01

奥州市, 1989

Sus gritos fueron tan fuertes, que aún resonaban en sus propios tímpanos. Y, el sabor de la sangre tan persistente, que había encontrado su hogar en la propia boca reseca.

Cuando Chifuyu Matsuno despertó, lo hizo creyendo que continuaba cayendo. En picado. Sus manos raspándose por la velocidad con la que consiguió alcanzar la mochila paracaídas en el último instante. La conversación con la torre de mando decayendo con voces apresuradas, disculpas por su derrota.

Aquel Thunderbolt pudo haber sido su tumba, pero el lugar en el que estaba se parecía más bien a... un hogar común y corriente. Parpadeando sumido en la confusión, con el cuerpo entumecido y la visión borrosa, supo que lo que sentía contra su piel desnuda era el suave roce de unas sábanas.

La luz cegadora provenía de una ventana cuyas cortinas roídas estaban corridas hacia los lados. Había una cómoda junto a la cama, que se encontraba en el centro de la pequeña estancia, y un pequeño espejo redondo en la pared de delante, sucio por el polvo.

Sólo fue cuando los recuerdos —si bien invasivos, no lo suficientemente lúcidos, como sueños— volvieron con violencia a él que supo que estaba vivo. De alguna forma pudo alcanzar a mover su brazo y sacarlo de bajo la manta blanca, pestañeando con una mueca de dolor.

—... joder —escupió, cuando un flechazo lo atravesó en el torso. El mero esfuerzo de estar consciente hizo que todo diera vueltas, su cabeza mareada, sus ganas de vomitar y echarlo todo a un cubo.

Se destapó con cuidado, sin dejar de estar alerta a su alrededor. La puerta de madera estaba arrimada, la desgastada pintura del pomo lo mostraba de un sucio color dorado. Se escuchaba ruido de fuera, pero desde su posición veía el cielo a través de la ventana.

Estaba en una segunda planta, pero Chifuyu se sentía a diez kilómetros de altura, dando vueltas sobre sí mismo, virando con dificultad. El olor del humo molestaba en sus fosas nasales.

En primer lugar, el vello de sus piernas desnudas se erizó por el frío. Las vendas se ceñían desde su cintura hasta casi el pecho al descubierto. Su cabeza volvió a doler con un pinchazo y se tocó la sien, descubriendo otra venda ajustada.

—¡Ah! —masculló, al intentar levantarse. Medio sentado y con lágrimas en los ojos, tragó saliva y esquivó el enorme nudo de su garganta para, al menos, llegar al suelo vivo —. Joder, joder, joder, no...

Hiperventiló, sosteniéndose del torso como si de un momento a otro se le fueran a caer los órganos. Sus pies descalzos alcanzaron las tablas de madera y el crujido de sus huesos llenó la estancia de algo parecido a ramas quebradas.

Un quejido murió en sus labios, pero logró localizar sus botas sobre una silla que había en una esquina. Ni rastro de su ropa. Miró la habitación, dando una tonta vuelta sobre sí mismo, desplomándose contra la pared.

Cayó contra el suelo, envuelto en la insoportable sensación de no poder más.

En ropa interior, con quemaduras superficiales y hematomas por todos lados, comprendió que probablemente tendría alguna costilla rota. Los latidos de su corazón se concentraban de forma molesta en su cráneo, el golpe había sido tan fuerte que tenía suerte de recordar quién era y cómo había llegado hasta allí.

Exceptuando el hecho de que no sabía dónde se encontraba. Ni por qué.

«Regresaré vivo, Baji. Cuando acabe la guerra y retomemos el norte, podremos volver a vernos, lo prometo»

Aquellas habían sido las últimas palabras con las que había firmado su carta. La última, antes de tomar su avión y buscarse la llama de la adrenalina y el combate en el cielo.

Pensar que Baji Keisuke, Teniente por casualidad y compañero por los años, estaba recordándole en alguna trinchera maloliente, le devolvía las ganas de ponerse en pie y regresar con su mejor amigo, a alguna época donde la guerra sólo fuera un recuerdo.

