XXVIII - Sentirlo y desearlo
Rebeca llevaba días inquieta por el libro que encontró en el despacho de aquel hombre al que debía llamar esposo. Sintió un frío desolador cuando lo tocó, de no ser consciente de la locura que era, no vacilaría en afirmar que la muerte la había abrazado por la espalda durante un instante.
Nada le daba más miedo que la persona con la que debía compartir el lecho cada noche, pero no iba a negar que la curiosidad que había despertado tal ejemplar en ella, era tanta atracción por ese libro que podía considerarse peligrosa.
Sentía que la reclamaba, que la llamaba. Cada vez que entraba a aquella estancia podía escuchar los gritos silenciosos de aquel objeto. Aun no se había atrevido a abrirlo, era absurdo temer algo tan simple como un libro y era consecuente con su propio miedo.
No obstante, tal sensación se incrementó cuando creyó empezar a verlo en otros lugares: en el salón, en la cocina, en la habitación, en los servicios... Trataba de no mirarlo, de no convertirlo en algo real.
Pensaba que estaba perdiendo el juicio, que aquella relación miserable le estaba costando su cordura y que por tal razón se inventaba libros que le suscitaban desconfianza.
Y por algún motivo deseaba sumergirse entre sus páginas.
*
Cuando despertó al día siguiente con la luz del sol golpeando sin miramientos su cara, sintió que todo lo sucedido la noche anterior se trataba de un mal sueño y una sensación de alivio le inundó el alma.
Se desperezó torpemente, agradecida a su imaginación y al nuevo día, cuando su gozo cayó de bruces contra el suelo al comprobar que una pluma blanca descansaba a su lado. La agarró y la examinó para, finalmente, soltar un suspiro de cansancio.
Tras levantarse y asomarse por la ventana, donde vio la actividad de la población a lo lejos, se preguntó cuánto tiempo habría dormido. El tiempo corría, llegaba el momento de realizar lo encomendado y nunca había deseado tanto que todo frenara.
Cuando vivía en Santa Cecilia se perdía mirando el enorme reloj de una de las torres. Ansiaba el paso de las manecillas, que giraban tan rápido como los días y las noches pasaban, y que al fin una nueva vida se le presentara ante sus ojos. Sin embargo, nada de eso pasó y la vida que tenía fuera del internado era muy diferente a cuanto imaginó.
Al salir de sus aposentos, pudo ver que la habitación de Elías estaba abierta de par en par, pero no había nadie dentro. Bajó las escaleras y solo se escuchaba el sonido de unos platos en la cocina provocados por el mayordomo.
No encontró al muchacho en toda la planta baja. Le dijo que estaría cerca, que confiara en él, pero no entendía cómo podía creerlo. No le quedaba otra que hacerle caso.
Se sentó en la mesa del comedor con el fin de echarse algo a la boca. Siempre se preguntaba de dónde salía tanta comida. Le resultaba curioso como la magia de Luzbell podía dar lugar a tener un banquete ante ellos cada día. ¿Cuánta gente desearía aquello?
No tenía hambre. Apenas mojó sus labios en el zumo y volvió a depositar el vaso sobre la superficie de madera. Resopló sonoramente y volvió a levantarse, sin saber qué hacer. Nunca el tiempo había pasado tan despacio ni tampoco terminaba de querer su avance. Estaba en una encrucijada de la que no podía escapar.
Salió al jardín, esperando que el aire del exterior aliviara su mal estar, pero no era así. Aquella casa no la iba a volver a ver. Ni su jardín, ni sus habitaciones... Nada. Todo lo que obtendría sería un recuerdo amargo de sus días allí.
Y la única culpable sería ella.
Se abrazó a si misma con desolación. En aquel momento le hubiera gustado regresar a la ignorancia de vivir en Santa Cecilia, hubiera hecho lo posible por recuperar esa ilusión absurda y confusa que la acompañaba, pero no era todo más que una burda mentira.
Un crujido la distrajo del aislamiento que le producía su propia mente. Levantó la cabeza y miró a su alrededor, buscando el origen de tal ruido. Pronto en su campo visual entró el felino de tres colas.
—Me has asustado —comentó, temía encontrarse de nuevo con aquel arcángel que tanto pavor inducía en ella.
—Lo lamento.
