XXV - El poder escondido
Se encerró en su habitación de un portazo, molesta e insultada. Molesta con ella misma e insultada por el demonio. Realmente se sentía cansada de aquella situación, de la presencia de aquel monstruoso hombre que había puesto patas arriba su vida sin poder evitarlo.
Sabía que corría riesgo de quemarse, era lo que sucedía cuando jugabas con fuego. Esperaba ser precavida, pero la belleza de lo desconocido ganaba frente al aburrido día a día de un ser humano normal.
No iba a poder relajarse lo poco que quedaba de día ni iba a conciliar el sueño aquella noche, no de un modo sencillo.
La inspiración recorrió entonces cada rincón de su ser e inspeccionó su habitación en busca de algo que pudiera serle útil. Rápidamente dio con un pequeño jarrón que decoraba uno de los muebles. Lo agarró y lo colocó en el centro de la habitación, donde pudiera verlo con claridad mientras ella permanecía sentada en el borde de la cama. Era hora de poner a prueba sus poderes.
O lo que fuera que tuviese.
No había vuelto a repetir un episodio tan desagradable como el que tuvo en la posada con aquellos infames violadores. Aquello fue espectacular a la par que desolador, sentía que podía destruirlo todo sin control y quería hacerlo. Quería asesinar a aquellos hombres, lo deseaba en lo más hondo de su alma.
Y era aquello lo que temía, estar convirtiéndose en un monstruo sin compasión ni piedad, en un demonio. Le atribuía ese sentimiento de caos y devastación al mismo tipo al que concedía los giros irrefrenables de su vida desde que lo conoció.
No obstante, sabía que aquellas acusaciones internas eran poco fundadas. Se limitaba a creer que era todo casualidad y que ella era otra cosa. Ignoraba el qué, pero no sería un demonio.
Tenía más que ofrecer.
En aquel momento, en su mente apareció el rostro atemorizado de Ercilia. Aquella pobre mujer le dio un techo y un plato de comida cada día que estuvo allí y se lo agradeció destrozando su local y dejando un horrible cadáver a sus pies. Le tenía miedo después de todo, había logrado influir en ella aquel terrible sentimiento.
Su corazón se oprimió al recordarlo y se preguntó cómo estarían ambos hermanos. ¿Pudieron arreglar los imperfectos? ¿Qué hicieron con el cuerpo de aquel hombre? Y la pregunta que más angustia le generaba: ¿Acaso los culparon a ellos?
Se llevó la mano al pecho, sintiendo como sus latidos la comenzaban a amargar, pues una ansiedad incontenible se aglomeraba en aquel punto, asfixiándola y aterrándola.
Sacudió la cabeza con intensidad y alteración, buscando disipar aquellos pensamientos que lejos de animarla y darle esperanzas, se las arrebataba.
Y regresó al jarrón.
Aquella pieza de vidrio con estampación fundida, aquel fondo azul marino que se fusionaba con un blanco que le recordaba a la espuma del mar... Algo que no había visto en su vida salvo en las pinturas renacentistas y románticas.
Centró toda su atención en aquel objeto. Pensó en desquebrajarlo, propiciarle un daño sutil que no llamara demasiado la atención. Quería generar una alteración así, para poder afianzarse de que tenía control sobre la fuerza de su energía.
Apretó los puños y tensó la mandíbula, sin apartar la vista de aquel florero vacío. Entrecerraba los ojos y arrugaba las cejas, creyendo que de aquel modo lograría su objetivo.
Nada.
Lo intentó varias veces en diversas ocasiones aquel día, pero no obtuvo resultado alguno.
En los venideros, se mantuvo encerrada en su habitación, probando suerte con el mismo material y con otros. Apenas salía a hurtadillas para ir al baño y evitar cruzarse con nadie y a la hora del desayuno, comida o cena, era lo más rápida que podía e incluso había abusado de excusas tales como: "me duele la barriga" o "me duele la cabeza" entre otras.
Elías parecía no darle importancia. Se preguntaba si él sospechaba de su modo de comportarse o no. Para ser sinceros, ella sí que se cuestionaba el de su hermano. Apenas lo veía sonreír, le dirigía la palabra lo justo y necesario y siempre lucía pensativo y preocupado.
No entendía por qué, ya no había preocupaciones. Había recibido la fortuna de una vida tranquila y acomodada, ¿por qué acaso iba a sentirse desolado?
Probó su poder con la lámpara, la cómoda, un joyero, su cama, un libro... Y nada. Había perdido la cuenta de los intentos que llevaba y todos fallidos. Llegó a creer que aquel incidente de la posada era obra de Luzbell, pero entonces recordó el modo en que se lo quitó de encima indirectamente y fue consciente de que solo podía ser obra suya.
Lamentablemente se estaba cansando de intentarlo. Desconocía qué hacer y cómo.
Unos golpecitos a la puerta la devolvieron de su ensimismamiento. No quería ver al diablo, así que esperaba que no se tratara de él. No quería encontrárselo pues no sabría cómo reaccionaría, el mero hecho de imaginárselo lograba ruborizarla. Comenzaba a odiar con fervor aquel aspecto de su forma de ser.
Odiaba lo que sentía por él, aunque lo negara.
—¿Quién es?
El siguiente golpe le pareció que se daba con unas uñas y tuvo la certeza de saber de quién se trataba.
—Kiter, señorita —confirmó sus sospechas—. ¿Puedo pasar?
Dudó unos segundos, pero finalmente abrió.
—Adelante.
