XIII - La capital

La capital

Sus bocas se fusionaban con ardor durante un corto periodo de tiempo en el que ambos no repararon, estaban hipnotizados fundiéndose en la saliva del otro, que cualquier realidad más allá de aquel gesto no era de interés alguno. Los brazos de Ceres rodearon el cuello del diablo para sentirlo más próximo, como si toda cercanía no fuera suficiente.

Fue en ese momento en el que una enorme roca golpeó la cabeza de Ceres, una roca llamada realidad. Se apartó de él bruscamente, tratando de recuperar el orden pese a que en el fondo no quería ponerle fin.

—Yo... —tropezó al intentar construir una frase que nunca salió a la luz.

La expresión de él cambió repentinamente, mostrando de nuevo aquella indiferencia cruel que lo caracterizaba, pues también había sido consciente de cómo se estaba comportando. Él tampoco iba a admitir lo bien que se sentía más allá de la energía que le transmitía.

Se puso en pie con la frente arrugada, una mueca de desprecio patente en sus labios y evitando posar su vista directamente en la de ella. No soportaba aquella mirada de animal herido que mostraba, no porque le importaran sus sentimientos, sino porque la influencia que ejercía sobre él le molestaba, era como si le manipulara con su poder.

No podía tolerarlo, debía poner orden. Más que nunca, debía cerrar el pacto tomando lo que le pertenecía y desaparecer con más poder que antes. No obstante, tenía sus dudas. ¿Y si esa energía solo permanecía en él por tiempo limitado? Aun no había averiguado qué era esa magia que poseía la joven; no era bruja, no era un ser celestial ni demoníaco... Ansiaba descubrirlo.

—Esta noche cerraremos el pacto —informó ásperamente, evitando una mirada directa—. Estese preparada.

Ella parpadeó varias veces, pero no dijo nada. Se quedó observando cómo abría la habitación y salía del lugar. Permaneció sobre el colchón por unos instantes más, mordiéndose el labio inferior y apretando con rabia las suaves sábanas en las que se encontraba.

Había olvidado por completo que ahora le tocaba cumplir a ella. Comenzó a imaginar cómo sería hacerlo con el diablo, aunque tampoco estaba segura de cómo se hacía. No estaba preparada, alguna vez había leído en los ejemplares de Santa Cecilia que era una práctica pecaminosa y extremadamente dolorosa para la mujer, no veía el momento de experimentar tal sufrimiento.

En el castillo le habían inculcado que solo debías entregar tu cuerpo al varón que te tomara como esposa, algo en lo que no tenía muchas expectativas. En primer lugar, porque no había persona a quien amara o le amara, y en segundo, porque no creía encontrarla nunca.

Durante su adolescencia y crecimiento en aquel centro había estado pensando en cómo sería su vida fuera de él: dónde viviría, a qué se dedicaría y cómo sería. Sus mayores expectativas eran aquellas, aunque futuro laboral era como imaginar tener un dragón: algo fantasioso. Las mujeres no disponían prácticamente de oficios o estudios, bastante era que en Santa Cecilia les hubieran inculcado saberes mínimos de literatura y matemáticas.

Se recolocó el vestido, mientras sentía una emoción en su pecho al recordar los labios de Luzbell acariciar su tez junto al tacto de su obscena saliva. Tras levantarse de la cama se acercó a la cómoda donde un amplio espejo cuyo marco era ornamentado con motivos florales presentaba su reflejo.

Abrió uno de los cajones y observó que en ellos se encontraba un cepillo para el cabello y otros enseres. Realmente no faltaba nada en aquel lugar.

Cepilló su áurea melena, con la cabeza ladeada ligeramente para que le resultara más fácil. Primero las puntas de un lado y luego el otro. En uno de esos movimientos, la zona marcada de su cuello quedó al descubierto y se quedó absorta observando aquella señal que dictaminaba que había pactado con el diablo.

Al salir de la estancia, vio una puerta al fondo en la que antes no se había percatado. Era doble y la madera estaba bañada de un color bermellón. Su empuñadura imitaba la forma de una calavera.


*

Enfurecido por su propio modo de obrar, se encerró en la sala que había preparado para él. Había creado en ella un acceso directo a sus aposentos en el infierno, para que fuera más sencillo el viaje entre mundos y con el fin de que Kiter tuviera más facilidades para comunicarse con su hogar, puesto que la magia del teletransporte no era su fuerte, mareaba a los demonios de bajo rango como él.