—Ven —reclamó irguiendo levemente los brazos y agitando las manos—. Por favor, ven aquí.
Kiter la observó extrañado, ladeando la cabeza y analizándola con sus ojos ambarinos antes de acercarse.
Ella lo agarró entre sus brazos, apretándolo con suavidad contra su pecho y acariciándole la cabeza, rascando la zona tras sus puntiagudas orejas. Sabía que eso le hacía sentir a gusto.
—A veces viajas al infierno, ¿verdad? —Quiso saber, recordando el pequeño compartimento en la entrada de los aposentos de Luzbell.
—Sí.
—¿Y hace cuanto que no vas?
—Varios días.
Apretó los labios, dudando de si continuar hablando.
—Deberías ir hoy.
—¿Por qué?
Sin darse cuenta hizo presión en el cuerpo del demonio, dejándose llevar por aquel sentimiento que la estaba consumiendo.
—Porque te aprecio, mi buen amigo —alegó dejando un beso en su negro pelaje—. Has sido un buen compañero todo este tiempo, no sabes cuanto te lo agradezco... Te mereces desconectar de este mundo que un día solo te dio tragedia.
—Estoy bien aquí con usted y mi rey —afirmó meneando la cola, extrañado por tan repentina confesión.
El labio inferior de Ceres comenzó a temblar. Si quería que alguien no presenciara su traición, ese era Kiter. Era un demonio, y no obstante era bueno y puro.
—Hoy su majestad desea llevarme a la lujuria de nuevo —informó en un susurro, avergonzada—. Pensé que era buen momento para que visitarais tu mundo.
Aquellas palabras parecieron convencerle y asintió alegremente. En Inferno era común la lascivia. Era algo habitual que incluso podías presenciar con facilidad, pero sabía que para aquella muchacha era algo nuevo y difícil de hacer, con lo cual cedió por aquel motivo.
Rememoró de nuevo los sucesos de la noche anterior, como si pudiera estar escuchando todavía con suma atención el plan que ambos seres celestiales habían trazado para obtener Ignis. Le pareció una locura al inicio, pero luego pensó que, si se trataba de salvar a Rebeca cualquier cosa que le propusieran, por extraña que resultase, merecía la pena.
—¿Estás de acuerdo? —Quiso saber Elías.
Le habían pedido algo que le oprimía el pecho solo de pensarlo, pero se dijo que haría lo posible por su amiga. Fuera agradable o no, le costara o no. Merecía la pena por ella.
Ceres se puso en pie con decisión, la mera idea de llevar a cabo tal acción la aterraba, pero había vivido con demasiado miedo toda su vida. Tan solo debía plantarle cara a dicha emoción y, además, ahora sabía que tenía un protector. Su ángel guardián.
Si pensaba en cómo le había acompañado el muchacho a lo largo de su vida, encontraba algún sentido a toda aquella locura que estaba envolviendo su existencia.
—Sí, lo haré.
—Perfecto, sepa que toma el buen camino —comentó Gabriel pasando un mechón plateado por detrás de su oreja—. Es hora de que vuelva al rebaño y se encauce de nuevo en el camino de nuestro rey.
Había escuchado tantas veces decir de la boca de Kiter "mi rey" para referirse a Luzbell que se había acostumbrado y, ahora, oírlo para aludir al gobernador de Caelum y el máximo exponente en la tierra, le resultaba hasta hilarante.
—Yo he de irme —volvió a hablar el arcángel—. Os espero en el paraíso.
Tras decir aquello, se desvaneció entre un brillo cegador.
Una vez se quedaron solos, Ceres sintió que podía volver a respirar con tranquilidad. La presencia del tercero la abrumaba e intimidaba. Le causaba pavor al igual que lo hacía Luzbell en sus primeros encuentros.
Vio, entonces, un buen momento para lanzar tantas incertidumbres que albergaba, tantas incógnitas que necesitaba resolver. Todas ellas debían salir de la boca de Elías.
—¿Entonces no somos hermanos?
Se sorprendió por el repentino interrogante e hizo un movimiento apesadumbrado con la cabeza antes de responder.
—Me temo que no.
—¿He vivido engañada todo este tiempo? —inquirió abruptamente.
No era agradable descubrir que tu vida se había basado en una cuidada construcción de mentiras una tras otra. Una pregunta llevaba a otra, sin dejar de asfixiarla.
