03
—¿Confías en mí?
Había sido una pregunta normal y corriente, adornada de un chico arrancándose la camisa y preparando la habitación con pasos apresurados. «Por supuesto que no».
Si Chifuyu tuviera que escribir algún día sus memorias, excluiría la historia de cómo acabó escondido tras las tablas de una pared con un completo desconocido, jadeando contra la palma de su mano.
El espacio era pequeño. ¿Pequeño? Diminuto, nunca se había sentido intimidado por lugares estrechos, pero aquello era demasiado. Tenía la presencia tibia de un cuerpo medio desnudo tan cerca del suyo que lograba alterarle.
Era un escondrijo bien pensado, detrás de la pared donde un armario macizo guardaba ropa inocente. Las tablas habían podido retirarse y volver a ponerse con un sistema de bisagras, y nadie podría adivinar que dos chicos estaban allí, de la misma forma en que no podrían escapar si eran descubiertos.
De eso último, Kazutora se encargó con una sonrisa torcida.
—No hagas ruido —vocalizó, rozándole con el aliento la piel de la oreja.
Olía a sudor y a masculinidad, escuchaba su fuerte respiración y sabía que le estaban temblando las rodillas de dolor. Lo agarró de un hombro y lo pegó por completo a la pared, entrometiendo una mano tras su espalda para erguirle la postura.
Chifuyu gimoteó y dejó caer la frente sobre el hombro ajeno, rendido.
No podían ver nada, pero el fondo del hueco estaba repleto de armas que Kazutora no le dejó adivinar cuando lo empujó al interior. Escopetas, fusiles, varias granadas de mano y cargadores repletos de promesas doradas.
Pasos de botas pesadas, voces y acentos marcados. Podía imaginarse lo que estaban diciendo.
—Mirad debajo de la cama, abrid los cajones y comprobad la presencia de dobles fondos. Que no se os escape nada.
Sólo era el apartamento de un humilde cazador que realizaba ocasionalmente encargos para los militares de alto rango que querían llevarse algo bueno a la boca. Sólo el chico que debería de estar en el mercado, pero se aplastaba contra el piloto para no rozar con su espalda las granadas.
Todo estaba cuidadosamente preparado. Un falso teatrillo de poca duración. La camisa que había llevado puesta se había quedado sobre la cama deshecha, como si hubiera terminado de levantarse hacía muy poco.
Había escondido el aloe vera, el paño húmedo y el algodón en el botiquín del baño, esperando que nadie se diera cuenta de que la semana anterior no había habido de lo primero.
—Hmmpf —el aviador se quejó, gimoteando por lo bajo. Sus manos revolotearon hacia la cintura ajena, buscando algo de lo que sostenerse.
El frío lamía su torso desnudo, le perforaba las entrañas con hambre. Destapó la boca de Chifuyu con delicadeza, dejando la mano en su pecho.
Notaba músculo bajo la yema de sus dedos. Se mezclaba la incertidumbre en el abdomen pegado al del otro, podía sentir contra él su forma de respirar como si el aire se estuviera extinguiendo.
—Sólo un poco más —susurró Kazutora, manteniéndole el cuerpo erguido —. Están en la cocina.
—... duele —se quejaba, sacudiendo la cabeza ligeramente. Tenía los ojos cerrados llenos de lágrimas, la cabeza hecha un infierno.
No tenía hielo, ni podían salir de allí hasta que los soldados se fueran. Escuchó un plato rompiéndose y pegó un respingo, ofuscado. Tan amables como siempre. Los rusos siempre rompían algo, o descolocaban todo, haciéndole saber que habían estado allí.
Musitó un sinsentido, cambiando de dirección la línea de sus ideas. Enredó los dedos en el pelo negro del piloto, tocando la venda y su cabeza con la palma de su mano. Sacó la contraria de detrás de su espalda y la deslizó bajo el camisón sin petición alguna, tocándole las costillas.
Chifuyu se estremeció con el tinte gélido de su piel. Respiró hondo, como un pez boqueando por más, complacido por la sensación que ahogaba el dolor de forma efectiva y lenta.
—¿Se siente bien? —apretaba un poco la venda, intentando que el frío se hiciera notar en el sitio del golpe.
—Se siente... muy bien —frunció el ceño, consumiendo un gimoteo al final de su garganta. Sus piernas dejaron progresivamente de temblar —. Gracias.
