culpa —continuó el aviador, dando una vuelta por la habitación. Tomó el reloj de arena de la mesita de noche y le dio la vuelta, observando los diminutos granos —. Dudo que puedas volver atrás, ¿qué sentías cuando follabas con tu mujer?

—Izana —alzó una mano, pidiéndole callar —. Para.

—Personalmente, no me gustaría crecer y descubrir que mi padre es un maricón de mierda —puso los ojos en blanco, pensando en los mocosos del capitán —. Bueno, disfruta de lo cosechado.

Kakucho le arrebató el reloj de arena y lo estrelló contra su cabeza.

Arena por todas partes. Izana cayó contra el borde de la cama con un quejido ahogado, tocándose el pelo. Peligrosas esquirlas llenaban el suelo a sus pies. Kakucho soltó una exhalación.

Había cruzado la línea. El cuerpo del chico se desplomó en el suelo.

Siseó por lo bajo, hiperventilando. Las lágrimas cayeron a su mano roja, alrededor del cristal que se le había clavado en la piel. Lo arrancó, temblando de impotencia, se rompió a sus pies como otra mala decisión que había tomado.

El cabello blanquecino se perlaba de sangre poco a poco, goteando oreja abajo, por aquellos pendientes del mismo color. Tragó saliva, inquieto al ver que Izana no se movía.

—¿... Izana?

Se arrodilló a su lado, sollozando. Incluso si no había nadie allí, llegó a sentirse observado por decenas, miles de pares de ojos que acababan de presenciar lo que había ocurrido. El inusual arrebato de violencia, el piloto que no contestaba, todo se juntó en su mente, en su vista nublada de lágrimas.

Lo tocó. El cuerpo cálido, la expresión risueña, pestañas que no aleteaban con superioridad. Era ligero, se sentía maleable entre sus brazos entrenados. Lo pegó a su pecho, notando que las extremidades pesaban.

Kakucho lo sostuvo con delicadeza, encogiéndose en el suelo. Ocultó el rostro en el cómodo hueco de su cuello, luchando por respirar.

—Mierda... ¿Izana? —disfruta de lo cosechado. Y él era el culpable de sus propias desgracias. Lo movió ligeramente —. ¿Izana?

El verde militar del uniforme se manchó de rojo intenso. Una mano se agarró a su pecho, clavando los dedos con debilidad.

Dejó ir una bocanada de alivio.

—Inspira profundamente.

Chifuyu se resintió. Cerró los ojos, apretando los dientes con fuerza. Respiró todo lo profundo que pudo, sintiendo cómo el chico le tocaba el torso.

Sanzu hundió ligeramente los dedos en los bordes costales, trazando la forma curva de las costillas inferiores, desde el centro hasta los costados. En el espejo, se reflejaba cómo la caja torácica parecía sobresalir más.

El botón de los pantalones de mezclilla estaba desabrochado, mostrando un leve camino de vello negro hasta la ropa interior. Su torso desnudo se veía trabajado, sombras de músculo por aquí y por allá, nada de hambre en el abdomen marcado.

Por el momento. Sabía que sería cuestión de días que comenzara a perder kilos.

Kazutora pudo haber vomitado por la horrorosa visión de los dedos de su amigo metiéndose por debajo de las putas costillas sanas, pero tragó saliva dolorosamente, observando la forma en que las yemas de sus dedos se deslizaban por la piel blanca y suave.

—Exhala —pidió el chico, desde detrás del piloto —. Tranquilo, es normal que duela un poco, pero necesitas hacerlo.

La pelvis hacía un amago de marcarse, había un lunar cerca de su cintura. Diminuto. Alzó las cejas, pensando en que había visto demasiadas cosas desagradables en las anteriores veinticuatro horas, pero aquella no lo era en absoluto.

Puede que Kazutora tuviera una extraña fijación por mirarle demasiado.

Chifuyu lo observaba a través del reflejo, pero le daba la espalda al espejo del baño y no podía ver cómo sus ojos llorosos de dolor pestañeaban con lentitud en su dirección. Su cuerpo estaba salpicado de hematomas y cortes, raspones en los costados.

Se mordió el interior de la mejilla, cruzándose de brazos.

Mechones negros despeinados. Le resultaba extraño verle sin la venda de la cabeza, pero admitía que estaba bien así, con el flequillo desordenado a un lado, y ojeras de no haber dormido bien. Apostaría lo que fuera a que su boca olía a humo, podía adivinar dudas e inseguridades en iris azules.

—Prestas mucha atención, Tora —comentó Sanzu, riendo por lo bajo —. ¿Quieres aprender a hacerlo?

