XV - La maldad
La maldad
—¿Cómo dice? —Comenzó a rascarse los brazos de un modo histérico.
Su pregunta fue retórica, pues cuando el diablo fue a responder, ella alzó la mano en señal de silencio.
—Vil alimaña —injurió dedicándole la mirada más hostil que pudiera expresar—. Me ha condenado a muerte.
Realizó un visaje con su rostro y manos, levantándolas como un preso.
—Humana ignorante —dijo entre dientes—. ¿Acaso pensabas que esto sería un paseo por el campo? Soy el rey del infierno, a ver cuándo se te mete en la cabeza. Ni voy a tocarte una melodía con el arpa, ni voy a llenar tu cama de flores silvestres para poseerte.
Se ruborizó al imaginarse tal absurda escena, aunque no le desagradaba del todo. Su indignación aumentó al sorprenderse a sí misma con aquellos pensamientos y comenzó a propinarle empujones llevándolo hasta la puerta. Su rostro enrojecido por la rabia.
—¡Márchese! —exclamó mientras proseguía con sus golpes—. Le aseguro que prefiero morir a dejar que me vuelva a poner un solo dedo encima. —Abrió la habitación—. Ya puede regresar a su reino sin preocuparse de regresar aquí.
Repiqueteaba con el dedo índice en el marco de la puerta, exaltada. Aguardó unos segundos a que se fuera, pero no lo hizo.
—Ceres... —habló en un tono de voz que ocultaba cierto abatimiento—. No deseo tu muerte.
Su última frase erupcionó toda la ira que le estaba generando.
—¡¡Le he dicho que se marche!! —Le dio un último choque con toda la fuerza que podía, logrando sacarlo de su habitación.
Cerró la puerta rápidamente y se acurrucó en el suelo mientras temblaba como una hoja que acababa de caer de una rama. Al cabo de unos segundos, escuchó los pasos de Luzbell por el pasillo, retirándose a sus pertenencias.
Su enojo se fue disipando poco a poco. No podía creer que hubiera sido tan boba de entrar en el juego de aquel monstruo. Jamás debió haber aceptado el trato. Se sintió débil por haber caído a las tentaciones que le ofrecía sin haberse detenido a pensar con quien estaba haciendo negocios.
Cada vez que recordaba la tranquilidad con la que le había dicho que iba a morir, como si no le importara, sentía una punzada asfixiante en su pecho. Aquella indiferencia era lo más letal que tenía. No obstante, tenía razón. ¿Qué esperaba? Si la vida no era color rosa, mucho menos lo sería con el diablo.
Todo lo que le rodeaba acababa generándole dolor. Sabía lo que significaba eso.
Significaba que lo odiaba.
*
Un juego de tazas de té de porcelana se encontraba en el centro de una mesita de madera de ébano, su decoración floral era muy cuidada. Habían recibido la visita del Coronel y su mujer, por lo que había horneado galletas y sacado su mejor vajilla para la ocasión, había recogido las hierbas de su propio jardín y pedido a la cocinera que le ayudara en su elección.
El resultado era exquisito.
Habían ascendido a su marido a sargento jefe. Cuando recibió la noticia le inundó de felicidad, pensó que así quizás su humor mejoraría y no se propasaría con ella.
Cuanto se equivocaba.
—Tiene una esposa muy bella —expresó el invitado digiriéndose al dueño de la casa. Posó la vista en la susodicha—. Si no es mucha indiscreción... ¿Cuántos años tiene?
—Cumpliré los veinte dentro de poco, su ilustrísimo —respondió con los modales se esperaba de ella.
Tanto el Coronel como su mujer abrieron los ojos perplejos.
—Vaya, es usted muy joven... —comentó la señora dando un sorbo a su bebida, mientras miraba de reojo hacia otro lado.
Rebeca se sintió ridiculizada, no fue quien escogió aquel casamiento. De haber tenido elección, se hubiera casado con alguien a quien amara, el cual ya no existía porque murió meses atrás. Aunque en vida nunca le confesó su amor, pues sabía que jamás podría haberse dado una historia con él.
—Lo sé, pero tengo una buena educación.
La convidada hizo una mueca que la joven no fue capaz de interpretar. Lo único que entendió fue que estaba siendo juzgada, lo cual le pareció una injusticia tan grande como estaba siendo su vida desde que abandonó el internado.
—Bueno... —habló de nuevo el superior, incómodo por la tensión que se había generado en un momento—. ¿Y guarda relación con alguien de Santa Cecilia?
