XIV - La marca

La marca


No comprendía que había sucedido y tampoco podía sacarlo de su mente. Llevaba un tiempo abstraído pensando en ello, aunque tratara de aparentar normalidad delante de su hermana. Se trataba de un dolor insufrible. Creía que su cabeza iba a estallar de un momento a otro. Parecía que el detonante a tal agonía era aquella marca que Ceres tenía en el cuello y no podía posar la vista en ello de nuevo, le generaba un rechazo tan grande que creía asfixiarse. Además, durante esa nube de tormento que invadió sus sentidos, un remolino de imágenes desfilaron por su mente; primero oscuridad, después el rostro difuminado del arzobispo, la sonrisa de Ceres, una llanura llena de verdor donde casi podía escuchar el sonido de una cascada... Y finalmente, la ausencia de todo ello, un resplandor que lo dejaba ciego.

«Tú serás el elegido...»

Le pareció escuchar también una voz que le decía aquello.

«Deberás custodiarla, asegurarte de que se mantiene el equilibrio»

No sabía de quién era, ni por qué estaba en su cabeza.

Una vez su malestar había cesado, apenas cruzaron palabra en lo que restaba de la comida. Sin hablar de aquel mayordomo que no parecía inmutarse por nada, y que se movía casi por inercia. Le estaba poniendo nervioso.

Observó el reloj de arena que decoraba del cuello de Ceres.

—Ese es el colgante de Rebeca, ¿me equivoco?

Un suspiro salió de los labios de la joven al recordar a su amiga.

—Sí, casi lo pierdo. Menos mal que no. —Delineó una sonrisa apagada donde se leía tristeza mientras su mano se aferraba a aquel objeto.

—¿Cómo está? ¿Mantenéis el contacto después de haber abandonado Santa Cecilia?

Se apretó la falda de su vestido con nervios al darse cuenta de que no había intentado buscarla.

—No... —respondió en un hilo de voz—. Ella... —hizo una pausa para humedecerse los labios y evitar que hicieran lo propio sus globos oculares—, ella abandonó el internado antes que yo. La prometieron a un general de la corte.

—¿Igual que tú?

No. No era lo mismo ni mucho menos, pero él no debía saberlo.

Confiaba en el fondo de su ser que su amiga estuviera bien. Jamás se lo perdonaría si no fuera así. De igual forma, pensaba cumplir la promesa que le hizo.

De repente, un planteamiento atravesó su cabeza como una estrella fugaz: Rebeca le dijo que se mudaría con su prometido a la capital... ¡Y ella se encontraba en el mismo lugar! ¿Cómo no había reparado en ello antes? Debía ir a buscarla.

Aunque no sabía por dónde empezar.

—Sí, sí, como yo. —Se puso en pie apresuradamente, no dejaba de iluminarse su cerebro con la fortuna de las buenas ideas—. No me entra nada más. —Se dirigió al tercero en la sala, aquel sujeto uniformado de expresión carente. Después posó a vista en Elías de nuevo—. Discúlpeme, hermano, me retiro un rato a mis pertenencias.

Él observó como rodeaba la mesa, dispuesta a abandonar el comedor.

—¿Cómo os hicisteis la marca de vuestro cuello? —cuestionó súbitamente antes de que la joven saliera de allí.

Fue tan repentina la pregunta que ella frenó en seco, alterándose por segundos. Se llevó la mano a la zona en cuestión y buscó alguna respuesta convincente, pero no se le ocurría ninguna. Su corazón comenzó a bombear aceleradamente y el tremole de sus pies y manos delataban lo nerviosa que se había puesto en un instante.

—Fue un accidente en cocina, me cayó aceite hirviendo.

Ni ella se creía tal burda mentira y desde luego no iba a comprobar si él lo había hecho, pues salió a trote de la estancia.

Se encerró en su habitación tratando de calmarse. Quizá era un disparate lo que se le había ocurrido, pero no perdía nada por intentarlo. Estaba claro que había algo en su interior que era capaz de destruir objetos e incluso matar.

Aun se preguntaba cómo lo hizo, pues continuaba sin saberlo. Y ahora nacían nuevas interrogantes tales como si aquello era lo único que era capaz de hacer o si, por el contrario, disponía de otras cualidades.

Lo único que sabía era que hablar aquello con alguien le haría parecer loca. Los únicos que no dudarían de aquello serían Luzbell o Kiter y creía que confiar en demonios fuera buena idea, ya lo había hecho bastante.

Sujetó el collar por ambos extremos, y comenzó a hacer girar el objeto que había en su centro. Cerró los ojos, creyendo que así se concentraría más y que el poder fluiría en ella como una chispa.