—Se ve asqueroso —chasqueó la lengua, alterado por haber sido cazado en su sesión de pensamientos perdidos en el cuerpo de otra persona —. ¿Para qué sirve?

—Cuando alguien tiene una costilla rota o fracturada, su postura cambia y la capacidad pulmonar puede verse afectada —explicó su amigo, soltando al aviador —. Es peligroso, hay que trabajar la respiración —hizo una seña —. Ven aquí, es útil saber de estos temas.

Refunfuñó por lo bajo, con marcas de sábanas aún pegadas en las mejillas. Se había quedado media hora más dormitando, esperando a que su ánimo volviera a un estado relativamente normal.

Acudió a la espalda de Chifuyu. El vello de sus brazos pareció erizarse con la cercanía, mientras Sanzu le guiaba para rodearle y tocarle por encima del vientre con delicadeza.

—¿Cómo sabes esto? —preguntó, tocando la piel desnuda, fría —. Creí que te criaste en una granja.

—Digamos que era el niño que siempre se rompía cosas por andar jugando —rio Sanzu, comprobando que todo estuviera bien a través del reflejo —. Cuando el abdomen se meta hacia dentro con la inspiración, mete un poco los dedos en los bordes costales. No lo hagas bruscamente.

Musitó una afirmación, asomándose un poco por encima del hombro del chico. Chifuyu ladeó el mentón hacia él, respirando por la boca brillante, un jadeo entrecortado.

Se disculpó por lo bajo al sentir que temblaba entre sus brazos. La costilla afectada no estaba muy lejos de las inferiores, y nunca había tocado tan explícitamente una caja torácica como lo estaba haciendo.

Deslizó el tacto por la zona, desde el centro hasta los laterales. Lento, cuidadoso, todo lo que pudo ser. Aún tenía sangre seca bajo las uñas, pero no pareció que aquel hecho incomodara al piloto.

—Está bastante bien. Intenta no presionar tanto la próxima vez, que no estás testando la carne del asador —Sanzu sonrió, echándose el cabello hacia atrás, quiso decir algo más, pero el chirrido de una puerta abriéndose le provocó un respingo —. ¿¡Ran!?

Su amigo salió a toda velocidad del baño, dejándolos a solas.

A pesar de que había creído que Ran Haitani regresaría poco después de haberse despertado, su ausencia no hizo más que prolongarse sin motivo alguno. Kazutora se había pasado la mañana fumando nerviosamente, conversando de vez en cuando con los demás.

Suspiró, cómodo. El aliento acarició el hombro del aviador, que le tomó de las manos y las guió por la zona, instándole a palpar los hematomas.

—Mantente erguido —subió por sí mismo hasta el centro de su pecho, irguiendo su postura al presionar un poco hacia atrás. La espalda desnuda chocó contra su pecho. Un quejido escapó de labios húmedos de nicotina —. Por mucho que duela.

—Sí, lo sé —Chifuyu le miraba con firmeza, a través del espejo —... mi turno.

—Ah, pensé que era el mío.

—Realmente no importa —exhaló una leve risa, alejándose y dándose la vuelta. Se apoyó contra el lavamanos y se cruzó de brazos, expectante —. ¿Eres tú el líder del grupo?

Iris de miel se pasearon por su torso desnudo, antes de llegar a sus ojos. Se miraron en silencio.

—No, aquí todos tienen voto y derecho a ser escuchados por igual. Eso también te incluye a ti —aún tenía la voz raspada por el sueño —. ¿Por qué lo preguntas? No reparto medallas por méritos, pero si quieres alguna recompensa...

—Sólo quiero que me dejes de dar patadas mientras duermes, mierda —se quejó, negando con una sonrisa —. Idiota.

—Ocupas mucho espacio —el rebelde se encogió de hombros, como si no fuera cosa suya —. Vístete, iré a ver a Ran.

Dicho aquello, Kazutora lo dejó solo.

Sin embargo, se quedó al otro lado de la puerta cerrada, escuchando. El ahogado sonido de un sollozo llegó a sus oídos y se mordió el labio inferior, a sabiendas de lo mucho que debía dolerle a Chifuyu estar tan lejos de casa.

Pudo haber entrado, haberle abrazado y dicho que no estaría solo mientras estuviera a su lado, pero no lo hizo. Algo le dijo que era del tipo de personas que no soportaban que las vieran llorar.

Se tocó el pecho, sintiendo el contagio de la devastación del piloto. Y, de repente, era como si él hubiera perdido todo lo que le importaba. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero tragó y continuó hacia delante, como hacía siempre.