¿Había tenido familia alguna vez?
¿Había tenido una madre algún día?
¿Su vida siempre había tenido tal fin?
—La he querido como a una hermana todos estos años —declaró apretando los puños.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Y ahora?
—Ahora me temo que es diferente.
Su afirmación sonó tan tranquila que ella creyó que ni siquiera le importaba como debía sentirse ante todo aquello.
«Diferente».
Ignoraba qué quería decir. Ceres estaba convencida de que por más que le dijeran que no lo eran, nunca dejaría de sentir el inmenso cariño que tenía hacia él, aunque en aquel instante el rencor dominara ante cualquier otra emoción.
Como si todas aquellas dudas que necesitaba resolver fueran un veneno que recorría su cuerpo, las vomitaba sin meditarlas un mero segundo.
—¿Cómo moriste?
Los ojos celestes del muchacho se agrandaron y su expresión se contrajo en pura confusión.
—¿Qué?
—Ya me ha oído —repiqueteó con el pie en el suelo, con insistencia. No iba a desaprovechar la oportunidad.
El semblante de él se iba desencajando cada vez más y Ceres pudo leer en él la misma sensación que ella había experimentado en tantas ocasiones, horror.
—No entiendo la pregunta, yo no... Yo... —balbuceó llevándose la mano a la cabeza y hundiendo sus dedos en su ondulado cabello.
Su respiración comenzó a alterarse, los movimientos de su pecho eran acelerados y fuertes, mientas que su piel se enrojecía por momentos. Aquella pregunta había perturbado su ser.
¿Morir? ¿Cuándo? No recordaba tal cosa.
Elías también albergaba muchas preguntas.
La joven agitó las manos, arrepentida por generar, aparentemente, tanto malestar en el que hasta hace poco era considerado su hermano.
Ignoraba el motivo de su reacción, pues era innegablemente extraña, pero no quiso generarse más inquietudes y alteraciones de las que tenía. Aún no había logrado que sus latidos se estabilizaran, seguía asustada por tan novedosos estímulos.
No obstante, Elías, siendo humano o ángel, seguía siendo lo que más le importaba y, por consiguiente, preocupaba.
—Da igual, no se angustie. —Su basto intento de calmar la situación fue en vano, pues él continuaba en un estado de nerviosismo exagerado—. Era una broma —optó por decir—, tan solo estaba siendo bromista con usted.
—¿Bromista?
—Quería tomarle el pelo... —se excusó sin mucha convicción—. No me culpe, no puedo evitar molestarme por haber mantenido esta verdad alejada de mí por tantos años.
Se acercó a ella a paso lento y tras colocarse a escasos centímetros de distancia, acarició su cabeza con tanta ternura que Ceres pudo sentir como sus nervios se disipaban poco a poco. Alzó la barbilla para poder mirarlo directamente a los ojos.
—Lamento que lo veas así, nunca fue mi intención hacerte daño.
—Lo sé. Sé que jamás me lastimarías. —De aquello no dudaba.
—Ahora será mejor que duermas. Mañana te espera un día difícil.
A continuación, él se inclinó con levedad, y depositó un beso en su frente cargado de un cariño que la envolvió por completo y la indujo en un estado de relajación que la llevó a sumergirse en un sueño tan profundo como apacible.
*
Aguardaba sobre la esquina de su cama a que llegara tan esperada ocasión. Lo había preparado todo como le dijeron. Incluso revisó varias veces que todo estuviera donde debía estar.
Tenía la impresión de que no engañaría a Luzbell. No era alguien a quien fuera fácil engatusar, no en vano era rey del infierno y un perfecto manipulador de humanos. Pero estaba decidida a ello, tenía un buen motivo para hacerlo, aunque en el fondo solo deseara quedarse a su lado.
La madera de la puerta siendo golpeada por unos nudillos hicieron que se tensara.
—¿Quién es?
—Yo.
Finalmente había llegado el dichoso momento.
—Adelante.
La puerta se abrió, dando paso al diablo bajo la apariencia de Alejandro, con aquella sonrisa ladina que al fin había descubierto cuánto le gustaba. Miró de reojo su cuello y pudo comprobar que de él colgaba la gema por la que aquellos ángeles habían recurrido a ella.