—Vamos, Ceres —se decía—, puedes hacerlo.

Tan solo deseaba encontrar a Rebeca y aunque no sabía qué estaba haciendo ni qué esperaba lograr, tan solo deseaba que se le mostrara dónde estaba, como un espejismo en el desierto.

Pero ninguna imagen se le aparecía.



*

Luzbell permanecía sentado en el borde de una cama redonda, miraba a la nada con el semblante taciturno mientras en sus labios se prendía una pipa de yerbas provenientes de Inferno. Aquel colchón de gran tamaño tenía a su alrededor altos barrotes puntiagudos donde una serpiente se paseaba entre ellos con lentitud.

Candy, con su voluptuoso cuerpo aun desnudo y su cabello ondulado y formando algún tirabuzón sobre su pecho bronceado, extendió el brazo hacia el animal.

—Shemu'el —llamó y éste se enroscó en su extremidad hasta quedar colgado de su cuello—. Buena chica —decía mientras rascaba la parte baja de su cuello. Posó la vista en el diablo que le estaba dando la espalda y comentó—: ¿Y qué es lo que le ha llevado a Terra tan a menudo? —Jugaba desinteresadamente con su mascota, mientras batía sus pequeñas alas blancas.

Él bufó.

—¿Estabas escuchando?

Se aproximó a su señor y apoyó su mano sobre la pierna de éste, mientras la serpiente se trasladaba al cuerpo del hombre. Aleteó sus pestañas de un modo juguetón mientras sus carnosos labios esbozaban una sonrisa.

—Debería saber que no se me escapa nada —afirmó orgullosa—. No en vano soy un ser tanto divino y demoníaco.

Luzbell dibujó un gesto amigable con su boca, mientras la observaba.

—Me temo que no te lo puedo decir.

Tras escuchar aquella respuesta que no le pareció válida, enlazó su brazo al de él.

—¿Ni una pista? —insistió fingiendo que hacía pucheros.

—Bueno, digamos que posiblemente me haga con un poder superior. —Enarcó una ceja—. El único problema es que no termino de averiguar su origen.

En aquel instante, la imagen de Ceres se volvió a presentar en su cabeza y como si una tormenta eléctrica naciera de sus entrañas, se abalanzó sobre la chica que tenía a su lado y la movió hasta ponerla sobre él.

—¿Continúa su ansia de calor? —Quiso saber ella con un tono retozón.

—Tanto para tu fortuna como para tu desgracia, no hay nada que me sacie últimamente —bramó apretando su cuello con una mano y con la otra su pecho.

Candy sonrió divertida. Estaba más que acostumbrada a aquello. De toda ciudadana que pudiera haber o de toda concubina que pudiera disponer, ella siempre fue su favorita, pues era a quien acudía para desfogar sus pasiones y mitigar sus tensiones. Para ella era un honor sentirse alguien especial para el rey.

Aunque ello se basara en la lujuria.

Selló entonces los labios de la mestiza, la cual recibía el impulso complacida. Intercambiaban sus salivas de un modo impuro y primario. No se detenía ante nada, no temía la fuerza o la violencia que ejerciera él. Le gustaba así.

El infierno era así.

No entendía de dolores que dañaban su cuerpo. Ahora aquella sensación se había transformado, liberaba en su cerebro tanta oxitocina que a veces creía que podría enloquecer. Sin embargo, nunca terminaba de hacerlo.

Regresó, satisfecho, pero no saciado, al mundo humano. Apareciéndose en su alcoba, comprobó que estaba todo en orden antes de salir en busca de la persona que no había salido de su mente ni por un mísero instante.

Al abrir la puerta, se tropezó de bruces con la susodicha.

—¿Qué haces aquí?

Ceres se sintió descubierta. Tras haber permanecido toda la tarde encerrada en su habitación tratando de lograr algo que ni ella misma sabía qué era y lo único que habia obtenido era un buen dolor de cabeza. Después de eso, creyó que era buena idea curiosear la habitación de Luzbell.

Esperaba encontrar en ella respuesta a sus dudas. Sin embargo, no había pensado en lo fácil que era que el diablo la descubriera haciendo algo indebido.

—Esto... Q-quería comprobar si estaba —balbuceó mientras entrelazaba los dedos de sus manos con desasosiego.

Frunció el ceño y le dedicó una mirada desde arriba, en una posición completamente recta.

—¿Acaso tengo cara de idiota? —Gruñó enfadado. Siempre conseguía enojarlo.

Ella negó con la cabeza, dinámicamente.

—No...

De un modo fugaz, la agarró con sus brazos y la colocó sobre su hombro, como si estuviera cargando un saco de trigo.