No era ningún secreto. No soportaba ser tan sensible a las emociones de los demás.

Y, cuando llegó a la cocina, tuvo que quedarse quieto, bajo el umbral, para que sus neuronas conectaran lo que estaba sucediendo.

Sanzu husmeaba en bolsas que había sobre la mesa, entre enormes lágrimas e hipidos de felicidad. Su estómago sonaba de impaciencia, un olor intenso llenaba la estancia y le provocaba un dolor constante en el vientre hambriento.

Comida.

Tarros enteros llenos de arroz y alubias, fruta, incluso pan recién hecho y caliente. Carne envuelta en papel, pescado con escamas, un pequeño saco de patatas; acertó a ver crema de manos, un par de zapatos y una manta doblada.

Lo que había allí duraría como mínimo dos o más semanas, suficiente para tres o más personas. El cuerpo le pedía comer, darse el atracón más grande de su miserable vida y aumentar cinco kilos de golpe.

Permaneció en su sitio, admirando la forma en que Rindou agradecía a su hermano y éste correspondía, revolviéndole el pelo.

—¿Dónde has estado? —preguntó, rompiendo el momento. Tres pares de ojos se volvieron hacia él —. ¿Has robado todo eso?

No había secretos en su grupo, su familia. Sanzu ya masticaba un pedazo de pan que apenas le entraba en la boca, llorando.

Ran se rascó el cuello, aparentemente nervioso por la repentina pregunta. Ninguno de ellos se había ganado otra cicatriz para la colección. Sólo más sangre que goteaba de sus manos.

—Logré huir y esconderme en una habitación vacía —contó el Haitani, apoyándose contra la esquina de la mesa —. Pero, alguien entró y me pasé horas metido en el armario. Fue... —hizo un gesto, devastado.

Frunció el ceño. No lucía despeinado, todo lo contrario, el cabello estaba pulcramente atado en dos trenzas que caían graciosamente por sus hombros, restándole un par de años de edad. Su rostro no era el del hombre sucio y polvoriento que había dejado en el burdel, y no había rastro de maquillaje.

Desde luego, no parecía como si se hubiera pasado una eternidad encerrado en un armario aleatorio, escuchando torturas al otro lado de la madera, con la impotencia de no poder hacer nada para ayudar; a excepción de su expresión facial.

Por su parte, había regresado manchado y decaído, más muerto que vivo. La piel de sus manos y antebrazos se notaba rasposa por la obsesiva forma en la que se había frotado al regresar. Y aún tenía el pelo sucio, lleno de nudos y despeinado porque se había revolcado entre las sábanas por segunda vez, intentando no empujar a Chifuyu y tirarlo de la cama.

Kazutora no era idiota. Ran tampoco.

—Veo que tuviste tiempo de asearte —soltó, a sabiendas de que había algo extraño en el aire. Algo que le erizaba el vello de los brazos y le hacía cosquillas en la nuca. Sentía peligro —. ¿Qué hay de todo esto?

—No es nada —el hombre se encogió de hombros, rascándose la sien —. Un bono de racionamiento en el bolsillo de un cadáver. No sé cómo sentirme, pero no pude evitar probar si era válido o no.

Alzó las cejas, con el olor a pan rascándole la garganta, quedándose en su lengua como uñas cortadas. Se relamió con ansia, mirándole de arriba a abajo. Sanzu pasó por su lado a toda velocidad, brincando con alegría.

Tragó saliva, respirando por la boca. Acabó por chasquear la lengua, tocándose el abdomen y rindiéndose. Había tenido la decencia de cubrirse con la primera camiseta que encontró al fondo de un armario, el frío lamía sus pies descalzos contra la baldosa blanca de la cocina.

Finalmente, se acercó a analizar las bolsas con cautela felina.

Sus dedos tropezaron con dos cajetillas de tabaco y un encendedor; botellas de leche e incluso alguna que otra pastilla de jabón. Escuchó pasos y alzó la mirada, reprimiendo la imperiosa necesidad de agarrarlo todo y salir corriendo para comérselo en una esquina, como un ratón codiciando un pedazo de queso.

De hecho, también había queso.

—¡Mira! Tendremos suficiente para todos durante las próximas semanas...

Sanzu alzaba ligeramente el brazo, para que Chifuyu pudiera sostenerse de él al andar. Le contaba mil cosas en un segundo, mientras que el aviador le miraba y asentía en pleno silencio, con los ojos rojizos.

Había algo en su mente que no cuadraba y la ansiedad de que había algo que estaba mal desaparecería difícilmente.

—¿Por qué no vamos al granero a celebrarlo? ¿Eh? —propuso Ran, cruzándose de brazos con una sonrisa fraternal —. ¿Has vuelto a ir, Haru?

