02

Los viernes había más pan. Supuestamente eso era lo que ponía en su cartilla de racionamiento.

Kazutora tragó saliva, esperando su turno en una de las tres colas que había en la plaza del pueblo. No muy lejos de allí, el santuario sintoísta había dejado de recibir gente que rezaba. No había nada por lo que hacerlo, no con el patíbulo de los ahorcados allí al lado.

Lo miró de reojo, los tres hombres a los que habían ejecutado por robar el día anterior seguían ahí, rodeados de moscas que les comerían los ojos, balanceándose con el constante chirrido de las sogas.

Un chico habló a su espalda, en voz baja, y lo suficientemente alto como para que sólo él pudiera escucharlo

—Al mediodía ejecutarán a más gente.

Se dio la vuelta para mirarle, crispado de nervios. Ran Haitani observaba el patíbulo con detenimiento, como si estuviera viendo más allá de los cuellos rotos, las sonrisas torcidas de soldados y un peluche tirado entre el polvo del camino.

Era el mayor del grupo, con veintiocho años y una sonrisa tranquila. El más calmado con diferencia, quien pensaba las cosas en frío y los relajaba cuando había algún problema. La mayor parte de veces llevaba el pelo recogido en dos graciosas trenzas que su hermano pequeño le entretejía por las mañanas.

Era alto, esbelto. Puede que hubiera adelgazado un poco desde que la guerra había comenzado. Aún así, siempre llevaba consigo el porte elegante de quien había trabajado como herrero. Los dedos llenos de callos y alguna quemadura rebelde en el dorso de sus manos.

—No deberíamos de hablar aquí fuera —dijo Kazutora, apretando los labios —. No quiero que nadie nos asocie, en el caso de que algo suceda.

—No seas paranoico, Tora —rio su amigo, tocándole el hombro con camaradería —. Sólo somos dos conocidos hablando en la cola del racionamiento, igual que el resto.

Refunfuñó por lo bajo, haciendo espacio para que dos soldados pasaran por su lado. No quería ni tocarlos. La funda de cuero de las pistolas brillaba, enganchada a las cinturas de los hombres; rostros de ojos y piel clara, rasgos eslavos y mandíbulas marcadas, narices grandes. Rusos.

Deseaba que Japón recuperara lo que era suyo. No pensaba vivir un mes más bajo el dominio de aquellos hijos de puta que habían entrado a su pueblo, violando, masacrando y matando; llenando las cunetas de cadáveres, llevándose a las mujeres para sus prostíbulos, quemando propiedades.

Apretó el puño, hasta que sintió que Ran le clavaba las uñas en el hombro, al otro lado del lino de su camisa sucia. Suspiró, suponiendo que debería de dejar de mirar mal a todo el mundo.

Tomó aire y lo soltó poco a poco, bajando los pies a la tierra, dejando a un lado el odio.

—Despertó.

No hizo falta decir quién, Ran sabía de quién hablaba. Aún recordaba el momento en el que él y los demás llegaron a una reunión, en su casa, y vieron al desconocido herido en la cama. Ensangrentado pelo de azabache, vendas y expresión de angustia.

Todo el mundo lo había visto caer, pero nadie se había atrevido a acercarse.

—Fue una insensatez —determinó el mayor, severo —. Los soldados llegaron apenas unos minutos después de que te fueras. Pudieron haberte matado.

—Ya hemos hablado de esto —se quejó, arrugando la nariz —. Estoy aquí, vivo, y eso es lo que importa.

—Lo sé, pero quiero recordarte que eres importante para mí. Para nosotros. No puedes andar por ahí haciendo locuras.

Evitó sus iris de lirio. En el fondo, Kazutora sabía que tenía razón, sólo no quería rendirse tan fácilmente, incluso en situaciones que le costarían la vida. Había tenido que explicar a sus amigos por qué había decidido salvar a un completo desconocido.

Su tripa sonó, recordándole dónde estaba. Tenía hambre, mucha hambre. Repartir la poca comida que tenía entre Chifuyu y él le haría adelgazar. ¿Cuántos kilos había perdido ya? ¿Diez? ¿Doce, tal vez? Nunca fue alguien excesivamente ejercitado, pero extrañaba la grasa en su cuerpo.

