|~IX~|
Le abrasaba.
Ninguna llama ardía con tanta intensidad como lo hacía aquella puñalada situada en su abdomen. Gotas de un sudor helado deslizándose por su frente, nuca y espalda contrastaban aquel ardor.
Se adentró en su alcoba andando con dificultad. Su boca le sabía a hierro, se había llenado de aquel líquido negro que recorría sus venas. Dejó caer su cuerpo herido en uno de los sillones mientras reprimía un gemido de dolor.
—¿Mi señor?
Una voz aguda le hizo voltear la cabeza para divisar a aquel demonio de aspecto animal que siempre lo acompañaba.
—Kiter... Me ha traicionado.
El pelaje de su súbdito se erizó.
—¿Quién?
—Ella.
En aquel momento, Kiter percibió el dolor en su voz, pero no era el dolor producido por el daño físico, sino otro dolor que no había experimentado en millones de años.
El dolor de ser traicionado.
No hizo falta que dijera el nombre de ella, sabía que era la única que había producido emociones en su señor.
El animal sintió una decepción cuando su vista recayó en la mano que trataba de ocultar aquella puñalada.
—¿Cómo ha sido?
—Con un mata-ángeles.
—Esa parte demoníaca que impera en vos es lo que ha logrado que no muráis en el acto.
—No —Fue lo único que dijo.
—¿Queréis que vaya en su busca?
—No creo que siga allí.
Extendió su brazo con dificultad y empleó todas sus fuerzas para remitir el conjuro que hacía que aquel hogar donde estuvo instalado volviera a ser una ruina. Deshizo todo lo que había más allá de la segunda puerta de su alcoba y al finalizar, ésta desapareció.
—¿Pido ayuda para trataros eso?
—Llamad a Candy, ella sabrá qué hacer. —Esbozó una sonrisa y antes de que su súbdito saliera del lugar, volvió a hablar—. Más le vale a esa niña tonta que su hermanito el ángel se la lleve bien lejos, porque cuando la encuentre le haré pagar tan caro que olvidará hasta su nombre.
Cuando hubo llegado con la mestiza cargada con una bolsa de tela, se horrorizó al verle.
—¡Mi rey! —dijo apresurándose hasta él para analizar la herida—. ¿Qué ha pasado?
—Me enfrenté a alguien.
—No sé si podré curar algo así —comentó mojando sus dedos en la sangre que caía—. Las heridas provocadas por este tipo de arma suelen ser muy dañinas, tenéis suerte de que no os apuñalara en el corazón, porque habríais muerto en el acto.
Una sonrisa cínica de dibujó en el rostro de Luzbell.
—Uno cree que es el ser más poderoso de la creación y sin embargo es capaz de morir por una mera daga.
—Un arma celestial.
—Un arma irónica.
Ella sacó de su bolsa una especie de tarrito que contenía una mezcla homogénea y viscosa cuyo color era verde tierra. Se untó los dedos en el contenido y lo aplicó con cuidado sobre el daño.
—Esto os ayudará un poco, pero su poder curativo mengua por el arma que causó la herida.
—¿Ni la magia es capaz de curar eso? —preguntó Kiter.
—La mía no.
En aquel momento, Luzbell sintió como lo reclamaban. Podía sentir un alma desesperada implorando su presencia.
Se puso en pie con algo de dificultad.
—Debo irme.
—¿A dónde?
—Alguien quiere pactar.
—No estáis en condiciones, deberíais descansar.
—¿Qué clase de rey del infierno soy si esto me detiene en mis obligaciones? —cuestionó antes de abrir un circulo de fuego y cruzarlo.
Se encontró en una habitación señorial. Observaba a una joven de tez albaricoque sentada sobre sus rodillas en el suelo, rodeada por un montón de velas dentro de un pentáculo. Había seguido las instrucciones de su propio libro sagrado a pies juntillas. Su melena era larga y tan oscura como la esencia del diablo.
