04

—Esto no me gusta.

El olor a humo y Luna le molestaba bajo la nariz, pero aún más la pegajosa sensación de la sangre secándose entre sus dedos. Kazutora se cruzó de brazos, dejando que Yuzuha le deshiciera las trenzas de boxeador.

A un lado, Ran dejaba la capa negra en el armario, bien al fondo, para luego regresar. Sería una expedición corta, pero tenían que prepararse si no querían problemas inesperados.

El problema era que siempre pasaba algo.

—No te muevas —pidió ella, sujetándole del hombro para delinearle los labios con maquillaje, borrando los rasgos masculinos —. Si os ven la cara estaréis perdidos. Es importante cubrir características fácilmente identificables.

Cuando se miró al espejo, apenas se reconoció. No por el hecho de tener el exagerado labial rojo y el delineador negro sobre sus párpados, sino porque el lunar había sido borrado, también la gruesa marca de su mandíbula. Parecía que su cara se había vuelto más fina con toques de sombras e iluminador.

Utilizó un pañuelo para echarse al cuello, tapando el tatuaje felino que rugía en respuesta a aquella tontería suicida. Pero, si pudieran tener al menos una pequeña pista acerca del paradero de Senju, quizá Sanzu estaría más feliz.

Y a Kazutora le gustaba hacer felices a sus amigos en medio de tanta mierda.

Llevar ropa de civil bajo las capas ya abandonadas facilitaba la tarea. Pronto, se vio amasando el algodón que fingía pechos falsos, como si de algo impresionante se tratara. No había mucho algodón, sólo el suficiente, atado con un pañuelo, para mostrar que tenía algo de bulto.

Miró a su compañero con la boca abierta, quien sólo reía.

—Mierda, Kazutora, pareces un adolescente...

—Déjame en paz, idiota —rio, dejando de tocarse y apartando el cabello suelto a un lado —. Esto ha sido cosa tuya.

Yuzuha los chistó, sacándose el cigarrillo de la boca. Ponía los ojos en blanco, probablemente pensando que aquello era como lidiar con dos mocosos inmaduros.

No habían ordenado ni limpiado el lugar. El cadáver medio desnudo del alto mando seguía torcido entre la cama y el suelo, con la garganta abierta y ningún sonido ya en la boca. La habitación apestaba a sangre y la chica trataba de mantenerse alejada del tipo, vestida de camisón.

—Necesito que volváis en menos de diez minutos —habló ella, echándoles un largo vistazo de arriba a abajo —. No quiero estar aquí.

—Siete minutos —prometió Ran, ajustándose el cuchillo de caza bajo el cinturón, oculto entre la tela y su piel.

Aquel era un mundo completamente distinto, pero a un tiro de piedra de las calles comunes y corrientes. El pasillo era tétrico, las sombras se curvaban en ángulos imposibles, con cuadros rajados y paredes que parecían temblar.

Kazutora creyó que aquello había sido un hostal hacía no demasiado, cuando todo el pueblo vivía en paz y sin apenas preocupaciones. No, de hecho, todo de lo que se había preocupado a lo largo de sus veintiséis años parecía una nimiedad en comparación a todo aquello.

Comenzaba a repugnarle el sexo. O más bien el hecho de que algunas personas lo utilizaran para humillar deliberadamente a otros. Gemidos, golpes, arañazos. Escuchaba cabeceros rebotando y el sonido se repetía en su cabeza, una y otra vez.

Se sintió pequeño, siguiendo a Ran por el pasillo interminable. Las tablas de madera crujiendo bajo sus botas.

—Creo que la escalera está vacía —anunció el mayor, quedándose quieto en la esquina.

Se asomó hacia delante. Los balaustres subían hacia los pisos superiores, iluminados por farolillos de aceite de ballena; y bajaban un par hacia la taberna. No se oían pasos, sólo insultos, gritos y acentos marcados.

—Entonces, bajemos —sugirió, avanzando a su lado con cautela, pisando delicadamente el suelo —. Joder, odio este lugar.

Kazutora era una persona muy empática, por mucho que no intentara mostrarlo. Ser testigo del sufrimiento ajeno le transportaba al protagonismo del dolor, le quemaba en las entrañas, le daba ganas de vomitar. La coraza que se había formado flaqueaba en ocasiones, recordándole que seguía siendo humano.

Humano y frágil, mientras deslizaba la mano por la barandilla y se atusaba el pañuelo rosa al cuello.

