IV - La melodía
La melodía
Tras varios días, el demonio no se le había vuelto a aparecer para incitarle a pecar, aunque a veces soñaba con él, con su lengua dentro de su boca, con sus manos sobre su piel haciéndola arder, con su mirada... Se preguntaba si aquello era su imaginación o se trataba de él filtrándose en su subconsciente.
Todos los días estaba en guardia por si volvía a aparecer.
El recuerdo de sus labios no la dejaba vivir. Siempre que lo recordaba se llevaba la mano a la boca y se ruborizaba; sus latidos se aceleraban, preguntándose por qué pasaba aquello. Quizá era el miedo.
«Entréguese a mí y alcanzará la gloria. Le daré lo que me pida a cambio de su esencia».
Cuando recordaba aquella propuesta, sus piernas temblaban.
Le habían inculcado toda su vida que el sexo era algo impuro y que solo debía ser entregado al hombre con el que se jurara matrimonio. Y, si ese hombre no aparecía, debería mantenerse virgen para Dios.
Bien era cierto que ella siempre se cuestionaba aquello. No comprendía por qué una mujer necesitaba de un hombre para estar completa, pues completa se había sentido toda su vida.
Estaba bien como estaba, salvo por la ausencia de su hermano.
Quería ver el mundo más allá de ese castillo, pero a su vez tenía miedo de hacerlo. Era su asignatura pendiente desde pequeña, salir de esos inmensos pasadizos y abandonar esas paredes rocosas.
Quizá sin Elías no sería lo mismo.
Espléndido. Así estaba el día. El cielo era decorado por las nubes rasgadas por un suave vendaval mientras las copas de los árboles que rodeaban la propiedad se mecían con gracia. Ceres andaba por el jardín, de regreso a la capilla, cuando una mancha oscura a lo lejos captó su atención.
Estaba cerca de la verja norte. Entrecerraba los ojos para discernir de qué se trataba y, la no conseguirlo, se aproximó ligeramente. Se fue acercando hasta estar a escasos metros.
Un pequeño gato negro se encontraba tirado en el suelo, tumbado de lado. No movía sus orejas, ni sus patas; ni siquiera su cola. Se preguntó si estaba muerto, pero su torso subía y ajaba de forma leve, indicando que estaba respirando.
—Hola pequeño —dijo arrodillándose en la hierba—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué te ha pasado?
El animal no abría los ojos.
¿Estará enfermo?
Fue entonces cuando se percató en una de sus patas traseras, de ella brotaba un hilo de sangre; tenía un corte.
—Maldición —murmuró para sí.
Miró a su alrededor para comprobar que no estaba siendo observada por nadie, incluyendo los ventanales del castillo, los cuales analizó uno a uno. Cuando hubo confirmado que se encontraba sola, se quitó el chal celeste que llevaba sobre los hombros y envolvió al animal en él.
*
El cielo teñido en sangre de Pandemónium brillaba gracias a sus tres lunas, las cuales se reflejaban en el río de las almas perdidas. En una sala dentro de Palacio, el consejo de los siete se había reunido para tratar una serie de sucesos fortuitos. Todos ellos iban encapuchados y se sentaban en sus respectivos asientos formando media circunferencia. Luzbell se situaba en el centro, levitando de piernas cruzadas, y escuchaba las propuestas de aquel grupo de sabios.
Así había sido por siglos.
La razón por la que se habían reunido se debía a Ignis, la gema de la oscuridad, uno de los objetos más custodiados de todo Inferno.
—Estamos preocupados —afirmó Ad con su ronca voz—. La leyenda dice que Ignis es capaz de mostrar el paradero de la Rapsodia Infernal. Si cayera en malas manos, perderíamos parte de nuestra protección.
—Eso tan solo son cuentos. —Quocedia emitió un bostezo—. No creo que deba preocuparnos, nadie ha encontrado la Rapsodia jamás.
Las venas de las sienes de Ad se marcaban cada vez más, su arteria aorta palpitaba de un modo que casi podía escucharse su sangre chocar con aquellas paredes.
—Mejor no escuchar las palabras de una necia y vaga —gruñó molesto, alzando la voz—, o acabaremos con el cráneo tan vacío que no podremos ni pensar.
Quocedia y Ad se enzarzaron en una discusión, uno no tenía paciencia y la otra tenia demasiada. Luzbell colocó los dedos de su mano izquierda en el puente de su nariz.
—¡¡Silencio!! —Gritó Superbia y todos se callaron—. Esto no es una broma. Debemos encontrar al culpable y, cuando lo hagamos, caminará por la pasarela de los cuervos cada día por la eternidad.
De los siete, la soberbia era quien más se hacía escuchar.
—Por supuesto que encontraremos al culpable, no voy a permitir que mi reino se vea debilitado. —dijo el rey—. No obstante, lo mejor será que el pueblo no se entere de esto o reinará el caos en todo el infierno.
—Qué ironía —carcajeó Avaritia.
Detrás de toda buena decisión de Luzbell, se encontraban ellos, sus consejeros.