La cola avanzaba a una velocidad delirante. No había desayunado nada más que un vaso de leche fría. Se había atado el cabello en un moño en lo alto de su cabeza, dos mechones rubios enmarcaban su cara pálida.

Las nubes amenazaban con lluvia. Sería un día duro, al igual que el resto.

—Salvamos a Sanzu, ¿recuerdas? Lo rescatamos de la calle, y ahora es nuestro amigo —habló, tocándose el vientre vacío —. Incluso si sabíamos el peligro de juntarnos con alguien mestizo y marcado, lo hicimos.

—Entiendo a dónde quieres llegar —el mayor sonrió para sí mismo, comprensivo.

Kazutora recordaba bien el día que habían encontrado a Sanzu. Ojos azules, rubio de nacimiento, piel de porcelana. Su amigo era mestizo, mitad ruso, mitad japonés. Aquello le había costado caro.

Tirado en medio de un callejón, apalizado hasta casi la muerte, escuálido. Se habían llevado a su hermana menor, probablemente para satisfacer los deseos carnales de los soldados; su hermano mayor marchó para no regresar, y se quedó solo en medio de un pueblo que lo rechazaba.

Tanto unos como otros, Sanzu no pertenecía a ninguno de los dos mundos. No era japonés, tampoco era ruso.

—Ese chico, el piloto, no tiene a dónde ir —explicó, casi apenado —. No nos importa tener a alguien más, ¿verdad? Seguro que puede ayudarnos, seguro que sabe si el Ejército planea retormar Ōshū...

—¿Y cómo piensas explicarle quiénes somos? —si con anterioridad Ran había hablado en voz baja, aquello lo dijo vocalizando.

—De la misma forma que hicimos con Sanzu —hizo un gesto con la mano —. Esperaré a que sus heridas mejoren y a que me tome confianza. De todas formas, no puede ir a ninguna parte. Si lo hace, morirá. Sólo nos tiene a nosotros.

Su cabello se soltó con el viento. Rebeldes. Eso era lo que llevaban tatuado en la piel, en las venas y en el corazón.

Ambos se miraron con convicción, y el mayor pareció abandonar toda clase de inseguridad al respecto del tema. Tenía que comer y descansar, la noche sería peligrosa. Deshacerse de militares rusos, ofrecer justicia a cambio de dinero, robar armas y conseguir comida de forma clandestina para las familias necesitadas eran sólo algunas de las actividades que llevaban a cabo.

Cualquiera diría que sólo eran una pandilla de mocosos hambrientos y sucios.

Y ahí estaba todo con lo que tendría que sobrevivir toda la semana. Una barra de pan de trigo negro, un trozo de queso y medio, dos filetes de quién sabría qué, un pequeño tarro de arroz; una pequeña botella de aceite, legumbres y tres patatas.

Su estómago rugió de nuevo. Kazutora había olvidado cómo llorar y sólo podía sentir melancolía. Melancolía y hambre.

—Ran, ¿os queda algo de jabón? —preguntó, sosteniendo su bolsa de cartón contra el pecho. Debería ofrecer un baño a su recién llegado antes de que pensara que era un mal anfitrión —. Llevo sin poder bañarme una eternidad.

Pero, Ran estaba ensimismado, mirando a los ahorcados. Los cuerpos colgaban del negro de sus pupilas, perdido en algún punto del macabro paisaje y el olor a podredumbre.

Casi como si estuviera viendo su propio destino, cuando, accidentalmente, chocó con la autoritaria mirada de un militar.

—Eh... sí —carraspeó, nervioso. Se giró hacia él y se puso delante, tapándolo —. Puede que nos quede una pastilla, ¿quieres venir?

Asintió. Era admirable. Kazutora no tenía palabras para describir lo mucho que quería a sus amigos, gente que sonreía aún si lo había perdido todo. Él también se había quedado solo, no era especial por ello, pero se sentía acogido en aquella nueva familia.

De hecho, el pequeño y destartalado edificio donde vivía ni siquiera era suyo. Su antiguo hogar había quedado derruido bajo la explosión de un obús. Había enterrado con sus propias manos los cadáveres de sus padres y de su recién nacida hermana pequeña.

Tierra y sangre entre sus dedos. Un mar de barro que se tragó los recuerdos.

Al igual que el resto, se había visto obligado a sobrevivir por su cuenta. Sin embargo, Kazutora sentía que el odio lo consumía. La ira le pesaba más que la tristeza, y era más fácil descargarse asesinando soldados que llorando a la luz de una vela.