Se preguntó si Rindou y Sanzu estarían cuidando bien de Chifuyu, si Sanzu le habría enseñado ejercicios de respiración para acostumbrarse a su cuerpo malherido; o si el aviador ya se habría dormido frente al cómodo fuego. Los pensamientos de deseo al respecto de tener un buen sueño frente a la chimenea fueron desapareciendo a medida que el sonido de las copas y las jarras llegaba a sus oídos.

Se detuvieron en el descansillo de la planta base. Unos quince peldaños acortaban la distancia al suelo del bar.

Agazapados en el tercer peldaño de bajada, observaron desde los balaustres el lugar. Era amplio, olía a alcohol fuerte y perfume de mujer. Un par de chicas sentadas sobre el regazo de suboficiales daban compañía a mesas enteras, mientras que otras servían copas y permitían que les tocaran el trasero ocasionalmente.

—¿La ves por algún lado? —Ran se apoyó en el escalón, arrodillado.

Escudriñó el lugar de lado a lado. Puños cayendo sobre mesas junto a escandalosas carcajadas. Hoces y martillos como insignia en el centro de una estrella roja. Refunfuñó por lo bajo, dándose cuenta de que aún le dolían las manos por la cuerda de esparto.

Buscaban a una niña de trece años. De complexión delgada y cabello claro, muy claro, sus ojos también. Sanzu no les había hablado demasiado de su familia, sólo lo suficiente como para intuir que se arrepentía de no haberles hecho saber que les quería.

A pesar de que pudo adivinar a una chica muy joven, tenía el pelo rizado y no blanquecino.

—No veo nada —se relamió la boca, con un leve sabor metálico bajo la lengua —. ¿Crees que puede estar en alguna habitación?

Silencio. Su amigo no contestó.

Se le erizó el vello del cuerpo. La camisa manchada de sudor se le pegó aún más a la piel. Miró a Ran, detenido en un punto fijo de la taberna, y siguió sus pupilas vidriosas hasta un hombre.

Alzó las cejas, analizando las numerosas insignias del militar, que, desde luego, no era un soldado cualquiera. Oficial del ejército como mínimo, con una cicatriz horrorosa que le cruzaba la cara.

Tragó saliva, sintiendo que el mayor lo agarraba del brazo con suma lentitud. Sus músculos se volvieron de gelatina, quieto, tan quieto que creyó dejar de respirar.

El hombre bebía directamente de una botella de vodka, sentado al fondo de la sala. Tan solitario como la planta que le hacía compañía. Había estado observando al resto de cerdos rusos que había allí, pero, en aquel instante, la única pupila de color subió escalera arriba, hasta llegar al límite de la pared.

—Tenemos que salir de aquí —susurró Ran, respirando profundamente. La cicatriz, la ceguera y el uniforme —. Kazutora...

Pero, Kazutora se había quedado congelado. Si no se movía, si no hacía un puto movimiento el militar no se percataría de que estaba allí, ¿cierto? El cabello suelto, el jodido pintalabios que se veía a kilómetros de distancia, todo gritaba «mírame».

El capitán dejó la botella sobre la mesa, sosteniéndole la mirada con firmeza. Y se levantó.

Salieron corriendo en apenas un suspiro.

Tuvo que agarrarse los algodones, jadeando escaleras arriba, tropezando en el último del tercer piso. Ran lo agarró de la ropa y tiró de él, con el corazón martilleando en los oídos.

—Joder, joder, joder —se quejó, a sabiendas de que no quería ser usado como el juguete de un tipo cualquiera —. Cuando salgamos de aquí...

—... te dejaré pegarme.

Harto de escupir sus propios mechones, ató su cabello en una rápida coleta. Doblaron una esquina del laberinto de gemidos y se estampó contra un cuerpo ancho, cayendo de rebote al suelo.

Los cuadros rajados de las paredes chillaron sobre su desgracia, mientras acertaba a ver un rostro rojizo de alcohol y ensombrecido por la funda del arma en la cintura.

—¿Qué haces, mocosa? —balbuceó el soldado, en ruso, apoyado contra una puerta cualquiera. Le temblaban las piernas de ebriedad.

Arrugó la nariz, levantándose con ayuda de su compañero. Para entonces, el tipo se había cuadrado de brazos en medio del puto pasillo, esperando algo que no iban a ofrecer. O, al menos, no gratuitamente.

Uno, dos, tres eternos segundos. Esquirlas de cristal contra su corazón maltratado de latidos. Escuchaban pasos hastiados subiendo la escalera, los peldaños rechinando.