Cambió sus ropajes y se dirigió a las calles de Pandemónium en busca de alguien que saciara su instinto animal. Cuando recordaba aquel último suceso con aquella humana, los pálpitos de su funesto corazón resonaban en sus oídos, llevándole al borde de la locura. El alquitrán de su sangre le dolía como si le hubieran inyectado arsénico en las venas, de haber sido mortal, hubiera fallecido. O eso pensaba, pues hacía siglos que no experimentaba tal aflicción.

Algunas avenidas eran tan amplias como las de Madrid. No tenía nada que envidiarles a tantas capitales de la tierra o del cielo. Algunos condenados, cuando había finalizado s castigo, se dirigían a la ciudad del infierno para vivir una nueva vida en el inframundo como demonios.

Mentiría si dijera que no le hubiera gustado ver más edificios destinados a cultivar la mente, pero a nadie le quedaba cordura suficiente como para buscar aquello. Solo querían sanar sus pensamientos mientras buscaban el placer físico de sus nuevos cuerpos tallados por la oscuridad. Había bares, mesones, burdeles y todo tipo de alimento para el pecado, lo cual era el principio activo de aquel lugar.

Portaba una capa negra que casi rozaba el suelo, mientras una capucha ocultaba su rostro, aunque sus cornamentas al descubierto daban una pista de quien se encontraba bajo dicha prenda.

Aquello no era como un reino en la tierra. Aquello era el infierno y su gobernador allí era más poderoso que cualquiera de sus habitantes. No necesitaba protección como los humanos ni necesitaba caballeros armados que le acompañaran cuando quisiera recorrer sus dominios. Aunque jamás se negaría a las comodidades de un sirviente.

El suelo de la calzada era de piedra, cada roca perfectamente colocada conformaba aquel camino flanqueado por altas casas e iluminado por el fuego eterno de las farolas. Un cartel sujeto por unos hierros se divisaba a lo lejos y dejaba leer su inscripción en caligrafía gótica:

«El veneno alegre».

De todos los antros a los que podía ir el monarca, su favorito era aquel. La asiduidad con la que lo frecuentaba se había visto atropellada desde que fue invocado por Ceres. Al entrar, el olor a incienso mezclado con alcohol se filtró en sus fosas nasales, penetrando en cada uno de los conectores de su cerebro.

Estaba diseñado con un cuidado exquisito; su suelo era de piedra caliza y sus paredes granates estaban decoradas con cuadros que representaban diversas visiones de la devastación. Era iluminado por las velas de los candelabros de pared, junto a uno enorme y negruzco que colgaba del techo, el cual tenía la forma de una araña.

—¡Qué honor recibirle, majestad! —exclamó la mujer que se encontraba tras la barra.

Tenía el cabello castaño y rizado, recogido en un moño. Sus carnes eran gruesas y sus ojos verdes, pero era rápida y astuta como nadie.

—Tiempo sin verla, Enya —dijo él quitándose la capa y mostrando su ropa: una camisa negra de mangas de balón largas, la cual estaba abierta dejando al descubierto su torso. Los pantalones cubrían sus piernas hasta los tobillos, del mismo color que la prenda superior—. Por favor, una víbora.

La señora asintió y sirvió en una elegante copa de cristal, un líquido morado que se transparentaba con facilidad. Era una bebida que hacían con veneno de serpiente y alcohol.

—He oído que está Inferno revolucionado —comentó la mujer, abriendo un bote donde guardaba insectos y sacando de su interior un escarabajo, el cual se llevó a la boca de una—. Se han enterado del robo de Ignis.

Él le dio un trago a su bebida antes de responder.

—Sí, aunque sospechamos quién está detrás —suspiró—. Lo están buscando por todas partes, no tardará en aparecer.

Enya frunció el ceño.

—¿Y por eso lucís tan abstraído?

—Bueno... —Se llevó los dedos al puente de la nariz—. Estoy con otros asuntos relacionados con Terra. Aun no quiero dar información al respecto, prefiero asegurarme de controlar la situación antes de dar una noticia oficial.

—Entiendo, debe ser complicado.

—Vaya, ¿a quién tenemos por aquí? —Una aguda voz a sus espaldas centró la atención del demonio.

