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Lo primero que sintió Ceres al despertar, fue un dolor que le abrasaba la espalda. Nada más entreabrió los ojos, soltó un quejido en forma de exhalación y rodó los ojos sobre la almohada, mirando a su alrededor; estaba bocabajo. Se ayudó a erguirse con los brazos, ampliado su campo de visión. Fue entonces cuando la vio a ella.

—¿Rebeca?

Su amiga estaba de espaldas, mirando el cielo carmesí que se podía apreciar desde la ventana de su alcoba. Se volteó cuando fue llamada.

—Ya has despertado —comentó mientras se aproximaba a ella con la espalda recta y las manos unidas en un agarre.

Ceres comenzó a recordar entonces lo que sucedió, el castigo que se le impuso y cómo Rebeca saltó a su defensa. Una sonrisa se dibujó en sus labios, la cual acabó congelada cuando recordó el beso que se dieron ella y Luzbell, pero no dijo nada al respecto.

Recorrió con la mirada el atuendo que vestía su amiga, muy diferente a nada que hubiera visto antes en una mujer: llevaba pantalones.

Trató de ponerse en pie, aunque con el más mínimo esfuerzo que hacía, el dolor la torturaba.

—Quieta —dijo Rebeca—. Permanece tumbada.

La morena se aproximó a la mesita de noche y agarró un cuenco donde una mezcla homogénea y ligeramente viscosa se hallaba en su interior.

—¿Qué es eso?

Tomó asiento a su lado en la cama y untó sus dedos sobre el mejunje.

—Algo que todavía estoy aprendiendo. ¿Sabes? Una persona pasa toda su vida aprendiendo.

Al instante, notó un frescor en la zona donde Rebeca aplicaba esa especie de pomada, causándole un gran alivio.

—Rebeca...

—Dime.

—Siento mucho no haberte encontrado a tiempo.

Aquella declaración detuvo sus movimientos. La muchacha tragó saliva y agachó la cabeza.

—No... No te preocupes. Yo también siento haberme dejado llevar por el rencor y haber permitido que te hicieran esto.

Las comisuras de Ceres se ensancharon notablemente.

—Para nada. Me defendiste. Ahí me di cuenta de que, pese a todo, sigues siendo mi amiga.

Rebeca también esbozó una sonrisa.

—Yo también.

El silencio se hizo entre ellas mientras continuaba aplicándole el bálsamo sobre la espalda. Una vez hubo terminado, entrecerró los ojos y acercó la cara para ver bien las heridas bajo la mezcla.

—Ahora debemos esperar unos minutos.

—¿Existe este tipo de cosas en el infierno?

—¿A qué te refieres?

—Curativas.

—Sí, bueno... Realmente existen más cosas de las que creíamos.

—Supongo.

De nuevo, callaron por unos instantes hasta que Ceres rompió el silencio.

—¿Cómo llegaste aquí?

Rebeca terminó de aplicarle el bálsamo antes de responder.

—Pues... —comenzó a explicarle con lujo de detalles todo lo que había vivido desde que dejó Saint Christine.

Le habló de su marido y de cómo la torturaba, de cómo sentía que nadie la iba a ayudar jamás y de cómo se defendió la noche que lo mató.

Y entonces, le habló de algo más...


Rebeca seguía a Luzbell por los pasadizos de palacio. El color granate de las paredes era decorado por una serie de cuadros que mostraban pinturas estridentes, que retrataban todo tipo de actos sádicos, sanguinarios y lujuriosos, entre otras cosas. La joven los observaba con cierto espanto mientras avanzaban. Pronto llegaron hasta una puerta negra, alta y que acababa en punta.

El diablo la abrió y unas escaleras bajaban en línea recta hasta otra puerta. Ella se sintió confusa, pero no dijo nada y continuaron bajando. La segunda entrada fue abierta, presentando un horror que jamás podría haber imaginado.

Frente a ella, muchas más escaleras bajaban y se bifurcaban en otros caminos, ya no eran líneas rectas si no onduladas, y parecían estar suspendidas en el aire porque no había paredes a su alrededor. Si miraba hacia abajo, encontraba un vacío abismal del cual solo podían escucharse los alaridos de sufrimientos de las almas condenadas. A su alrededor, distintos niveles de tierra y roca levitaban, a la par que celdas colgaban de ellas en cuyo interior humano la observaban con la mirada vacía. Había fuego por todas partes, tal y como siempre se imaginó que sería el infierno, y distintos demonios de todos los tamaños y formas torturaban de múltiples maneras a sus presos.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el averno.

Ella arrugó la frente, sin comprender todavía.

—Este es el lugar donde vienen las almas cuyos pecados son tan grandes, que deben sufrir las consecuencias.

Luzbell retomó su paso por esos escalones que parecía que podían derrumbarse de un momento a otro. Rebeca observó con miedo todo su alrededor y finalmente sacó valor para seguirle. De repente, el diablo frenó en seco allí en medido. Se volteó y extendió su mano hacia ella para que le diera la suya.

La chica le dedicó una mirada confusa.

—Dadme la mano.

Obedeció y, en ese momento, desplegó sus alas y la condujo hasta una de las celdas. Mientras volaban entre las llamas, Rebeca sentía como si su cuerpo fuera capaz de realizar aquella acción sin la ayuda de Luzbell, pese que sabía que de soltar su mano su cuerpo caería y se perdería en el vacío.

