VIII - Ercilia y Augusto

Ercilia y Augusto

Ceres se despertó con la luz del amanecer, en la cama arropada y vestida con ropa de dormir. Se desperezó algo aturdida, no recordaba nada de lo sucedido tras haber tomado el baño. Con la mano sobre su frente se irguió y como si se hubieran hecho paso a empujones dentro de su mente, los sucesos de la noche anterior tomaron forma, provocando un rubor en sus mejillas.

Se llevó la mano al cuello recordando la mordida, pero no tuvo tiempo de pensar en ello dado que alguien repiqueteó con el puño en la puerta de su habitación.

—Jovencita —se trataba de Ercilia—, despierte. Es hora de trabajar.

Salió de la cama todo lo rápido que pudo.

—¡Voy!

Rápidamente cubrió su cuerpo con un vestido sencillo y gris que la mujer le prestó la noche anterior. Salió al pasillo, donde la esperaba de brazos cruzados.

—Supongo que tendrá hambre.

No tuvo que contestar, el rugido de sus tripas lo hizo por ella.

—No sabe usted cuanta. —Se frotaba la panza con la mano.

La posadera resopló disimulando una risa.

—Ven a desayunar con nosotros.

El cabello de la mujer estaba recogido en un moño bajo y disponía de diversos tonos: algunos mechones castaños se mezclaban con otros plateados y blancos, fruto de la edad, al igual que lo eran las arrugas que surcaban alguna zona de su rostro, como su frente o sus ojos. Era una mujer recatada y severa, aunque Ceres estaba convencida que bajo ese rostro serio y esa voz gruñona había un gran corazón.

Lo percibía.

Fueron al piso de abajo, donde se encontraba el bar. Había una barra de madera deteriorada a causa de la humedad de los vasos. En una mesa se encontraba una jarra con zumo y otra con leche, tres tazas de café y un plato en el centro con varios panes. Ceres sintió un cosquilleo en la punta de la nariz al oler tan suculento desayuno. Sobre todo, después de estar un día sin comer.

La noche anterior se encontraba todavía tan impactada por lo que había sucedido que no se le había ocurrido pedir alimento alguno.

Sentado en la mesa había un hombre que parecía rondar la edad de Ercilia, también de aspecto sencillo, aunque sus ojos eran más claros y su nariz más prominente. Si algo tenían idénticos eran sus labios, ambos finos como hojas de papel.

La joven le sonrió con timidez antes de dejarse caer sobre la silla.

—Buenos días —dijo.

Él trató de esbozar una expresión agradable, pero parecía algo a lo que no estaba acostumbrado.

—Buenos días.

El hecho de que hubiera tres tazas preparadas, delataba que la habían tenido en cuenta antes de preguntárselo. Eso le hizo sentir alentada y agradecida.

—Muchas gracias por el desayuno —fue lo primero que comentó antes de ponerse a bendecir la mesa en silencio.

Los otros se miraron extrañados, pues ellos lo hacían únicamente a la hora de cenar. Las costumbres de la chica estaban muy arraigadas en su personalidad. Abrió los ojos una vez finalizó y con una sonrisa en su rostro, se sirvió un vaso de zumo.

—Y... ¿Cuál es tu nombre? —Quiso saber Ercilia.

—Oh, perdonen mi grosería. —Depositó la jarra en su lugar—. Mi nombre es Ceres.

Observó al hombre, que entendió que quería conocer su nombre, por lo que se presentó.

—Soy Augusto.

—¿Y de dónde vienes? —preguntó la otra—. Nunca te había visto por aquí.

Se cuestionó si era prudente decir la verdad o parte de ella. Evidentemente, no iba a mencionar ni uno de los sucesos sobrenaturales que estaban merodeando alrededor de su vida últimamente. En caso de hacerlo, era más que probable que la echaran de allí o internaran en un psiquiátrico, o incluso que la encerraran o colgaran por bruja.

