XXI - La tortura del deseo

Los porrazos a la puerta no cesaban. La joven permanecía cruzada de brazos, esperando que tarde o temprano se cansara. Sin embargo, lejos de suceder, se intensificaban.

Retumbaba toda la entrada, parecía que se fuera a romper. Era agresivo y desagradable, pero no tanto como la escena que acababa de contemplar.

Comenzó a repiquetear con el pie en el suelo, perdiendo la paciencia, con su cuerpo en tensión.

—Márchese —dijo al fin.

El silencio se hizo patente, junto a él los golpes desaparecieron. No podía creer que hubiera sido tan fácil.

Relajó los hombros y bajó los brazos. Se volteó para sentarse en el marco del ventanal, con el fin de buscar la calma en su aturdida mente mirando el atardecer de la capital. Tan solo quería reflexionar y olvidar, pues realmente no entendía por qué se sentía tan sumamente mal por haber visto aquello. Sentía vergüenza y culpa por lo que le produjo al contemplarlo.

Apenas se acomodó cuando, súbitamente, la puerta se abrió de par en par, chocando con la pared de atrás. Dio un brinco a causa del susto.

Había cantado victoria demasiado rápido.

Su aspecto demoníaco estaba al descubierto. Su torso al descubierto y sus alas desplegadas. Se podían apreciar las venas de sus brazos marcadas al igual que los músculos, debido al vigor con el que apretaba los puños. La expresión de su rostro le infundió cierto temor. Sus cejas contraídas, mandíbula rígida y en sus ojos rojos se apreciaba el fuego de la ira.

—¿Qué hace? —Se atrevió a cuestionar Ceres, trataba de fingir que no le suponía ningún tipo de respeto ni temor—. Le he dicho que se marche.

Ignorando sus palabras, dio un paso hacia adelante. Apenas movió la mano en el aire y la puerta se cerró de un portazo. Tenía la vista fija en ella como si se tratara de una espada de doble filo, amenazadora y fulminante.

Ceres se puso en pie rápidamente, tratando de que no se notara el tambaleo de su cuerpo por el miedo. Él avanzaba con dilación, sin cambiar ni un ápice su semblante iracundo.

—Tú... —rugió y de su boca salió humo—. Creí haber sido claro cuando te dije que no podías irrumpir en mis pertenencias.

Ella retrocedió con la mano apoyada en la pared, buscando no caer. Cogió aire tratando de llenarse de valor.

—Tan solo buscaba respuestas —se excusó con poca convicción.

Continuaba caminando hacia ella. Parecía no tener prisa, pues no iba a escapar de él.

—¿Acaso te estoy hablando en lenguas cuyo paso del tiempo han dilapidado? ¿Qué es lo que no entiendes cuando te hablo? —Su voz era firme y amenazadora.

Su cuerpo terminó por chocar contra la pared. Le hubiera gustado que la habitación fuera infinita.

Fue a abrir la boca para decir algo, aunque no sabía el qué.

—¿Estás ya contenta? ¿Has encontrado lo que buscabas?

Pensó en aquel libro y en la daga que robó.

—No.

De repente, la mano de Luzbell se desplazó a su cuello para agarrarlo con firmeza. Acercó su cara a la de ella y la observó de un modo inquisitorial, como si estuviera buscando todas las mentiras.

—Fingiré que dices la verdad, dado que la ira que me produce ver cómo me tomas por idiota es tan grande que podría rajarte la garganta.

Hizo presión en su cuello, agudizando su amenaza. Ella trataba de mantener la vista en él sin derrumbarse.

—¿Y qué se lo impide? —desafió.

—Que la muerte es demasiado fácil. —Notó como la saliva de Ceres bajaba con dificultad por la garganta—. Recibirás un castigo para que no se te olvide que la palabra del rey debe ser clara.

—Usted no es mi rey.

Él pronunció una sonrisa cínica.

—Por supuesto que lo soy. Y más lo seré cuando te tome.

—No me voy a dejar castigar por usted.

Enarcó una ceja. Le producía furia que fuera tan sumamente desobediente con su figura, pero también le otorgaba cierta diversión.

—Si tú no asumes las consecuencias de tus actos, otros lo harán por ti.

—Está bien —dijo despreocupada.

En ese momento, liberó el cuello de la chica.

—De acuerdo, el castigo lo recibirá Kiter por no haberte mantenido controlada. La desobediencia se ha de pagar. —Su frente ya no estaba arrugada, pero aun veía el enfado en su mirada.

Dio media vuelta, decidido.

El mero hecho de imaginar a su pequeño amigo siendo castigado por su cumpla removió sus entrañas impregnándolas de pánico.

—¡No! —Luzbell continuaba andando—. Él no ha hecho nada —insistió, pero él permanecía ignorándola—. Por favor, no. —Corrió hacia él y rodeó su cuerpo con sus brazos para frenar su avance—. Asumiré las consecuencias de mis actos.

El ladeó la cabeza para dedicarle una mirada de soslayo. Era tan curioso que el color ardiente de sus ojos pudiera transmitir tanta frialdad.