Cuando aterrizaron, apreció como un individuo semidesnudo estaba de espaldas a ellos, dentro de aquel pequeño espacio rodeado de barrotes de hierro.

Rebeca miró al rey.

—¿Es él?

—Sí.

Hizo un movimiento de dedos y abrió la puerta.

—Es todo vuestro —le dijo.

Entendió esa última frase como una invitación para entrar allí dentro. Saber el daño que le hizo todavía le provocaba temor, por lo que dar ese paso fue mucho más complicado de lo que esperaba, sin embargo, se sorprendió a sí misma una vez lo hizo.

El sujeto que allí se encontraba se giró advertido por el sonido de sus pasos, su mirada se iluminó al verla y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Estás aquí...

Se acercó a ella de rodillas.

Rebeca pudo leer un sentimiento que ella había sido capaz de conocer bien gracias a él: el sufrimiento. Por un instante sintió lástima por él, pero los amargos recuerdos tomaron forma en su mente, haciendo que retrocediera antes de que pudiera tocarla.

—Estoy aquí... pero no voy a quedarme.

—¿Qué?

La joven se agachó para poder tener su rostro a la misma altura.

—Parece que ya no tienes ese poder. Ya no eres el honorable y respetado coronel. Ahora simplemente eres la sabandija que siempre fuiste.

Sus palabras despertaron en su marido esa furia que tenía amansada a causa de los días en el averno.

—¿Quién te crees que eres? Yo te di un hogar y riquezas; sin mí no eres nada. Deberías suplicarme.

Los gruesos labios de Rebeca dibujaron una amplia sonrisa.

—Ya te supliqué. Te supliqué en numerosas ocasiones. Pedí clemencia, pero daba igual cuanto lo hiciera porque jamás te apiadabas de mí, ¿verdad?

—Es lo que mereces.

La furia comenzó a canalizarse por las venas de la muchacha. La sentía abrasarla con mayor intensidad que todo ese fuego que decoraba aquel lugar.

—Déjalo fluir, Rebeca —murmuró Luzbell a una distancia prudente—. Muéstrale tu nuevo yo.

Se sintió algo confusa, pero no podía apartar la mirada de su marido.

—Sabes cómo hacerlo. Solo tienes que seguir tu instinto. Ahora tienes el poder.

Cerró los ojos por un instante y pronto los abrió.

Comenzó a mover los dedos de forma rítmica, luego se sumaron los brazos, de una manera que parecía estar meciendo el viento. A continuación, movía las piernas.

Empezó a realizar una danza que ella misma no conocía hasta ese momento y, mientras lo hacía, movía los labios mientras susurraba palabras que no alcanzaba a distinguir.

—¿Qué coño haces? —cuestionó el hombre.

Ella continuó con esa oscilación y entonces abrió uno de sus brazos hacia un lado de una manera brusca y en el momento que lo hizo, él comenzó a chillar de dolor. En otro movimiento, dejó su cuerpo completamente recto y sus brazos en alza para luego bajarlos hasta tocar el suelo, una de las piernas del hombre se quebró como si se tratara de una mera rama de un árbol mientras continuaba gritando de dolor.

Rebeca no comprendía que estaba pasando, pero realizó un fuerte salto que hizo que los dedos de las manos se le rompieran. De nuevo, más alaridos.

—¡¡Basta, basta!! Por favor, basta —suplicaba.

Sintió lastima por él, pues nunca había presenciado algo así. No obstante, una felicidad interna cobró forma y sus labios se ensancharon. Juntó sus palmas y comenzó a hacer movimientos circulares. Conforme los hacía, una incisión aparecía por el abdomen de la víctima, la cual comenzó a sangrar.

Fue entonces cuando se detuvo y observó a Luzbell.

—¿Por qué me pasa esto? ¿Qué me habéis hecho?

—¿Entonces? ¿Qué te ha hecho? —preguntó Ceres tras haber escuchado todo el relato de su amiga.

—Me ha cambiado la vida por completo, Ceres. Ahora soy una fiel a Lucifer. Ahora soy una bruja.

—¿Una bruja?

La chica rio, como si fuera algo maravilloso.

—Ahora puedo conjurar hechizos, maldecir, crear ungüentos y pócimas. Aunque de esto último aún estoy aprendiendo.

—Y ese hombre... ¿sigue en el averno?

—Sí, pero no te preocupes, no he vuelto allí. Ese sitio me hizo sentir distinta.

—Eres distinta.

—Sí, pero de un modo que me da miedo.

Ceres la observaba de soslayo, lo mejor que podía permitirle aquella posición.

—Sé a lo que te refieres. A mí también me ha pasado. No soy como creía.

—¿Y cómo eres?

—Más bien qué soy.

Fue en aquel momento, cuando unos pasos acercándose las alertaron.

—Maldición —dijo Rebeca y se puso en pie.

Las puertas se abrieron y Luzbell se adentró en el lugar.

—Rebeca, dejadme solo con mi esclava.

El corazón de Ceres se detuvo, asustada. No sabía que iba a pasar. La aludida por su parte hizo una breve reverencia y se marchó del lugar.

—¿Qué sucede?

—Que voy a torturarte personalmente. 

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