—Escúchame, joven terca —habló trasladándola a sus pertenencias—. No podéis entrar en mi alcoba.

—¡Bájeme! —Se quejó pataleando.

—¿Por qué eres siempre tan impertinente? —inquirió lanzándola sobre el lecho.

—¿Por qué no puedo entrar en sus pertenencias? —preguntó mientras se sentaba.

Las venas del cuello y frente de Luzbell se acentuaron ante los nervios que le estaba dando aquella humana. Se despojó de su camisa, dejando su torso al aire.

Ceres se evadió observando aquel cuerpo tallado por los dioses. Sus abdominales marcados y sus brazos robustos le hacían parecer todavía más una escultura de la Antigua Grecia. Tragó saliva y parpadeó varias veces, indignada por sus propios pensamientos.

"No elogies al enemigo, Ceres" —pensó.

—Porque no es una zona apta para mortales —comenzó a decir y ella se obligó a concentrarse en sus palabras—. Y porque si lo haces, serás castigada.

La muchacha soltó una carcajada de suficiencia.

—Oh, por favor, ¿más? Ya soy castigada cada día por tener que verle.

Él arrugó la frente, algo confundido por aquella réplica.

—No te preocupes, pequeña infame —se acercó a ella y de un movimiento grotesco, rasguñó todo su vestido, dejándola en paños menores—, que ahora mismo tomaré lo que es mío, cerraremos definitivamente el pacto y desapareceré de tu vista —concluyó en un tono burlón.

Trató de tapar sus vergüenzas torpemente, mientras escuchaba la risa perversa de Luzbell.

—Me niego —manifestó dignamente.

El demonio se llevó la mano al pecho en un gesto teatralizado.

—Pero si te ofrezco un beneficio innegable. Yo arrebato tu pureza y te dejo vivir una vida feliz con tu hermano en una casa llena de lujos —alzó las manos—. Es una oferta irresistible.

La joven giró la cabeza con el fin de evitar mirarle directamente a la cara. Se negaba a sucumbir, temía perder la cordura si se rendía en sus brazos. Aquella mañana se había dejado llevar demasiado por él y había disfrutado del roce de sus labios por su piel. No quería disfrutar también aquello.

—He dicho que no.

—Vaya, que lástima —formuló apenadamente para, acto seguido, encogerse de hombros y posarse sobre ella—. Me temo que no tenéis elección.

Acarició los pechos de Ceres, la cual se mantenía en tensión y con los ojos cerrados, esperando que un cúmulo de sensaciones nuevas confundieran todo su cuerpo más de lo que lo hacía él. Su vida había cambiado desde que apareció aquel libro, desde que lo invocó.

Desde que lo conoció.

Mientras tanto, él se agachó para quitarle la prenda que escondía el pecado más puro que tenía ante su vista. Se cercioró de que ella continuaba sin abrir los párpados y, delineando una mueca de satisfacción con sus labios, hundió su rostro en la entrepierna de la muchacha.

Sus pálpitos se dispararon frenéticamente mientras dejaba escapar gemidos de placer. Se llevó las palmas a la boca, buscando callar su propia voz cargada de inmoralidad. Tan solo debía aguantar hasta que aquello cesara. Consumarían aquel acto y entonces él se iría.

Se marcharía.

Una punzada de dolor se clavó en su pecho al pensar en aquello, pero, era lo que deseaba, ¿verdad? Era todo cuanto buscaba.

Comenzó a percibir como sus orbes se empapaban, por lo que decidió abrirlos.

—Deténgase —sollozó, mas él hizo caso omiso—. Pare... —insistió con dificultad para articular las palabras—. Luzbell... —dejó escapar otro gemido ante la excitación que estaba experimentando—. ¡Pare!

Aquel grito precedió un haz de luz que emanaba de su cuerpo, similar al que provocó el destrozo de la posada.

El diablo sintió como aquel resplandor lo quemaba, obligándolo a apartarse.

—Tú... —murmuró viendo como brillaba por largos segundos hasta que finalmente se apagó.

Ella se irguió alterada. Nuevamente sin comprender qué estaba sucediendo.

—¿Qué soy? —preguntó angustiada, mientras sentía como una energía se canalizaba en su interior.

—Lo descubriré.

En aquel momento, la marca de su cuello se magnificó.

—Debemos cerrar el trato —afirmó señalando dicha zona—. O se hará más grande poco a poco.

Se llevó la mano al lugar y fue apresuradamente hasta el espejo para comprobarlo.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Si no cumples el trato, se extenderá hasta llegar a vuestro corazón —informó cruzándose de brazos—, y entonces morirás.

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