Con brusquedad, apartó a la joven de él.

—Estoy ansioso por ver tu cara de humana malcriada desencajada por el sufrimiento.

Su garganta se bloqueó, temiendo cualquier cosa. Aunque no quería mostrar debilidad, odiaba que la vieran así.

—¿Vas a golpearme? —preguntó.

—Aunque mi mala fama me preceda en tu mundo, soy mucho más elegante que vosotros.

—¿Y qué va a hacerme?

—Algo mucho más sutil pero placentero para mí, que es ver como un deseo voraz te devora el cuerpo.

Arrugó la frente, sin terminar de entender. Recordó la grotesca exhibición que había presenciado.

—No lo entiendo. ¿Eso quiere decir que volverá a hacer lo mismo de antes?

Su confusión solo sirvió para mostrar sus más oscuros pensamientos. Se estaba exponiendo sin darse cuenta.

El diablo también se sintió confundido por un instante, pero pronto una sonrisa se dibujó en su semblante.

—Así que has sentido deseo a vernos —dijo con socarronería.

—Para nada. Ha sido la imagen más bochornosa que he visto en mi vida.

—Me da la sensación de que estás celosa...

—¿Celosa? —inquirió, en su vida había experimentado tal sensación.

De repente, la agarró en brazos por los cachetes y la subió a la mesa que estaba a medio metro de ellos. Ceres soltó una exclamación ahogada ante aquel inesperado movimiento.

—Es divertido ver como niegas tus propios instintos. Tú misma lo has dicho hace un momento, que sentiste deseo.

—No blasfeme —advirtió de forma torpe.

Luzbell soltó una carcajada. No se podía creer que aun negara su propia sexualidad.

—Blasfemar es mi pan de cada día. —Posó su mano sobre su pierna y la acariciaba por encima de la falda—. ¿Sabes cómo puede el deseo hacerte sufrir?

Ceres se mordió los labios, las palabras jugaban en su contra.

—No... —murmuró

—Cuando no recibes el estímulo para aliviarlo. El deseo crece, te corrompe y te hace perder el juicio.

Introdujo entonces su mano en el interior de su vestido y paseó su dedo por su pierna hasta subir a la altura de su ingle, donde se detuvo para hacer movimientos circulares.

—Yo no siento eso —mintió, aun después de que sus caricias le habían erizado la piel.

Él soltó una carcajada e hizo su melena hacía atrás con un movimiento de su mano, gesto que lamentablemente consideró de arrebatador.

—Respóndeme entonces una cosa —acercó su boca al oído de ella, para hablar en un susurro travieso—: ¿Qué sentiste al verme con Candy?

Su voz era suave y grave, parecía incitarle a pecar.

¿Por qué no podía ocultarse de él? ¿Por qué sabía siempre antes que ella lo que sentía? Le excitaba aquella situación, y eso le hacía sentir humillada.

—Repugnada —escupió posando la mirada en él—. Ha sido un espectáculo dantesco, parecíais animales retozando y apareándoos como conejos... No, no —meneaba la cabeza—. Los conejos son más elegantes.

El demonio volvió a reír. Era cierto que había una serie de cosas que escapaban a su control o dominio, pero si en algo no acostumbraba a fallar era en detectar conductas y sensaciones pecaminosas. Y él había olido el deseo de Ceres tan pronto como comenzó a poseer a Candy.

Sin embargo, verla negarlo con tanto ahínco mientras sus mejillas se incendiaban conforme hablaba, era algo que le encantaba.

—Así que repugnada... Una lástima que eso no tuviera que ver con un castigo, solo es lo que sucede cuando irrumpes sin permiso a hurtadillas en unos aposentos que no son los tuyos.

—¿Y cuál será entonces?

Él hundió su rostro en su cuello para dejar una lasciva lamida seguida de un suave mordisco, mientras la espalda de la muchacha se arqueaba.

—Ya te lo he dicho, voy a hacerte sufrir.

En esta ocasión, la mano de Luzbell se posó sobre su intimidad haciendo una ligera presión en ella acompañada de movimientos en círculo. Un gemido cargado de placer escapó de la boca de la joven.

Una sensación de satisfacción la recorrió mientras el calor subía hasta sus mejillas. Aquello dictaba mucho de suponer un sufrimiento.

—No va a salirse son la suya. —Aun le quedaban energías para desafiar al diablo.

Él posó su rostro frente al de ella, mostrándole sus colmillos al sonreír. Sus dedos se hicieron paso entre su ropa interior, palpando su carne directamente.

—¿Sabes una de las cosas que le suceden a tu cuerpo cuando sientes deseo?

—¿El qué?

—Se humedece aquí —dijo introduciendo la punta de su dedo.

De nuevo, un gemido decoró la estancia.

No terminó de introducirlo, porque lo volvió a llevar a aquel punto que tan bien se sentía. Ahora estimularlo todavía era mejor a causa de la lubricación de su entrepierna.