No preguntó por unas últimas palabras. Era demasiado tarde, ya le había visto el rostro, le daba absolutamente igual que a la mañana siguiente no lo fuera a recordar. Sin embargo, Ran lo detuvo de sacar el tantō.

Se ahorraron derramar sangre con aquel puñetazo. El desagradable crac del hueso nasal y un grito ahogado.

El soldado se desplomó a un lado, agarrando torpemente del pantalón a su compañero. Kazutora frunció el ceño, propinándole una patada en el rostro. Un diente espumoso de saliva acabó en el suelo.

—Vuelve. A. Tu puto. País —gruñó, pisándole las manos contra el suelo, aplastando los dedos bajo sus botas robadas.

Tora, déjalo, vamos...

—Escoria —bufó, quitándose el algodón del pecho falso y arrojándolo a su cara destrozada.

El último escalón chirrió en sus oídos. Para cuando quiso darse la vuelta, dispuesto a iniciar una matanza si era necesario, Ran lo empujó contra la puerta que tenían delante.

Agarró el pomo por pura inercia y cayó al interior. El delgado hueso de su hombro sonó contra el suelo y se deshizo en maldiciones, retorciéndose.

La puerta se cerró a su espalda con un ruido seco. Se incorporó con rapidez y miró hacia atrás, alzando el labio superior en una mueca. Rozó la manilla con delicadeza para salir y ayudar a Ran. Incluso escuchó voces al otro lado, pero...

—¿Vienes para unirte o no, zorra?

Aquella voz eslava provocó que se pegara a la madera, con la mano disparada a la empuñadura del arma. No había entendido una mierda, pero el tono y la escena fueron suficientes para hacerle saber lo que estaba a punto de ocurrir.

Un hombre medio desnudo fumaba un cigarro, sosteniendo la cabeza pelirroja de una mujer que se atragantaba con su polla, llorosos ojos en blanco. La penumbra llenaba el dormitorio. Había otra chica tirada en la cama, completamente desnuda, inconsciente.

—Ah, mierda.

, siempre había algo que salía mal.

A Chifuyu lo cautivaba el cielo.

El manto plateado que cubría el cielo, repleto del halo de estrellas que formaban constelaciones, constelaciones que dibujaban los límites del cielo nocturno. La materia cósmica a la deriva, galaxias de nombres andróginos y estelas de cometas.

Si hubiera menos nubes, quizá se hubiera asomado a la ventana del lugar. Por el momento, se conformaba con husmear en las baldas de una estantería cercana a la chimenea.

Unas pocas ascuas se consumían frente al sillón donde había dormitado con anterioridad. Pero, mantenía abierta la puerta de una de las dos habitaciones que había, donde dos amantes dormían entre los brazos del otro.

El primero, vestido de colores otoñales y una sonrisa somnolienta en el rostro; el segundo, con el cabello trenzado a un lado y las facciones tranquilas. Chifuyu no les quitó ojo de encima, vigilando su estado cada pocos minutos, mientras se movía por el lugar.

Entre sus manos había un ejemplar de El arte de la guerra, de Sun Tzu. La portada era blanda y rojiza, adornada por caracteres en chino tradicional, aunque su interior estaba traducido al japonés.

—Lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla —leyó, en voz baja.

Aquel tratado militar siempre había volado de las estanterías de la biblioteca de la academia aérea a su corazón. Lo recordaba con tanto cariño como recordaba dar vueltas mirando hacia el cielo, hasta marearse y dejarse caer a la hierba, cansado.

La puerta de entrada chirrió con las llaves. Pegó un respingo, dejando el libro en su sitio.

Una sombra se movió por el lugar, con pasos pesados y sonidos de hastío. Reconoció el pelo largo y enmarañado de Kazutora, pero no encendió la luz.

—Ve a descansar, Chifuyu —ordenó, con el tono raspado y ronco.

Un haz de luz que se colaba entre las cortinas destacó manos rojas. El chico pasó de largo, arrastrándose por la oscuridad con respiración profunda. La capa cayó al suelo, frente a la puerta del baño.

Chifuyu se asomó a la estancia, donde el mayor abría el grifo y comenzaba a lavarse.

Encendió la luz del techo. El flexo pálido le tintó las facciones de blanco enfermizo, y se quedó quieto, bajo el umbral, observando el desastre sangriento que eran sus antebrazos bañados.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó, inquieto.