Silencio. Kazutora tragó saliva, escuchando cómo los pasos agresivos desaparecían. El golpe de la puerta hizo temblar las paredes.
—Voy a sacarnos de aquí, no te asomes a la ventana en ningún momento, ¿vale?
Para cuando se alzó sobre las puntas de sus pies, sus manos ya se habían vuelto tibias. Alcanzó una de las bisagras superiores, sin disculparse por aplastar al otro contra su pecho, y tiró del hierro hacia abajo. Luego, la opuesta, después las de abajo.
Sostuvo las tablas unidas, poniéndolas hacia un lado. Un tímido rayo de luz iluminó su torso desnudo. Costillas hambrientas, pero abdomen marcado de ejercicio. Un par de clavículas viajaban de un lado a otro y mechones oscuros se derramaban por sus hombros como chocolate.
Movió el armario hacia delante con éxito e hizo una seña, pero Chifuyu decidió quedarse mirando el fondo del hueco. Las armas relucientes, las granadas selladas.
—Estás completamente loco —musitó, sin sorprenderse de nada. Tal vez de que alguien tan flacucho pudiera levantar un fusil de semejante calibre, como el que había sobre una escopeta de caza.
Kazutora sonrió, instándole a salir, y puso todo de vuelta a como había estado. Atrapó su hombro y hundió las uñas en la tela del camisón, torciéndose en efímera locura.
—Ve a tumbarte, haré algo de comer —ordenó, fingiendo un tono de amabilidad. No tenía la cabeza para contarlo, seguía nervioso.
—Entonces, ¿no vamos a hablar del puto arsenal que tienes ahí dentro? —Chifuyu frunció el ceño, apartando la mano casi con desprecio.
Quiso contestar que aún no estaba preparado para escucharle, o burlarse diciéndole que el verdadero arsenal lo tenía entre sus piernas —quién sabría qué mierda se le habría ocurrido sólo con tal de huir de la pregunta—, pero el sonido del timbre los alertó.
Se le erizó el vello del cuerpo y se quedó rígido, escuchando, después del timbre, tres pequeños toques en la puerta. Se relajó al instante.
—No te preocupes, es un amigo —lo tranquilizó, a sabiendas de que aquel código concreto que usaban entre ellos.
Ayudó al piloto a acomodarse en la cama, colocó un cojín tras su espalda para ayudarle a mantener una postura correcta. No podía permitir que siguiera levantándose y yendo por ahí como si no hubiera estado a punto de matarse.
Habían sido afortunados. Precisamente el miedo de que descubrieran que escondía a alguien en su casa le había carcomido por dentro durante los días en los que se encargó de cuidarlo y mantenerlo en calor. Tarde o temprano se lo contaría todo, cuando estuviera seguro de que, si los atrapaban, no confesaría nada a cambio de falsas promesas.
Inevitablemente, se preguntó quién lo habría derribado. ¿Un chico experimentado como él conocía la mala suerte o se había topado con el mismísimo demonio en el cielo?
Sea como fuera, lo dejó atrás y acudió con prisa a abrir la puerta.
—¿¡Haru!?
La sangre manaba a borbotones de su boca, cayendo por su barbilla. El chico se ahogaba entre lágrimas y el espeso líquido rojizo interrumpiendo los hipidos que salían de su garganta.
Sanzu fue arrastrado hacia dentro, con el pelo manchado de tierra y sangre, el cuerpo magullado. Aún si ya estaba acostumbrado a las palizas, aún si ya estaba acostumbrado a los susurros, las palabras ofensivas y los agarres inesperados de soldados, nunca podría ser capaz de superarlos internamente.
Escupió un coágulo en su mano, con el labio partido y los nudillos sin costras de defenderse. Hacerlo sólo lo empeoraba.
—Todo es una puta... —musitó, viendo cómo iba de un lado a otro. Se dejó caer sentado en el sillón, tragando sangre —... una puta mierda...
Se miró las manos, mientras Kazutora las limpiaba sentado sobre el reposabrazos.
—¿Te pillaron en casa de los Haitani?
—Si fuera así ni siquiera estaría vivo —se lamentó, siseando por lo bajo —. Ya estaba en mi antigua casa cuando entraron y me dieron una paliza sin decir absolutamente nada.
—Lo siento.
—... como si fuera un trozo de mierda...