Cuando cerró tras de sí, no pudo evitar ponerse en pie y abalanzarse sobre él, entrelazando sus brazos en su ancha espalda y embriagándose de aquel aroma suyo que le recordaba a incienso mezclado con algo cautivador.
—Vaya —masculló sorprendido—. No esperaba esta reacción.
Tenía el semblante hundido en el torso de él, apretándolo con tanta fuerza que casi podía ahogarse.
—Le deseo —balbució—. No puedo...
—¿Qué dices? No te entiendo si estás hablando contra mi cuerpo.
Sujetó los hombros de la muchacha y la empujó hacia atrás, dejando su cara al descubierto, la cual se había sonrosado por el calor y la falta de oxígeno. Hasta sus ojos se habían humedecido.
No dio respuesta, tan solo se puso se puntillas buscando alcanzar los labios de Luzbell con los suyos, lo cual le resultaba tarea complicada al ser bastante más alto que ella, por lo que tuvo que ayudarse tirando de la prenda de ropa de aquel hombre.
Cuando logró su objetivo, se embriagó del calor que desprendían y la suavidad de estos. Siempre se imaginó al diablo como un macho cabrío, o como un señor de aspecto desagradable y caderas de animal. Pero no era así, tenía un aspecto tan humano y era tan bello que a veces le hacía creer que era un espíritu bondadoso. Aunque no debía olvidar lo que era y lo que representaba.
Él se apartó mirándola extrañado.
—Estás inusualmente entregada —declaró con el ceño fruncido.
No vio razón para mentir.
—No he podido cumplir sus condiciones.
—¿Cuáles?
Lo notaba, se albergaba en su corazón y lo hacía bombear con desenfreno.
—No sentir nada más por usted que mera lujuria.
No fue únicamente una confesión de la que ella se sorprendió, fue también una afirmación que hizo que todo alrededor de Luzbell tambaleara. Por primera vez en muchos años, sintió como ese pequeño haz de luz que se filtraba en la oscuridad de sus adentros, se hacía cada vez más grande, más intenso y seguro de sí mismo.
Era algo que sabía que no podía permitir. La debilidad no era compañera ni buena amiga, no para poder llevar a cabo su objetivo. Esa venganza que tantos milenios buscaba lograr.
Sin embargo, algo que podía relacionarse con felicidad lo estaba inundando. Y todo por las palabras que habían salido de la boca de aquella joven.
Durante unos instantes lo vio claro y sencillo: Llevarla consigo. Destruir aquella casa y arrastrarla a su mundo, tenerla a su lado. Sabía que no solo tendría una fuente de poder junto a él, sino que también podía suplir una carencia que poco a poco iba emergiendo de su interior.
Sostuvo con delicadeza aquel rostro inocente. Aquella dulce mirada que tantas veces le había dedicado temor, ahora dejaba entrever algo más en ella. Nunca imaginó sentirse afortunado por algo tan banal.
—Puedo llevarla conmigo.
—¿Al infierno?
—Sí
Ceres comenzó a abrir el cuello de la camisa del diablo.
—Cree que sería buena idea llevarme a la ciudad del pecado.
Esbozó una sonrisa confiada.
—Sería la mejor idea. Acabarías embriagada de tantos estímulos sinceros. El pecado es sinceridad, Ceres. Solo sentirías placer.
Se relamió los labios al imaginarse completamente despojada de su cordura, dejándose llevar únicamente por sus instintos, por las sensaciones... disfrutando de ellas. Después, el rubor se concentró en sus pómulos delatando sus pensamientos.
Paseó las manos por los hombros de Luzbell mientras bajaba su camisa y contemplaba su cuerpo esculpido por los dioses. Sus claras manos paseando por el bronceado de su piel.
Sus ojos se encontraron de nuevo y ella dibujó una sonrisa tímida y casta como respuesta, lo que generó un impulso en la bestia y la empujó sobre la cama, colocándose sobre ella.
—¿Estás imaginándolo? —Quiso saber, mientras rasgaba su vestido con vileza. Total, podía darle tantos como ella quisiera.
La respiración de Ceres se agitaba ante sus provocaciones mientras los dedos de él soltaban el corsé que escondía sus pechos.
Pellizcó sus pezones con ambas manos y ella sintió un calambre en su intimidad como respuesta. No podía contenerse.