Kazutora no contestó. Frotó y frotó, con fuerza, hasta hacerse daño, agarrando la pastilla de jabón. El agua se volvió espesa y carmesí, tenía las pestañas perladas de sangre, los labios manchados.

Borrones negros sobre sus párpados, una camisa salpicada y sudorosa.

—¿... aún no ha llegado? —habló entre dientes, frunciendo el ceño. Desesperado, empezó a arañarse los trazos de sangre seca, exhalando aire, alterado. El cascabel sonaba.

—No —negó, hablando en voz baja. Se agachó para tomar la capa negra del suelo, fijándose en la empuñadura que sobresalía del pantalón del otro —. Rindou y Sanzu están durmiendo y...

Ladeó el mentón, dándose cuenta de que Kazutora estaba temblando.

El suelo a sus pies comenzaba a llenarse de gotas de agua rosadas. Aquellas manos eran delgadas, se le notaban las venas como trazos suaves en medio de espuma sangrienta.

Se acercó y giró la manilla del agua, para que saliera caliente. Un pinchazo en las costillas le dobló el ánimo, pero se mantuvo erguido, oliendo el nerviosismo que el chico despedía como un segundo perfume.

Retiró el arma de los vaqueros de mezclilla. Veinte centímetros de hoja manchada provocaron que lo dejara cuidadosamente sobre el mueble, con sumo respeto.

Kazutora se inclinó y metió la cabeza bajo el chorro de agua, frotándose la cara con fuerza, hasta dejarse la piel rojiza e irritada.

—Dame eso —emergió del agua, chorreante y ojeroso, señalando la capa.

Obedeció y se la tendió, mirando cómo se secaba. Viéndolo de cerca, Chifuyu comenzaba a darse cuenta de que no tenía ni un solo rasguño.

Tragó saliva y se alejó de él, regresando a la cómoda ventana del salón. Darle espacio y no insistir era lo mejor que podía hacer, si es que podía hacer algo útil en una situación tan delicada.

Fue cuestión de un par de minutos que el rebelde se uniera a él, con la toalla colgando de sus hombros desnudos, sin camisa.

—Volverá pronto —susurró Kazutora, mirando el cielo estrellado. Las nubes pasaban con velocidad, impulsadas por viento frío —. Estoy seguro.

—¿Os separasteis?

—Sí —un hilillo. Carraspeó, retomando su voz —. Cuando lo fui a buscar, ya no estaba.

El negro de cada parpadeo le transportaba a los gritos de la jodida mujer, el militar buscando su pistola para reventarle la cabeza al adivinar la sombra del tantō. Se frotó los ojos con un pequeño quejido, asumiendo que, por primera vez, había matado a alguien de su mismo pueblo.

Después de cercenarle la mano al hombre, de que el revólver cayera estrepitosamente al suelo, no le había quedado más remedio que apuñalarlo. Una y otra vez, el filo entrando y saliendo de carne y músculo gordos, con dificultad, hasta abrir brechas incurables, heridas que le habían salpicado.

Y la puta chica chillando como una loca. Ni siquiera le escuchó cuando intentó calmarla. El resto ya era historia. No había tenido otra opción.

Para colmo, no tenían rastro alguno de Senju. Ran había desaparecido en el mismo pasillo del que lo había sacado con un empujón, sacrificándose.

Cuando había salido, no había habido un solo pelo, una sola muestra de pelea. Como si hubiera, sencillamente, desaparecido.

—Todo está bien, no te preocupes —dijo, frotándose los ojos. Tal vez para tranquilizarse a sí mismo —. Supongo que ya podrás imaginar nuestro trabajo, ¿eh?

—No es una sorpresa —Chifuyu se encogió de hombros, con expresión neutra.

Le echó un vistazo, yendo a buscar una cajetilla de tabaco al aparador. Suponía que la ropa que llevaba era de Rindou, pues la camiseta sin mangas blanca le quedaba algo grande.

Dejaba sus hombros al aire. Era delgado, pero no tanto como para afirmar que estaba escuálido o hambriento.

Recordaba haber sentido músculo en su pecho, cuando se habían escondido durante la inspección. A diferencia de sí mismo, que se le notaban las costillas; el abdomen levemente marcado de hambre y la sombra de lo que podrían ser abdominales si entrenara y comiera más.

Apartó la vista, percatándose de que el aviador también le estaba mirando. Se llevó un cigarro a los labios húmedos y le ofreció uno.

—Gracias, pero no fumo.

—Qué amargado —hizo un anillo y se lo exhaló en la cara, riendo por lo bajo.