—¡Sí!
La emocionó aquella cuestión, aunque pronto se disipó por cada poro de su piel al recordar que no era así.
Había enviado numerosas cartas a Ceres, pero no había obtenido respuesta alguna. Se preocupó por ella, dudó de su continuaba allí o por el contrario consiguió salir. Le había hablado de sus más íntimos secretos en aquellos textos; le había expresado cuánto la extrañaba y cuan desgraciada era desde que abandonó la institución para irse con aquel canalla.
Cada noche en la cama, era forzada a satisfacerle. Jamás era delicado o compasivo. En poco tiempo había aprendido a callar para no enfurecerlo más de la cuenta, esperando que así los impactos dolieran menos.
Vivía en una casa repleta de lujos, pero ni todo el oro del mundo sería capaz de borrar de su cuerpo los moratones y cardenales que él dibujaba en ella con ahínco. Vivía con miedo a que algún golpe con mayor fuerza en algún lugar concreto, se la llevara por delante.
Quería creer que, si su amiga no había dado respuesta a su correspondencia, era porque no lo había leído. No quería pensar que la estaba ignorando de aquella manera. Ella jamás haría eso.
Se abstrajo de toda conversación que se estuviera produciendo a su alrededor, se ensimismó con su propio temor. Antes de darse cuenta, los invitados se ponían en pie para marcharse.
Parpadeó varias veces al ver el movimiento a su alrededor.
—Bueno, ha sido todo un placer —dijo la señora, estrechando la mano de su esposo a modo de despedida—. Gracias por el té y las pastas, estaba todo delicioso. —Sonreía amablemente—. Tienen una casa muy bonita.
—Un gusto —respondió el que sería pronto Sargento jefe, acompañándolos a la puerta principal—. Entonces, ¿vendrán a cenar la semana que viene?
—Será un placer. —La voz del Coronel marcaba tal afirmación.
Un par de frases más señalaron el final de la conversación y el sonido de la puerta indicó que se habían marchado.
—Mujer idiota —gruñó entrando nuevamente en la estancia. Se acercó hasta Rebeca y sujetando con fuerza su brazo, la obligó a levantarse—. ¿Puede saberse por qué no has acompañado a mi superior y a su mujer a la salida?
La acusada hizo una mueca de dolor.
—Discúlpeme, querido —un tembleque era característico en sus cuerdas vocales—, me distraje.
—Te voy a enseñar a no distraerte. —Sus ojos se abrían amenazantes de tal manera que solo se reflejaban en ellos el desquicie de un enajenando.
Se aproximó a la puerta para cerrarla y que no interrumpieran ninguno de los sirvientes. Se desabrochó el cinturón, sosteniéndolo entre sus manos. La muchacha observaba aquellos movimientos temiendo que otra demostración de poder cayera sobre ella.
Siempre buscaba la más mínima excusa para hacerle daño.
—Por favor... —musitó poniendo las manos en forma de plegaria—. Se lo ruego, perdóneme. No volverá a suceder, seré más atenta la próxima vez.
—¡Cállate! —Rugió impactando el dorso de su mano en su mejilla—. No quieras enfadarme más. Haz lo que te digo, quítate la ropa.
Cada acción que la afligida Rebeca llevaba a cabo estaba sumida en pánico. Su pulso fallaba con constancia, delatándola en sus movimientos mientras bajaba su prenda y quedaba en paños menores.
—Arrodíllate.
Apretaba los labios tratando de contener las lágrimas. Bien sabía que él gozaba al verla en pleno llanto. Para nada le hacía sentir mal lastimarla hasta llevarla al extremo. Aquello lo aprendió las primeras noches.
En la tez aceitunada de su cuerpo ahora descubierto, se podía apreciar una sinfonía de colores que variaban entre ocre, morado, rojos e incluso un tenue azul verdoso. Todos ellos en diferentes formas y tamaños, adornando cada parte de su piel.
Hizo lo que aquel monstruo con el que se había casado ordenó. Él caminó con parsimonia hasta colocarse a su espalda. Sentía su presencia tras ella. Siempre le gustaba aguardar algunos instantes, para que ella no se esperara el ataque. Cerró los ojos, deseando que acabara rápido.
Finalmente, aquella pieza de cuero impactó en su lomo como si fuera un asno en la fragua. Un segundo latigazo resonó en toda la estancia. Al tercero, ella abrió los párpados con el rostro desencajado de dolor. Y al cuarto, un alarido de sufrimiento acompañó el sonido del cinturón chocando contra la carne.