—Sólo una vez, para comprobar si había minas alrededor. Está vacío, así que es seguro —explicó —. No hay patrullas.

Kazutora gruñó por lo bajo, arrancando la pegatina de un plátano y pegándola en la madera desgastada de la mesa. Le hizo una seña a su compañero, que se apartó de inmediato del aviador con una risita y le dejó espacio bajo el umbral.

Deslizó el tacto por la espalda baja de Chifuyu, subiendo, mirándole fijamente. Su postura se volvió más erguida, escuchó cómo reprimía un quejido de dolor.

Quería preguntarle si él también lo sentía. La incomodidad que flotaba artificialmente en el aire, la extrañeza de la situación. Tenía la certeza de que era inteligente, perspicaz, pero, el chico sólo alzó una ceja, carraspeando para hablar.

—¿Qué es el granero?

—Donde esos dos van a... —agarró a Chifuyu de los hombros y se escondió tras él con un silbido, cuando Sanzu amenazó con romperle la barra de pan en la cabeza —. ¡A quererse mucho, iba a decir! Qué jodidamente agresivo...

El ambiente se aligeró bastante con las risas. Haces de luz matutina entraban por la ventana y llenaban el ambiente de tonos dorados, reflejándose en pupilas brillantes, mejillas rosadas.

Acabaron por sentarse a la mesa, mientras Rindou guardaba todo en las alacenas, también en la pequeña puerta de la despensa. Apartaba muchas cosas a un lado y las volvía a meter en bolsas, todo listo para que pudieran repartirlo entre sus hogares.

Kazutora se cruzó de brazos, dejándole su sitio al piloto. Ran apoyaba los codos sobre la madera, mirando a su amigo con cariño, tocándose las trenzas.

—Está a varios kilómetros de aquí, ahí es donde me crié —Sanzu ocultó un mechón rubio tras su oreja, revelando varios piercings —. Mi familia se dedicaba al campo y tenía que ayudar en casa, con los animales. Después de la ocupación rusa, quedó abandonado.

La primera vez que había sabido de su historia, había sido al fuego de una chimenea, curándole las heridas.

Recordaba la sorpresa de haberle escuchado hablar por primera vez en días, después de haberlo encontrado en un callejón, sucio y ensangrentado. La forma de su voz raspada, como vajilla rompiéndose, lágrimas secas y un relato corto, pero desgarrador.

Bastaba con saber que sus hermanos y sus padres habían desaparecido. Toda su puta familia borrada del mapa como si no fueran nada. Y el chico apalizado en un charco de barro y mierda, incapaz de ponerse un pie o pensar.

La tranquila vida del pueblo de Ōshū se había roto por una estúpida guerra. Y la tranquila noche, después de haber escuchado la historia de Sanzu, la hoja de su tantō goteó sangre.

Porque, la principal diferencia entre Kazutora y los demás, era que convertía todo lo que sentía en odio.

—Cerca, hay un río. Por estas fechas la corriente es suave y...

—¿Y cómo se supone que llevaremos a Chifuyu? —interrumpió, sin ánimo de estropear la felicidad del momento.

—Necesito descansar, tú mismo lo dijiste —el susodicho tanteó la mesa con los dedos, respirando profundamente —. Estaré bien en cama.

—El frío es bueno para esa clase de heridas —argumentó, tocándole el hombro —. Y apestas, un baño no te vendría mal, ¿sabes?

Chifuyu quiso protestar, o al menos darle un merecido golpe, pero decidió no moverse y suspirar.

Los huesos de sus costillas se rozaban en el interior de su torso. Era una sensación extraña que le volvía paranoico. Pinchazos de dolor atravesaban su cráneo de vez en cuando, cansando sus ideas. Regresar parecía un sueño cada vez más lejano.

Rindou sacó algo de un cajón, mostrándolo al resto. Un aparato pequeño y negro, con una forma bastante peculiar.

—Podríamos pagar por papeles falsos —agitó la cámara instantánea en el aire, entusiasmado. Sin embargo, su expresión cambió repentinamente —. Si quieres unirte, claro.

Pestañeó un par de veces, sin alzar la mirada.

Todo el tiempo que había tardado en dormirse, la noche anterior, lo había invertido en dos cosas. La primera y más calmante, en la forma del liviano cuerpo de Kazutora a su lado, la tenue respiración y la agradable compañía; la segunda y más importante, en el puto cuartel.

Había pensado en buscar una radio.