Corrió la cortina y abrió la ventana, apoyándose en el marco. Chifuyu lo acompañó, mirando la maleza del jardín y, finalmente, dejando su atención en el cielo. Un cuarto de Luna brillaba en lo alto.

Sostuvo el cigarro entre los dedos, intentando dejar a un lado la ansiedad de no saber dónde demonios estaba Ran. Cuanto más pensara en ello, peores se volverían los escenarios de su cabeza.

Había llegado a preguntarse si debería de haber buscado en cada jodida habitación, pero hacerlo había sido tan arriesgado que había optado por escapar, prácticamente arrojándose cuerda abajo por el balcón de Yuzuha.

Se miró las manos. La piel estaba algo raspada y necesitaría crema.

—¿Qué se supone que hacéis? —preguntó Chifuyu, bajando su atención al torso desnudo del contrario —. Ni siquiera pareces preparado para luchar cuerpo a cuerpo.

—Que esté delgado no significa que no pueda partirte en dos, ¿sabes? —gruñó, casi ofendido por aquello último. Inhaló nicotina y suspiró una bocanada de humo —. Lo que sea para ayudar. Ofrecemos justicia a quien la necesite, nos deshacemos de militares. A veces también recolectamos comida.

—Tenéis armas.

—Dos arsenales enteros —contó, rascándose el cuello —. Pero preferimos armas blancas, hacen menos ruido.

—Entonces, ¿son para alguna emergencia?

—Así es —dio un toque al cigarro, asintiendo. La ceniza cayó al alféizar y la sopló hacia fuera, más tranquilo que con anterioridad —. Algún día nos rebelaremos y echaremos a los rusos por nosotros mismos.

La presencia de Chifuyu calmaba. No sabría explicarlo, pero hablaba con suavidad y se movía con la suficiente seguridad como para hacerle sentir a salvo también. Lo miró de reojo, encontrándose con sus ojos azules.

Chasqueó la lengua, exhalando una nube gris.

—¿Has matado a alguien?

—Esta noche a tres personas. En total, no lo sé —no necesitaba hablar con filtros. No se ganaría su confianza si mentía, y tampoco era como si le avergonzaran las preguntas así —. Mi turno, ¿alguna vez has bombardeado algo?

—No sabía que estábamos jugando a hacernos preguntas —Chifuyu sonrió, haciendo una repentina mueca y tocándose el torso —. Eh... sí, pero no tenía población civil. Ya sabes, sería un crimen de guerra si hubiera matado civiles.

—¿Cómo te sentiste? —se metió el cigarro en la boca, deslizando una mano por la espalda del piloto. Sintió que se estremecía contra el tacto, la espalda más erguida —. Respira hondo, ¿aplicaste frío?

—... sí —gimoteó, apoyándose en el marco de la ventana. La brisa le revolvió el pelo negro —. Y no lo sé, no lo recuerdo.

Sabía que mentía. En el fondo de aquel mar que se mecía en calma, en el fondo de las pupilas negras y las plumas de cuervo, sabía que le había gustado.

Sin embargo, no dijo nada. Suponía que el hecho de que se había justificado con la pregunta anterior, aludiendo a los crímenes de guerra, era porque Chifuyu intentaba ser —y mostrarse— como un buen tipo. Casi todo el mundo tenía aquella insana obsesión.

Quedar bien frente a otros, ofrecer ayuda cuando uno mismo estaba peor. Al final, toda la bondad desaparecía con la guerra, y eso Kazutora lo sabía más que nadie.

Acabó el cigarro en silencio, necesitado de consumir la ansiedad en su vicio favorito. Lo apagó contra el cenicero del aparador y guió al chico a uno de los dormitorios, empujando gentilmente entre sus omóplatos.

—Sigamos hablando mañana, hay que descansar.

Dejó que fuera por sí mismo y se asomó a la habitación que Rindou y Sanzu compartían. Sus amigos estaban completamente dormidos, abrazados el uno al otro con fuerza. Pareciera que tuvieran miedo de separarse.

Veía la cabeza rubia ribeteada de tonos azulados del Haitani escondida en el pecho del menor, la manta hasta su barbilla. Suspiró, cerrando la puerta con cuidado, intentando hacer el menor ruido posible.

Regresó a la de Ran, donde el aviador, a quien le gustaría poder llamar amigo, se acomodaba en la cama con un prolongado quejido. Las cortinas estaban cerradas y había una pequeña vela encendida sobre la mesita.