En el fondo, puede que no fuera tan fuerte como pensaba.

—Rindou sigue mal de la pierna, camina cojeando por la herida de la última vez —explicó Ran, sacando las llaves de su casa. Los dedos le temblaban —. Anoche tuvo fiebre, pero está bien.

Estaba seguro de que Rindou podría recuperarse pronto. Su última escapada nocturna había acabado con su pierna herida por metralla y habían tenido que aprender a sacarla de su cuerpo antes de que ocurriera algo malo.

Esquivaron los hierbajos que rodeaban la casa y el tronco caído que bloqueaba parte del jardín. La verja estaba oxidada, el edificio tenía una sola planta principal y un sótano bajo tierra.

Habían tenido que reformar tantas cosas después de que el pueblo fuera tomado que algunas paredes estaban hechas de piedra y otras con tablas de madera y aislante robado. La entrada daba directamente a un desastroso recibidor y al salón con la chimenea encendida.

El ambiente no sólo estaba cálido por el fuego.

—Hmmpf, Haru...

A Kazutora se le desencajó la mandíbula, viendo a aquellos dos recostados en el sofá medio roto —rompiéndolo más—, Sanzu jadeando sobre la boca de Rindou Haitani, rasgándole la piel de la espalda con las uñas, rebotando sobre su polla con los labios rosados y húmedos.

El cuerpo desnudo lleno de cicatrices, marcas de suturas y besos demasiado bruscos que le cubrían el cuello y el pecho, pezones pellizcados al final de su cordura.

Ran le cubrió los ojos, suspirando con fuerza, pero se asomó poniéndose de puntillas, parpadeando varias veces, atónito.

—Chicos, estamos aquí —Ran alzó la voz, provocando que su hermano pequeño agarrara una manta y cubriera al otro desde los hombros, tapándose a ambos —. Por todos los dioses...

—Perdón —Rindou se disculpó con los ojos llorosos de placer y las mejillas rojas de vergüenza —. Pensábamos que ibas a tardar más.

—Hola, Tora —rio el otro, con el pelo rubio y largo cayendo por sus hombros al descubierto. Se recostó sobre el pecho de su pareja, sin siquiera levantarse de su miembro, agazapado como un gato —. ¿Cómo te va?

No sólo eran una pandilla de mocosos hambrientos y sucios, sino también varios barriles llenos de explosivos que se habían encontrado por circunstancias extremas. Mechas ardiendo, fuego y combustible.

Un escorpión tatuado se paseaba por la cintura de Sanzu Haruchiyo, el menor de todos, con veintitrés años de edad. Llevaba su ojo faltante cubierto por un parche de cuero. Podía apreciar trazos de la serpiente de la espalda del Haitani, sombras negras por sus brazos y la mitad de su cuerpo.

Caminó con pasos felinos a la estancia, sintiendo vergüenza ajena y algo que bautizó como envidia sana. Llevaba un tigre al cuello, cada uno con animales tan salvajes como ellos. Peligrosos y mortales.

—Ni siquiera yo sé cómo me va, pero supongo que podría ser peor —hizo el amago de sonreír, viendo cómo Rin acariciaba la cabeza del chico. Tenía tantas cicatrices y trazos rojos que daba respeto mirarle. Tragó saliva —. Venía a por jabón.

—¿Queda jabón? —preguntó el menor, frunciendo el ceño hacia su pareja, dubitativo. Se relamía la boca.

—Sí —interrumpió, Ran, presionando la espalda de su amigo hacia delante —. Vamos.

Kazutora hizo una pequeña seña a ambos, sintiéndose empujado por el Haitani.

El baño era diminuto para los tres que vivían allí. Los azulejos rotos habían tenido que ser reemplazados por madera y había varios clavos salidos en las paredes. Una toalla colgaba de la única barra metálica que había adherida en la pared, y juraba que la mancha que había en el techo era por problemas de humedad.

Se quedó bajo el umbral de la puerta. Los agujeros de bala de la superficie habían sido rellenados con algodón.

—¿No te molesta? —habló en voz baja, jugueteando con el borde de su camisa. Tenía frío —. Vivir con ellos dos, me refiero.

