XVII - Hermano y hermana
XVII
Apenas habían pasado unos minutos desde que el supuesto Alejandro Pimentel había abandonado el comedor. Ceres dejó descansar sus cubiertos de forma cruzada en aquel plato de porcelana, cuya ilustración a modo de decoración se veía difusa por los restos de comida.
—No tengo más hambre —dijo mientras fijaba su atención en aquella imagen.
Le parecía extraño no haber reparado en ella antes, pero ahora apartaba las sobras para poder verla mejor. En aquella superficie con cuidadas pinceladas estaba representada una escena donde un ángel y un demonio flanqueaban una espada.
Hizo una mueca con su labio superior. No era la ilustración más común en una vajilla.
Elías quiso ver qué miraba su hermana con tanto detenimiento, por lo que se dispuso a hacer lo mismo con la parte de su vajilla correspondiente.
No obstante, para él no fue algo agradable; de nuevo una migraña se le presentó como un ataque indiscriminado. Podía escuchar con claridad aquella voz que le repetía lo mismo, una y otra vez.
«Deberás custodiarla...»
Dejó escapar un alarido de dolor, con la cabeza agachada y sus manos aferradas a ella.
«Asegurarte de que se mantiene el equilibrio.»
La joven, que lo observaba preocupada y confusa, se apresuró a colocarse junto a él y después posó su mano en la espalda del castaño, tratando de mostrarle así su apoyo. Todo lo que podía hacer cuando algo así sucedía, era hacerle saber que no estaba solo. Aunque ella estaba cada día más preocupada.
Mientras sufría aquel daño sin dejar de oír la misma oración, pudo ver un campo lleno de flores, un ambiente de paz, un niño de aspecto serio... y después una punzada en su pecho hasta que finalmente, todo se volvió blanco y la aflicción se disipó.
Respiraba con intensidad, como si le hubiera estado faltando el oxígeno. Se acarició la frente y alzó la vista para encontrarse con la de la muchacha.
—Estoy bien, lamento preocuparte —comentó tratando de esbozar una sonrisa, pero poca fuerza le quedaba para ello.
Lo ayudó a levantarse de su asiento, acción que parecía ser complicada para él y, con su brazo entrelazado al de Elías, puso rumbo a la sala contigua donde había sofás y sillones, no sin antes mirar de reojo al mayordomo.
Era la segunda vez que presenciaba un suceso así y no se inmutaba. De hecho, no mostraba ningún tipo de emoción al respecto. Pareciera que estaba vacío por dentro, que fuera un cuerpo que se movía para cumplir con los deseos de los señores de la casa.
En cuanto dejaron la mesa libre, se puso a recoger. Con movimientos mecánicos y sin parpadear. Dudaba de si era un hombre hechizado, un demonio o incluso un muñeco mágico. Ya se esperaba cualquier cosa viniendo de Luzbell.
Entraron a la estancia y le acercó al sofá más grande para que se tumbara. Al no hacerlo y permanecer sentado, empujó con suavidad su hombro para lograr que su cuerpo se inclinara hasta estar tendido.
Con un semblante lastimero, como si estuviera viendo a un cabrito que iba a ser llevado al matadero, preguntó:
—¿Desde cuándo le pasa esto?
Elías se recostó bocarriba y asentó el dorso de su mano sobre sus cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Los dolores. ¿Hace cuánto que los tiene? No recuerdo que los tuviera cuando aún vivía en Santa Cecilia.
Trató de hacer memoria, pues tampoco en su mente había evocación alguna de aquel tipo de episodios. Una vez podía no resultar alarmante, sin embargo, tres era una cantidad suficiente para preocuparse, más si le había sucedido en un mismo día dos veces.
—Creo que desde que llegué aquí —respondió mientras notaba como se estabilizaba cada vez más.
Dirigió la vista a Ceres, que al momento se tensó. El hecho de que aquellos ataques hubieran comenzado en el momento en el que Luzbell lo había traído de vuelta significaba que algo había salido mal.
Vio en tal error una oportunidad por la cual lograr que, de algún modo, el diablo borrara aquella marca de su cuello. Ignoraba si existía modo alguno, pero no perdía nada por intentarlo.
No quería creer que la persona que más le importaba había vuelto a la vida a un precio que fuera dañino.
Comenzó a sumergirse en un mar de preguntas, una oleada de dudas y miedo. Temía que hubiera cometido una locura mayor de lo que era, que aquello pudiera afectar a la persona que tenía frente a ella de un modo u otro.
Ya había sido demasiado el dolor que había sentido en sus carnes, tanto verbal como físico. No sería capaz de soportar otro desconsuelo si se le presentara.