Encontrar la frecuencia y mandar un mensaje al ejército, al menos para dar señales de vida e informar de lo que fuera. Sin embargo, pronto había llegado a la conclusión de que los rusos estarían pinchando todas las frecuencias, escuchando posibles movimientos, espiando a Japón de la forma más tradicional.

No tenía otra opción. Nunca, desde el momento en que se precipitó del cielo y se enredó en el hilo de su destino, tuvo una.

Sobrevivir había sido su prioridad. Haberse encontrado con alguien que lo cuidaba sin esperar nada a cambio, con aquel grupo de gente decidida a retomar lo que era suyo le agradaba en cierto modo. Podría haber sido peor. Podría haber muerto.

Miró hacia atrás, girándose un poco en la silla. Kazutora lo miraba sin ninguna duda, el lunar rasgaba sus ojos en un atributo que rozaba lo misterioso. Atractivo.

Finalmente, asintió.

—Sí, por supuesto —intentó sonreír, pero le salió una mueca torcida por un flechazo en el torso. Se tocó la zona, encogiéndose —. Gracias.

—Entonces, ve a vestirte con algo mejor que eso y te sacaré una fotografía para los documentos —dijo Rindou, antes de revisar que todo estuviera bien con la Fujifilm.

Kazutora se había quedado con un mal sabor de boca. Apenas unos minutos después, cuando Ran acudió a su dormitorio para cambiarse de ropa, se acercó a su hermano pequeño con cautela.

—Vigila a Ran —pidió, a sabiendas de que algo se le estaba escapando —. Sé que es tu hermano, pero hay algo que no me cuadra.

Y, a pesar de la dura sospecha, Rindou sonrió y le prometió que lo haría.

Kakucho dejó la bandeja sobre la mesita de noche. El olor a cítrico y dulce le entraba por las fosas nasales, dándole hambre.

El suelo estaba limpio. Ya no había arena, ni cristales, y los rizos ondulados de Izana estaban parcialmente tapados por una venda. El piloto canturreaba en voz baja, pasando las páginas de un poemario, como si no estuviera allí.

—I wanna hurt you just to hear you screaming my name...

—Deja de escuchar esa música capitalista —frunció el ceño, sentándose cuidadosamente al borde de la cama —. Te están lavando el cerebro.

—Mierda, Kakucho, y seguro que tú escuchas a Leonid Kharitonov mientras te tomas una puta copa de vino, con tu mujer florero y tus hijos, ¿eh? Maricón.

Chasqueó la lengua, casi acostumbrado a la forma en la que solía dirigirse a la gente cuando algo no le gustaba. Al menos no había amenazado con hablarle al jodido presidente —como había hecho más veces— después del golpe que lo había dejado medio inconsciente.

Llevaba unas horas tumbado en la cama, recostado contra un cojín. La luz se colaba entre el dosel blanco, que parecía hecho de seda y espuma de mar, y se reflejaba en los bonitos iris de lirio.

Era guapo. Incluso viéndose vulnerable y pequeño, sus mejillas rellenas se alzaban con una sonrisa pícara; la piel oscura se sentía suave al tacto, aunque no sabría decir si se parecía más a la canela o al chocolate. De todas formas, compararlo con alimentos no era algo que hiciera en su tiempo libre.

Pero sí pensaba mucho sobre el tema.

El ambiente se había calmado. En la bandeja había zumo de naranja y un par de croissants. Porque al chico le gustaba desayunar ligero, pero sano y dulce al mismo tiempo. Un mechón ondulado caía por su frente, atractivo.

—¿Cuántos hijos tienes? —preguntó Izana, con el vaso en la mano.

—Tres —suspiró. Un ligero rubor apareció en su rostro cuando el otro alzó las cejas, inquisitivo —. Dos niños y una niña. El mayor tiene nueve años.

—Espera, espera, ¿cuántos años tienes?

—Veintisiete —apretó la mandíbula, sintiéndose analizado —. ¿Qué pasa?

Izana hizo un leve gesto, masticando. Labios brillantes.

—Nada, cuéntame más —pidió, interesado —. Está mucho mejor que las telenovelas que echan los jueves.

Kakucho había tenido su primer hijo a los dieciocho años. Algunos dirían que era demasiado tarde, otros dirían que era demasiado temprano.

Era un buen padre. O eso era lo que quería creer. Había hecho exactamente lo mismo que había hecho su propio padre con él. Enseñarle al niño a montar en bicicleta, a nadar y amar a su país. Pensándolo bien, casi había tomado los recuerdos como un manual de matemáticas, con ecuaciones que debía seguir para criar bien al chiquillo.

Mentiría si dijera que no se había echado a llorar con la noticia de que su novia estaba embarazada. No había sido intencional, de corazón. Ni siquiera su puta relación lo fue.

