VII - La posada

La posada

Llevaba un rato caminando sin rumbo fijo, esperando divisar algún pueblo a la lejanía. Desconocía cuanto tiempo había pasado y cuánto tardaría, por el momento le estaba resultando letárgico. Habían sido muchas las veces que había mirado por la ventana del internado y había imaginado cómo sería el mundo más allá de la frondosidad de los árboles y las montañas que se veían a lo lejos. No obstante, en aquel momento no lo estaba disfrutando, pues andaba desorientada.

Ya no tenía heridas en su cuerpo después de que Luzbell las curara y se enfadó al recordar que le mintió diciendo que no podía hacerlo cuando luego lo hizo.

Kiter seguía sus pasos a una distancia prudente, lo cual solo incrementaba su mal humor. Todo aquel tiempo desde que el diablo se marchó habían permanecido en un incómodo silencio, lo era hasta para el felino.

—Señorita... —comenzó a hablar, pero no pudo decir mucho más, pues Ceres estalló.

Se volteó para darle la cara, apuntándolo con el dedo.

—¡No oses a llamarme señorita!

A modo de acto reflejo, Kiter se puso en guardia, con la espalda encorvada, sus colas y pelaje encrespado mientras mostraba sus fauces. Incrédula bajó la mano, pero su mirada continuaba siendo desafiante.

—Discúlpeme —dijo poniéndose de nuevo en una posición normal.

—Miserable ser... ¡Os aprovechasteis de mi buen hacer para engañarme y espiarme!

—Su majestad estaba preocupado por usted porque... —Cerró la boca cuando fue consciente de que estaba a punto de meter la pata.

Ceres puso los brazos en jarras.

—¿Porque qué? —insistió.

—Porque la invocación que usó del Necronomicón así lo requiere, es un proceso obligatorio.

Salió del paso con tal afirmación, bien sabía que aquella no era la razón.

Escuchó aquella excusa y enarcó una ceja.

—¿Obligado por quién? ¿Por la magia?

La pregunta era tan estúpida como la excusa inicial.

—Así es.

—¿Y eso era motivo de preocupación para el mismísimo rey del infierno? —Kiter se encontraba entre la espada y la pared, deseando que aquella conversación cesara. Era muy torpe y si se iba de la lengua, sería indudablemente castigado. Por fortuna para él, Ceres suspiró y continuó hablando—: Me preocupé mucho por ti cuando te encontré malherido. Si te llegan a encontrar las monjas podrían haberte matado acusándote de demonio —entrecerró los ojos—. Qué poco se equivocaban...

—Le estoy eternamente agradecido por ayudarme. —Agachó su pequeña cabeza hasta rozar casi el suelo con el fin de mostrar sus respetos. Era cierto, pero le debía lealtad a Luzbell y no podía revelar la información pertinente a los poderes curativos de Ceres—. Mi rey me ha encomendado protegerla en su ausencia y lo haré gustoso.

Recordó el interés que tenía por "protegerla", el mismo que se tiene por un objeto lujoso; por un camafeo con rubíes o una bandeja de plata. Era un mero cuerpo, un premio. Otro trofeo de alguien puro que desesperadamente había acudido a él.

Pero, ¿qué esperaba? Era el Diablo. El mal hecho carne. No iba a actuar por caridad, y ella era una pobre incrédula si esperaba lo contrario. Mejor sería que pusiera los pies en la tierra, aunque tuviera pocas razones para hacerlo.

—No sé si quiero vuestra protección —dijo cruzándose de brazos.

—Se lo ruego, perdóneme.

A continuación, hizo sus orejas hacia atrás, se sentó todo lo recto que le permitía su anatomía y abriendo sus brillantes ojos amarillos, le dedicó una mirada de súplica. Ceres intentaba resistirse a esa adorable cara, no quería ceder. Negó con la cabeza y miró hacia otro lado durante unos segundos.

Kiter no era muy hábil, pero sabía jugar sus cartas. Se transformó entonces en un pequeño cachorro de aproximadamente dos meses, y continuó observando a la joven con sus deslumbrantes lunas.

Aquello fue demasiado para ella. Era imposible no derretirse ante tal imagen. Se mordió el labio frustrada.

—Está bien. —Dio la vuelta—. Vamos. Deseo un baño con fervor.