Se frotó la cara, con las manos húmedas por el paño que su amigo había usado. Sorbió por la nariz, parpadeando varias veces para evitar llorar. No le gustaba. Tenía el consuelo de que, al menos, no había sido peor.
En una ocasión un par de soldados le habían quitado el parche en pleno mercado, lanzándoselo entre ellos, jugando a desesperarle mientras recibía miradas de asco por parte de los transeúntes. Después, le habían amenazado con follarse la cuenca vacía de su ojo. Todo porque su madre rusa y su padre japonés tomaron la mala decisión de traerle al mundo.
Desabrochó la parte superior de su peto vaquero, dejando ver la sencilla camiseta de algodón blanco de debajo. Dejó que la sangre continuara cayendo, apático, indiferente.
—Voy a machacar algo de cúrcuma para la herida —avisó su amigo, levantándose y yendo a la cocina.
La pasta espesa que formaba la cúrcuma y el agua era perfecta para aplicar sobre cortes y heridas. Después, se enjuagaba en frío cuando hubieran pasado cinco minutos y el problema se solucionaba mejor. También guardaba tiras de sutura adhesivas que le habían costado un mundo conseguir.
Si había algo que delataba quién era o a qué se dedicaba, era el botiquín que guardaba. Tenía varios medicamentos y vendas escondidos por la casa, además, por si acaso alguien entraba a robar.
Kazutora le dio un último vistazo a Sanzu, preocupado por su estado mental. Podía distinguir las cicatrices de palizas y las que se había hecho él mismo durante una época convulsa, no hacía demasiado.
Para cuando regresó de vuelta al salón, con el tazón que llevaba la mezcla y el hisopo preparado para ponerlo en el labio afectado, lo descubrió hablando con Chifuyu y sus patas de pollo.
—Ah, tú eres ese piloto... —decía el menor, con la voz algo ronca.
—Chifuyu —corrigió el susodicho.
Apretó la mandíbula, sentándose como si no estuviera pasando nada en absoluto. Había visto las armas, había sentido la fragancia a nervios e inquietud que despedía, escuchado sus palabras llenas de dudas. Pronto.
El piloto se mantenía en una esquina, cruzado de brazos y descalzo. Iba envuelto en una manta para guardarse el calor y erguía su postura artificialmente, intentando respirar hondo para no hacerse daño.
—Vuelve a la cama, Matsuno, estoy ocupado —habló, sosteniendo del rostro a Sanzu para posar el bastoncillo en su labio cortado.
—No pasa nada —Sanzu sonrió levemente, mirando al techo. Su pierna tenía un tic, su rodilla iba de arriba para abajo sin cesar —. Soy Sanzu, pero puedes llamarme Haru.
Chifuyu tragó saliva, dándole un extenso vistazo de arriba a abajo.
Aquel era el chico del parche y las cicatrices. El cabello rubio apartado a un lado, desaliñado y sucio; el overal de mezclilla lo hacía parecer delgado y miserable, junto al único ojo vacío de chispa.
Se pegó a la pared. Faltaban dos, el tipo de las trenzas y el más bajo. Pudo apreciar un ápice de astucia en Kazutora, que no dejaba de observarle mientras curaba a su compañero de armas. Probablemente se imaginaba lo que estaba pensando.
Depender de alguien que le ocultaba cosas obvias no le hacía gracia. Menos aún cuando estaba rodeado de militares rusos y peligros por todos lados, en un medio que no era el suyo, en un pueblo del que nunca había escuchado hablar.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó, alzando el mentón. Lo cierto era que tenía hambre y seguía esperando por su comida —. ¿Erais amigos antes de la guerra?
Los rebeldes intercambiaron miradas de incertidumbre.
—... sólo nos encontramos de casualidad —respondió el rubio, cuando la pasta de cúrcuma fue aplicada al completo.
Alzó las cejas. Técnicamente esa misma casualidad le había llevado a él a estrellarse contra el árbol idóneo en el lugar perfecto, y quién sabía si habría llegado a sobrevivir de haber caído en otro lado.
Pensó en Keisuke, en cómo ambos se habían encontrado por puro azar en un hangar. Había sido después de sus últimas prácticas de vuelo, sí, cuando había bajado del caza de combate F-4 y ahí había estado, esperándole de brazos cruzados con su enorme sonrisa y el uniforme de infantería mal abrochado.