Se giró y se encontró con un ser de aspecto humano. Tenía el cabello platino corto y ondulado y el iris de sus ojos era de un color rosa. De cuerpo menudo, en su espalda tenía dos alas blancas de tamaño reducido y vestía una falda oscura hasta las rodillas y un corsé al descubierto.

—Hola, Candy —dijo con la voz grave.

Ella se aproximó a él y enroscó sus pequeños brazos al torso de Luzbell.

—Le he echado de menos, mi rey —susurró apoyando su cabeza en su espalda.

Él se dio la vuelta sobre el taburete, para poder estar frente a ella. Siempre lo miraba con dulzura, y en aquel momento recordó la última expresión que contempló de Ceres y volvió a sentir una sed inconcebible acompañada de una ira latente.

—Sabía que la encontraría aquí —informó él.

—¿Eso es que busca la diversión de mi compañía?

Agarró el cuello de aquella mestiza y lo acercó a sus labios.

—Sí —respondió en un gruñido.


*

Elías dio otro sorbo a su té mientras miraba de reojo el alto techo del salón. Escuchaba pasos del piso de arriba y se preguntó por qué se habían ausentado aquellos dos con tanta prisa. Acto seguido se sonrojó, no quería pensar en cosas impuras.

Al parecer su vida era muy diferente a como la conocía. Se sentía afortunado de que Alejandro Pimentel le hubiera dado otra vida que no fuera la de mozo de cuadra, no despreciaba aquel trabajo y lo consideraba algo respetable, pero comenzaban a salirle callos y heridas en las palmas de sus manos de agarrar la horca en el pajar o de cortar madera con el hacha.

Y ahora, sin darse cuenta, se encontraba en un mullido sillón verde esmeralda, con hermosas vistas al verdor del jardín. Lo que más llamaba su atención era aquel gato negro que lo observaba tranquilo desde uno de los muebles cercanos al ventanal.

Oyó entonces el crujir de los peldaños de la escalera y no tardó en aparecer Ceres nuevamente en su campo de visión. Esta vez traía sus pómulos de un tono más rosado y las cejas ligeramente arrugadas.

—¿Todo bien? —preguntó cuando ella se hubo sentado frente a él y se cruzó de brazos.

—Sí —respondió.

Notó como la fuerza se le escapaba por la boca.

—¿Has discutido con tu prometido?

La última cuestión le dio a Ceres unas ganas imperiosas de maldecir en todos los idiomas a aquel canalla que quería robar su virginidad. Pero se contuvo, no quería que su hermano pensara que estaba completamente desquiciada.

Más aun estando Kiter cerca.

—Es un poco pendenciero —comentó entonces, relajándose.

El joven entrecerró los ojos.

—Pero te trata bien, ¿verdad?

No estaba segura. Le había llevado al extremo en demasiadas ocasiones: con las monjas o en la posada. ¿Tratarla bien? Sin duda algo cuestionable, mas cuando le ha robado besos y ha puesto sobre ella una marca como si fuera un animal de granja.

Aunque tratándose del rey del infierno, demasiado cuidado llevaba con ella, al fin y al cabo.

—Sí, lo hace. —Se encogió de hombros.

Quizá su tono no era muy convincente, pero más le valía no preocupar a su pobre hermano que tanto tiempo había deseado ver de nuevo.

Él se puso en pie dando una palmada y con una sonrisa en su rostro. Extendió su mano a Ceres y alzó una ceja.

—Vamos a aprovechar tan hermoso día; demos un paseo por las calles de Madrid.

Ella respondió al gesto y se levantó. Antes de salir, miró a Kiter y dijo:

—Ahora venimos.

Estuvieron un buen tiempo paseando por la capital, el sol acompañaba el momento. Llegaron a una plaza donde se daba lugar un mercado, había una diversidad de puestos, entre ellos de verduras, quesos o carne, así como otros artesanales donde vendían material de madera o jabones.

El olor de allí era lo que más le gustaba a la muchacha. Ver los instrumentos de cocina de uno de los pequeños negocios le hizo recordar a Ercilia y Augusto y no pudo evitar preocuparse por cómo estarían y que harían con su posada, junto a los problemas que traía aquello.

Suspiró afligida sin darse cuenta.

—¿En qué piensas? —Quiso saber Elías.