—A ella la conocí en la escuela —explicó, viendo las migajas en la rosa de los labios del piloto. Tragó saliva —. Era inteligente, solíamos vernos en la biblioteca. Tardé en darme cuenta de que quería algo más conmigo y aproveché la oportunidad de que mi madre me presionaba para conseguir una novia.

Era extraño. En cierto modo, sentía que se estaba desahogando. Que alguien lo estaba escuchando por primera vez en mucho tiempo.

Se quedó callado, sin saber qué más agregar. Todas sus primeras veces habían sido algo desastrosas. Desde su primer beso, entre libros polvorientos, hasta su primera vez en la cama. Se había esforzado en hacerle feliz, en darle una vida cómoda con su sueldo, en ayudarla a criar a sus hijos, por mucho que se viera incapaz de continuar.

Estar lejos de casa le daba una visión abierta. Nadie podía apreciar su situación desde dentro de la caja, debía salir para poder darse cuenta de todo lo que había hecho, todo por lo que había pasado y lo que pudo ser de cosas que nunca fueron.

—¿Tienes familia?

—De siete hermanos, yo soy el mayor —dijo, apoyándose detrás de su espalda. Miró al techo —. Nací en un pueblo de los Urales, teníamos que ayudar mucho en casa. A los dos últimos no los conozco. Sé que tengo bastantes primos. No sé.

—Joder, el coño de tu madre debe parecerse al túnel del metro —soltó Izana, cubriéndose la boca con una risa —. Perdón —pero, volvió a reírse, y tuvo que apartar la mirada para ponerse serio —. ¿Y la cicatriz? ¿Cómo te la hiciste?

—Un accidente de coche —se limitó a decir.

No explicó cómo, con cada hermano, se sentía más desplazado. Menos atendido, menos especial. Únicamente su padre había mantenido el espíritu de un niño en él, llevándolo de pesca, enseñándole miles de cosas que valoraba más que nada.

Su padre, el mismo que murió en el asiento de piloto. A su lado, probablemente sosteniéndole de la mano. Despertar en el hospital y descubrir que un pedazo de su vida se había ido había sido la primera gota de melancolía.

Su madre apenas tardó un mes en dejar el luto y volver a casarse.

Izana esperaba por más datos aleatorios. Kakucho sólo pidió permiso con la mirada llena de lágrimas, antes de recostarse sobre su pecho, medio sentado. Estaba temblando.

—¿Qué hay de ti? —preguntó, sintiendo el calor de su pecho, delgados brazos rodeándole con más delicadeza de la que presumía.

—Es un secreto —Izana rio por lo bajo, acariciándole el pelo como si fuera una mascota —. No necesitas saber de mí para arrodillarte a adorarme.

Qué arrogante era, en ocasiones no lo soportaba.

Tenía el falso consuelo de que, algún día, la guerra acabaría. La Unión Soviética estaba haciendo su último esfuerzo, participando aquí y allá en campañas bélicas, desde Oriente Medio hasta África. La crisis económica se lo llevaría todo abajo, apostaba por ello.

Hasta que el país se descompusiera en todos los estados que lo formaban, Kakucho estaba seguro de que aún podían retomar el nombre de lo que había sido un imperio para elevarlo por última vez. Y, con ello, también sus logros en el trabajo.

Si tan sólo Ran no fuera tan jodidamente dulce, si tan sólo no tuviera un corazón. ¿De verdad necesitaba medallas, reconocimientos? Cuando, podría quedarse una eternidad entre los brazos de Izana, respirando contra su pecho, la fina tela del camisón.

Nunca antes, ni siquiera en sus años de adolescencia, se había sentido tan perdido.

Tenía la sensación de que debía detenerse y pedir un traslado a otro lugar, lejos de aquellos dos, porque acabarían volándole la cabeza, no precisamente de un tiro.

—¿Yo fui tu primera vez con un hombre? —el piloto lo estrechó con fuerza, olía a fresco. Cuando el militar negó, dejó de mimarle —. ¿Quién fue? ¿Sigue vivo? Yo lo hago mejor, ¿verdad?

Podía notarlo en su forma de respirar, la intriga por saber a quién demonios se había llevado a la cama.

—Da igual, fue hace meses —mintió, como si no hubiera estado con Ran aquella misma noche —. Lo trasladaron a otro lugar.

—Genial, estás conmigo ahora —cortante, Izana agarró el uniforme, arrugándolo bajo los dedos. Clavó las uñas en su espalda —. Dame el anillo, no lo necesitas.