Su amigo de la infancia había descubierto que estaba estudiando ingeniería aeronáutica, y había decidido darle una sorpresa. Fácilmente aquel fue el mejor día de su vida, dos novatos comiendo el almuerzo en la cafetería de la academia aérea, poniéndose al día con las novedades de sus vidas.
Se preguntó si Sanzu sería para Kazutora lo que Keisuke siempre sería para él.
—Tengo ganas de matar a alguien —musitó el rubio, con la mirada perdida. Su estómago rugió.
—Y mucha hambre —Kazutora bostezó, incorporándose —. Tú —señaló a Chifuyu —, lávale la pasta cuando hayan pasado cinco minutos, ve acostumbrándote a esto. Voy a hacer algo de comer.
A los pocos segundos, Sanzu todavía continuaba con sus fantasías sangrientas, murmurando toda clase de cosas para sí mismo. Ya no lloraba, las lágrimas se habían acabado para cuando alzó la mirada y se encontró con que el aviador lo había dejado solo.
Chifuyu se había asomado a la puerta de la diminuta cocina del apartamento, avanzando con pasos sigilosos, aunque una tabla crujió con notoriedad, delatándole. Chocó con los ojos miel de Kazutora, que cortaba algo con un cuchillo.
—Esta noche, Matsuno —prometió, echando a una olla en el fuego unos trozos de jamón. Si vivían para entonces, se lo contaría todo —. De momento, no hagas esfuerzos y cuida de Sanzu.
—Sólo quería decirte que me llamaras por mi nombre —se encogió de hombros, arrepintiéndose del gesto al instante.
Su cuerpo dolió y se tocó las costillas. Kazutora se limpió las manos con un trapo verde y se acercó a él, deslizando el tacto a lo largo de su espalda, hasta que su mano quedó entre sus omóplatos, y la opuesta sobre su pecho.
Presionó ligeramente ambos lados, lo suficiente como para erguirle la postura. El chico hizo una mueca de dolor,
—Respira hondo, Chifuyu. Intentaré conseguir hielo para que duela menos, ¿vale?
—Está bien, gracias —exhaló el aire, con el tono tembloroso. Apretó la manta con la que se envolvía, sus nudillos se volvieron blancos.
«¿Confías en mí?»
—¿Cómo se le dice al sonido que hace una oveja?
Porque Kazutora comenzaba a odiarlas. Con los nudillos blanquecinos, agarrado a la parte inferior del viejo carromato que las cargaba. A su lado, Ran Haitani jadeaba cerca de la madera, haciendo su mayor esfuerzo para permanecer allí adherido.
Llevaba un trozo de capa metida en la boca, porque la prenda colgaba de su espalda hacia el suelo de piedras y podía verse desde la calle. Salivaba como un puto perro, con la garganta reseca por el polvillo que se levantaba entre las ruedas.
—Balido —contestó Ran, con el cabello recogido en lo alto de su cabeza. Enormes gotas de sudor bajaban por su cuello brillante —. Las ovejas balan.
—Odio las putas ovejas —masculló, con el rostro rojizo de esfuerzo.
Habían dejado a Rindou y Sanzu con Chifuyu, frente a la cómoda chimenea de los Haitani. Hacía media hora que la campana del toque de queda había soñado, y en las calles sólo quedaban soldados que patrullaban y llenaban prostíbulos, indigentes que morirían de frío.
Y, por supuesto, los transportistas que cruzaban el pueblo, o que llevaban los mejores manjares a los altos mandos que tenían su estancia asignada allí. Kazutora había cazado para ellos, sabía lo mucho que exigían y se había ganado unas cuantas monedas por llevarles faisanes desplumados.
Sin embargo, la noche aguardaba más que una simple cacería.
Escuchaba el balido de las ovejas que había en la parte superior, cubiertas por la lona que las resguardaba del frío. Los rusos habían cortado casi todo el suministro de gasolina y a la población no le quedaba más remedio que moverse a la antigua. El sonido de los cascos de los caballos que tiraban del artefacto le taladraba los oídos.
Luego, el carromato se detuvo. Kazutora y Ran se miraron en silencio, mientras las botas militares sondeaban el vehículo y daban el visto bueno para que saliera del pueblo a probablemente al matadero.
—¿Ovejas? —el acento eslavo resonó por el camino vacío, junto al traqueteo de un fusil.
