XXVII - Seres Celestiales

Ceres comenzaba a tomar como natural el temblar por los nervios. Era algo que Luzbell inducía en ella con bastante frecuencia y que atribuía al sentimiento de miedo por tratar con el rey del infierno. No obstante, otra persona había logrado generar tal congoja y no era alguien de quien lo esperara.

Si había algo que no esperaba ver aquel día, ni ningún otro, era a su hermano luciendo un par de alas que podrían envolver todo su cuerpo. Ahora sentía un nuevo tipo de temor, el que se le atribuye a lo desconocido.

Y él estaba generándole un desconcierto terrible.

—¿Qué eres? —logró hablar en un hilo de voz.

Elías alzó levemente los brazos en una posición de grandeza y como si fuera en conjunto a tal pose, comenzó a emanar de él un aura de luz que combinaba en su destello tonalidades celestes y moradas, la cual se extendió por toda la habitación y ambos quedaron sumergidos por ella.

—Ahora no podrá oírnos —declaró con solemnidad.

Dentro de aquella especie de aurora boreal que había creado, todo se veía con una mayor claridad. Era como si hubiera amanecido de repente.

—¿Quién? —Quiso saber, agobiada por tantas preguntas y ninguna respuesta.

—Satanás. Ni él ni lo suyos —informó comenzando a caminar con tranquilidad alrededor de la sala y, por tanto, de ella, con ambas manos aferradas tras su espalda.

Tanto estímulo novedoso e inesperado estaba generándole un mareo inevitable. Apoyó la mano sobre su frente y luchó por no perder el equilibrio.

—Elías, ¿esto es una broma?

—No lo es, mi amada Ceres —su voz denotaba cariño—. Será mejor que se siente —realizó un gesto con su extremidad, apuntando al sillón que había en el lugar—, pues lo que le voy a explicar le resultará demasiado abrumador y lo comprendo.

Al igual que Luzbell momentos atrás, su hermano estaba hablándole con mayor cortesía.

Incluso luciendo aquel plumaje de una blancura impoluta y observándola con unos ojos color platino, tan brillantes como las estrellas del firmamento, el modo de entonar sus palabras y aquel semblante capaz de transmitir toda la confianza del mundo, seguían siendo los característicos del muchacho.

Hizo caso y se sentó en el almohadillado asiento. Su pulso no había cesado ni un segundo de bombear compulsivamente, tanto era así que llegó a creer que su pecho iba a ser perforado de un momento a otro por su órgano vital.

—Por favor, dígame qué significa esto —insistió musitando y aferrándose al reposabrazos de madera.

Él se aproximaba a ella con las manos elevada en un gesto que denotaba paz.

—Antes de nada, por favor tranquilícese. Jamás le haría daño. Todo lo contrario. —Cogió aire y ocultó sus alas tras la suave piel de su espalda y sus ojos volvieron a su color original, aunque seguían sumidos en aquella atmósfera divina—. He pensado que así estará más cómoda —apuntó, aunque por más que lo viera con su aspecto mortal, no podría olvidar cómo lucía segundos atrás—. Verá, fui enviado a la tierra con el único propósito de protegerla.

—¿Protegerme? —Cada cosa que decía era una duda aún mayor.

—Sí. No eres una humana cualquiera, Ceres.

Levantó las cejas y entreabrió la boca. Su labio inferior no dejaba de vibrar como una mosca.

—¿Y qué soy? —Se atrevió a preguntar.

Por fin iba a obtener la respuesta a aquella cuestión que circulaba por su mente desde hacía tiempo.

—Una intérprete —la voz de otra persona se hizo presente en la sala.

Súbitamente, apareció junto a Elías un hombre alto y de largo cabello plateado. Sus rasgos eran delicados, algo que se podía apreciar a simple vista, y a la joven se le antojó de ser alguien misterioso a la par que bello.

No obstante, poco le duró la admiración, pues pronto fue consciente de que ahora no había solo un misterio hecho carne, sino dos. El pánico comenzó a apoderarse de ella.

—¿Y ustedes? ¿Qué son ustedes? ¡Respondan!

Había perdido la templanza, el miedo por lo incierto había hecho mella en su interior. Trató se ponerse en pie, pero la torpeza de su temblor no se lo permitía y todo cuanto podía hacer para no caer era sujetar la silla con ahínco.

El rostro de Gabriel no se inmutó, por el contrario, hizo un movimiento sereno y pausado desde donde estaba y fue como un sedante que recorría las venas de la joven. Sus nervios se habían esfumado, como si nunca se hubieran apoderado de ella.

—Tranquila, pecadora —habló el intruso.

—Por favor, amigo, no sea rudo con ella —dijo el castaño—, déjeme a mí. —Miró a Ceres con ternura antes de proseguir con la explicación—. Somos seres celestiales —señaló a su compañero—: Él es el arcángel Gabriel, el mensajero de nuestro señor, Yahvé, y yo soy un ángel, más concretamente tu ángel Guardián.

—¿Por qué necesito un Guardián? —Deseaba no formular más interrogaciones, pero aquella situación no permitía otra cosa—. ¿Y de qué se me debe proteger?

Aquello era cada vez más inverosímil.

—¿Ha oído hablar de las Rapsodias? —preguntó el arcángel.

Como una clara revelación, recordó el libro que encontró en los aposentos de Luzbell y del cual leyó un breve texto. Frunció el ceño al acordarse también del demonio leyéndolo, una asociación que le heló la sangre.