—Espero que te comportes como una buena esposa la próxima vez —dijo en un tono jocoso, mientras limpiaba con un pañuelo su complemento.
Se lo recolocó y abandonó el lugar, dejándola completamente encogida en el suelo, esperando a que no estuviera allí para echarse a llorar con la frente en el suelo.
Antes de recolocarse la prenda, se tocó la zona maltratada mientras profería quejidos atormentados. Sus dedos tocaron un líquido caliente que, una vez se miró las manos, pudo comprobar que era sangre.
—Por favor, Dios... —murmuró—. Sáqueme de esta tortura.
*
Ceres salió de su habitación a la hora de comer. Tenía los párpados hinchados y las escleróticas enrojecidas. Apenas había podido dormir, se había pasado la noche llorando sin dejar de pensar en que su vida se iba acortando poco a poco, ahora que por fin había logrado tener a su hermano junto a ella.
El aroma de los alimentos cocinados la guiaron por las escaleras. Creía no tener apetito, pero ya se saltó la cena, no podía también hacerlo con la comida.
—Buenos días, señorita —saludó una amigable voz.
Miró tras ella, pero no vio a nadie. Entonces bajó la vista al suelo y pudo encontrarse con Kiter en su forma original, jugueteando con sus colas. Se percató de unos diminutos cuernos en su cráneo.
—¡Kiter! —exclamó alegre de ver al demonio—. ¡Te han salido cuernos!
—Sí —pegaba brincos con sus patas traseras, contento—, me los he ganado.
Se agachó para cogerlo en brazos.
—¿No es imprudente que andes así? Podría verte alguien... —comentó acariciando su lomo y observando a su alrededor.
—No se preocupe. Mi rey ha salido con Elías esta mañana.
Al escuchar aquello, se tensó sumida por los nervios y dejó caer al felino al suelo.
—Bromeas.
—No, pero se asuste. Era un paseo cordial como vuestro prometido —explicó frotando su cabeza en los tobillos de ella.
—Esto no tiene ningún sentido —dijo caminando hacia el vestíbulo.
Salió al jardín, con él detrás, y se sentó en una silla que había en un rincón junto a una pequeña mesa circular. Se llevó las manos a la cabeza con hastío. ¿Por qué diantres Luzbell salía con su hermano?
—¿Se encuentra bien? —Quiso saber.
Suspiró antes de responder.
—Mira —dijo enseñando la marca de su condena—. ¿Sabes qué es esto?
El animal saltó hasta la mesa.
—Claro. Un sello de pactos.
—¿Y sabéis que irá agrandándose hasta matarme?
—No tiene por qué —comentó lamiendo su pata.
Ignoraba la razón por la cual con Kiter era capaz de hablar de aquellas cosas, al fin y al cabo, era otro demonio. Sin embargo, con él se sentía con mayor confianza como para hacerlo.
—El maldito Luzbell me marcó aun sabiendo cual sería mi destino —sus orbes se tornaron vidriosos.
—Está obligado si el trato tiene que ver con la vida o la muerte —informó—. Fue un acuerdo al que llegó con Caelum.
—¿Caelum?
—El llamado paraíso. El cielo. Si él pactaba con mortales a cambio de algo que consistiera en dar o quitar la vida de alguien, debía asegurarse que el mortal en cuestión cumpliera su parte.
—No lo entiendo...
—Sí, verá... Dar o quitar la vida no le corresponde tampoco a Lucifer. Si alguien entorpece la voluntad del máximo creador debe pagar un alto precio, que de normal se encarga mi rey, pero si el mortal no cumple con su parte... Su vida a cambio de la que alteró. Una por otra. ¿Entendéis?
Lo cierto era que no entendía ninguna palabra. ¿El cielo y el infierno tenían acuerdos? ¿No eran enemigos? Aquello lo único que hacía era confundirla. Tanta información nueva e inverosímil la agotaba.
En aquel momento, la presencia de Luzbell y Elías entrando al jardín la alarmó. Kiter se transformó rápidamente y se tumbó sobre la mesa.
—Hola, querida —saludó el que se hacía llamar Alejandro.
—Hola. —Tan solo tenía reproches para él, aunque estos fueran implícitos en sus facciones.
—¿Cómo estás, Ceres? ¿Tienes hambre? —La dulzura de Elías la relajó ligeramente.
Asintió en un gesto, aunque estaba mintiendo.
Su cabeza era un nudo difícil de deshacer.
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