Él volvió a su forma original y fue tras ella brincando.



*

Devolver la vida a alguien no acostumbraba a ser algo complicado. Para rastrear un alma solo debía acudir a la tumba del fallecido. Era complejo dar con las que habían ascendido al paraíso o habían quedado perdidas; El Limbo no era algo a lo que tuviera acceso fácil y a Caelum mucho menos. En caso de que el alma se encontrara en el infierno, ya lo debería saber.

Acudió a la ubicación de la tumba de Elías, el vínculo emocional de Ceres con su hermano lo convertía en una labor sencilla. Por lo tanto, allí se encontraba, frente a la lápida donde figuraba su nombre.

«Elías Ducornau. 1786 - 1805»

Un apellido que recordaba que no hubo familia. Tocó la yerba que ocultaba su cuerpo con las manos y sintió un vacío que recorrió su cuerpo, como una emoción que se contagia, pero era más que eso.

Era la nada.

No había cadáver.

Arrugó la nariz movido por la rabia. Una nueva incógnita que aportar a su existencia. Si algo tenía claro era que no podía ser una coincidencia: una humana con poderes cuyo hermano ha sido exhumado. Eso, suponiendo que había estado en aquel ataúd en un principio. Era curioso cómo se habían molestado en darle una buena lápida a un muchacho de baja alcurnia.

Posó su mano sobre ella y tampoco notó ni lo más mínimo.

Por más que se concentrara, no era capaz de sentir los restos del espíritu de Elías en ningún sitio, como si nunca hubiera estado allí.



*

Estaba anocheciendo y tras haber caminado por largas horas, habían localizado un pueblo. A la entrada de éste, había un cartelillo que decía "Ansó". Era un pueblo sencillo y pequeño, de casas de piedra y adobe, rodeado de árboles y vegetación.

Conforme avanzaba por las calles tintadas por el cálido color del atardecer, con Kiter entre sus brazos camuflado como un simple gato, era capaz de sentir las miradas de la gente que aún continuaba fuera de sus casas. Su ropa convertida en harapos, su falta de calzado y su pelo enredado daban la impresión de ser alguien sin hogar. Lo que era en aquellos momentos.

Nadie le daría cobijo con aquel aspecto. Si cruzaba la vista con alguien, cerraba las puertas y las ventanas.

Suspiró preocupada y tras dar unas vueltas por el pueblo, encontró un cartel que alivió sus inquietudes: Posada. La entrada estaba cerrada y desde fuera se podía escuchar el jaleo de la gente. Agarró la pesada aldaba de hierro y la hizo sonar.

Una mujer de mediana edad entreabrió la puerta y arrugó el rostro al verla allí parada. La recorrió de arriba abajo con la mirada.

—¿Se ha perdido, jovencita?

Ceres pensó que al menos se había referido a ella de esa manera y no como "niña".

—Busco un lugar donde pasar la noche.

Pudo notar como los párpados de la mujer se entrecerraban a la par que sus fosas nasales se dilataban.

—¿Tiene dinero?

Un nuevo golpe de realidad azotó su cara sin miramientos. Dinero era algo de lo que nunca había dispuesto.

—No, pero puedo ofrecerle mi trabajo —declaró haciendo una reverencia—. Sé limpiar, cocinar, coser...

La otra alzó la mano para que cesara de hablar. El silencio se hizo presente mientras la posadera le dedicaba una mirada inquisitorial.

—Está bien —dijo finalmente, abriendo completamente la puerta, Ceres fue a entrar, pero nuevamente fue la extremidad de la mujer la que le frenó el paso—. Pero —pronunció con exageración mientras dirigía la vista a Kiter—, ese asqueroso animal se queda fuera.

La joven miró al gato y lo dejó en el suelo.

—Estaremos cerca —le murmuró y él dejó escapar un maullido a modo de confirmación.

Entraron y la siguió hasta unas escalerillas que subían al piso de arriba, donde había varias habitaciones. El cuarto en el que se alojaría Ceres era de un tamaño reducido, solo tenía una pequeña cama cuyo colchón era viejo. En las esquinas del techo había varias arañas de patas largas.

—Le traeré ropa y podrá ir a darse un baño —afirmó la mujer—. Más le vale descansar, mañana nada más salir el sol la pondré a trabajar.

