Capítulo VI: Confesión

—¿Dónde estás? —pregunta Astrid, al otro lado de la línea.

Marqué su número, mientras ingresaba al ascensor apurada. Y ahora estoy esperando a que se abran las puertas para salir de este hotel.

¿Qué he hecho?

—Estoy saliendo del hotel. —Trato de no sonar angustiada.

—Te espero frente al edificio, ya estoy llegando. —Suspiro, porque no quiero estar un segundo más aquí.

—Por favor, no demores. —Cuelgo, y las puertas del ascensor se abren.

Siento una molestia en mi vientre, un dolor parecido al cólico menstrual. Se supone que la primera vez era mágica, hermosa y placentera. A la mierda con cualquiera de esos adjetivos, es una total mentira. Duele desde el inicio, y es incómodo en el proceso.

Camino hasta llegar a la salida, tanto la recepcionista como el portero del sitio me miran extrañados. Como si no entendieran porqué me estoy yendo. Evito sin éxito sus miradas, y salgo cuanto antes de ahí.

El aire abraza mi cuerpo, alzo la vista y Astrid está al otro lado de la calle, alzando la mano. Su rostro tiene una sonrisa de oreja a oreja; si supiera lo estúpida que fui, no tuviera esa expresión.

Los carros obstruyen mi paso, trato a toda costa de evitarlos. Mi imprudencia logra la molestia de algunos conductores que pitan para llamarme la atención. No me importa, qué piensen, porque lo único que quiero en este momento es saber por qué me dejé llevar por un hombre desconocido.

—¿Qué estás loca? —pregunta Astrid, en voz alta.

Me está retando, pero como no tengo ganas de discutir me hago la desentendida.

—Vámonos de aquí —le suplico.

—¿Y? —Ahí va, ese es la palabra con la que inicia cualquier interrogatorio.

—Te lo cuento en el apartamento.

Siento recorrer un aire por debajo de mi vestido, lo sostengo para que no se levante, al hacerlo me llevo una sorpresa. Olvidé malditamente mi braga, un plus más a mi lista de estúpidas acciones a mi día.

—Vamos a coger un taxi. —Astrid alza su mano, haciéndole parada a uno.

Se detiene, y con la astucia que la caracteriza, va hacia el auto y empieza a preguntar el costo. Al parecer es el idóneo, porque ella abre la puerta del copiloto para subirse.

—Espérame. —Me apresuro y subo en la parte trasera.

Miro por última vez el edificio, y es lo peor que hago, porque veo salir al hombre que me desvirgó mirando hacia todos lados con su camiseta a medio abrochar.

—Míralo —anuncia Astrid.

Al parecer no soy la única en darse cuenta de su presencia. Ella se empieza a reír, porque debe pensar que debe estar frustrado por lo excitado que debió haber quedado, y no sabe que ahora es él el que debe estarse riendo de mí por lo fácil que fui. Dejo rodar un poco mi cuerpo para que no me vea. Aunque a la distancia que estamos es imposible que logre hacerlo.

El taxista acelera, y con ello, dejo atrás mi dignidad.

—Idiota —murmuro para mí.

—¿Qué pasa London? —cuestiona Astrid, mirándome desde el espejo del retrovisor.

—Nada. —Bajo la cabeza.

Llevo mis manos hacia mi entrepierna.

—Bueno —dice, nada convencida.

No me interrogará, porque está el conductor. Sé que esperará a que lleguemos a nuestro hogar, y tal vez tenga que confesarle todo.

En la radio empieza a sonar chandelier de Sia, y el conductor de la tercera edad empieza a cantar apasionadamente, justo ahí me doy cuenta que en esta vida nada tiene una explicación razonable a los actos que por impulso cometemos.

Escucho reír a Astrid por lo bajo, contagiándome de su risa, y no reparo en reír a carcajadas.

—¿Algún problema? —El taxista detiene la marcha del carro, y nos mira a ambas.

—No, no... —me apresuro en decir.

Frunce el ceño, y voltea para seguir de nuevo en el volante.

¡Que frágil!

Unas cuantas cuadras más, y estamos al frente de nuestro edificio. Astrid se baja, y la sigo, le paga al taxista y él se marcha. No hablamos nada mientras ingresamos al edificio, y llegamos al apartamento.

Abre la puerta, ingresa a su cuarto y —sin tanta explicación— me dirijo al mío, cerrando la puerta al paso. Tiro la cartera al suelo. Me quito las extensiones, el vestido y zapatos. Dada las circunstancias, ingreso al baño, abriendo toda la llave de la ducha. Busco un punto en la pared en el cual concentrarme para hacer lo que estaba retrasando desde que me dejé doblegar por una mirada, unas caricias, unos besos y un jodido cuerpo.

—¿Por qué, London? —me cuestiono.

