X - El Limbo
El Limbo
Los días pasaban con una quietud que le resultaba fascinante. Se estaba acostumbrando a aquella vida, al verdor agradable que rodeaba al pueblo y a sus habitantes cordiales.
Tenía dos horas libres por las tardes para ausentarse de la posada con total libertad, donde se perdía entre los árboles junto a Kiter e imaginaba historias maravillosas. Si algo echaba de menos de Santa Cecilia, era el poder disfrutar de la lectura y sumergirse en otros mundos. Aunque el hecho de tener la compañía de un demonio de aspecto felino le resultaba cuanto menos fascinante, en ocasiones necesitaba evadirse de la realidad.
Por otra parte, los hermanos Segarra, que así se apellidaban, ni se desentendían de ella, ni se aprovechaban. Todo era en su justa medida, lo cual le hacía sentir afortunada. En ellos veía una especie de figura familiar que hacía tiempo que no tenía.
A menudo venía a su mente algo que le dijo Augusto su segunda mañana en la posada.
"—Ceres... —vaciló al hablar—. No quiero importunarla con lo que voy a decirle, pero es una joven hermosa e inteligente. La belleza puede ser tanto un don como una desdicha... Debe ser consciente de la cualidad que posees, pues hay hombres que creen poder tomar todo cuanto les pueda resultar atractivo."
Dudó que quería decir con su última frase, esa especie de advertencia. La única persona que había acudido a su mente al pronunciar aquello no era un ser humano.
Era tarde para arrepentirse de su pacto, aunque lo cierto era que no lo hacía.
Bailaba sobre la tierra cubierta de hojas y flores, mientras sus cuerdas vocales entonaban una agradable melodía. El demonio se dedicaba a trepar por los troncos de los árboles hasta estar sobre las ramas y, entonces, saltaba de una a otra. Repitiendo la acción en varias ocasiones. La joven se quedó observando al felino con expectación mientras juntaba sus tobillos y los separaba y daba pasos hacia adelante y hacia atrás con sus brazos extendidos.
—Oye, Kiter... —dijo mientras continuaba con esos movimientos que le hacían sentir bien—. ¿Por qué no tienes alas?
Él entrelazó sus colas de modo que parecían una trenza.
—Aun no me han salido—respondió dando otro salto.
—Creía que todos los demonios teníais. —Frenó su danza y se situó bajo el árbol donde estaba el animal—. ¿Y cuándo te saldrán?
Kiter bajó dando brincos entre las ramas.
—Si voy sirviendo a mi señor y mostrando mi valía para con él, me crecerán más atributos de demonio, como las alas o los cuernos. Yo no soy creación directa de él —comentó estirando sus patas traseras—. A mí me adoptó.
Ella frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—Yo fui un gato en mi otra vida —explicó—. Un gato normal, más pequeño y aburrido. Nunca llegué a la edad adulta —murmuró y a Ceres le pareció que su mirada era de tristeza.
—¿Qué te pasó?
—Unos humanos me torturaron y golpearon hasta quitarme la vida. Bueno, no morí al momento, aun respiraba cuando paseaban a mi lado, con mi cuerpo lastimado y ensangrentado en mitad de la calzada. A nadie le importaba un repugnante animal como yo.
—No eres repugnante.
—Pero —volvió a tomar la palabra—, justo cuando mi alma consumida por el odio y el rencor, al no entender lo que había pasado, iba a llevarme al limbo, mi rey apareció. Me propuso agarrar ese sentimiento y transformarlo. Darme una mayor inteligencia y mayores habilidades.
—Y... ¿por eso fuiste al infierno? —preguntó sin terminar de entenderlo.
—Mi alma no era pura en los últimos instantes que me quedaban de vida —explicó frotándose en los pies de la muchacha—. Y los espíritus en tales condiciones no pueden ascender al paraíso. Su destino es acabar en el limbo y desaparecer como si nunca hubieran existido.
Ceres se agachó para coger en brazos al felino.
—¡Pero eso no debería ser así! —Lo estrujó fuerte contra su pecho—. No tenías culpa de nada pequeño amigo.
—Gracias a usted sé que no todos los humanos tienen malas voluntades. —Frotó su cabeza en la barbilla de ella.
Ceres se puso en pie y retomó su baile y su canto con el animal en brazos, cerró los ojos y se dejó llevar. Por un instante, sus pies se alzaron apenas unos milímetros del suelo, pero era tan poca la distancia que no llegó a darse cuenta. Kiter tampoco lo hizo.
—Tu rey... —dijo una vez se calmó y volvió a sentarse con la espalda apoyada en el tronco de un grandioso roble—. ¿Te trata bien?