Ella no podía verle. Aguardó a que terminara la invocación para aparecer. Cada invocación tenía una finalidad. A veces no era necesario ni pronunciarla, un fuerte deseo era capaz de llamar al rey del infierno para suplicarle por otra oportunidad, aunque eran pocas. En aquella ocasión, aquella chica había usado un conjuro de pactos en específico tal y como figuraba en el Necronomicón. Un conjuro que iba a cambiar su vida para siempre.
Entonces le permitió aquello que gritaba en silencio. Mientras el cuerpo de ella comenzaba a contorsionarse a causa de la oscuridad que estaba sembrando en su interior, se aproximó a ella, y cuando llegó al éxtasis al sentir ese poder, su cuerpo comenzó a levitar. Fue entonces cuando sus miradas se cruzaron.
En esa posición él vio marcas, demasiadas. Las que dejan las cuerdas al haber aprisionado su carne, las del cuero impactando sin piedad en su piel, las de los puños, mordiscos y patadas. Todas ellas estaban en su piel como si fuera un lienzo.
La mirada de Luzbell se desvió al cuerpo inerte del suelo y una sonrisa escapó de sus labios. Extendió su mano y tocó la frente de ella. Entonces lo contempló todo. Las agresiones, el miedo, los gritos y llantos. Un desfile de horror cotidiano.
Pero entonces, vio algo más entre sus recuerdos. Vio un internado, una biblioteca y una chica de cabello dorado; alguien que sabía muy bien quien era.
Su sonrisa se pronunció.
¿El destino también existía para él?
Si era así, tenía grandes planes para aquella muchacha. En sus ojos hinchados por las lágrimas se podía leer una ira contenida que rugía por escapar. Y él la liberaría y le otorgaría lo necesario para ser libre mientras le sea leal.
Cuando vivía en Saint Chiristine, Ceres aprendió muchas cosas sobre el infierno o, por lo menos, aprendió todo aquello que se había dicho de él. Se decía que quemaba y que se podían escuchar los alaridos de tormento de aquellas almas torturadas por la eternidad, por lo que siempre se lo había imaginado como un lugar donde imperaba el caos. Por eso, cuando comprobó que entre ese caos había un orden, se sorprendió.
Aun no podía creer que se encontrara caminando, con sus manos aprisionadas por grilletes, hacia un escenario abierto donde tendría lugar un juicio en su contra. Estaba completamente desnuda y una cadena ligada a su cuello tiraba de ella. Era una chica de cabello rubio platino y alas de plumaje grisáceo la que llevaba la voz cantante.
La condujo hasta el centro de aquel lugar, cuya tierra era tan suave que cosquilleaba sus pies. La mujer que pudo identificar como Candy, aun recordando el bochornoso encuentro que tuvo que presenciar bajo la cama de Luzbell, no le dirigió la palabra. Simplemente comenzó a hacer movimientos circulares con sus manos, creando una circunferencia de un rojo vibrante que acabó rodeando sus pies.
Ceres levantó la vista y pudo ver las gradas que rodeaban aquel campo de muerte. Había muchos monstruos; algunos de aspecto humano o de rasgos similares. Si posaba su vista al centro, podía ver en un palco alto a diversas figuras. Siete sujetos se encontraban en una primera fila, entre los cuales pudo distinguir a Avaritia. Más arriba, se encontraba Luzbell sobre un asiento de piedra tallada que agudizaba su grandeza, Kiter se encontraba sobre la repisa frente a él y Rebeca a su lado. Su corazón se oprimió al verlos.
Candy voló hasta ellos, tomando el otro asiento libre que había al otro lado de Luzbell. Fue entonces cuando una voz habló.
—Ceres Ducornau, se os acusa de alta traición por atacar a nuestro rey y robar una de las gemas más importantes de nuestro mundo.