Pero Kei no había escuchado sus gritos a través del comunicador del Thunderbolt, nunca podría saber dónde aterrizó o qué sucedió con él. Tampoco el resto de sus compañeros. Keisuke no pertenecía al Ejército del Aire, sino de Tierra, y jamás podría saber el por qué de aquella operación tan absurda. El por qué mandaron a morir a un joven, haciendo de su pasión un funeral sangriento.

A ojos de Japón, Chifuyu Matsuno, aviador de primera clase de veinticinco años, soltero y nacido en Tokio, estaba muerto. Las comunicaciones con su avión se habían extinto con el accidente y ya no daba señales de vida. Pero, estaba vivo. Allí.

Fuera donde fuese ese «allí».

Se incorporó con dificultad, suplicando a los dioses por su salud física. Quiso aproximarse al espejo para deshacer la venda de su cabeza, de la que escapaban los mechones negros y grasientos en mil direcciones distintas. Sin embargo, una voz llegó a él desde la puerta arrimada.

—Rajadle la garganta a ese hijo de puta —una orden, certera e impasible. La voz pertenecía a un chico joven y convencido —. Deberíais poder reconocerlo por las insignias. Y le falta un dedo en la diestra.

—¿Esta noche? —una segunda voz masculina interrumpió el monólogo —. Si es conocido del jefazo, entonces será difícil llegar a él.

—Me soplaron que suele frecuentar el prostíbulo —añadió una tercera persona. Junto a sus palabras se hizo oír un golpe, aparentemente sobre una mesa —. No será difícil colarse. Todo tuyo, hermano.

Chifuyu se acercó con cautela a la puerta, sus rodillas temblaban de esfuerzo y no dejó de tocarse el torso un solo instante. Se pegó a la madera, entrometiendo el ojo en la ranura que la dejaba entreabierta. Se sostuvo del pomo, cuidando de que la superficie no rechistara.

Luz cegadora.

Un escalofrío se convirtió en electricidad por su espina cuando alcanzó a reconocer lo que había al otro lado. Podía ver una especie de salón anticuado, con una mesa de comedor redonda en el centro, y un mantel de ganchillo sobre el que descansaban varias armas de fuego.

—No podemos permitirnos hacer ruido —comentó la que había sido la primera voz de todas —. Si los Haitani pueden escapar con éxito y librarse de ello, mejor. Si salimos todos a la vez para un único objetivo, tendremos más posibilidades de fallar.

Aquel chico iba vestido con una sencilla camisa de lino amarillento y mangas anchas. Su cabello estaba recogido en un elegante moño en lo alto de su cabeza, y mechones rubios de Sol le enmarcaban facciones jóvenes, nada inocentes para lo que estaba diciendo.

Al lado de aquel primero, había tres chicos más. Dos de ellos le daban la espalda, pero pudo ver un par de trenzas y constituciones opuestas, pues uno de ellos era esbelto y el otro más bajo. Ambos llevaban tirantes que reptaban por camisa arriba como serpientes, envolviendo sus cuerpos y sujetando sus pantalones.

El tercero estaba físicamente destrozado.

—Rin no está en condiciones de dar apoyo, iré yo —aportó aquel chico. Un parche cubría su ojo, dejando otro de color hielo a la vista. El cabello rubio y largo bajaba por delante de sus hombros en cascada, y dos cicatrices cortaban los extremos de su boca. Guiñó el ojo al susodicho con descaro —. Necesitas descansar, idiota. Déjame manejar esto.

Un crujido.

Chifuyu se apartó a un lado, arrepintiéndose de haber cambiado el peso de uno de sus pies a otro. Cuatro pares de ojos acertaron a dar con la puerta, y su cuerpo pegado a la pared adyacente tembló de dolor.

Tragó, sufrió, apretó los dientes y pasó por la oleada de quejidos en completo silencio. Las lágrimas se acumularon en sus párpados cerrados con fuerza. Rezaba a los dioses que aquellas armas con menos palabras que un mudo fueran únicamente de adorno.

Fueron unos segundos insoportables, en los que no supo cómo colocar su torso para que las costillas no le rasgaran los jodidos órganos. Necesitaba ropa, medicamentos y regresar a su cuartel.

Pero, no había forma de alcanzar aquel último deseo. Había caído en un lugar desconocido, probablemente en una zona tomada por el enemigo. Rodeado de militares, estaba completamente atrapado. La última vez que miró el mapa, había estado ya en la otra punta del país.