Ran volvería, estaba seguro. «Pues, que duerma en el puto sillón», pensó, cerrando tras de sí.

—Oye, oye, ¿qué estás haciendo? —Chifuyu arrugó la nariz al intuir sus intenciones.

—¿Cómo crees que mantuve tu cuerpo en calor durante dos días? —siseó, abriendo la sábana y tumbándose a su lado —. No quiero escuchar una sola queja, Matsuno.

Chifuyu.

—Me da igual —se inclinó sobre la mesita y apagó la vela. El dormitorio se fundió en sombras angulosas y oscuras.

—Al menos ponte algo de ropa —protestaba, sin poder darle la espalda por su cuerpo malherido.

Musitó algo por lo bajo, burlándose de él. Sus brazos se tocaban, ambos mirando al techo cruzado por vigas de madera. Las dos noches en las que el piloto había estado inconsciente, no le había quedado más remedio que poner dos mantas extra sobre él, además de permanecer a su lado.

Kazutora cerró los ojos, pensando en que probablemente apestaba a sudor. Aún tenía el sabor del hierro de la sangre en la lengua, aplacado por la nicotina. Tenía frío. El otro tiritaba a su lado, fingiendo que todo estaba bien.

Una pregunta se derramó de sus labios. Fue inevitable.

—¿El ejército planea retomar Ōshū?

Chifuyu se revolvió un poco, incómodo. Estaba recostado contra un cojín para mantener su postura fija. Lejos de casa, de la base aérea y de todas las personas que había conocido alguna vez; en un lugar que no conocía, sin salida al mar, atrapado entre enemigos por un lado y por otro.

Y, aún sintiendo que aquellos chicos le darían un nuevo hogar al que pertenecer, su voz se llenó de un ápice de angustia.

—¿Me vas a usar? —susurró, observando la noche con detenimiento.

—Yo no uso a mis amigos.

Kazutora le dio la espalda, encogiéndose todo lo que pudo para guardar calor.

Sólo hacía falta una mirada, incluso despectiva, del Capitán Hitto para que cualquiera comenzara a desnudarse frente a él.

Sabía como caramelo en la boca, derretía la mirada firme en algún punto al otro lado del cristal de la ventana del dormitorio. El cigarrillo pendía de labios húmedos, rojos de cereza; hilos de humo bajaban de sus fosas nasales, difuminaban la visión de hombros anchos y venas verdosas.

Si bajara los dedos por su cuello, topándose con el montículo de la nuez de Adán, suspiraría contra el espacio entre los músculos de su pecho. La prominencia de sus pectorales siempre se había sentido dura bajo las yemas, cubiertos de brillante sudor, pezones erectos por el frío.

La hebilla del cinturón desabrochado reflejaba un rayo de amanecer. Pantalones de verde militar sin estampado se ajustaban a la v del final de sus abdominales. Cintura donde dejar el tacto, cicatrices que lamían la desnudez de su torso durante la caída de la Luna y la salida del Sol.

Diminutos eslabones de un colgante se entrometían en las hendiduras de sus clavículas. De ellos colgaba una pequeña cruz ortodoxa hecha de plata de ley.

Kakucho exhaló una nube de humo, semblante serio, casi inexpresivo, como siempre.

Era inusual. Lo normal era un seco «vete» después de hacerlo, pero aquella fue la primera noche en la que Ran se pasó horas en la cama, mirándole desde el catre con ilusión. El capitán le había dejado solo y se había pasado la madrugada despierto, fumando a la brisa de la ventana.

Llegó a pensar que era una máquina que no necesitaba dormir.

—¿Qué miras?

A Kakucho le molestaba que lo observara de aquella forma. Y Ran carraspeó, desnudo entre las sábanas de una habitación aleatoria del prostíbulo, en el último piso.

Después de hacer un incómodo contacto visual con el oficial, en la escalera de la taberna, se había dejado atrapar por él casi deliberadamente. Recordaba su brazo tocando la pared por encima de su hombro, acorralándole en el pasillo y preguntándole si se estaba prostituyendo.

Apartar a Kazutora se había convertido en su único objetivo. No había esperado ser llevado de la muñeca a otro lado.

—A ti —sonrió, vocalizando bien el japonés para darse a entender. En ocasiones hablaban en un torpe inglés, otras simplemente se miraban —. Eres guapo.

¿Guapo? —pronunció la palabra, alzando las cejas, indicándole que no lo había entendido.