El piloto estuvo a punto de arrojar la joya por la ventana —su puntería era envidiable—, pero se quedó mirando el oro. Quiso ponérselo en el anular, frunció el ceño al ver que le quedaba algo grande.

Así que, la alianza se quedó en su pulgar. Suave y brillante.

—Te queda bien.

—Todo me queda bien —soltó Izana, con una exhalación. Luego, cambió de expresión —. Escucha, no me interesa chantajearte ni nada parecido. No le voy a decir a nadie que eres un infiel de mierda, ni a arruinar tu querida reputación...

—No hace falta que lo digas de esa forma —se quejó, enterrando el rostro en el hueco de su cuello —. Joder, ¿siempre tienes que ser así?

—... si te veo rondando a otra persona, te juro que mataré al desgraciado con mis propias manos.

Kakucho no sabía lo que estaba haciendo, pero aquel beso supo a miel.

El campo de trigo abarcaba hasta donde su vista ni siquiera llegaba a alcanzar. Un segundo horizonte que se sumaba al azul intenso del cielo matutino.

Chifuyu no tenía ni idea de cuánto había andado, la primera parte del viaje en un carromato viejo y desgastado, acompañado de ovejas; la segunda parte a pie, levantando polvo al paso. Estaba sudando bajo la camisa, y los tirantes le tiraban de los hombros hacia abajo, encajándolos en su sitio y ayudándole a mantener la postura erguida.

Más o menos. No paró de tocárselos en todo el camino.

—Cuando era pequeño, mi padre me regalaba maquetas de aviones por mis cumpleaños —contaba, deslizando el índice por uno de los jodidos tirantes —. Un día, llevé una a clase para enseñársela a un amigo, y me expulsaron.

—¿Tan estrictos son en las escuelas? —Kazutora hizo una mueca, horrorizado.

—Mis padres también evitaban el tema de la guerra —comentó Rindou, a un lado. Cojeaba un poco e iba al ritmo del piloto, lento —. Si alguna vez preguntábamos, nos echaban una charla muy extensa.

—Qué exagerados —escupió el otro, echándose el cabello hacia atrás. Mechones rubios y oscuros se le enredaron en los dedos —. Nunca entenderé el hecho de que tengamos que asumir la culpa de algo que personas que jamás conocimos hicieron.

Chifuyu se encogió de hombros, aún entristecido por su maqueta confiscada de años atrás. Ni siquiera cuando fue a buscarla, cuando se graduó de la universidad, se la devolvieron. Creía que la habían tirado a la basura.

Un poco más adelante, Sanzu corría detrás de un perro callejero que se habían encontrado por el camino. Le lanzaba un palo y los dos iban a por él, felices y jadeando a la brisa.

—No es momento de hablar de política —habló Ran, junto a ellos —. Pero, todos sabemos que esto no hubiera pasado si el país no hubiera renunciado a tener ejército. Tuvieron que rearmarse en apenas meses, y aquí estamos.

Miró a Kazutora de reojo, buscando su opinión al respecto. Todo apuntaba a que el chico tenía lo mismo de rebelde que de radical. Olía el odio que emanaba.

Al mismo tiempo, lo entendía. Los rusos no habían tomado Tokio y, hasta entonces, lo único que Chifuyu había perdido había sido el contacto por radio y su avión. Nada ni nadie más. Pero, aquellos chicos lo habían perdido todo.

Puede que algún día se perdieran a ellos mismos también. Lo peor sería que no se darían cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

No quería preguntar para no ser descarado. Realmente le interesaba saber de la historia de cada uno, sus matices y sus puntos de vista al ser gente de pueblo. En la capital todo era tan individualista y gris, nunca se había percatado del resto de colores que había fuera de la ciudad.

El verde vivo de los árboles, el cielo tan inmenso que no cabía en un abrazo. Y el trigo sin recoger meciéndose a la brisa con tranquilidad.

Se distrajo mirando hacia arriba, con una mano en el vientre. Incluso llegó a marearse, maravillado por lo agradable del ambiente. Sus pies se sentían cansados, enfundados en botas que afortunadamente eran de su talla. Le dolían los talones, las pantorrillas, todo, pero el cielo le arrancaba la angustia.

—¿La universidad es difícil? —preguntó Rindou, a su lado.

Ambos se habían quedado un poco atrás. Kazutora acariciaba al perro, que babeaba con un palo en la boca, y Sanzu charlaba con el mayor de todos, alegre.

Lejos de los uniformes y las bandas de balas al cuello, las pistolas y la violencia. Como si el tiempo se hubiera detenido en aquel idílico lugar.