—Entonces, Ran y Sanzu, os encargáis vosotros de este asunto —la primera voz volvió a hacerse oír. El chico de los mechones rubios y ojos de miel miró a sus compañeros uno por uno —. Confío en vosotros.

—¡Pero...!

—Rin, debes descansar —voz autoritaria, ninguna duda en el tono —. Quédate en cama, aún cojeas de la pierna.

Un suspiro de resignación. Chifuyu se mordió el interior de la mejilla, acertando a oír el característico movimiento de las pistolas. Gatillos, seguros, cargadores. Traqueteos metálicos con una firma dorada que desaparecieron al tiempo que aquellos extraños se despidieron.

Fue rápido. Aprovechó la conversación de despedida para arrancar la sábana de la cama y cubrirse el cuerpo helado. Descolgó el espejo y lo rompió con los nudillos cuidadosamente, atesorando un pedazo.

Su reflejo se multiplicó, jugó en su cabeza e incluso le mareó.

Pasos, más pasos. La puerta de lo que supuso que sería el apartamento cerrándose con un suave golpe premeditado, como si no quisieran que nadie supiera que estaban allí.

No tenía ni idea de quiénes eran aquellos desconocidos. Chicos de, quizá, su misma edad que jugaban con pistolas pero no llevaban uniforme militar; japoneses y con acento rural. Si se encontraba en una ciudad tomada, sólo había una posibilidad.

Eran rebeldes.

Y, aún estando en su mismo bando, Chifuyu se pegó a la puerta, con el largo y afilado cristal en mano, listo para neutralizar cualquier amenaza. Le daba igual que tuvieran los mismos intereses. Se sentía acorralado, asustado; no tenía ropa y su corazón parecía un tambor encerrado en su cabeza. No sabía dónde estaba y necesitaba medicamentos antes de que su tolerancia al dolor empeorara.

Su mundo se reducía a dos cosas. La primera era que tenía que salir de allí; la segunda era que tenía que hacerlo vivo.

—Si no sueltas el arma, no tendré más remedio que inmovilizarte.

La sangre se heló en sus venas. Aquella voz grave y burlona, tan cercana a a la puerta.. no, al mismísimo otro lado. No había escuchado siquiera los pasos.

Tampoco alcanzó a verlo.

Una sombra de iris melosos cruzó el umbral. El pomo de la puerta se estampó contra la pared, y una garra silenciosa tiró de la manta que con la que se cubría el cuerpo, haciéndolo girar sobre sí mismo. Chifuyu cayó de espaldas a la cama, con un grito ahogado.

—¡Ah, mierda! —su cabeza dio vueltas. El aire le lamió ansiosamente el pecho, unas manos atraparon como grilletes sus muñecas. Apretó el cristal entre los dedos, gruñendo como un animal —. Serás hijo de...

Una mano le cubrió la boca.

—El que avisa no es traidor —el chico había subido a horcajadas sobre su torso, aún sin apoyarse sobre su piel desnuda, y las vendas que la cubrían, como si supiera que le rompería en dos la cordura en caso de hacerlo —. No hagas ruido, si no quieres quedarte así todo el día, Matsuno Chifuyu.

Chifuyu frunció el ceño, revolviéndose en vano. El primer desconocido de todos, el que llevaba la voz cantante, «rajadle la garganta a ese hijo de puta», lo miraba con curiosidad, relamiéndose la boca reseca.

Labios cortados de frío, ojos rasgados por un lunar atractivo. El moño de lo alto de su cabeza se deshizo, y el cabello se derramó por sus hombros como chocolate ribeteado de rubio. Nariz respingada, rasgos agradables y camisa de escote masculino.

Cualquiera diría que era un ángel. Un ángel con un tigre pegado al cuello, trazos negros y amenazantes, curvados como dagas.

—Suéltalo —ordenó el chico, subiendo la mirada hasta el pedazo de cristal. Podría arrancárselo, pero quería que lo dejara ir voluntariamente —. No voy a hacerte daño, no soy tu enemigo. Sólo quiero que sueltes el arma.

Y Chifuyu soltó el cristal, suspirando contra su palma. El objeto se hizo añicos contra el suelo, y el desconocido dejó libres sus muñecas, su cuerpo y su integridad física, bajándose de su pecho y poniéndose en pie.