Ran se cubrió la boca, riendo por lo bajo. Se incorporó sobre los codos, viéndole acabar el cigarro y estrellarlo contra el cenicero.

Estaba tan jodidamente enamorado. Cada roce era un delirio, cada caricia acompañaba a un beso pasional. A pesar de que, a veces, no lograban entenderse, las mariposas se paseaban por su estómago con cada tontería de su extraña relación.

Solían pasarse notas clandestinamente para aprender palabras aleatorias del idioma del otro. Cada día o semana tenía una palabra especial, su palabra especial, en la que se pasaba el resto del tiempo pensando, hasta que llegaba la siguiente.

Recordaba la forma en la que se habían conocido. Tantas miradas intercambiadas en el mercado durante semanas. Fue en una determinada mañana lluviosa cuando se le cayó la bolsa del racionamiento a un charco y Kakucho se acercó, al fin, para conseguirle otra sin problema alguno.

Había sido tan amable con él. Siempre tocándole de forma gentil y suave, aunque no le importaba que le tomara del pelo bruscamente mientras se compartían.

Eran un secreto.

Atractivo —se echó hacia atrás cuando Kakucho se inclinó hacia él, apoyando una rodilla en el colchón —. Muy...

Cosas como aquel beso le hacían olvidarse de lo que ocurría al otro lado de las paredes. Eran la pareja, pero no el momento. O eso era lo que siempre pensaría. Realmente no tenía ni idea de lo que pasaba por la cabeza del capitán, del que solía dudar acerca de si sabría su nombre siquiera, ya que nunca lo llamaba.

No decía mucho, incluso si tenía el vocabulario para hacerlo. Kakucho parecía preferir quedarse callado antes que dar charla. Muchas veces se comportaba como si no estuviera ahí, sólo mirándolo cuando intentaba entablar una conversación. Ran lo justificaría diciéndose que era el estrés del trabajo.

Y tampoco sabía nada de él. Dónde había nacido, qué le gustaba hacer o cómo le gustaba el cielo. «Barreras de idioma y cultura», se decía. Estaba seguro de que pronto aprenderían más del contrario.

Su estómago rugió, interrumpiendo el beso. Se apresuró a cubrirse con las sábanas cuando el capitán se deshizo de la poca ropa que llevaba, dejándola cuidadosamente doblada sobre la mesita.

—Tienes hambre.

—No importa —le restó importancia con un gesto, colocándose el pelo sobre los hombros.

Kakucho se tumbó junto a él, palmeando el colchón para indicarle que se acercara. Ran cumplió —siempre cumpliría—, y se volvió gelatina entre sus brazos. Era fuerte, tenía misterios atrapados en el iris ciego de vida, el pelo pulcramente arreglado. Pelo de azabache despeinado hacia atrás.

Fue la primera vez en la que le dejó acomodarse sobre su cuerpo. Feliz, cerró los ojos, en su pecho. Dedos de yemas ásperas le recorrieron la espalda de arriba a abajo, provocándole un suspiro nervioso. Chispeaban contra el hueso marcado de su columna vertebral.

—¿Tienes familia? ¿Mucha? —preguntó el militar, con el acento marcado.

Apretó la mandíbula, sin querer mirarle. No quería que Kakucho supiera que tenía un hermano pequeño. Proteger a Rindou y sus amigos era su prioridad frente a todo. Además, su hermano era lo que más amaba en el mundo, desde la primera vez que lo sostuvo en brazos y lo llevó de la mano, hasta la última vez que lo había visto.

Lo último que quería era involucrarles en el caso de que algo sucediera. Sin embargo, asintió.

—¿Hay comida? —siguió el hombre, deteniendo las caricias en sus omóplatos. Luego, le rozó el pelo —. ¿Poca?

—A veces hay poca, sí —Ran tenía que fingir que no le entusiasmaba que intentara hablarle en japonés —. ¿Por qué preguntas?

—Aparta.

Tragó saliva, temiendo haber hecho algo mal. Se desplazó a un lado, angustiado. El corazón le latía con fuerza en la caja que era su pecho, encerrado y, desde luego, preso, no libre.

Kakucho agarró un papel del bloc de notas que llevaba en el pantalón del uniforme y escribió algo con una pluma estilográfica, tendiéndoselo después. Los caracteres cirílicos eran extraños y le resultaban un misterio, no entendía nada.

—Antes del mercado, en racionamiento —señaló el capitán, gruñendo entre medias por el tabaco acumulado —. Antes de...