—Mi señor, usted ha estado viajando al mundo humano con mucha frecuencia últimamente —Envy tomaba la palabra—. ¿Cómo es todo por allí? ¿Habéis notado algo extraño?
El demonio se rascó el mentón, pensativo. Una idea recorrió su mente por un instante: la imagen de unos ojos de distinto color; celeste y avellana, apareció en su recuerdo.
—No podía ser más aburrido. No obstante, estaré atento a posibles perturbaciones en el ambiente. De momento, enviaré a alguno de los guardias a investigar por el Bosque Tenebrarum.
*
No estaban permitidos los animales dentro de Santa Cecilia, así que si descubrían que había introducido un gato podía tener problemas. ¡Y para colmo negro! Allí los detestaban, para las monjas eran la encarnación del mal.
Ceres nunca se pudo tomar en serio aquello. ¿Cómo podía un animal indefenso ser sinónimo de maldad solo por el color de su pelaje?
Había limpiado la herida de la pata con la ayuda de una prenda vieja y agua tibia y lo había vendado con uno de sus pañuelos. Desconocía si podría ayudarlo, si aquel corte había hecho que perdiera demasiada sangre o si se habría infectado. No había abierto los ojos y no era capaz de ponerse en pie para beber el agua que le había servido en un pequeño recipiente.
El animal temblaba y Ceres posó su mano con absoluta delicadeza sobre el daño. Recordó la melodía que le cantaba cuando se caía de pequeñas, diciendo que la curaría. Nunca pasaba nada, pero de una extraña manera la aliviaba. Comenzó a tararearla.
Le gustaba pensar que su madre se lo cantó alguna vez a Elías para dormirlo y por eso era que él la conocía. Dado que no tenía un solo recuerdo de ella, a veces eso la animaba.
Elías siempre le decía que su voz era un don que debía cuidar, que venía del cielo y que los ángeles la querían de corista. Sonrió al recordar tan absurdo comentario y acto seguido sus ojos se humedecieron, emocionada por la tierna memoria de su hermano.
Se frotó los párpados y unos maullidos le devolvieron a la realidad. El gato tenía sus iris amarillos completamente abiertos. Lucía sano.
—¡Hola! —Sonrió—. ¿Te encuentras mejor?
Se puso en pie y comenzó a caminar sobre la cama aun con dificultad, provocando un asombro magnánimo en la joven. Si existían los milagros, aquello debía ser uno.
Acercó un recipiente con agua para que bebiera y así hizo. Ella lo observaba con una sonrisa victoriosa mientras acariciaba aquella pequeña cabeza peluda.
—Debes tener hambre... —comentó sin apartar la vista—. Esta noche me esconderé algún trozo de la cena y te lo subiré. pero debes portarte bien, si nos descubren...
Repentinamente, el sonido de la puerta la puso en guardia. Alguien llamaba frenéticamente nudillo contra madera. Miró a su alrededor, pensando dónde podía esconder al gato, pero su habitación no era precisamente amplia nerviosamente agarró al minino y lo introdujo en su armario, cerrando la puerta con llave.
—Por favor, no hagas ruido —le susurró al objeto, esperando que aquel gato la escuchara desde dentro y entendiera lo que decía.
Abrió la puerta y se encontró a su amiga, con los ojos surcados en lágrimas y el pulso temblando. Una de sus manos apretaba la falda de su vestido con vehemencia y la otra sujetaba un sobre que parecía una carta.
—Oh, Ceres, soy tan desdichada —declaró entrando y abrazando a su amiga.
—¿Qué sucede? —cuestionó devolviendo rápidamente el abrazo.
La muchacha se apartó, frotando sus ojos con desesperación, esperando que así cesara su llanto.
—Sabía que tenía que pasar —farfulló extendiendo el sobre a Ceres, con un tembleque latente en su extremidad—. Estaba dictado.
Sujetó la carta y comenzó a leerla, entendiendo la razón por la cual estaba tan angustiada.
—No, Rebeca... Amiga mía. —Esta vez fue ella quien la envolvió entre sus brazos con vigor.
Era un mensaje de su padre avisándola de que, en el tiempo de una semana desde que recibiera la carta, vendría el hombre al que la habían prometido para llevarla consigo y celebrar la boda. Según estaba escrito, se trataba de un guardia de la Corte, alguien respetado por el pueblo, por lo que no solo se casaría con una persona a quien ni tan solo conocía, sino que, además, debería mudarse a la capital.
Cuando cesó aquel gesto cargado de cariño que se dedicaban ambas, Ceres apoyó sus manos en el hombro de su amiga.
—Estoy convencida de que ese hombre posee un alma bondadosa y que sabrá tratarte como mereces.
Trataba de buscar las palabras para animarla, aunque sabía que la angustia que debía sentir ante la pérdida de su libertad era algo que no se iba con consuelo. Lo entendía, en cierto modo nunca existió la libertad para ellas y Rebeca, jamás la tendría. Al igual que Ceres y al igual que muchas.