Levantó todavía más la cabeza para saber quién hablaba y se encontró al hombre con el que tropezó en los pasadizos de palacio. Aquel de piel oscura y melena platina que la agarró en brazos como si fuera un mero saco. Se encontraba levitando por encima de ella, caminando por el aire.
—¿Cómo os declaráis? —Volvió a hablar.
Ceres podía escuchar sus propios latidos mientras intentaba tapar su desnudez con sus manos. Volvió a dirigir la vista a Luzbell y a su amiga. Le dolía demasiado sentir como la miraban desde lejos, como si no la hubieran conocido. Sobre todo, Rebeca.
—Inocente —dijo sin apartar la vista de ellos dos, manteniendo la voz tan firme como el terror que la acechaba le permitía.
—Estáis aquí para someteros a un juicio justo —afirmó bajando hasta su altura.
—¿Y es necesario hacerlo sin ropa?
Él se rio de ella.
—Esto no es la tierra. Aquí los juicios son con el alma descubierta. ¿Y qué mejor modo de tener el alma descubierta que mostrar vuestra vergüenza terrenal?
—Decís alma, no cuerpo.
Dio un par de pasos hacia ella, asegurándose de estar lo suficientemente cerca para que le escuchara susurrar.
—No sabéis como me encanta que repliquéis. Me dan ganas de castigaros personalmente.
—No me dais ningún miedo.
—No busco daros miedo precisamente. —Se apartó y volvió a hablar alzando la voz—. ¿Entonces decís que no lo hicisteis?
—No, pero fue por un motivo.
—¿Y cuál es ese motivo?
Fijó la vista en Rebeca.
—Quería ayudar a mi amiga.
—¿Y qué os hizo pensar que apuñalar al rey y robar ignis os ayudaría?
Tragó saliva.
—Pacté con los ángeles.
—¿Y al menos conseguisteis lo que queríais?
Aquella pregunta fue como un ataque, pero no tuvo más remedio que contestar.
—No.
—¿Queréis decir algo más?
—Yo no quería dañar al rey. —Pensó en si continuar—. Y siento mucho no haberte ayudado a tiempo, Rebeca.
—¿Algo más?
—No.
—Bien —abrió los brazos—, ¿qué opina el jurado?
El grupo de individuos que se encontraban asientos más abajo que Luzbell comenzaron a hablar entre ellos y Ceres no alcanzaba a escuchar lo que decían. Al cabo de unos minutos, se puso en pie el que parecía un hombre, calvo y de baja estatura, con dos pequeños cuernos bajo la piel de su cráneo.
—La mayoría de este jurado os considera culpable. Robar ignis implica alterar el orden establecido. El infierno fue el encargado de custodiarla y nadie, ni siquiera Caelum, puede entrometerse —explicó—. Investigaremos la razón por la cual esos ángeles que vos decís quisieron robarnos. —Hizo una breve pausa antes de proseguir—. Sin embargo, no podemos pasar por alto el delito que vos, como humana habéis cometido, desafiando todas las leyes. Seréis castigada —miró hacia atrás—, será el rey quien imponga vuestra pena, aunque nosotros proponemos una primera condena de cincuenta latigazos.
El miedo surgió de sus adentros. ¿No era aquello demasiado? Jamás había sido castigada de esa manera y por mucho que hubiera entrenado con Elías y por mucho que hubiera aprendido a encarar el dolor, el hecho de no poder defenderse la aterraba.
Quería pedir clemencia, pero sabía que en aquel lugar no la hallaría, por lo que trató de contener ese impulso.
—¿Estáis de acuerdo, majestad?
—Adelante —respondió Luzbell con una palpable indiferencia en su voz.
Ceres agachó la cabeza.
—Arrodillaos —ordenó el que se encontraba cerca de ella.
Obedeció.
Éste se alejó hasta quedar con la espalda apoyada en una de las paredes de las gradas. Uno de los siete se levantó y bajó hasta el escenario. Era muy corpulento y el tono de su piel era rojizo.