—Vengo de Santa Cecilia, el internado —explicó, no era capaz de mentir, solo de ocultar parte de la información—. Me perdí bajando la montaña, lo cual me asustó bastante —frenó unos segundos dando un sorbo a su bebida—, y además tratando de ser rápida tropecé y caí, dejando mi calzado completamente inservible. Un auténtico desastre, la verdad.

Agarró con su mano uno de los panes y lo trasladó a su plato. Aún estaba caliente.

—Vaya, una experiencia nefasta —comentó la mujer—, al menos ya estás bajo un techo. Cuando termines de desayunar te enseñaré qué debes hacer. Si trabajas bien, podrás quedarte el tiempo que quieras.

—Eso suena maravilloso. —Algo de estabilidad hasta que recuperara a Elías era un plan perfecto.

Tras recuperar energías, Ercilia le mostró sus labores. Debía limpiar las habitaciones y el comedor del bar. No se encargaría de atender a los clientes a menos que así fuera necesario, pues ello lo hacía la posadera. También la ayudaría en cocina. A cambio, tenía un techo donde dormir y un plato de comida garantizado. Cuanto más lo pensaba, más apetecible le resultaba.

Comenzó limpiando el comedor y, al pasar algo de tiempo aquella mañana, pudo comprobar que la posada era bastante concurrida por algunas personas. Muchos viajeros paraban por Ansó de paso.

Descubrió que Augusto y Ercilia eran dos hermanos que nunca encontraron alguien con quien casarse. Desconocía si debía sentirse apenada o por el contrario admirada. Augusto era mucho más callado que su hermana y él se encargaba de otras labores como ir al mercado, recoger agua del pozo y hacer trueques con algunos vecinos.

—¿Aún estás cortando las verduras? —inquirió la posadera—. Tienes que ser más rápida, niña

La cocina era de un tamaño reducido, pero equipada con las suficientes cosas como para poder desenvolverse a una buena velocidad. Tenía colgado del techo en pequeñas redes algunas verduras como ajos, guindillas o tomates secos, dándole un olor agradable nada más entrar.

—No soy una niña —replicó mientras troceaba unas patatas. No le gustaba que se refirieran a ella como si aún tuviera ocho años, más aun estando tan cerca de cumplir los veinte.

El trabajo resultaba agotador, en especial para ella que nunca había estado en tal situación. El primer día había transcurrido entre tropiezos y carreras. No quería que pensaran que era lenta en lo que hacía, solo quería causarle buena impresión y agradecer lo que estaban haciendo por ella aquellos hermanos.

Antes de darse cuenta, la noche había abrazado aquel pequeño y encantador pueblo. Se había dicho que los próximos días iría a recorrerlo como es debido, algo que no habría podido hacer en el internado.

Se encontraba secando unos vasos tras la barra del bar, mucho más relajada. Solo tendría que ordenar la vajilla que figuraba allí y podría retirarse a descansar. Ercilia se encontraba en el piso de arriba, en sus aposentos, contando el dinero que habían recaudado y Augusto se había acercado al pozo para que no faltara agua durante la noche.

Tarareaba una melodía al azar mientras realizaba aquella acción que comenzaba a resultar mecánica. El lugar estaba vacío a excepción de una mesa en una de las esquinas. Sentados allí, se encontraban dos hombres, uno de físico más grueso le daba la espalda y el otro que estaba de frente era de aspecto más delgado, con una frondosa barba pelirroja y una cicatriz bajo el ojo, dos rasgos muy distintivos. En el centro de la mesa había una botella con ron, el cual no cesaban de servir en sus vasos para beberlo en intensos y efímeros tragos.

La mirada de aquél al que podía ver su cara, cruzó con la de ella. La apartó incómoda y prosiguió con sus labores. Momentos después la volvió a dirigir en aquella dirección, inquieta, y pudo ver como ambos la observaban con una sonrisa para nada agradable. Fue entonces cuando el pelirrojo se puso en pie dispuesto a ir hacia donde estaba ella, logrando ponerla en guardia.