—¿Por qué iban a molestarme mi hermano y Sanzu? —Ran no lo miró, se quedó buscando en los armarios del lavamanos, tachonados de espejos rotos —. Somos lo único que tenemos, y es agradable vivir aquí.

—Lo sé, pero a veces...

Echó un vistazo hacia atrás, dando un paso experimental hacia el corto pasillo. Había un dibujo del pueblo pegado a la pared con una chincheta. Desde la esquina podía apreciar cómo Rindou le sonreía a su novio, peinándole el pelo hacia atrás.

Manos llenas de cicatrices buscando mejillas rosadas que apretar y mimar. Dedos que se deslizaron y tantearon el parche de cuero. Sanzu se quejó, apartándose para que no lo retirara.

—Déjame verte, Haru, no pasa nada.

Con un beso en la nariz, el susodicho suspiró y se quedó quieto, permitiendo que el parche cayera a un lado con un ruido sordo. Silencio. Pudo sentir la vergüenza de la derrota desde allí, apreciar la forma en la que bajaba la cabeza con asco hacia sí mismo y todo lo que le cubría el cuerpo.

Los recuerdos dolían más que cualquier otra cosa. Haruchiyo despertaba cada día con el insoportable recuerdo de no poder moverse, de unos dedos gordos y ensangrentados abriéndole el ojo por la fuerza, otra persona agarrando el glóbulo ocular y tirando.

Tirando hasta arrancarlo.

Hasta que el nervio que lo mantenía unido se deshizo en hilos por una navaja oxidada, risas roncas y olor a alcohol. Tardó días en poder volver a hablar, pero cuando su voz desaparecida por gritos apareció, ya no era el mismo de siempre.

Todos y cada uno de ellos habían jurado venganza. Echarían al enemigo aún sin ayuda del puto ejército, con sus propias armas.

—Aquí está —Ran logró dar con la pastilla de repuesto. Comprobó que estuviera bien en el envoltorio —. Perdona, ¿decías algo?

—Nada —Kazutora se mordió el interior de la mejilla, regresando bajo el umbral. Tomó lo que se le ofrecía y lo metió en la bolsa de cartón que aferraba contra su pecho —. Gracias, si hay algo que necesitéis...

—No digas eso, tienes a otra persona que a alimentar —el mayor colocó de vuelta todos los medicamentos y frascos en el armario —. ¿Tienes suficiente comida siquiera?

—Puedo racionar.

No, no podía. Le llegaba el sutil olor del trozo de queso y sentía la imperiosa necesidad de devorarlo y darse un atracón con el resto. Seguramente Chifuyu estaría esperando en su cama, también hambriento.

¿Acaso tenía ropa suficiente para dos personas?

Tenía que hacer que todo durara para los dos, al menos esa semana. Podría cazar algo a escondidas en el bosque, en el cambio de patrullas matutino a la entrada del pueblo. Era peligroso y se jugaba la vida, pero jamás dejaría el carcaj abandonado.

La mirada de Ran se suavizó.

—No puedes racionar para un herido y para ti.

—Lo sé... —sorbió aire por la nariz, admitiendo la realidad.

El piloto necesitaría más comida para recuperarse de forma efectiva. Cargar con un herido era duro, y no es que fuera una persona con demasiada paciencia. Kazutora sabía que tendría que estar más alerta que nunca a las inspecciones.

Si alguien lo encontraba, se convertiría en un ahorcado más.

—No te preocupes, encontraremos una solución a eso —el mayor tocó su hombro con delicadeza.

Y de fondo se escuchaban algunos jadeos, palabras de desesperación en medio de un pueblo triste y derrotado. Varios «te quiero».

Ran Haitani fingía no haber entendido la pregunta de Kazutora. Analizar desde lejos la relación de su hermano y Sanzu era tan bonito como doloroso.

En primer lugar, porque había sido testigo de todo el proceso. De cómo se habían acercado, de los primeros roces y conversaciones nocturnas. Poniendo la base de que Rindou era alguien a quien quería muchísimo, podía afirmar que estaba contento por él.

Intentaba dejarles espacio para ellos mismos, debido a que vivían los tres juntos, sin ignorar el hecho de que eran amigos y de que también le gustaba pasar el rato con ellos. Convivían de forma saludable, como una familia, y aquello se sentía bien.

Pero, de todas formas, ¿qué sabía él del amor?