Asintió con la cabeza.

—Muchas gracias por su hospitalidad, señora.

—Llámeme Ercilia.

Tras decir aquello salió del cuarto, Ceres escuchaba sus pasos y cómo abría y cerraba puertas y armarios. Al poco, estaba de nuevo allí extendiéndole unas prendas.

—El baño está al otro lado del pasillo, al fondo.

Asintió con la cabeza e inclinó su torso para mostrar su respeto mientras agarraba las ropas que le había prestado.

Fue al aseo, era humilde al igual que su habitación. Nada tenía que ver con las amplias paredes de Santa Cecilia. La bañera era de madera y mimbre y la cubría una tela blanca. Varios cubos de agua estaban dispuestos en un rincón, pues los grifos brillaban por su ausencia en ese lugar. Supuso que el agua era del pozo más cercano.

Estaba fría, pero necesitaba ese baño con ansia, así que llenó la bañera y se introdujo en esa baja temperatura. Con una pastilla de jabón frotó su sucio cuerpo y remojó su cabello antes de aplicar también allí.

Llegó a sentirse en paz allí dentro, sin necesitar de agua caliente para relajarse. Más bien se sentía afortunada de haber encontrado un techo donde pasar la noche y poder lavarse. Era ese el primer momento desde que huyó que había tenido tiempo para pensar. Le daba vueltas a su decisión, a su realidad y a lo completamente increíble que estaba siendo todo. Cuando pensaba que pronto tendría a Elías a su lado, una risa nerviosa escapaba de sus labios.

Entró a la habitación peinando su melena con el cepillo que había en una pila del servicio, una toalla enrollada sobre su torso. La ropa continuaba sobre la cama. Cerró tras de sí y se acercó a la ventana esperando poder ver a Kiter fuera, pero no fue así. Trató de no preocuparse por él, al fin y al cabo, era un demonio y sabría apañárselas solo.

Cuando se giró para dejarse caer sobre el colchón, se sobresaltó al ver a Luzbell tras ella. Logró reprimir un chillido del susto.

—¡¿Qué hace aquí?! —cuestionó furiosa.

—He venido a sellar el pacto —respondió desinteresadamente, haciendo su melena oscura hacia atrás con un movimiento de su mano.

—Creía que ya lo habíamos sellado —dijo dándole la espalda.

—Tan solo diste tu palabra, con eso no basta. Hay que firmar.

—¿Firmar el qué? —preguntó aun sin voltearse.

El demonio posó su mano sobre su vientre y con la otra sujetó la mandíbula de la chica con los dedos para inclinar su cabeza hacia un lado, mostrando así la curvatura de su cuello. Después, posó sus labios en esa zona dejando una suave caricia.

La joven sintió un cosquilleo que le despertó cierto placer. Empezaba a acostumbrarse a ese tipo de cercanía de Luzbell, a que la tocara. Segundos después, sintió como los colmillos de la bestia se clavaban en su piel y succionaban un poco de su sangre. Lejos de sentir dolor por ello, tuvo un escalofrío que recorrió su espalda y sus pezones se erizaron como respuesta.

Aun sin voltearse, el demonio posó su mano sobre su vientre y con la otra inclinó su cabeza hacia un lado, para que la curvatura de su cuello y hombro quedaran al descubierto, y acto seguido, posó sus labios y colmillos en esa zona y comenzó a succionar. Las piernas comenzaron a fallarle y trató que sujetar la toalla para que no cayera al suelo, pero se acabó resbalando.

Luzbell se concentraba en percibir la conexión que hubo una vez entre Ceres y Elías para poder distinguir su espíritu. Realmente hacía tiempo que lo había hecho, pero beber esa sangre era tan embriagador que lo alargó un poco más. Tanto fue así, que cuando se quiso dar cuenta, ella había perdido el sentido, pero sujeta por los brazos de él no había caído al suelo.

Una marca ligeramente amoratada figuraba ahora en el cuello de la chica, pero en su centro era negra como el alquitrán.

La dejó sobre la cama y se quedó admirando su cuerpo desnudo. Se tomó la libertad de pasear sus dedos desde la clavícula hasta el ombligo.

—Ardo en deseos de hacerte mía —susurró antes de desaparecer. 

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