Esperó que entrara para volver a cerrar la puerta y echar el cerrojo.
Súbitamente, como una gran revelación, nació en su mente otra duda.
—¿Cómo está? —preguntó el felino.
—Kiter, necesito preguntarte una cosa. ¿Tu rey usa algún tipo de protección para que no se adentren en sus aposentos?
El animal ladeó la cabeza en señal de duda, ignorando la razón por la cual le planteaba aquello.
—Bueno, usa una llave. —Miraba a su alrededor, extrañado.
—¿Y no la usó el día que entré?
Negó con la cabeza.
—Lo ignoro por completo. Es extraño que lo haga.
Ceres se mordió el labio indignada, sospechando que todo se trataba, de nuevo, de un plan de Luzbell. Era más que posible que aquello lo hubiera preparado él, buscando una excusa para castigarla, para corromperla.
Aquello la enfurecía solo de pensarlo.
Decidió callar y no decir nada más al respecto. Apoyó su mano en su frente y se sentó en la acolchada silla.
—¿A qué has venido? —Sonó más abrupta de lo que le hubiera gustado, al fin y al cabo, Kiter siempre había sido encantador con ella.
—Solo quería saber que estaba bien —explicó nervioso, tratando de calmar la situación frotándose entre los tobillos de la joven—. A juzgar por el sello que ha desaparecido, cerró el pacto con mi rey.
Ella soltó un suspiro a la par que se agachaba para coger en brazos al gato demoníaco, sentándolo en su regazo.
—Así es... —Desvió la mirada hacia la ventana.
—¿Fue tan terrible como se lee en sus ojos?
No pudo evitar esbozar una sonrisa de cariño ante la aparente preocupación del minino. Siempre lograba ablandarla.
—La verdad es que no. —Lo observó con curiosidad. ¿Sabría aquel inocente demonio cómo funcionaba aquella actividad? Se sonrojó al recordarlo—. Me enfurece haberme divertido.
Algo que se estaba planteando aquellos días era por qué en siempre trataban de mantener a las mujeres lejos de esa actividad. Fue divertido y estaba convencida que no entregó su virtud a quien le hubiera gustado, ni como, pero no lo pasó mal.
De igual forma, no había salido nadie herido ni perjudicado. Solo sus sentimientos.
Hizo una mueca al sentirse estúpida por haber desviado sus pensamientos en aquella dirección.
—Lo único que fue terrible es el mero hecho de haberme entregado a él —concluyó entonces.
—¿Le hizo daño?
Negó con la cabeza.
—No, pero el hecho de pensar que le di algo tan íntimo a un monstruo que solo quiere mi perdición... Me decepciono a mí misma.
—¡Eso no es verdad! —Saltó de sus piernas—. Mi rey es alguien que impone y genera terror en muchos humanos, no en vano castiga como nadie a los malvados. —Enarcó las cejas, confusa por aquel concepto—. Pero con usted siempre lleva un cuidado especial.
Recordó el desprecio con el que la echó de sus pertenencias y el modo de decir que era suya.
Puso los ojos en blanco, carcajeándose de tal disparatada afirmación.
—Por favor, buen amigo, no seas embustero.
—No son embustes, señorita, es la verdad. Lo conozco de muchos años y he servido a su lado en numerosas debacles. Sé que usted logra despertar en él su lado más bondadoso, ese que creyó desaparecer.
Ceres decidió guardar silencio, pues ignoraba qué responder a aquello. Las palabras del demonio habían inundado su corazón de una esperanza que no lograba comprender y que a su vez temía.
No obstante, aquello no había rebajado la molestia que sentía por aquella tentación que había provocado en ella para que irrumpiera en sus aposentos.
Y había decidido volver a irrumpir.
*
Sigilosa como una gacela, en guardia y alerta de no ser cazada, Rebeca se adentraba en el despacho de su marido. Le había prohibido entrar en aquel lugar con rotundidad y bien sabía que, de ser descubierta, no recibiría un castigo agradable. Realmente, nunca se hubiera interesado en adentrarse en tal espacio hasta que descubrió la cantidad de libros que decoraban sus estanterías.
Las novelas le transportaban a una época mejor, a sus charlas cargadas de fantasía con Ceres y los tiempos donde siempre era válido generar castillos en el aire que le ayudaran a escapar de la cruda realidad donde se encontraba. Allí había numerosos de ellos.
Se atrevió una de las veces que salió de su hogar a colarse en aquella reducida biblioteca y llevarse uno de los libros. Al menos cuando él no estaba, podía evadirse leyendo. Era lo único que la mantenía con vida. Tan solo fue la primera de muchas.
Devolvió a su estante particular el tomo que había cogido aquella vez y con cuidado y diligencia, observó cuál de los expuestos leería en aquella ocasión.
Hubo uno en concreto que captó su atención. Tenía el lomo de un color mustio que sobresalía sobre el color a madera o a tela roja y azul del resto, y no tenía nada escrito en él. Decidió agarrarlo para observarlo con mayor atención y pudo comprobar que al tacto resultaba similar al cuero. De no ser por lo inverosímil que le resultaba, hubiera jurado que era piel humana.
Grabado a fuego se podía leer Necronomicón.
Un escalofrío recorrió su espalda y cuando quiso darse cuenta, estaba quitándose con los dedos una gota de sudor frío que caía por su nuca.
Se apresuró a dejarlo en el lugar donde estaba, agarró el primero que vio y salió corriendo de aquella habitación con el corazón a mil.
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