—¿Qué haces? —Rindou se asomó al dormitorio que a veces compartían, vestido y limpio.

Se ajustó los tirantes, alisando la camisa con las manos, mirándose en el espejo. Apartó las trenzas de su espalda y las dejó caer sobre sus hombros, con el corazón martilleando en el pecho.

—Voy a ir al mercado un momento —anunció, tomando una boina y calándola en su cabeza —. Haz la comida y no te olvides de guardar el cartón para la chimenea.

—Ten cuidado, ¿vale?

Asintió, extendiendo un brazo e incitándole a acercarse. Su hermano pequeño lo abrazó con fuerza, a sabiendas de que con cada paso fuera de casa se arriesgaban más a morir.

Depositó un beso entre el cabello rubio y algo descuidado, cariñoso.

¿Que qué sabía él? Podría comenzar diciendo que se sentía como un veneno. No una droga, un puto veneno que le iba a pudrir la piel hasta matarle; que hacía cosas extrañas con su cuerpo, que le emborrachaba la mente de pensamientos intrusivos que no contemplaba en la cotidianidad.

Y, aún sabiéndolo, continuó escribiendo en aquel pequeño bloc de notas que usaba como soporte, con una pluma.

Los kanjis surcaron la hoja, que había sido arrancada días atrás. Caligrafía cuidadosa, a pesar de que los dedos le temblaban, mientras andaba calle abajo.

En la parte superior de la hoja había una letra distinta a la suya, más grande y ruda. Escribió por debajo, concentrado.

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¿Любовь? [Lyubov'] ¿Love?

Significa [ài]

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Aún temiendo la forma en que su corazón se aceleraba por la persona equivocada, Ran volvería a chocarse accidentalmente con el Capitán soviético.

El cinturón negro envolviendo su cintura, la chaqueta verde militar repleta de medallas y la insignia del Ejército Rojo en el gorro. Pudo ver brillar la funda del revólver, oler la esencia a ceniza que despedía.

Ni siquiera se miraron.

La hoja desapareció de sus manos y se quedó sólo con el bloc y el aliento descontrolado. Acudió a refugiarse de sus propios sentimientos al primer callejón que vio, al borde de un ataque.

Jugueteó con sus manos, apoyándose contra la pared de ladrillo. Un gato pasó corriendo por delante de él y, cuando alzó la mirada, ahí estaba.

—Inspecciones. Hoy.

El acento ruso se mezcló con un japonés principiante. Se le subieron los colores al rostro, con la respiración cortada por un pequeño beso.

Era alto, casi tan alto como él. Guapo. Joder, y tan guapo. Condenadamente guapo. Las facciones cruzadas por una de las cicatrices más crueles que había visto jamás, mandíbula marcada, nariz recta.

Cerró los ojos, con las rodillas temblorosas bajo el toque del militar. Le rodeó el cuello, suspirando cerca de su boca, pidiendo permiso para envolverla, jugar con el sabor a alcohol de sus labios.

Si Ran Haitani pudiera describir lo que era el amor, diría que era lo que la música a la vida, y la poesía al mismísimo cielo.


Las bisagras de la puerta crujieron como un moribundo.

La luz que entraba por la ventana iluminaba el polvo que flotaba en el aire, dándole un aspecto rústico al lugar. Kazutora se descalzó en el recibidor y saltó el escalón que lo separaba del resto de la casa, sintiendo una repentina pesadez en el aire.

Con razón, ahí estaba. Cabello negro graso adornado por una venda y frente sudorosa. Manos inquietas.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gruñó, viendo al aviador husmeando en el cajón de un mueble —. Vuelve a la cama, patas de pollo.

Chifuyu se restregó la muñeca contra la boca seca, tembloroso. El camisón le llegaba a las rodillas y la palidez de sus piernas indicaba que no pisaba demasiado la playa. Vello negro y erizado de frío, pies descalzos.

Podía apreciar los raspones de sus brazos, la forma en que se encorvaba ligeramente hacia delante, incapaz de soportar sus costillas afectadas.

El chico entornó los ojos, de azul profundo y marino. Recuerdos de la Bahía de Tokio se reflejaban en ellos.

—¿A quién llamas patas de pollo, pueblerino analfabeto de mierda? —escupió, con la voz algo ronca. Cerró el cajón de golpe, quejándose por lo bajo.