—Un poco.

—Solo una intérprete puede controlarlas y usted es una de ellas —explicó Elías.

Ella comenzó a agitar las manos y la cabeza completamente desquiciada. Todo era una locura de magnitudes bíblicas. Aquello debía ser un error, o mejor aún, aquello debía ser una broma de mal gusto.

—Estáis confundidos, yo no soy intérprete de nada.

Si no hubiera conocido al diablo en sus últimos días en Santa Cecilia, hubiera llegado a pensar que eran invenciones de los humanos para apaciguar y buscar justificación a la calamidad de su día a día, de encontrar una razón por la cual no sumirse en la desesperación tras morir de enfermedades, hambre y pobreza.

—No hay error en eso.

Soltó una carcajada histérica y hundió su rostro entre sus palmas.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —inquirió una vez descubrió su cara de nuevo—. Desconozco el paradero de las Rapsodias, poco puedo serviros de ayuda.

—Debe estar en el lado del bien, en el nuestro —informó el arcángel—. El mal la ha abrazado demasiado.

Habían sido varias las afirmaciones que denotaban que conocían bien su relación con el diablo y en la última tenía la certeza de que se referían a él.

Volvió a sentir sus cálidas manos sobre sus mejillas, como un recuerdo agridulce que no quería olvidar.

—No es como creéis —comentó sin pensarlo demasiado y sorprendiéndose a sí misma defendiéndolo.

Tras tal pequeña oración, el semblante de Gabriel se nubló, manifestando una furia inmensa. Su pelo se elevó y pudo sentir como una energía destructiva fluía alrededor de él, haciendo temblar el suelo y caer polvo de los techos. Arrugó la cara, magnificando tal expresión de ira.

—¿Cómo osa blasfemar con tal despreocupación? —cuestionó conteniéndose en vano—. ¡Estás hablando del diablo, insolente! —espetó en un bramido—. ¡La manipula y la utiliza! Todo cuanto quiere de ti es el poder que alberga. Solo le interesa para dominar Caelum y destruir la tierra. ¿Tiene idea de lo que sucedería de ser así? ¿Del destino que le espera al equilibrio?

Aquella era una verdad que no podía ignorar, pero que realizó una incisión en su pecho con tosquedad. En el fondo sabía que poco podía interesarle ella a Luzbell si no lograba algún tipo de beneficio a cambio. Por aquella razón debía tener tanto interés en poseerla y mantenerla, no había duda.

Y, aun así, no quería creerlo.

—Ceres, por favor... —esta vez era la suave y dulce voz de Elías la que se filtraba en sus oídos—. Debe entrar en razón.

Su súplica fue interrumpida por el arcángel, que no dudó en jugar todas sus cartas para convencerla de su verdad.

—Le mostraré algo que quizá le interese.

Se acercó a ella y extendió sus delicadas y finas manos de dedos largos, posó el índice y el corazón en su frente y acto seguido, una sucesión de imágenes, que se paseaban una tras otra por su mente como si estuviera presenciándolas, le sugestionaron un miedo abrumador.

No dejaba de ver otra cosa que Rebeca siendo torturada por su marido, aquel horrible guardia con el que se marchó la última vez que la vio en la institución. Sin duda era ella, era su cara, su cabello, su piel... y sus lágrimas. Era su dolor.

Un nudo en su garganta se formó y creyó que su corazón había dejado de latir. No podía ser cierto. Su amiga había estado sufriendo tanto durante demasiado tiempo. Le prometió que la buscaría, que la encontraría donde quisiera que estuviera, y no lo hizo. No cumplió con su promesa. Todo cuanto hizo fue permitir que fuera así de maltratada, así de infeliz.

No podía continuar viendo aquello, era demasiada angustia, demasiada culpa. Era una realidad que no quería enfrentar. Dejó escapar un grito desgarrador y desprendió un calambre que hizo que el mensajero se apartara de ella, algo de lo que no se percató.

—No puede ser cierto... —sollozó.

—Lo es. —No había compasión en las palabras de Gabriel—. Todo es obra de Lucifer. El hombre que está con su amiga es digna representación del mal, digno hijo del demonio.

Ella permanecía abrazada con sus propios brazos, en una vibración constante y aterrada.

—Ceres, podemos ayudarla —dijo Elías—. Tú puedes ayudar a quien te propongas. —Volvía a hablarle con la confianza de siempre.

—¿Qué debo hacer? —preguntó una vez cesó su llanto, aun con su semblante sonrosado y empapado por las gotas saladas.

—Debes conseguir Ignis. La gema que creemos que se oculta en los aposentos del diablo —informó Elías, apoyando sus manos en la espalda de la joven con el fin de calmarla.

—No conozco tal gema.

—Mi instinto me dice que sabes más de lo que crees. Se dice que es de un rojo especial.

Rememoró entonces la piedra sangrienta que llevaba colgando Luzbell de su cuello. Era difícil de olvidar, pues cuando la vio solo sintió deseo. Quería tocarla, verla de cerca, quería lucirla ella en su cuello, que fuera suya. Era sin duda la joya más embriagadora que habían visto sus ojos.

—Creo que sé cuál dice.

—Deberás quitársela —dictaminó—. En el momento que lo hagas, te llevaremos con nosotros y estarás a salvo.

—¿Y Rebeca?

—También nos encargaremos de su amiga —habló Gabriel.

—¿Y cómo voy a hacer eso?

—Sabrás cómo.

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