Por fortuna, en aquel momento entró en la posada Augusto. No tardó en percatarse de la tensión que se respiraba en el ambiente. Observó la imagen apurada de Ceres y, posteriormente, se fijó en los dos individuos.

—Ceres... Puedes retirarte. Ya recojo yo lo que queda —dijo acercándose a la barra.

Asintió dando las buenas noches y subió a su habitación. Al entrar, pudo ver como alguien había depositado un espejo de mano sobre su cama. Seguramente había sido Ercilia. Definitivamente era una persona de buen corazón, aunque siempre anduviera con una expresión que le hacía parecer molesta por algo.

Se sentó sobre el colchón y miró su rostro. Tocó su frente con las yemas de sus dedos, justo en el lugar donde más la habían golpeado. No había ni rastro de aquel ataque, su tez estaba intacta. Paseó su mano por su cara mientras la seguía con la mirada y, apartando su melena dorada, se percató de la marca que había en su trapecio.

Un nerviosismo la azotó con fuerza durando unos segundos, pues no esperaba encontrarse aquello. Estaba ennegrecido en su centro y se iba colorando conforme se suavizaba la marca, alrededor parecía como si hubieran dibujado sobre su piel. Con dilación, posó sus dedos justo en el centro de la marca y, súbitamente, una excitación la invadió de pies a cabeza.

Era una sensación que ya había tenido antes y todas las veces había sido por culpa de Luzbell. Hasta que no lo había conocido a él, nunca había experimentado nada igual. Se preguntó si aquella señal estaba hechizada y si era esa la razón por la cual aquellas nuevas emociones carcomían su virtud.

Un gemido escapó de su boca y separó su mano de la zona, asustada. Su respiración se había acelerado sin ser consciente del momento. Pasó un mechón de su pelo tras su oreja y justo en aquel instante, unos golpes en su ventana hicieron que alzara la cabeza en tal dirección.

Al otro lado estaba Kiter, paseando sobre la repisa y meneando su cola, las otras dos estaban ocultas. Sabía que era un demonio y el siervo de Luzbell, pero sonrió al verle.

Abrió para dejarle entrar.

—¡Hola! ¿Dónde has estado?

Ronroneando, comenzó a frotar su cuerpo por las piernas de la muchacha.

—Me mantuve cerca todo el tiempo —informó—. Parece que está bien aquí. ¿Me equivoco?

Ella negó con la cabeza y se agachó para alzarlo sobre sus brazos.

—Son nobles almas —comentó acariciándole detrás de la oreja—, aunque serios y reservados. Debo acostumbrarme al trabajo, no quiero defraudarles.

—Puede pedirme ayuda en lo que quiera.

—Gracias, pequeño demonio.

Se tumbó sobre la cama y Kiter se acurrucó a los pies de ésta. Cerró los ojos y volvió a pensar en lo distinto que era todo, sin embargo, ya no se sentía tan desdichada, pues Elías acabaría regresando con ella.

Volvió a pensar en el diablo y en su penetrante mirada. Aquel día no había aparecido y según dijo, estaría un tiempo sin hacerlo hasta encontrar el alma de su hermano. Ignoraba cómo funcionaba la magia, pero siempre había pensado que, de existir, era algo mucho más sencillo.

No era completamente consciente de la pena que sentía ante ante la ausencia de Luzbell Se preguntó dónde estaría y cómo le iría y algo se removió en ella al darse cuenta de que eran preguntas que jamás tendría el líder del averno. Estaba haciendo conjeturas imposibles.

Tan solo podía imaginar el aleteo de sus alas negras y el brillo de su imponente cornamenta. Y antes de darse cuenta, se quedó dormida.

Aún le quedaban verdades a las que enfrentarse.

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