Le hubiera gustado contarle sobre aquel asunto. Relatarte las maravillosas personas que le dieron un techo y cómo ella había destruido su hogar.

Su corazón se oprimió y miró sus manos. Aun no comprendía qué le estaba pasando.

—Dígame, hermano, ¿qué le ha contado... —trató de recordar el nombre que había dado Luzbell en vano— mi prometido?

—Bueno, no demasiado —respondió con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón—. Tan solo que te conoció en un viaje que hizo a Santa Cecilia y que os enamorasteis al instante, por lo que te hizo una propuesta y aceptaste. —A la joven le dieron ganas de reír al escuchar aquello. Menuda sarta de falacias—. Resulta sorprendente que un marqués se case con una joven huérfana, suena a cuento de hadas, ¿verdad?

Se quedó pensativa.

—Como La Cenicienta. Visto así es una locura. —Aunque no mayor a la realidad.

—Y gracias a eso se me permite vivir contigo y tu futuro esposo.

Una agitación se manifestó en su pecho tras la última oración. Quizá, después de todo, sí que la trataba bien.

Observó entonces el colgante que tenía su hermano: un crucifijo dorado, del cual pendía, en forma ovalada, Ámbar.

—Aun tenéis ese collar.

Él lo sostuvo entre sus dedos.

—Claro. Es mi pertenencia más valiosa —comentó con un brillo especial en su mirada—. Lo que me recuerda que una vez tuvimos unos padres que nos quisieron.

Aquel objeto estaba en su poder desde que tenía uso de razón. Nunca se lo había quitado. No que ella, al menos, hubiera visto.

Siempre le había parecido una gema hermosa aquella que colgaba de la cruz. Desde pequeña le había fascinado y envidiaba a Elías por tener tal pertenencia. Aunque ahora portaba el reloj de arena de su amiga. Fue a tocarlo, pero antes de que su piel lo rozara, sintió como un calambre se lo impedía.

Una expresión confusa se dibujó en el rostro del muchacho. Pareciera que él también había sentido aquello. No obstante, no dijeron nada al respecto.

Anduvieron un rato más por la zona y regresaron a su nuevo domicilio. Un olor suculento llegó hasta ambos cuando abrieron la puerta. Se acercaron a la cocina, donde un hombre de vestimenta humilde y falta de expresión se encontraba cocinando.

Ceres fue a decir algo confusa, pero se contuvo.

—El señor no vendrá a comer —dijo el hombre.

No tardó en comprender que tenían servicio en aquella mansión. Tenía sentido, un marqués no iba a mover un solo dedo en lo que concernía al mantenimiento de su palacete.

Se sentaron en la larga mesa del comedor, cada uno a un extremo, cuando estuvo listo el manjar que iban a disfrutar. Sin duda, sus vidas estaban siendo muy diferentes a como lo eran escasos meses atrás y a como habrían imaginado.

Llevaba el cabello recogido como toda buena dama debía tener, no fue hasta que estuvieron allí sentados que Elías se percató de la marca de su cuello, la cual había tratado de ocultar con un chal con un vestido que cubriera aquella zona lo máximo posible.

No dijo nada, únicamente clavó su vista en ella. No entendía qué estaba viendo, pero el instinto le decía que no era algo bueno. De repente, un dolor agudo se manifestó en su cabeza, una molestia que lo estaba asfixiando y que se concentraba en sus sienes. Se llevó las manos al lugar en cuestión, apoyando los codos sobre la mesa.

Su cara se había teñido de rojo y su expresión mostraba la agonía que sentía.

Ceres se puso en pie al percatarse con cierto horror que algo no iba bien.

—¡Elías! —Se aproximó a él—. ¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?

Buscó con la mirada a Kiter, pero no se encontraba allí.

En aquel instante, el joven abrió los ojos. Ella se asustó, retrocediendo y cayendo al suelo. Unos segundos después, parecía que el dolor se había disipado.

—Disculpa —habló entonces acariciando su frente—. No sé qué ha sucedido, pero ya me encuentro bien.

Ceres se levantó sin decir nada y volvió a su asiento. Parecía que su hermano estaba como siempre, su cara en conjunto. Nada extraño. Aunque estaba convencida que por un momento había visto sus ojos del mismo color que el colgante que portaba.

Acompañados de un brillo resplandeciente.

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