La melosa voz de Elías la devolvió de su ensimismamiento, a la par que este se erguía en el sofá.
—Tengo algo para ti.
Le brillaron los ojos al instante.
—¿Algo para mí?
Los regalos de su hermano siempre habían ablandado su alma. Le inundaba la alegría cualquier ínfima cosa que viniera de su parte. Recordaba cuando en el internado la colmaba de presentes para animarla. Era consciente de que la había malcriado un poco.
Una vez, cuando tenía nueve años, su vestido favorito dejó de entrarle. Había pegado el estirón y aquella prenda de ropa se había vuelto demasiado estrecha. Tenía valor para ella porque, al ser una persona de acogida y sin familia, no le compraran muchas cosas y de normal heredaba vestidos viejos de otras niñas. Y aquel le encantaba.
Ella se veía una princesa cada vez que se lo ponía y le dolía darse cuenta que no podría seguir jugando a los cuentos de hadas. Elías se dedicó a recolectar flores del jardín para hacerle una corona. Su justificación fue que ya no necesitaría vestido porque se había convertido en reina y aquella corona era la prueba de tal hazaña.
No obstante, la regañina que recibió por aquello de parte de las monjas no fue pequeña. Le golpearon las manos con el cinturón cinco veces. Lloró durante días. Y Ceres también.
En otra ocasión, con once años, le escribió un pequeño cuento sobre una princesa caballero, la cual se hacía pasar por hombre para infiltrarse en la corte del reino enemigo. Aquellos relatos ahora le parecían una bobada, no quería tener dicho título de ninguna manera ni gobernar ningún lugar, pero a aquella edad le hacía feliz.
—Lo traje en una bolsa de tela, debe estar en el recibidor —informó.
Ella se levantó en busca del objeto. Tal y como había dicho, allí se encontraba, frente a un mueble de madera oscura con un barniz satinado, cuyas esquinas habían sido talladas buscando una decoración vegetal.
Agarró el objeto y quiso mirar dentro, pero se contuvo. No quería arruinar el momento, mejor hacerlo con él delante.
Regresó y se sentó en el sillón de enfrente, aguantando las ganas de dejar escapar una risa emocionada.
Entonces sí que metió la mano y sacó de su interior un libro. Su cubierta era dura y en un bonito grabado con una tinta brillante, rezaba el título de "Castle Rackrent". Autor anónimo.
—Está escrito por una mujer, Maria Edgeworth. —explicó señalando la autoría—. Pero cuando lo publicó la primera vez lo hizo anónimamente, contra el consentimiento de su padre. Este libro ha sido un éxito que le ha servido para consolidar su encanto como escritora.
Aquel dato le hizo todavía más ilusión. Ya extrañaba leer y Elías sabía cuánto añoraba tal actividad y cuanta ilusión le haría devorar la literatura de la mano de una mujer.
—¡Muchas gracias! —exclamó lanzándose a él para darle un fuerte abrazo que reflejara cuan agradecida estaba por aquel detalle.
Prolongó aquel gesto los instantes suficientes. Aquellas muestras de afecto con su hermano poco tenían que ver con los roces que tenía con Luzbell. Uno le daba calma, paz y alegría. El otro solo despertaba sus nervios y su falta de razón para obrar.
¡Maldición! Ya estaba pensando en aquel monstruo de nuevo.
—Ceres... —comenzó a decir una vez que se hubieron separado—. No estoy seguro de que estés tomando la decisión correcta —tragó saliva y pausó un instante su habla, buscando las palabras acertadas, pero finalmente decidió ir sin rodeos—, respecto a vuestro prometido.
A la joven le pareció que su hermano le había leído la mente, pues justo estaba pensando en él, aun sabiendo que no era posible. Aun así, no pudo evitar ponerse en guardia por aquel comentario.
—¿Por qué lo dice?
Se encogió de hombros.
—La verdad es que no estoy seguro —respondió con tanta sinceridad que ella se destensó ligeramente—. Simplemente siento que hay algo extraño en él. —Posó sus dedos en su fino mentón—. No sabría cómo explicarlo, es una sensación. Creo que oculta algo, aunque no sé el qué. —Ella se revolvió en su asiento mientras escuchaba, si supiera cuanto escondía aquel hombre en realidad, estaba segura de que se desmayaría—. Además...
Se relamió los labios a la espera de la última frase, que parecía haberse dilatado en el tiempo.
—¿Además? —repitió a modo de insistencia.