Las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas como el agua por mi cuerpo, una tras otras sin detenerse. Lloro, porque esa no fui yo. No era real cuando me entregué a ese hombre. La verdadera London no hubiese dejado que alguien la tocara aun después de saber que él no quería nada más allá de sexo.

Me enjabono y con la esponja empiezo a restregar mi cuerpo con la idea de que sus besos, tacto y olor se irán con las lavadas. Mi corazón se rompe en pedacitos, y no ha sido por un amor, sino por una follada.

Termino de lavarme, cojo la toalla y salgo del baño, buscando entre mi ropa lo más sencillo para ponerme, encontrando al paso una camisa blanca larga y holgada.

—¡London! —grita Astrid, golpeando insistentemente la puerta.

Me apresuro en abrirle.

Su mirada empieza a examinarme de pies a cabeza, sabe que algo me pasa, y no estará dispuesta a irse sin saberlo.

—Entra —resuelvo decir.

Prendo la televisión buscando algún canal con un programa que me distraiga. Me siento en la cama, y ella me acompaña haciendo lo mismo.

—¿Cómo te fue? —Me pongo rígida.

—Lo importante es que cumplí con el reto. —Esquivo su pregunta.

No la miro, pero inesperadamente me coge de los hombros y me hace obligar a mirarla.

—¿Te hizo algo? —Suena preocupada.

No le digas, London.

No lo hagas...

—Me acosté con él —Me mira confundida.

—¡¿Qué?!

—Lo que escuchaste, ya no soy virgen. —Una lágrima sale por el rabillo de mis ojos.

Me suelta y se levanta de la cama para empezar a caminar de un lado al otro en mi cuarto.

—No puedo creer que lo hayas hecho. —Se lleva sus manos a su cabeza, sé que se siente culpable por alentarme a realizar el juego.

—Ni yo —murmuro.

Recojo mis piernas.

—Nena. —Se acerca a mi lado, abrazándome fuertemente—. Lo siento.

—No. —Empiezo a sollozar—. Fui yo quien dejé que al final me tocara.

Se separa de mí y me seca el rostro con su blusa. Me agarra la barbilla y me da una sonrisa.

—No te sientas mal, si quieres saber... —Me vuelve a abrazar, y susurra a mi oído—. Yo perdí mi virginidad con un viejo de cincuenta años.

Me desprendo de ella, pero esta vez soy yo quien la agarra de los hombros para exigir una explicación de lo que me acaba de decir.

—¡¿Qué?!

Se ríe. —Es broma, solo quería hacerte sentir bien por unos segundos.

La suelto, y agarro mi almohada para golpearla.

—¡Loca! —le grito.

No deja de reír.

—Lo siento, pero si tú hubieses visto tu cara al confesarte eso... —Empieza a toser—. Tú también estuvieras riendo.

Me echo a reír, y el sonido retumba en la habitación, y parece hacerse eco de las paredes.

—Cállate —ordena Astrid—. Los vecinos nos van a oír.

Me acuesto frustrada, y ella se tira colocándose a lado mío. Miro hacia la televisión, y veo que hay una película donde la chica le pide a su amante que no la abandone.

Patética.

—No quiero ser como ella —me oigo decir.

Astrid se acerca a mí, abrazándome por la cintura.

—No —hace una pausa—, tú eres menos patética.

Sonrío, porque ella ha pensado en el mismo adjetivo.

—¿Y si no encuentro a alguien que me quiera? —suelto incrédulamente.

Alza su rostro para mirarme con el ceño fruncido, lográndose sentar.

—Espera London, ¿estás pensando que por no ser virgen no habrá alguien que te ame y respete?

—Sí —admito.

Malditas películas de amor y malditos libros eróticos... en casi todos, la protagonista es virgen, y termina por enamorar con su pureza locamente hasta el más jodido de los hombres. Me hacen ver que en un mundo donde las mujeres son liberales, una mujer pura es como algo extinto, volviéndose codiciada para los hombres.

Y pensar que estuve a punto de meterme en esos grupos de castidad.

—¿Segura que no te drogaron? —Me da un manotazo en el rostro.

—¡Auch!

—Era para que reacciones. —Se encoje de hombros—. No puedes pensar eso, porque lo que te pasó no te hace menos que nadie.

—Lo siento. —Me siento, y ella agarra mis manos.

—Júrame que no volverás a sentirte así. —Me mira expectante.

Asiento.

—Lo juro.

—Al menos dime, ¿su pene era grande? —Guiña un ojo— Porque si fue así, debió dolerte.

Baja su mirada a mi vientre.

—Eres una... —le golpeo el hombro.

No termino de hablar, y ambas estamos riendo, cayéndonos a golpe, terminando en el suelo como dos locas amigas, cada una rayada a su manera.

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