—Ovejas, señor. Necesitaremos lana y queso este invierno.
Se reanudó la marcha y, en el segundo giro de esquina, ambos se soltaron de la parte inferior y rodaron por la gravilla hasta la calle adyacente.
Kazutora escupió polvo y saliva, arrodillado en el seguro suelo. Se restregó el antebrazo por la cara, descubriendo esquirlas de cristal que le habían picado una mejilla. Apartó la sangre con el dorso de su mano y se echó la capucha por encima, cubriéndose.
—¿Estás bien? —preguntó a su compañero, que se pegaba a la pared de piedra con algo de paranoia, mirando a ambos lados.
Asesinar a un alto mando era difícil. Asesinar a un alto mando que se vulneraba al desconcentrarse en el prostíbulo sería pan comido. Les habían pagado poco por el trabajo honesto, pero, a decir verdad, lo habrían hecho igualmente.
De vez en cuando les llegaban historias de chicas, niñas que habían sido violadas, abusadas en sus propias casas por el capricho de un cerdo armado. Al principio de la toma del pueblo, sucedía en plena calle.
Aquello les quemaba más que la derrota. Era una humillación deliberada y constante. La justicia acechaba en forma de tinta negra sobre pieles sudorosas y hambrientas.
Los rebeldes no perdonaban.
—Se me ha clavado en las costillas, joder —Ran se sacó la cuerda que llevaba rodeándole el torso, en cuyo extremo había una piedra atada —. Toma. Pesas menos, ve tú primero.
Aceptó la cuerda, lo suficientemente gruesa como para soportar su cuerpo. Miró hacia arriba, al edificio donde se apoyaban. Los balcones estaban adornados de afortunados balaustres que sostenían la barandilla de las pequeñas terrazas.
Podía ver la tenue luz de las velas. Dio un vistazo a su nervioso compañero y asintió, a sabiendas de que el edificio que tenían detrás estaba deshabitado y prácticamente cayéndose a pedazos.
Ni un alma vio cómo Kazutora lanzaba una y otra vez la cuerda hacia arriba, hasta que la piedra se enroscó a la perfección alrededor de un balaustre. Segunda ventana del tercer piso, empezando por la izquierda. La única que tenía una luz más potente.
Sus manos desnudas se rasparon contra el esparto, palmas rojizas que algún día acabarían con callos y heridas. Primero una, luego otra, apretando los dientes y la cuerda, jadeando. La brisa helada le azotó la cara y la capucha negra se derramó a un lado, mostrando las trenzas de boxeador en las que había atado su cabello.
Se agazapó en el balcón, vigilando las cortinas entreabiertas. Tiró de Ran cuando logró subir y ambos se quedaron suspirando, tirados en el balcón.
—Ya eres demasiado viejo para estas cosas, ¿eh? —bromeó, en voz baja.
—Oh, cállate, idiota...
Rieron en susurros, con golpes de camaradería en el hombro. Kazutora se guardó la sonrisa, escuchando el sonido de las jarras de vodka entrechocando unas con otras de la planta base, donde había una taberna. Toda la parte superior del edificio estaba destinada a...
Las cortinas se corrieron a un lado y las puertas de cristal se abrieron de golpe, dejando ver a una chica alta y con la piel erizada de frío.
—Hacéis mucho ruido —se quejó ella, con un cigarrillo entre los labios —. Casi es la hora, pasad, rápido.
Chasqueó la lengua, con las manos ardiendo. Ninguno de ellos eran militares, tampoco estaban bien alimentados como uno; las costillas asomaban también bajo el camisón de seda de Yuzuha, indicando que ella y sus compañeras también pasaban hambre.
Se incorporó con delicadeza. Era su contacto en el principal prostíbulo del pueblo, y, aunque no sabría si llamarla amiga, les había ayudado a eliminar a bastante gente. Era la favorita de varios soldados borrachos que ni siquiera se tomaban el tiempo de mirarla más de dos segundos.
Llevaba un lazo rosa en el centro del pecho, por donde la tela caía en un amago de escote. Podía apreciar la forma de sus pechos bajo la prenda, que apenas cubría más allá de los muslos delgados, la aureola de los pezones entre la nube de humo que escapaba de su boca reseca.
Mechones de castaño claro caían por sus hombros. Ojos perfilados por delineador, labios pintados de exagerado rojo.