—Además, anoche os escuché discutir —aquella última declaración fue como si le hubieran tirado un cubo de agua fría sobre la cabeza, se le había helado la sangre—. No me enteré bien de la conversación, tampoco era de mi incumbencia y no quería asaltar vuestra intimidad, pero —cogió aire antes de continuar—, escuché algo de un pacto. —Repentinamente se sonrojó y se tapó la boca—. Y algún que otro sonido raro —murmuró mirando hacia otro lado.
Como si de una gripe contagiosa se tratara, sus pómulos también adquirieron aquel tono colorado que tenían los de él. Temía saber a qué se refería con "sonidos raros".
—Yo, ah...
—Lo siento —dijo de repente—. No quiero decirte lo que debes hacer, no quiero ser esa clase de tipo. —Abrazó las manos de ella con las suyas—. Solo temía que te hubieras prometido por la razón equivocada.
Verlo tan preocupado por su bienestar fisuró su corazón ligeramente. No buscaba causarle ningún tipo de desasosiego. Si pudiera decirle que aquello era momentáneo y que tarde o temprano Alejandro se marcharía de sus vidas.
Si pudiera tan solo contarle la verdad sin que pensara que estaba loca.
No obstante, se esforzó en sonreír para disipar de él toda pesadumbre que pudiera albergar. Fue en aquel momento cuando recordó por quién había pactado con el diablo...: Por él. Siempre sería por él.
Y lo volvería a hacer mil veces más.
Por lo tanto, sería definitivo. Cuando regresara Luzbell pondrían fin a aquel acuerdo que continuaba abierto. Le entregaría su pureza y su inocencia. Estaba segura de que haría lo correcto.
—Tranquilo, querido hermano —habló con suavidad—. Le aseguro que sus razones para estar inquieto son equívocas. Estoy haciendo lo correcto.
Él le devolvió la sonrisa y acercó con lentitud las manos de la joven a sus labios, dejando caer en ellas un dulce beso para acto seguido soltarlas con cuidado y ponerse en pie.
—Creo que voy a dar un paseo —afirmó haciéndose el cabello hacia atrás—. Me vendrá bien tomar un poco el aire.
La muchacha frunció el ceño.
—¿No ha salido ya esta mañana?
—Sí, pero no recuerdo haber salido del carruaje.
Aquella afirmación no la entendió, pero no quiso insistir.
—Está bien. Como guste.
Pasó casi una hora caminando por las calles, era una actividad que le transmitía paz. Ceres le había dicho que estaba bien y no debía preocuparse y, sin embargo, no dejaba de hacerlo. No sabía por qué, pero siempre estaba más atento a ella que a él. Achacaba aquello a su instinto como hermano, al fin y al cabo, era todo cuanto tenía en aquella vida.
Mientras avanzaba por la calzada, un impulso lo obligó a girarse de repente, en busca de algo o de alguien, no sabía muy bien el qué. Su rostro se descompuso y dejó escapar una carcajada desquiciada.
—Pero, ¿qué estoy haciendo? —Se dijo rascándose la nuca y prosiguiendo su marcha.
Había gente por las calles, en pleno deambulo. Como si no hubiera su cerebro ordenado queé acción debían tomar sus piernas, acabó en un callejón cuyo ambiente poco tenía que ver con el del barrio donde se hospedaba.
Gente vestida con harapos, ropa vieja y magullada. Suciedad, mal olor y miedo. Muchísimo miedo. Aquella era la realidad de Madrid y no aquella mansión repleta de lujos en la que vivía. El hambre estaba a la orden del día.
Algunos lo observaban con desconfianza y quizá él y su buen traje no debieran encontrarse en aquel lugar. De eso se dio cuenta una vez sintió el juicio de aquellas personas sobre su carne. Casi pareciera que estaba allí para fardar de su riqueza, la cual ni siquiera era suya.
Dio media vuelta para regresar por donde había venido, pero una parte de él había guardado en su pecho una atracción por aquel sitio. Quería hacer algo por aquella gente. Nadie merecía vivir así.
Retomó su marcha de regreso, no sin antes volver a tener la necesidad de voltearse de golpe. Pero no había nada tras él.
Aturdido, arrugó la frente, pensando que quizá estaba perdiendo el juicio. Llevaba días sin dormir. Quizá aquello le estaba pasando factura, pero tampoco tenía sueño alguno.
De nuevo, otra incómoda sensación se manifestó en él, esta vez en forma de escalofrío. Un leve dolor se manifestó en sus sienes, por fortuna llevadero, nada que ver con el experimentado aquel día.
Sin embargo, este parecía que no se iba a ir. Se acentuó por unos segundos, obligándolo a llevar su mano a la zona afectada. Miró a su alrededor, por todas partes, incluso al cielo.
Pero no había nada.
Tan solo tenía la sensación de que alguien le seguía.
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