—Será Ad quien infrinja el castigo —informó.
Aquel ser se aproximaba a ella despacio y cuando estuvo lo suficientemente cerca, hizo aparecer un látigo en su mano derecha. Parecía de cuero.
—Apartaos el cabello —dijo Ad.
La ira era el menos piadoso de los siete. Sus castigos físicos eran lo más brutales, pues era lo que más placer le daba.
Ceres hizo su cabello a un lado. Sentía la vergüenza de su desnudez y la presión de todos aquellos ojos mirándola sin piedad, juzgándola en silencio. Alzó la vista una vez más hacia el palco donde estaba aquella chica con la que había crecido, cruzándose así sus miradas. Por un segundo le pareció que aquellos ojos oscuros brillaban de nuevo y no eran esos fríos que vio días atrás.
Luego se fijó en Luzbell, que al contrario que Rebeca parecía impasible con su condena. Su indiferencia le recordaba constantemente que seguía sintiendo algo por él que no era capaz de explicar.
Fue entonces cuando notó el primer impacto contra su espalda. Un golpe seco que dejaba un ardor en su piel. De su boca salió un gemido de dolor que trató de reprimir lo mejor que pudo. El segundo latigazo hizo que sintiera deseos de escapar, pero era incapaz de mover su cuerpo, como si la hubieran hechizado para permanecer allí mientras tenía lugar su tortura. El tercero fue como si se hundiera en su carne y bastó para que comenzara a abrirse paso el flujo de la sangre al exterior, para entonces un alarido de dolor se hacía eco de todo el lugar.
Rebeca observaba el espectáculo retorciéndose en el asiento, con los puños apretados mientras agarraba la falda de un tupido vestido. El grito que soltó Ceres hizo que apartara la mirada, incapaz de ser testigo de aquello. Fue el sonido de un cuarto golpe lo que la trasladó de nuevo a aquella mansión, a aquellas palizas; recordaba el cinturón de su marido cebarse con ella hasta que era incapaz de apoyar la espalda en el lecho. Recordó ese miedo que la había mantenido presa.
Otro chillido de sufrimiento con un quinto impacto terminó por desquebrajarla. La espalda de Ceres estaba ya en carne viva, manchada de sangre que salpicaba con cada latigazo.
—Haced que pare —dijo Rebeca.
Luzbell la ignoro, ni se inmutó.
—Por favor, majestad —insistió—. Haced que pare.
Otro golpe se escuchó, resonando en sus oídos como una pesadilla.
Se puso en pie, incapaz de soportar ese dolor que su amiga estaba sintiendo, ese dolor que ella sabía muy bien cual era.
—Sentaos —ordenó Luzbell.
—Haced que pare —repitió.
—No puedo hacer eso. Ni siquiera yo puedo entrometerme en algo acordado por los siete en un juicio si no hay una buena razón.
—La están torturando.
—El infierno es así —espetó.
Ceres sentía como su vista se emborronaba y sus oídos pitaban. La boca le sabía a hierro. Era tan insoportable ese dolor que no terminaba, que no creía ser capaz de aguantarlo. Incluso creyó que podría morir allí mismo a causa de lo debilitada que se encontraba desde que llegó a Inferno.
Y por un momento le dio igual todo. No sabía que había pasado con Elías, su amiga le odiaba y no tenía familia más allá de ellos. Realmente, morir se veía algo apetecible. Pero quería morir del todo. Morir sin otra vida después de la muerte. Simplemente quería dormir para siempre.
Quería no volver a sentir dolor y que no le volvieran a hacer daño.
Estuvo aguardando el siguiente azote con los ojos cerrados y el rostro inundado en lágrimas, pero tardó mucho más de lo normal. Separó los parpados y volvió a mirar al palco. Luzbell estaba en pie, mirando hacia ella, pero Rebeca ya no se encontraba en su asiento.
