Capítulo XVII: Peligrosamente adictivo

Sonrío de lado.

Ella está preparada para lo que viene, al menos eso cree. No sabe a lo qué se está arriesgando, así que, tiro el cheque en la cama mientras me desprendo de mi saco.

Está tan sensual con su vestido rojo, ella tal vez desconoce que su cuerpo resulta ser peligrosamente adictivo al desnudo. Verla furiosa desprende en mí una excitación y un deseo ahogado por consumir cada pieza de su suave y perfecto cuerpo.

Antes de que pueda acercarme más a ella me detiene con sus manos.

—¿Qué sucede? —digo sofocado.

—No quiero que me transmitas alguna enfermedad, así que si no vienes preparado no dejaré que me toques —dice determinante.

Su determinación me excita a un nivel alto. Me gusta que no sea una mojigata, y que sepa una de las reglas del juego: protección.

—Siempre me cuido, ¿Crees que dejaría que una aventura dañe mi vida? —Se queda perpleja por mi arrogancia.

Miro hacia la mesa que está recostada en una esquina, y me da una idea.

—Ven. —Le agarro la mano y la llevo cerca de la mesa.

Se deja llevar sin protesta.

—London, te haré mía en este tiempo de las diez formas posibles de tener sexo. —Mi voz se vuelve ronca.

—¿Diez formas de tener sexo? —Da unos pasos hacia atrás quedando contra la mesa.

Por instinto, da una rápida mirada para ver con qué se ha chocado.

—Cada vez que cumplas con una te daré los cien mil más. —Acerco mi cabeza hasta que nuestras frentes se topan.

—¿Y esta es una? —pregunta en voz baja.

—Sí —le confirmo—. Se llama sexo quickie.

Antes de que articule alguna palabra, me adelanto en aclararle que significa.

—Es un sexo rápido sin preparativos y con la ropa puesta. —Roso sus labios sin llegar a besarla—. Solo hay una regla —Repito mi acción, pero chupo levemente su labio inferior—. Discreción por sobre todas las cosas: acá no valen los jadeos, los gemidos o los gritos. Disfrutas en silencio, es parte del encanto.

Asiente.

Le doy la vuelta, no espero su aprobación o algo más, apoyo mi mano en la mitad de su espalda, inclinándola sobre la mesa. Tengo una maravillosa escena de su trasero expuesto para mí, separo sus piernas con mi pie. Me inclino hacia delante y roso mi protuberancia sobre ella, aprovecho para susurrarle al oído.

—No te muevas.

Asiente.

Entonces, retomo mi postura y llevo mi mano por debajo de su vestido rozando delicadamente su piel en el camino. Su braga se interpone entre mi mano y mi objetivo. Decidido aparto hacia un lado la tela, encontrándome con sus labios y la abertura dónde está ese punto excitante para toda mujer: su clítoris. Lo froto, y un gemido se le escapa.

—No rompas la regla —ordeno.

Deslizo dos de mis dedos de a poco en el interior de su vagina. Se estremece, pero no le hago caso, y los introduzco, esta vez, profundamente. Siento lo mojada que está, empiezo a deslizarlos dentro y fuera. Está estrecha como la última vez que mi pene se enterró en ella.

No aguanto más, y saco de mi bolsillo el preservativo. Bajo mi cierre, y expongo mi pene para cubrirlo con el condón. Alzo su vestido a la altura de su cadera y hago a un lado su braga, que descubro es de encaje blanco.

La penetro de un solo golpe, deja escapar un pequeño gemido roto. Sé que debe dolerle, porque está es una de sus primeras penetraciones, pero estrecha me gusta más. Muevo mis caderas acomodando mi pene en su interior.

Apoyo mi mano en la mitad de su espalda y empiezo a follarla. Sin piedad tan rápido como puedo, porque quiero ver en qué momento deja que desobedecer mi regla. La veo que recoge sus manos en puños, está aguantando cada embestida.

Su interior palpita, y se pierde entre la palpitación de mi pene. Siento que me corro, entonces doy un paso atrás saliendo de su vagina para dejar escapar el último chorro. Me quito el condón y lo lanzo por la ventana que se encuentra semi abierta.

Me acomodo mi miembro hacia dentro, y me acerco a ella que sigue en la misma posición en la que la he obligado a estar.

En ese instante, sé que es la mujer que he estado buscando.

—Levántate. —Lo hace—. Date vuelta.

Su vestido cae cubriendo su trasero desnudo que hace minutos lo poseía con gusto. Recojo de la cama mi saco y el cheque para entregárselo.

No habla solo me mira, pero por la poca luz que hay en la habitación igual logro ver lo desconcertado de su rostro. No entiende la experiencia que ha vivido, pero puedo asegurar que en el fondo le ha encantado.

—Ten. —Le extiendo el cheque.

Ella lo acepta y mira la cifra.

—Puedes hablar —digo.

—Lo siento, solo que... —No termina de hablar.

—¿Quieres irte?

—Sí. —No alza su cabeza a verme.

—Vamos. —Tomo su mano.

La saco del lugar hasta llegar a mi carro para llevarla a su casa. En su cara se refleja vergüenza, confusión y miedo, no es el mismo rostro de las demás, llenos de esperanzas y de querer algo más.

En el trayecto para llegar a su edificio. Echo un vistazo hacia ella que evade verme mirando los edificios que pasamos. No le hablo, ni ella lo hace.

Me estaciono, y bajo para abrirle la puerta, pero ella se baja antes de hacerlo.

—¿Cuándo será el siguiente encuentro? —pregunta seca.

Me detengo al escucharla.

—Yo te llamaré para que estés preparada.

—Está bien. —Se da la vuelta—. Adiós.

Y se va dejándome parado viéndola con su espalda desnuda perderse en el interior del edificio.

*Son las 1:12 a.m. en mi país, me quedé algo dormida, pero lo prometido es deuda. Así que aquí está el último capítulo de la maratón.

*Tengo que decirlo: Esto se descontroló.

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