—No quiero imaginarlo, quiero sentirlo —dijo con la voz más atrevida que había puesto en su vida.
Posó su mano en la entrepierna de Luzbell y notó su erección. Aquello estuvo dentro de ella y quería que volviera a ser así.
Él sentía cada vez más sorpresa ante la actitud liberada con la que estaba actuando, le encantaba verla entregada, admitiendo lo que su cuerpo le pide. Besó su boca con vehemencia.
Sus salivas se mezclaban mientras sus lenguas se acariciaban ansiosas por más. Ceres había olvidado por un momento la misión que le habían encomendado, se imaginó en el infierno abandonando toda realidad que había conocido. Quería irse con él.
Lo tenía encima, pero eso no la detuvo. Hizo presión en su pectoral para que se hiciera hacia atrás.
—Aparte un momento —demandó, no tenía mucha fuerza.
Él lo hizo, dudando, y pronto ella se colocó sobre él.
Otra sorpresa para Luzbell, pero también para ella. Comenzó a frotarse contra su erección, con la ropa puesta. Tenía los pechos al desnudo, pero aún estaba la falda de su vestido escondiendo buena parte de sus piernas. Su cabello dorado caía sobre sus senos de forma erótica a los ojos de él.
—Me vuelves loco —confesó completamente abstraído por la sensualidad de sus torpes movimientos.
Ella sonrió, ahora tenía mayor confianza en si misma.
—Pensé que ya era un loco.
—No tanto. —Le devolvió la sonrisa.
Ceres sentía como sus bragas se impregnaban de su deseo. Sabía que no podía ir a más, que tenía que cumplir su cometido. Pero si aquella iba a ser la última vez que podía disfrutar del rey, lo haría, aunque solo fuera un momento.
Se alzó ligeramente para hacer a un lado su prenda interior y después desabrochó los pantalones de Luzbell y liberó su palpitante miembro. Volvió a colocarse a horcajadas, notando como la punta se cobijaba en la entrada de su vagina. Su piel se erizó con solo notarlo allí y pronto bajó para llenarse de él.
Un gemido de placer decoró toda la estancia al instante. Su mirada se encontró con la de Luzbell, que había vuelto a su color original, y se preguntó en qué momento dejó de temer aquellos rasgos que lo caracterizaban, cuándo pasó de temerle a adorarle.
Paseó sus dedos por su abdomen mientras movía sus caderas y se embriaga del placer que le provocaba aquella acción. Ignis adornaba su pectoral como una terrible señal.
Pronto recordó a Rebeca siendo vapuleada sin piedad y se lamentó por permitirse entregarse al demonio con tanta dedicación. ¿Por qué no se le permitía ser feliz? ¿Hacer lo que le decía su corazón? Ahora estaba dividido entre el monstruo por el cual había caído en su embrujo y entre su amiga con la que había compartido tantos años.
Cerró los ojos con fuerza, solo quería sentir, disfrutar. El calor se aglomeraba en su carne mientras la culpa fusilaba su mente.
Los abrió y admiró una vez más la representación de todo pecado. Se agachó para besar sus labios de nuevo, con sus manos apretando su cuerpo y las de Luzbell aferradas a su trasero. Cada vez parecían más ansiosos el uno del otro, tanto que él había empezado a moverse para poder embestirla con rudeza, siendo consciente de su propia emoción, deseando que dijera que sí, que se fuera con él.
Ceres se llevó una mano a la pierna mientras jadeaba con mayor intensidad, como no actuara rápido iba a alcanzar el clímax y tenía miedo de volver a perder el conocimiento.
Fue entonces cuando Luzbell sintió una punzada de dolor hacerse presente en su cuerpo. Era intensa y repentina y se concentraba en un lateral de su abdomen, junto a un calor húmedo que la envolvía.
Ceres se apartó en aquel momento, haciéndose para atrás y él se irguió lentamente, bajó la vista hacia donde se concentraba tal aflicción y pudo comprobar que tenía clavada una daga. Era la misma que encontró junto al cuerpo inerte de Elías, solo que ahora estaba apuñalándole a él. Notó como su sangre, negra como el alquitrán, se deslizaba en hilos que decoraban su pelvis.
Alzó la vista para encontrarse con el rostro de Ceres surcado en lágrimas.
—Lo siento.
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