Volteó su semblante, aterrada, y entonces la vio allí, a su lado, aguantando con su mano el brazo de Ad, que se encontraba en posición de ataque.
—¿R-Rebeca? —logró pronunciar.
Ella no respondió.
—Ha sido castigo suficiente —le dijo a la ira.
—Se ha dictado cincuenta latigazos y eso es lo que será.
—Mirad su espalda, si seguís golpeándola le arrancaréis la carne de los huesos. Es una humana que no está preparada para los golpes de un verdugo en el infierno.
La mirada de Ad se cargó de furia.
—No soy un verdugo, habladme con respeto.
—Disculpad, su eminencia.
—Será mejor que te apartes.
—No.
—¡Rebeca! —alzó la voz Luzbell, que había bajado también a la altura de ellos—. Está prohibido inmiscuirse en un castigo.
—Podríamos darle otro.
—¿Cuál?
Quiso proponer algo, pero no se le ocurría ninguno.
—No lo sé.
—Entonces no os metáis en esto. Hagamos que acabe rápido o vos también tendréis que ser castigada.
Aquella frase hizo que su mente se iluminara.
—¿Y si repartís el castigo conmigo?
—¿Qué?
—Recibo la mitad de los latigazos.
—No funciona así.
—Pero...
Luzbell recordó ese cuerpo herido que vio en Rebeca la noche que la salvó junto a aquella cantidad de recuerdos que vio a través de ella. Se acercó a ella y agarró su mentón.
—No os corresponde sufrir eso de nuevo.
Una gota salada escapó de su lagrimal, precipitándose al vacío.
—No puedo seguir recordándolo tampoco.
—Escuchad... —se inmiscuyó el demonio de cabello platino—, ¿me permitís que sea yo el encargado de castigar a Ceres?
Luzbell lo miró, luego a Rebeca y después se dirigió a los siete.
—Os ruego que penséis la propuesto de mi querido amigo, Astaroth.
Superbia se puso de nuevo en pie.
—Al Gran Duque le precede su fama para infringir castigos, nos reuniremos para tratar esto en privado dado la interrupción de los acontecimientos. No obstante, la indiscreción de Rebeca tendrá también consecuencias.
Finalmente, la vista del rey recayó en Ceres y en aquella espalda que había adquirido un tono carmesí. Apenas podía verse su piel detrás de aquel líquido. Un resquemor abatió su pecho, recordando a aquella joven valiente que ahora era incapaz de defenderse. Esa mirada pura y esa sonrisa inocente mancillada por la tiranía de la moral de su mundo.
Sus miradas se cruzaron y pudo hallar en los ojos de la muchacha un vacío propio de él. Sintió así el deseo de devolver la emoción a ella, de ver ese poder que era capaz de liberar para curar sus heridas; de todo lo que era capaz. Y lo que le hacía sentir.
Algo que no podía permitirse de nuevo, la presencia de esa conciencia que había introducido en él.
Agarró el rostro de Rebeca y robó un beso de sus labios que pronto fue correspondido.
Ceres observó ese gesto, pero no sabía si estaba pasando o era parte de un sueño, pues pronto se desmayó.
¡AY!
¡¡¡Hola!!! ¿Cómo estáis?
Lamento la demora, escribir esta historia me es más complicado de lo que parece y aun así siento que no está a la altura de mi imaginación. Espero que aunque mis palabras no siempre sean las perfectas para describir todo, os haya satisfecho.
Ahora mismo son las 2:40 de la madrugada en España pero hacía tiempo que no me desvelaba escribiendo un capítulo y cuando sientes ese bicho que te dice que escribas, hay que escucharlo.
Dicho esto, me voy a dormir. Espero que hayáis disfrutado del capítulo y como siempre me contéis vuestras impresiones. Sé que ha sido un capítulo difícil, o para mí al menos lo ha sido, no es agradable escribir este tipo de cosas y la conciencia me pesa :(
Un beso grande!
Se os quiere!
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