La propia Ceres no comprendía por qué quería saber aquella información, pues la pregunta en sí era absurda a grandes magnitudes. Era el diablo, ¿qué bondad pensaba encontrar en él? ¿Qué esperaba que le dijera? Las almas condenadas iban a sus dominios. No eran unas vacaciones en el averno precisamente.
—Su majestad es algo incomprendido —comentó—. Él... —calló un instante—, se enfadaría si hablo de eso con usted. Entonces sí que no me trataría bien.
Aquello que expuso no le parecía convincente.
Recordaba su primer encuentro con él y sus palabras:
«Un alma vale mucho, más aún un alma devota. ¿Para qué quiero la suya?: Para corromperla, querida; para tenerla bajo mi yugo por toda la eternidad.»
Se ruborizó al pensar en ello y se sorprendió a si misma con dicha reacción. En aquel momento hablaba de su alma. ¿Surgiría el mismo efecto tomando su cuerpo? Sospechaba que sí, que no sería la misma, pero ya no pensaba como antes, ahora pensaba que le merecía la pena con tal de ver a Elías con vida de nuevo.
Regresó a la posada, habiéndose separado de Kiter tiempo atrás para que no los vieran juntos. No querían arriesgarse a posibles acusaciones por bruja. Cierto era que el tiempo de la inquisición había pasado, pero siempre era mejor ser precavido.
Llegó al lugar y se dirigió a su habitación para cambiarse de vestido rápidamente. Ercilia arregló las roturas que tenía en el que portaba cuando llegó, así como los restos de barro los limpió de un modo impecable.
Bajó a realizar sus labores para la hora de cenar y, al entrar al salón, pudo ver a los dos hombres de la primera noche. Habían acudido más días y comenzaba a acostumbrarse a la presencia de ambos, aunque no dejaba de inquietarles el aura que desprendían.
Decían ser extranjeros, irlandeses, pero no conocía sus nombres. Se encontraba guardando la vajilla y limpiando detrás de la barra, cuando el pelirrojo se acercó, apoyando sus brazos en la madera del mostrador.
Estaba de espaldas y solo se percató de su cercana presencia cuando habló.
—Hola, Ceres... —Su entonación era socarrona.
Un escalofrío desagradable recorrió su espalda, haciendo que se diera la vuelta para poder ver al individuo que portaba una sonrisa que no le transmitía buenas sensaciones.
—Ho-hola —titubeó.
La mirada del hombre la paralizaba y le hacía sentir incómoda.
Él colocó un vaso chato sobre la superficie y lo empujó hacia ella con un golpe de sus dedos.
—Más vino, por favor.
Hizo lo encomendado y vertió aquel líquido sobre el vaso, tratando de que no se apreciara el tambalear incontrolable de su pulso.
No apartaba la vista de ella, analizando cada uno de sus movimientos con sus ojos celestes. Se relamió los labios con su lengua viperina, untando su rojizo bigote y barba con su saliva.
—¿Le han dicho que tiene una piel muy apetecible? —Se tensó con aquella pregunta—. Y unos ojos... peculiares.
Colocó la bebida delante de él
—Aquí tiene —dijo cortante pero educada.
—Gracias, bonita... —Aquella última palabra la pronunció de un modo lascivo. Dio un trago al vino sin dejar de mirarla—. Nos vemos.
Guiñó un ojo antes de volver a su mesa.
*
Luzbell había hallado días atrás el cuerpo de Elías enterrado bajo un árbol en medio del bosque, gracias a eso pudo encontrar el lugar al que había ido su alma una vez separada de su parte física. Al tocar su cadáver putrefacto pudo distinguir la causa de la muerte: apuñalamiento en el pecho, no había rozado el corazón. Lo enterraron aún vivo, malherido, murió minutos después ante la pérdida de sangre y la falta de oxígeno.
Con los problemas que estaba habiendo en Inferno no había podido acudir antes, tenía que estar pendiente de la llamada de sus consejeros en caso de requerir su presencia. En aquel momento se encontraba navegando por el Limbo, en busca del alma perdida de aquel humano.
Le extrañaba que para ser un muchacho criado toda su vida entre los estrictos muros de Santa Cecilia y bajo el amparo de la iglesia y sus monjas, no hubiera ascendido a la gloria. Recordó las imágenes que vio, las cuales no se le presentaron con la suficientemente claridad. Sin embargo, entendió que su asesinato fue a manos de aquellas personas.
La cuestión era, ¿por qué? No parecía que él se hubiera puesto violento, no era una escena de defensa propia.
Y aquella daga le resultaba familiar, pero no recordaba de qué.