El calor le estaba asfixiando. Era como si aquellos dedos estuvieran haciendo magia con ella. Nunca imaginó que algo así pudiera darle tanto placer. Luzbell la acariciaba con ellos de una forma que nunca resultaba repetitiva, era como las teclas de un piano con el que interpretaba una canción.

Cuando todas esas sensaciones nuevas estuvieron en auge y se incrementaron, por un momento estuvo a punto de experimentar un calambre por todo su cuerpo. Jadeante y ardiente toda ella, ese placer se detuvo de repente.

—No voy a permitir que alcances el clímax.

Ceres no terminaba de comprenderlo, pero pronto recordó la expresión que lucía aquella mujer con la que estuvo y se preguntó cómo debía sentirse.

—Por favor... Quiero saber lo que se siente.

Sin duda, su mente no estaba pensando con claridad.

Las comisuras de sus labios se pronunciaron al sonreír del triunfo.

—Lo sé, pero si dejara que lo sintieras, entonces no sería un castigo, sino una recompensa.

Notó la maldad de Luzbell en el momento en que lamió sus labios después de hablar.

Así que eso era el deseo.

—No obstante... —habló de nuevo—, deberíamos cerrar el pacto cuanto antes. ¿Quieres hacerlo ahora? —Miró de reojo la marca de su cuello—. Realmente deberíamos evitar que siga creciendo.

Se acercó a besar el ángulo de su mandíbula con cierta depravación. Notaba en sus labios el acelerado palpitar de su puro corazón. Quizá tenía algo de miedo, aunque ella era la única humana capaz de desafiar al propio diablo. Tan inocente y tan atrevida a su vez, eso lo deleitaba sobremanera.

No obstante, no esperaba que una gota salada se deslizara por su cara como si fuera una de vino por una copa, colisionando con su pómulo y generándole un molesto ardor que hizo que se apartara de golpe.

—Ahora no... —musitó Ceres con sus brillantes orbes que combinaban verde y avellana en sus iris, ahora enrojecidos por el llanto que era incapaz de contener—. No después de haber estado con ella.

—¿Qué? —masculló haciendo una mueca de incredulidad.

—Por favor, no mientras aún escucho vuestras palabras cargadas de vicio.

Él retrocedió ligeramente.

—¿Acaso sientes algo más por lo sucedido?

—Me duele el pecho y no sé por qué —confesó avergonzada.

Esquivaba su mirada, avergonzada por su propia confesión. Se sentía expuesta y humillada. Aquello no tendría que haber sucedido así.

Un aguijón cargado de culpa embistió el pecho de la bestia. Hacía tanto tiempo que no experimentaba aquellas sensaciones que había creído olvidarlas.

—Ceres, yo no pertenezco a nadie. No soy hombre de una sola mujer, por no decir que ni siquiera soy un hombre. Todo lo que puedo ofrecerte es placer, al igual que al resto.

«Al igual que al resto.»

Aquello fue peor sin duda que unos latigazos.

Qué humillación.

—Lo sé —dijo atreviéndose a mirarle a los ojos—, el demonio es demonio por algo.

Él la contempló absorto, aun la blanca piel de su rostro estaba cargada de rubor.

—Mañana cerraremos el pacto. Es mejor no alargar esto más.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, mañana me entregaré a usted.

La fuerza que tenía antes en la voz se había esfumado.

—Perfecto. —Se acercó a la salida, pensativo, pero se detuvo antes de abandonar la estancia. Se giró y sus miradas se cruzaron—. Puedes entregarte a mí en la lujuria y te aseguro que te haré gozar, pero no puedes enamorarte de mí.

Cuando cerró la puerta, la dejó demolida del todo.


*

Las estrellas brillaban con intensidad en la oscuridad de la noche. Aquel día había luna llena y alumbraba con suficiencia la finca desde fuera. Elías se encontraba sentado sobre el tejado, contemplando la belleza de aquellos astros.

Había subido por una escalerilla que había en uno de los laterales de la casa, aunque era algo delicado mantenerse donde estaba. Le gustaba estar allí y por una vez encontraba algo de paz.

Llevaba días sintiendo que alguien más lo acompañaba cuando estaba solo. Le daban dolores cuando menos lo esperaba y le carcomía una ansiedad cuando en su cabeza imaginaba cosas que no había vivido como si lo hubiera hecho.

Suspiró, se sentía cansado y débil desde que aquello sucedía. Sabía que su hermana estaba atenta a sus conflictos internos, no quería ver su inocente semblante cargado de preocupación.

Su vida se basaba en protegerla incluso de ella misma.

Como si se mezclara con el viento golpeando las copas de los árboles, un sonoro aleteo se escuchó tras él, sobresaltándolo. Al girarse pudo ver en lo alto del tejado la efigie de un pálido hombre con cabello plateado y vestido de blanco. Creyó que iba a sufrir de otro ataque cuando reparó en sus enormes y blancas alas.

—Ya es hora de que despiertes —habló el misterioso ser con una mirada cargada de confianza—, Elías.

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