—Depende de la carrera que estudies —respondió, acostumbrándose cada vez más a entablar conversaciones con alguno del grupo —. Personalmente se me dificultaron un par de asignaturas, pero nada más.

—Eres muy inteligente.

Alzó las cejas, creyendo que no había escuchado bien. Rindou sonreía con algo de nostalgia, disfrutando del paisaje. La gente de pueblo era extraña. No dejaría de sorprenderle.

Fue cuestión de minutos que el camino de tierra se ensanchara. El edificio intacto de un granero se apreciaba en la distancia. De rojo desgastado, pero aún en pie.

El Haitani se detuvo unos pasos detrás de él, ensimismado. Chifuyu se detuvo para mirarle, curioso.

Del interior del bolsillo de los pantalones a cuadros verdes, sacó un pequeño papel. No. Una fotografía. Se acercó, quejándose por lo bajo del dolor en las costillas.

—Bonito —susurró el chico, comparando la fotografía con el campo de trigo.

En la imagen, Sanzu y él corrían por entre el trigo maduro, divirtiéndose como un par de críos. Atesoraba el recuerdo en el bolsillo de la ropa que fuera a ponerse cada día, cuidadosamente doblado. Cuanto más cerca de su corazón, mejor.

—¿Siempre lo llevas contigo?

—Sí, también a mi hermano —Rindou asintió, con ligero rubor en las mejillas —. No lo sé, Chifuyu, puede que te lo imagines, pero deberías de ir disfrutando de todo lo que tienes cerca. Unirte a nosotros es arriesgarte a acabar en el patíbulo, puede que sin previo aviso.

—... ya... —musitó, pensando en el jodido peligro que soplaba en su nuca cada vez que dormía, y que había sentido después de bajar dos aviones en una noche.

—Ama antes de que sea demasiado tarde —aconsejó, guardando la fotografía —. Es algo que todos merecemos sentir alguna vez.

Unos pasos sonaron a sus espaldas. Kazutora se aproximaba a ellos con el perro a un lado, las manos en los bolsillos. Ran observaba el horizonte, cautivado y silencioso como un libro.

—Pues, yo no me resignaré a morir —habló, con su colmillo brillante y el pelo arremolinándose con la brisa —. Me da igual esta puta guerra, no colgaré de ningún lado sin haberlo dado todo hasta el final.

Chifuyu se contagió de su sonrisa, con un cosquilleo de simpatía en el pecho.

Sanzu pasó corriendo por su lado, estrellándose contra su novio en un abrazo. El polvillo del camino se levantó y se apartó un poco, dejándoles intimidad.

Se giró para observar cómo Rindou atrapaba el rostro del rubio, mirándole con cariño. Desde el parche que ocultaba el horror, hasta las cicatrices y la piel curtida. Se acercaba a él con suma delicadeza, atrapando un beso en una nube sobre su labio aún hinchado de la paliza.

Tan personal que sobraba, desde luego. Se volvió hacia Kazutora, que le ofrecía el brazo para caminar junto a él.

—Oye, no soy un anciano —se quejó, dándole un golpe amistoso.

—Peor aún, eres un amargado —su amigo puso los ojos en blanco, fingiendo molestia —. ¿Te encuentras mejor?

El cambio de tema le hizo fruncir el ceño, confuso.

—Claro, ¿por qué preguntas eso?

—No te guardes las cosas, Chifuyu —dio una patada a una pequeña piedra, haciéndola rebotar —. El día que revientes será el peor de tu vida.

El perro callejero enterró el hocico en la palma de su mano. Se agachó a acariciarlo, sin decir nada. Luego, Kazutora le ayudó a incorporarse.

El animal disfrutaba sin pedir nada a cambio. La guerra no existía en el granero.

N/A: primero que nada, gracias por llegar hasta aquí!

La preciosa SunFlower1023 hizo de las suyas con este precioso arte de la fotografía que Rindou lleva siempre con él <3 Podéis verlo sin filtros en su IG (genieuwu) y verlo también en versión fondo de pantalla para compartir en sus stories nwn

¡Hay más! teffyrula hizo un moodboard de la historia. Para quien no sepa lo que es un moodboard, es una especie de "tablero de inspiración" que visualmente recoge los aspectos más relevantes de una idea, en este caso de Raven Days

Me lo ha compartido por privado, así que sólo diré que podéis apoyarla en su cuenta de arte en IG (teffyrulart_) donde hace colorings bellísimos, entre otras cosas

Muchísimas gracias a ambas por vuestros detallitos, por ponerle rostro y sentimiento a esta historia. Os adoro mucho <3

¡Nos vemos en el siguiente capítulo!

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