A Kazutora se le salió una sonrisa torcida. Realmente no sabía leer, así que aquello provocó que su vena de paciencia se hinchara un poco. Había tenido que pedirle a Ran que le dijera qué ponía en la chapa de perro.

Sin embargo, tomó aire y le mostró la bolsa de cartón que llevaba. Tenían que llevarse bien, aunque fuera por la fuerza.

—He traído cosas, también jabón —dejó la bolsa sobre el aparador. La puerta de la cocina estaba a un lado —. Ve a descansar, por favor.

Chifuyu se tocaba el torso con una mueca de dolor al andar. Puede que su humor decayera cuando estaba mal —sí, lo hacía, se volvía bastante borde—, pero se dejó ayudar.

Sintió la mano de Kazutora posarse entre sus omóplatos y otra guiando su pecho hacia arriba para incitarle a erguirse. No dijo nada, permitió que le corrigiera la postura y le ayudara a llegar a la cama.

Necesitó sostenerse de su brazo para sentarse. Los dedos apretando la camisa de lino de manchas anchas que se ajustaba a los finos hombros del chico. Escuchó el cascabel tintinear.

Después, su estómago.

—Tengo hambre —soltó un quejido al subir las piernas a la cama —. ¿Tienes reservas suficientes?

—Para ti sí, luego cocinaré algo. Pero, supongo que querrás lavarte primero.

No estaba en condiciones de darse un baño. Ni siquiera de levantarse y dar un paso sin creer que iba a desfallecer.

En el tiempo en el que estuvo a solas, Chifuyu había aprovechado para revisar el apartamento de arriba a abajo. Dos habitaciones, un baño destartalado, la diminuta cocina y el salón antiguo. Todo había sido tan extraño. Artificial.

Como si todo estuviera colocado de una forma determinada para ablandar la mente al engaño. Incluso si había revisado cajones, el espacio bajo la cama y en la chimenea, no había encontrado un solo arma, tampoco munición.

Lo que le daba una peor impresión. Kazutora sabía lo que hacía. Era inteligente, se movía como un soldado a pesar de no ser militar.

La mentira de que era cazador no se sostenía por nada, excepto por el arco y el carcaj de flechas que había encontrado en un armario. Todo cuidadosamente preparado, un escenario de un adulto común y corriente, nada que sospechar.

No le gustaba la gente que mentía. Mucho menos estar en una situación vulnerable frente a quien no se dignaba a hablar con la verdad. Quería pensar que tenía sus motivos.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó, viendo cómo entraba de vuelta a la habitación con un paño húmedo.

—Veintiséis —respondió el otro, acomodándose el pelo en una sencilla coleta —. Si no puedes levantarte, al menos podrás lavarte con esto, supongo.

Alzó las cejas. Era cierto que el rebelde era unos centímetros más alto que él, pero de tal rostro no habría esperado más de su propia edad. Quizá era la luz, que lo hacía parecer joven y eterno, los mechones rubios que se metía tras las orejas y el lunar que rasgaba su mirada.

Tenía la intención de pasarse el trapo por el cuerpo, de frotarse un poco con el jabón y volver a limpiarse con el trapo, más mojado que con anterioridad. Luego, aplicar aquel bote de aloe vera que había a un lado sobre los raspones y quemaduras superficiales.

Sin embargo, cuando Kazutora estuvo a punto de dejarle intimidad, se escucharon varios golpes.

—Mierda —musitó el chico, corriendo hacia la ventana con el pecho alterado.

Soldados en la calle, pateando las puertas de los pequeños edificios. El yeso de las paredes temblando. El destello de las bayonetas adheridas a las armas se reflejó en sus iris melosos con nada parecido a la dulzura.

Era demasiado común, pero no a aquella hora tan absurda. Los rusos solían entrar por la fuerza a la caída de la noche, también con el atardecer.

Nunca podía bajar la guardia, tenía un herido que apenas se sostenía por sí mismo y un arma escondida en la parte trasera de sus pantalones.

—¿Qué pasa?

—... mierda, mierda, mierda... —su nuez de Adán hizo un movimiento cuando tragó saliva, con las pupilas hinchadas de sorpresa y terror. Se volvió hacia el aviador —. Están haciendo inspecciones.

En aquel momento, Chifuyu supo por qué había elegido el aire como medio natural.

Porque la tierra firme era demasiado peligrosa.

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