Las bocanadas de aire nunca le parecieron tan valiosas hasta aquel entonces. Se quedó tumbado, respirando sonoramente por la boca, sin quitarle ojo de encima. Intentó incorporarse con un quejido, notando la sangre acumularse en su mano. Se había cortado accidentalmente.

Finalmente, un sonido gutural salió de su garganta cuando el tipo lo ayudó a sentarse al borde de la cama. Arrugó la nariz, dejando que le tapara el regazo con la manta.

—Dime quién eres, dónde estoy y cómo sabes mi nombre —no hubo tono de pregunta en su voz. Siguió con la vista la estela de cabello largo y los mechones que se balanceaban de un lado a otro, sin saber cómo sentirse —. Ahora.

—Eso son muchas preguntas —el chico ladeó la cabeza, apoyándose contra la pared frente a él, se cruzó de brazos. Los pantalones desgastados llegaban hasta sus tobillos e iba descalzo —. Kazutora. Kazutora Hanemiya —se señaló a sí mismo con el pulgar —. Estás en el pueblo de Ōshū, en la Prefectura de Iwate. La prefectura fue tomada hace cinco meses por el ejército soviético, y desde entonces hemos estado esperando a que Japón retome lo que era suyo.

—Contesta la última pregunta —apretó los puños con incipiente nerviosismo. El nudo se fue acumulando en su estómago a medida que procesaba lo que estaba escuchando.

—Así que, cincuenta y ocho aviones derribados, ¿eh? Estás hecho todo un héroe —Kazutora sacó de su bolsillo una chapa metálica que colgaba de una cadena —. Tu chapa de perro. La llevabas al cuello cuando te estrellaste. Los rusos deben estar contentos de que una molestia como tú haya sido eliminada.

La atrapó en el aire, temblando de frío. En la placa estaban grabados su nombre, fecha y lugar de nacimiento, además de su ocupación en el ejército. En la parte de atrás habían casi sesenta marcas hechas a cuchillo por él mismo.

Al fin y al cabo, matar pájaros en pleno vuelo era su especialidad como aviador de combate.

Se tocó la cabeza, donde la venda le apretaba el cráneo. La prefectura estaba tomada, sería imposible salir de allí sin un jodido avión y su cuerpo aún estaba destrozado de cansancio y heridas.

La guerra se estaba pagando con un precio demasiado caro. La Unión Soviética, que amenazaba con desvanecerse debido a la fuerte crisis por la que estaba pasando, había decidido acabar el trabajo que habían empezado en la Segunda Guerra Mundial invadiendo el norte de Japón. Aún no había habido respuesta de Estados Unidos. En Europa, el Muro de Berlín había caído hacía tan sólo unas semanas y los gritos de libertad se escuchaban en todo el mundo menos allí.

Según las cartas de Baji, los soldados estaban perdiendo la moral poco a poco. Los aviadores eran derribados con más frecuencia que nunca. Daba igual que los soviéticos estuvieran en plena crisis. Nadie podía hacerle frente a su poderío militar, y el Emperador nipón contestaba con ataques puramente suicidas que no llevaban a ningún lado.

Se quedó ensimismado, mirando al vacío.

—Estuviste inconsciente durante dos días —agregó el otro —. Te diste un golpe muy fuerte en la cabeza, pero no es nada que vaya a dejarte secuelas. Algunas de sus costillas se facturaron. Deberías guardar reposo.

Kazutora se acercó a él y tocó su hombro desnudo, buscando alguna reacción. No hubo. Un par de vidriosos ojos azules se clavaron en él, ausentes.

Chifuyu quiso incorporarse, haciendo caso omiso de la forma en la que el chico chasqueó la lengua. Sintió una fría mano en el centro de la espalda, subiendo a sus omóplatos y que le erguía la postura para que no se hiciera daño. Se envolvió en la manta y caminó hacia la ventana.

—Dos días —susurró Chifuyu, mirando a través del cristal.

La habitación daba a una calle repleta de personas atareadas. Un mercader que llevaba sus productos en un carro tirado a caballo, soldados armados hasta los dientes en cada esquina, mujeres que no alzaban la mirada.