—Siempre suele llegar cuando la hora da en punto —comentó la chica, ordenando las sábanas del catre que había en el centro de la estancia —. El espacio bajo la cama es bastante amplio, el armario también.
El cigarro se estrelló contra el cenicero. Kazutora sacó un tantō del cinturón, la hoja de doble filo brilló a la luz de la Luna.
—¿... te hace daño? —preguntó Ran, observando con detenimiento el lugar.
Yuzuha rio, sentándose al borde del colchón. Se pasó el tacto por el cabello, varios hilos se quedaron entre sus dedos. Y, a pesar de que podían verse hematomas en sus muslos, sonrió.
—He oído que hizo cosas peores. Lo mío no es nada en comparación.
Ambos se miraron antes de esconderse. La falta de pistolas era completamente a propósito, pues la mera presencia de una ya incitaba a Kazutora a usarla. No soportaba a aquella clase de cerdos.
Se metió bajo la cama, agarrándose a las tablas que sostenían el colchón. Si bien podría ser un trabajo para cumplir en solitario, preferían acudir por dúos por si las cosas se complicaban.
Las botas pesadas no tardaron en hacerse oír. Las bisagras de la puerta gimiendo al igual que el hijo de puta haría en cuestión de minutos.
Quieto como un muerto, sintió que el colchón pesaba más sobre las tablas; que la funda de la pistola reglamentaria se hacía a un lado y que la hebilla de un cinturón se desabrochaba.
—Eres una buena zorra, ¿verdad? —esa clase de cosas era lo que se imaginaba en aquella situación, porque los rusos no tenían ninguna clase de respeto por nada.
Se mordió el interior de las mejillas, escuchando. Era un tercer actor de la escena que no cobraría importancia hasta la mitad de la trama, cuando empezó a oír jadeos e insultos, el cabecero rebotando contra la pared.
Un nudo de incomodidad se formó en su garganta, descolgándose con suma delicadeza. Su espalda tocó el suelo en completo silencio, sin querer hacerse una imagen con el obsceno choque de pieles.
Estaba seguro de que Ran lo observaba desde la rendija del armario, esperando.
Kazutora se encogió, apretando la empuñadura del arma hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Poco a poco, centímetro a centímetro, sacó parte de su cabeza de debajo de la cama, mirando hacia arriba.
Acertó a ver dónde estaba el revólver del tipo. Sobre la mesita de noche, demasiado lejos del militar. Regresó bajo el catre, dando la vuelta a su cuerpo para poder salir por la parte de los pies y sorprenderle por detrás.
¿Teniente? ¿Capitán? Le daba absolutamente igual. Rodó por el suelo y se incorporó de golpe, tantō en mano.
—¡Ah! ¡joder! —la espalda de Yuzuha se arqueó, atrapada contra el colchón. Sus piernas se crisparon de temblor y se agarró a los omóplatos del militar — ... ah..., ah... ¡Ah!
Hizo contacto visual con ella, ojos llorosos y suplicantes, mientras apoyaba una rodilla sobre el colchón.
No apartó la mirada, sólo susurró un improperio al tiempo que degollaba al hombre, agarrándolo del pelo. La garganta se abrió y el hueso blanquecino de su tráquea medio cortada se quedó a la vista de la chica salpicada de sangre.
Kazutora le tapó la boca al tipo, con el antebrazo manchándose de rojo con el borboteo ahogado y constante. Poco después, el cuerpo quedó inerte entre sus brazos.
Lo dejó caer a un lado, escuchando la puerta del armario crujiendo. Echó un vistazo hacia atrás, donde Ran analizaba el desastre, para no violar la intimidad de Yuzuha, desparramada en el colchón con las piernas aún abiertas.
Si él podía fingir que no le gustaba matar, ella fingió que aquello no la afectó profundamente.
—Grita cuando estemos lejos de aquí —habló, limpiando el filo del arma contra una manta —. Invéntate que un desconocido entró y...
—No, espera —interrumpió Ran, tocándole el hombro —. Quiero ver si Senju está aquí.
Le salió una mueca no intencional. Guardó el tantō en su cinturón, con las manos rojas y dolor de cabeza.
Hacía meses que la hermana pequeña de Haruchiyo había desaparecido. Lo último que supieron de ella fue que unos soldados se la llevaron, presumían que a alguna casa de placer.