Al Limbo accedías a través de una barca que recorría el Animarun, el río de las almas perdidas. Desde el infierno podías dirigirte directamente, al igual que desde el cielo, gracias a los portales que habían repartidos en ambos mundos, pero no podías permanecer mucho tiempo en aquel mundo. Se debían respetar las normas de los residentes de aquel lugar, los seres que lo habitaban por los siglos de los siglos: los malditos.
Era un territorio de carácter neutro que se mantenía ajeno a los conflictos de Inferno o Caelum. La niebla era algo que lo caracterizaba, junto a la falta de color; todo estaba bañado por tonalidades mustias y sin emoción. Se decía que la bruma eran todas aquellas ánimas que se habían evaporado y se habían convertido en parte de aquel lugar, sin consciencia ni recuerdos de su otra vida. Eran espíritus pasajeros cuyo destino era desaparecer por completo.
La barca frenó en un puerto y Luzbell, que todo el viaje lo había pasado tumbado en esta, se levantó y aterrizó en el muelle. La luz tenue de unos farolillos guiaba el camino desde allí hasta la ciudad.
Por el recorrido contemplaba la esencia de humanos fallecidos, cuya coloración había pasado a ser la que predominaba allí. Caminaban con la mirada perdida. Algunos se habían quedado vacíos por completo: las cuencas de sus ojos se marcaban, al igual que sus huesos, como si aún tuvieran un cuerpo que se estropeaba.
Un cartel señalizaba la entrada a la urbe de aquel purgatorio, donde un maldito se encontraba en pie, parado. Aquellos seres eran todos iguales, no disponían de sexo o género, eran altos y extremadamente delgados, sin un solo pelo en ninguna parte de su cuerpo. De narices reducidas y labios finos, con unos ojos enormes que resaltaban más gracias a lo marcadas que tenían sus cuencas.
—Lamento irrumpir su momento de paz —habló el demonio sarcástico—. Estoy buscando el alma de un terrenal... —Abrió su mano y creó una pequeña llama de fuego que levitaba sobre su palma, donde se podía ver una imagen de Elías que había extraído de los recuerdos del arzobispo—. Tal que así.
El ser observó el fuego y, tras unos largos segundos, respondió lentamente y alargando las palabras, como si aquella acción supusiera un gran esfuerzo para él.
—Está... por el puente... —dijo arrastrando las palabras y extendió el brazo para señalar—. Al otro lado... en esta dirección...
—Muchas gracias.
No le convenía enemistarse con ninguno de los residentes del Limbo. A ellos tampoco. Eran ajenos a las guerras. Solo hacían su trabajo con las almas de allí, vivían únicamente para ello.
Con la espalda apoyada en un árbol marchito, encontró al joven que estaba buscando. Su mirada no reflejaba emoción alguna y no parecía mirar a ningún punto fijo. Su expresión era de un agotamiento psíquico y bajo sus ojos lucía un color amoratado.
Se colocó a su lado, pero al otro no pareció importarle lo más mínimo su presencia, pues no había girado su cabeza en ningún momento.
—Levanta, muchacho —ordenó, dando un suave puntapié en una de las piernas de Elías—. Te vienes conmigo.
En aquel momento alzó su cansada vista para ver al demonio.
—¿A dónde? —Alcanzó a preguntar en un hilo de voz.
Luzbell hizo una mueca de desdén, alzando su labio superior.
—Está en las últimas, caballero —comentó cruzándose de brazos—. Será mejor que regresemos cuanto antes.
—¿Regresar...? —No había nada dentro de su mirada.
—Al mundo humano. A recuperar tu vida.
Se agachó para levantarlo y en aquel momento sintió una quemazón que hizo apartar sus manos de aquella ánima.
—No puede ser... —musitó.
—No puedo regresar...
Tragó saliva, alzó su mano y apoyó sus dedos sobre la frente del chico, aun con malestar.
—No eres humano... —lo miró fijamente a los ojos—. ¿Qué eres?
*
Se encontraba en una lujosa casa situada a las afueras de la capital. Se contemplaba frente al espejo mientras secaba sus lágrimas desesperadamente. Aquel vestido blanco no hacía más que incrementar lo terriblemente sucia que se sentía.
Ni siquiera había aguardado a la noche de bodas. La ceremonia nupcial era aquel día y su condena eterna comenzaría en el momento en que pronunciaran los votos.
Estaba desesperada, aun le dolían los golpes que le había propinado la noche anterior. Un guardia de la Corte... Un canalla. Su cabello azabache contrastaba mejor con el vestido de novia.
—Rebeca —llamó su madre—. ¿Estás lista?
Volvió a contemplar su reflejo.
—Sí, madre.
Estaba muriendo por dentro.
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