Su terreno era el cielo, no la insegura y vulnerable tierra. Se sentía como un ave enjaulada y desplumada, viendo fusiles colgando de hombros, la estrella roja con la hoz y el martillo en los cascos de aquellos hombres extranjeros.

Nunca se había sentido tan acorralado.

Se suponía que Ōshū estaba destinada a ser una gran ciudad, en algún lejano futuro, no un títere lleno de uniformes y rostros deprimidos. La humillación de ver la derrota consumía al país nipón por segunda vez, aún si la vergüenza por la primera permanecía en los corazones de la nación.

—¿Dónde está mi uniforme? —preguntó, sin dirigirle la mirada al otro.

—No podía dejar que nadie lo encontrara, así que lo quemé —Kazutora tiró de él un poco hacia atrás. No quería que nadie lo viera desde la calle polvorienta —. Ve a la cama, necesitas...

—¿Quién eres? —lo cortó, sin importarle una mierda lo que necesitaba o no.

—Sólo un humilde cazador —y una sonrisa llena de falsedad.

Chifuyu se apartó de la ventana. La mano de su espalda se retiró con suavidad y una sombra cayó sobre aquellos traicioneros ojos de miel. Acabó poniéndose un camisón blanco que parecía recién lavado. Lo agradeció en silencio y se dejó guiar a la cama.

El tintineo de un cascabel rebotó por las paredes de la estancia. El chico llevaba un pendiente colgando del lóbulo de su oreja, que se balanceaba con lentitud, como el péndulo de la vida moribunda de otra persona.

No confiaba en él, pero no iba a comportarse como un crío, era consciente de que no tenía otro lugar al que ir. Además, no podría comunicarse por radio con sus superiores. Los rusos estarían interceptando cualquier clase de señal.

Su cabeza dolió con migraña y rechistó, mientras el tipo iba de un lado a otro. Kazutora le puso un paño húmedo sobre la frente, revisando la postura en la que estaba recostado.

Analizó sus pasos, parpadeando con pesadez. Era un poco más alto que él, y se movía como un felino, en completo silencio. Sus pisadas casi inaudibles le inquietaban la moral, y le advertían de algo profundo. La conversación en la que había husmeado tampoco ayudaba. Aquel tipo había ordenado asesinar a alguien.

Sin embargo, no dijo nada, no hasta que Kazutora tomó un taburete se sentó a su lado, ofreciéndole una taza con una infusión de hierbas recién machacadas.

—Servirá para el dolor de cabeza.

—Si no me equivoco, deberías tener una cartilla de racionamiento porque no debe haber comida para todos. También debería haber revisiones semanales en las casas para evitar revueltas y actividades clandestinas —arrugó la nariz, dándole un vistazo de arriba a abajo —. Haberme salvado no te beneficia en nada, y te pone en peligro. Entonces, ¿por qué lo has hecho?

Chifuyu no era un simple granjero de pueblo. Había nacido en Tokio, sabía leer y escribir, provenía de una buena familia que lo había llevado a una universidad. Se había alistado en el ejército con la esperanza de llevar a cabo su más ambicioso sueño, volar.

Así que, no era un chico estúpido o fácil de engañar. Inteligente y agudo, así lo describirían algunos, sin menoscabar la hospitalidad de sus acciones, claro, porque no todo lo importante provenía de los números. Era bastante sociable en la mayoría de ocasiones, y nunca diría que no a una noche con amigos.

La situación era tan contradictoria, que los latidos de su corazón volvieron a concentrarse en su cabeza, aquella vez con más fuerza.

No aceptó la infusión, a pesar de que notaba el agradable calor desde su posición. El espejo roto había sido apartado a un lado, no había arma alguna a la vista.

—Eres de la capital, ¿verdad? Tienes ese acento —Kazutora se incorporó de golpe, a punto de tirarle la taza hirviendo —. La gente de pueblo no somos como vosotros. Nos preocupamos genuinamente por los demás, porque somos una familia. Si tienes algún problema con eso, podrías haberme dicho que querías morir, y yo te hubiera dejado colgado en aquel estúpido árbol.

Dicho aquello, el tipo abandonó la estancia con una mirada de frustración. Pareció que la puerta iba a cerrarse con fuerza, pero en el último instante antes de que se estrellara contra el umbral, fue detenida y cerrada con sumo cuidado.