—¿Antes de que abran?

Una afirmación, pero no supo a qué se refería exactamente. Ran se quedó mirando el papel, confuso, oscilando entre la tinta y el torso marcado de Kakucho.

Las pesadillas de Chifuyu solían ser cortas e intensas. Quizá por ello fue el primero en despertar.

Un tímido haz de luz se colaba entre las cortinas, iluminando parte del dormitorio. Se le hacía tan extraño verse en un lugar que no conocía, que los primeros segundos de lucidez los pasaba con la ansiedad de no saber dónde demonios estaba.

Tenía una mano en el vientre. No era suya y frunció el ceño por ello, pensando que realmente sí lo era. Cuando la tocó, bajo la sábana, se dio cuenta del leve peso que tenía al lado.

Las pesadillas de Kazutora eran largas y lentas. Se perpetuaban como una tormenta interminable. Los párpados del chico se movían con angustia, los nudillos se volvían blancos en torno a la tela de la camiseta del piloto.

Creía empezar a entender la camaradería con la que se trataba la gente del pueblo. Chifuyu y la gran ciudad eran opuestos que se habían influenciado mutuamente. Tokio, grande e individualista, y él, que adoraba pasar el rato con buena compañía.

—... joder —masculló el rebelde, despertando con torpeza, como si acabara de estrellarse contra la realidad. Incluso pegó un respingo, asustado.

Dejó de tocarle la mano y lo observó con detenimiento, sin vergüenza a ser cazado por el tatuaje del tigre. Ojos de miel enmarcados de pestañas oscuras, mechones rubios y casi negros cayendo por sus hombros desnudos, rozándole la piel al descubierto.

Tenía las mejillas rosadas de restregarse la sábana y las manos por la cara, rasgos suaves, afilados por una mirada que había visto demasiadas cosas. Era cálido, bostezaba con somnolencia.

Medio desnudo, la curvatura de su cintura se marcaba, casi atractiva, al estar tumbado de lado. Sonó un cascabel.

—Es mi turno —Kazutora sonrió, sin inmutarse por el hecho de que le estuviera mirando —. ¿Quieres vivir sin doblegarte?

—¿Qué mierda has soñado para preguntarme eso? —contestó, con una mueca —. Pues, claro que sí, idiota.

El rebelde había arruinado el momento con una pequeña carcajada, cubriéndose la boca para no hacer ruido. Se estiró, brazos arriba, como un felino, y se incorporó sobre su codo para mirarle más de cerca.

Le brillaba un colmillo con el haz de luz, en su sonrisa torcida, como si fuera la advertencia de que quería comérselo vivo.

—Puedo enseñártelo todo, Chifuyu —propuso, bajando el tono hasta convertirlo en un secreto —. Creo que a los chicos les has caído bien.

—Pero, ahora estoy herido —susurró, apretando la mandíbula —. No soy más que una carga.

—Las heridas se curan. Además, creo que sé de alguien que falsifica papeles. Ya sabes, cartillas de racionamiento y esas cosas —se encogió de hombros, sentándose sobre la almohada. Alcanzó la cajetilla de tabaco —. Tal vez podríamos pagar por ello y así no tendrías problemas cuando salgas a la calle y algún hijo de puta te pida la identificación.

—¿Y qué ganáis vosotros con incluirme a mí?

Kazutora encendió el cigarro, exhalando un diminuto anillo por la boca. Le echó un vistazo de arriba a abajo al aviador, alzando una ceja.

—¿Qué perderías tú? —preguntó, incorporándose. Un haz de luz le iluminó el pecho y la mitad del rostro.

Corrió a un lado la cortina, abriendo un poco la ventana para echar el humo fuera. No quería dejarlo todo con olor a tabaco, pero era lo único que podía hacer para aplacar el miedo que aún tenía en el cuerpo.

Ni siquiera recordaba qué había estado soñando. Tampoco quería hacerlo.

—Escucha, respetaré tu decisión de quedarte al margen, si así lo quieres —continuó, escuchando el colchón rechinar a su espalda —. Pero, yo no lucho por causas perdidas. Veo a un chico fuerte y...

Una mano se apoyó en su hombro. Se giró, echando una bocanada de humo hacia fuera, con el cigarro entre los dedos.

—¿Te crees que me uní al ejército para huir?

Kazutora sonrió, dejando que Chifuyu le quitara el cigarro e inhalara. Se contagiaron la risa la próxima vez que se miraron, entre hilos de nicotina y una pizca de Sol.

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