—Sí...
Estuvieron hablando un rato hasta que la joven de ondulaciones azabache se embobó mirando a la ventana.
—Parece que está anocheciendo, dentro de poco será la hora de cenar, ¿quieres que bajemos ya?
Ceres miró de reojo la puerta de su armario. Sabía que Rebeca era una persona en la que podía confiarle sus secretos más íntimos y que recibir la información de que tenía un gato escondido en su habitación no debería suponer un problema, pero prefirió callar. Tampoco quería preocuparla con aquello.
—Está bien —respondió—. Bajemos.
Cerró cuidadosamente la puerta de su cuarto tras de sí, esperando que nadie lo descubriera.
Durante la cena y los momentos anteriores a ésta, pasaron una velada agradable. Intercambiaban historias de su infancia allí, como una vez que consiguieron enfadar a las monjas tanto que sus manos acabaron irritadas de ser golpeadas con una vara. Pero ellas se divertían y aquel dolor se hacía más llevadero juntas.
Pensar en que finalmente el temido momento de su separación había llegado, resultaba doloroso. Ya le había costado su salud perder a su hermano, ahora también perdería a su amiga.
Su ánimo decaía conforme más pensaba en aquella idea. ¿Qué sería de ella? ¿Cuál era su destino? Ignoraba cómo le iría la vida con su futuro marido y le agobiaba pensar que nunca más volverían a verse, que ella también perdería sus alas allí adentro.
Por aquella razón, cuando regresó a sus pertenencias y recordó que tenía un dulce animal encerrado, su corazón dio un vuelco de ilusión pese a que era consciente que no podía quedárselo.
Abrió las puertas del armario con su rostro reflejando alegría por encontrarlo, cuan fue su desdicha al ver que estaba vacío. Lo único que encontró fue el pañuelo que había empleado para vendarle la pata.
—¿Gatito? —preguntó y comenzó a moverse a su alrededor, alterada.
Buscó por debajo de su cama y por los huecos de su pequeña mesita, esperando encontrarlo agazapado.
Se había esfumado.
*
—¡Mi señor! —Kiter se colocó frente al trono de su rey, reclamando su atención.
Luzbell, el cual no había cesado de pensar en aquel incidente con Ignis, dirigió su vista al suelo para observar a su súbdito, pero sin haber movido ni un ápice la cabeza.
—¿Y bien?
—He investigado a la humana, como me pediste.
Esta vez, inclinó su torso hacía el pequeño demonio, para poder verle bien.
—Has tardado muy poco —comentó con su habla lenta en un siseo—. ¿Por qué debería creerte?
—Tenía razón, mi señor —insistía Kiter, meneando sus tres colas a modo de celebración—. Estaba en lo cierto. Hay algo raro en esa chica.
El diablo enarcó una ceja.
—¿Qué has averiguado?
—Deberé investigar más mi señor, pero mire —hizo un movimiento para que destacara su pierna derecha—: Cuando me transporté al mundo humano, caí sobre unas zarzas que me dañaron la pierna y me hirieron de gravedad. Entonces esa chica me encontró y...
Fue interrumpido por la mano de Luzbell, que demandaba su silencio para hablar.
—¿Y por qué no te curaste con tus poderes? —inquirió con suspicacia, su frente arrugada.
—Estaba dentro de aquel jardín, podría haber sido descubierto —se justificó—. Además, usted siempre dice que no debemos usar nuestra magia en el mundo humano; que debemos camuflarnos.
Agitó la mano.
—Está bien, prosigue.
—El caso es que me encontró la humana, la que me dijiste, y me llevó a su alcoba y... ¡mire! Ni rastro de la herida, me ha curado por completo —exclamó alegre y satisfecho por su descubrimiento—. Para cuando me quité el vendaje mi pata regresó a la normalidad. Está como nueva.
Movía la extremidad a modo de demostración.
—Muy bien, Kiter. Mereces una recompensa —comentó con una sonrisa malévola y con un movimiento de sus dedos hizo que apareciera un pequeño aro que colocó en una de las patas de su subordinado—. Con esto podrás usar tu magia sin ser descubierto, pero no cometas ninguna imprudencia —advirtió—. Necesito que continúes investigando.
Recibió la orden con alegría y orgullo y se apresuró en un trote en abandonar el lugar.
Luzbell hizo lo propio y se dirigió a sus aposentos, donde desde sus enormes ventanales tenía una vista grandiosa de Pandemónium y su gente. Era su mundo, su reino. Él lo había construido y había castigado a los que debían merecer castigo, al igual que premió a toda alma desesperada por otra oportunidad.
Lo cierto era que, en Inferno, todos adoraban a su señor.
Lo observaba todo sin dejar de pensar en la información que le había suministrado Kiter. Aquel descubrimiento iba más allá de sus sospechas y en aquel momento entendía mejor como era posible que aquella chica le transmitiera tanto poder solo con el roce de sus labios.
Sin duda no era una humana cualquiera y daría con la respuesta.
Ese poder sería suyo.
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