Hubo dos suspiros.

El de Chifuyu, que miraba la taza humeante con una pizca de dolor, y el de Kazutora, que pegó la espalda a la madera y se dejó caer por ella hasta llegar al suelo.

Lágrimas perlaban los ojos de ambos.

El chico clavó el puñal en el centro de la mesa, atravesando la madera como si de papel se tratara.

—¿Dónde está mi vodka?

Izana Kurokawa, hijo de puta a tiempo completo, experto en sacarle de sus casillas y —por algún motivo— nombrado Héroe de la Unión Soviética que, a su lado, parecía que no medía más de metro y medio. Cabello blanquecino y ondulado, tez morena que indicaba su origen filipino y pestañas de escarcha que aleteaban con superioridad.

Le estaba desesperando. El piloto de combate no paraba de hablar con sus labios jugosos de anécdotas, jugueteando con todo lo que tocaba, incluido el propio Kakucho, de quien se había encaprichado al primer vistazo.

—¿Sabes, Kaku? El otro día tiré abajo un avión japonés, fue maravilloso. Y pensar que hace unos años se suicidaban ahí dentro... —contaba, sin agradecer la botella de alcohol que el camarero ofreció con miedo —Esos inservibles trozos de mierda no pueden contra un MiG-31 como el mío, ¿verdad? ¿Lo viste caer?

Kakucho se quitó el sombrero de capitán de infantería, con la cabeza a punto de estallar. Que aquel tipo hubiera aparecido de la nada por puro afán de divertirse le resultaba indiferente, pero tener que vigilarlo y consentir todo lo que pidiera por su estatus le estaba minando la paciencia.

—Sí, lo vi —soltó, notando en su mirada de psicópata feliz que esperaba por una respuesta. Cuando el aviador tomó su gorra, sólo chasqueó la lengua —. No hagas eso.

—La Unión va a caer —Izana arrancó la Estrella del Ejército Rojo y se la arrojó a la cara con desprecio, satisfecho por el caos de miradas que cada acto y palabra provocaba —. Un día iremos al McDonalds juntos, ¿eh?

—Nos conocemos literalmente desde hace dos días, Kurokawa. Y agradecería que me trataras con el debido respeto con el que se trata a alguien de mi rango, por no mencionar la simbología nacional.

Kakucho intentó adherirla de nuevo a su uniforme de oficial de infantería, nervioso. Izana no cumplía una puta norma, no seguía a nadie que no fuera él mismo o sus propios principios. Y estaba seguro de que lo que ocurría en su pequeña cabeza era moralmente muy cuestionable.

Sabía que un tipo así era una bomba de relojería, incontrolable, casi hiperactivo, incapaz de mantener su estúpida concentración en una sola cosa. Oscilaba sus curiosos ojos de lirio del patíbulo de los ahorcados a las colas de racionamiento, luego de vuelta a él, bebiendo y bebiendo como si el alcohol no le afectara en absoluto.

Continuaba hablando sobre sus méritos en Afganistán y en otros lugares, mientras Kakucho desviaba la mirada por encima de su hombro. La brisa le revolvía el cabello, ambos sentados en la mesa de la terraza de una taberna, aguantándose mutuamente.

Su atención llegó a dos chicos en la cola de racionamiento. El primero, de pelo largo y mechones rubios que enmarcaban sus rasgos, al que apenas dedicó un segundo de devoción interna; el segundo, más alto y esbelto, todo piernas largas y bonitas trenzas, retuvo su mirada.

Tragó saliva, haciendo contacto visual con el último en dos incómodas ocasiones. Tenía las manos llenas de cicatrices y pecados, no quería pensar en ello.

—¿Me estás escuchando? Destrozaré este sitio de mierda, pienso construir mi casa de vacaciones aquí mismo.

—Ah, ¿si? —fingió interés, como si no hubiera desconectado del monólogo hacía minutos.

—Claro que sí, y tú te vendrás conmigo, Capitán —reía por lo bajo, cubriéndose la boca —¿Piscina o spa?

Aquel estúpido pueblo no estaba preparado para soportar a Izana. Alzó una ceja, pensando que, al menos, podía taparle la boca cuando follaban.

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