Pero buscarla entre tantos hijos de puta, noches con demanda y cientos de habitaciones era arriesgado. Encontrarla se hacía imposible.
—La misión se acaba aquí —reclamó, dándole la espalda a la chica, que se vestía para sentirse mejor junto a ellos —. No podemos arriesgarnos, ni siquiera conocemos este edificio.
—Es sólo asomarnos a la taberna desde alguna escalera, por favor —pidió el mayor, con un mar de preocupación en sus ojos de lirio —. Será rápido, no perderemos nada...
Quiso rechistar, pero Yuzuha se incorporó con un suspiro de hastío.
—Si vais a discutir, que sea lejos de aquí —determinó, agarrando la cajetilla de tabaco.
Kazutora dejó ir el aire entre los dientes, sin saber qué demonios hacer.
—¿Fuiste a la universidad? ¿Tokio es tan grande como dicen? —preguntó Rindou, tomando una manta y extendiéndola sobre ellos tres —. ¿Se gana dinero trabajando allí?
—¿Y cómo es volar? —se entrometió Sanzu, dejando el pequeño espejo con el que había estado mirándose el labio —. ¿Se tiene vértigo? ¿O en la cabina no pasa nada?
—No digas tonterías, Haru, por supuesto que tiene vértigo.
A Chifuyu le dolía la cabeza. Mechones negros revoloteaban, saliendo de entre la venda que le apretaba la zona. Había conseguido una pequeña botella de agua fría para poner sobre sus costillas, envuelta en una fina sábana, para no hacerse daño con la temperatura.
Sentado entre ambos chicos, lo único que podía pensar era que aquella gente era muy rara. En primer lugar, tenían un acento cerrado de pueblo, y hablaban como si nunca hubieran visto algo tan básico como un avión.
En segundo lugar, estaban medio locos.
—Sí, fui a la universidad y estudié ingeniería aeronáutica para poder ser piloto —carraspeó, avergonzado por los dos pares de ojos que se clavaba en él —. Tokio es grande y supongo que se gana bastante dinero si tienes un buen trabajo, al igual que en cualquier lugar.
Exhaló una bocanada de aire, teniendo cuidado de cada uno de los movimientos de su torso, tal y como Kazutora le había indicado. Hacía poco más de una hora que lo había dejado en aquella casa, llevándolo por en medio de la noche, esquivando patrullas de soldados como si las calles fueran suyas.
La chimenea estaba puesta y el calor era agradable. Estaban medio tumbados en un estrecho y viejo sillón, lo suficientemente cerca como para sentir el calor corporal del contrario.
Kazutora lo había presentado a sus amigos, una cuadrilla de tipos de dudosa moralidad y salud mental, ropa sucia y rostros polvorientos. Sin embargo, parecían ser buenas personas.
—Volar es... maravilloso —prosiguió, haciendo un leve gesto con las manos —. En el ejército sólo se puede escoger a unos pocos, sólo los que soporten las fuerzas G. Para ello tienen que hacerte un montón de pruebas y exámenes. Cuando me enteré de que Japón se estaba rearmando por las amenazas soviéticas, no dudé en presentarme.
—¿Se supone que eres como un súper-humano, o algo así? —Rindou lo miró con curiosidad.
Frunció el ceño, sin poder creer que aquellos chicos eran rebeldes. Gente que estaba dispuesta a asesinar militares enemigos para retomar la dignidad y todo lo que les había pertenecido.
—No, pero algunas personas soportan mejor las fuerzas de la gravedad que otras —explicó, observando el fuego crepitar —. Por ejemplo, si tienes algún problema cardiovascular no te aceptarán para ser piloto.
—Entonces, ¿eres perfecto en ese sentido?
—Supongo —rio, casi sorprendido por aquella duda tan extraña —. Los patrones que utilizan, tanto físicos como psicológicos, son muy estrictos.
Sanzu se incorporó, sin dejar de escucharle. El chico se acercó cautelosamente a la ventana, con una extraña sensación en el cuerpo. Corrió la cortina hacia un lado.
Tenía el labio inferior algo hinchado, el habitual parche le ocultaba la cuenca vacía y unos tirantes subían por sus hombros, perdiéndose espalda abajo para sostener los pantalones negros
Después de un momento de silencio, habló.
—¿No os parece que están tardando demasiado?
El fuego dio un sonoro chasquido, provocando que Chifuyu pegara un respingo, inquieto.
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