III. Deudas y promesas rotas
Ya le estaba comenzando a doler la cabeza, un fuerte dolor en su frente, de una forma que le decía que estaba llegando a su límite.
No se trataba de que no había comido bien en días, o lo poco que había dormido; era el hecho de imaginarse lo que debía hacer lo que la enfermaba. Solo existía una forma que conociera para conseguir tanto dinero en esa ciudad: servir a un Señor de Tarnis; y para su mala y buena fortuna, ella ya tenía un trato con uno.
Había llegado a su casa ya hacia un buen rato y ahora estaba sentada en la mesa, con una mano apoyada en la frente y los ojos clavados en su hermana que seguía tan profundamente dormida como la dejó horas atrás. Su conciencia la mortificaba mientras trataba inútilmente de controlar el temblor de sus manos.
Las ideas que le cruzaban la cabeza eran los presagios de lo que sabía que haría; pero tenía algo claro, una única cosa sin importar lo que tuviera que hacer, y esa era que no la iba a dejar morir.
Respiró hondo, tan hondo como pudo, y soltó el aire lentamente cerrando los ojos.
-¿Por qué tienes esa cara?
Raizel levantó la cabeza en seguida y vio a su hermana con los ojos oscuros entreabiertos, mirando directamente hacia ella.
-¿Te estabas haciendo la dormida? -preguntó sentándose recta discretamente, intentando lucir lo más serena y tranquila que pudo.
-No, no lo estaba. ¿Por qué tienes esa cara?
No respondió de inmediato, y Aina comenzó a ponerse de pie ante su falta de respuesta. Raizel se levantó enseguida al verla y corrió a ayudarla, pero al llegar Aina ya estaba de pie. La niña del cabello rojo la contempló un momento antes de estar demasiado cerca y tuvo la ligera impresión de que estaba mucho más pálida que esa mañana.
-No tengo ninguna cara. -respondió ella, sabiendo que cualquier intento de desviar su atención no iba a servir de nada- Es solo que ya estaba preocupándome de que no despertaras rápido. Nunca te habías dormido tanto tiempo, estamos a pocas horas de que se ponga el sol.
Aina asintió satisfecha por la respuesta, se acercó a Raizel y la tomó de la mano con duda.
-Estoy bien, tranquila. Pero... ¿me puedo comer el pan que quedó?
Raizel no pudo evitar sonreír, no con el tono despreocupado en el que su hermana hablaba, y la guió a la mesa aún cuando sabía que estaba mintiendo y que sólo quería desviar su atención. Le trajo la hogaza sobrante acompañada con una pequeña porción de carne seca que había estaba guardando para una ocasión especial -que ya no tenía sentido seguir esperando por como estaban las cosas- y dejó a su hermana en la mesa. Luego, comenzó a resolver sus propios asuntos, cosas simples que no había tenido tiempo de hacer y que ahora harían lo único que ella no podía sola: distraerse.
Empezó con la cuenta pendiente que había dejado esa mañana, revisó todo lo que faltaba y preparó el fardo que utilizaba al recolectar las hierbas para la salida que haría en unas horas. Alistó la comida que sobraba, poco más que dos raciones, y salió afuera con un poco de agua de su vasija para lavarse las manos y la cara, e hizo lo mismo con su hermana cuando acabó de comer. Arregló lo mejor que pudo los huecos de su vestido y en todo el rato, sin parar un momento, Aina pasó contándole el sueño que tuvo donde ambas estaban nadando en el río Agres. Raizel tuvo que prometerle que irían un día de esos luego de que insistió por novena vez.
-Iremos a nadar al río antes de que se acabé la caída; antes de que el agua se ponga muy fría y ya no puedas nadar en ella, pero ya deja de pedirlo tanto. Te llevaré, es una promesa.
-Pero se hará invierno, el agua es mejor ahora. Además de que esta es la temporada donde hay peces, quiero verlos de nuevo. No he ido hace años.
-No son años, apenas un par de ciclos -Negó con la cabeza, entre el desacuerdo y la diversión-. Quisiera llevarte, que también me gustaría nadar contigo, pero ahora no puedes.
-Solo sería un rato, si podríamos. Además, tú eres la que no me lleva, siempre vas a recoger agua tu sola y nunca me dejas acompañarte -protestó Aina con el sueño fruncido.
Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la manta que le servía de colchón mientras veía a su hermana acomodar las pocas cosas que tenían en el baúl de su cuarto.
-No es que no te quiera llevar, no puedes; además, cuando voy tú estás dormida porque siempre hago eso mucho antes de que salga el sol. A esas horas tú no te despertarías ni porque se cayera la casa encima -Raizel rio y se levantó hacia su hermana con una manta en la mano-. No te enojes por cosas así y mejor levántate para poner esto sobre el piso, te sentirás más cómoda con una manta debajo.
Aina levantó la cabeza sorprendida, encogiéndose de hombros poco a poco.
-Yo estoy bien, esa úsala tú.
-A mí me gusta el suelo -respondió Raizel.
No sabía cómo explicarlo, pero lo presentía. Algo no estaba bien.
-En serio...
-Aina, muévete de ahí -la interrumpió antes de que su boca pudiera salir otra palabra.
La niña obedeció. Se arrastró fuera de su cama y Raizel levantó la manta con prisa. El olor tan particular de la sangre le invadió la nariz. No la había reconocido antes, estaba en el ambiente, fuertemente arraigado al hedor de Tarnis que se filtraba entre las maderas; por lo que no lo había reconocido ni porque se encontraba justo en frente. Un pedazo de tela cubierto de sangre negra, de un tono que recordaba muy bien, estaba doblado sobre el suelo manchado ligeramente de sangre vieja y seca. Lo tomó en sus manos, mañnchandose los dedos entimecidos, y contuvo las ganas de rasgarlo hasta volverlo pedazos.
-¿Qué significa esto Aina? ¿Desde cuándo? -sus labios hacían una línea muy fina, pero para fortuna de su hermana su cabello rojo le cubría el rostro.
-Yo te lo iba a decir, es solo que...
-Nada -musitó- Es solo que nada. Esto no era algo que podías ocultar, no era algo que debías ocultarme a mí.
La pequeña la miró fijamente, a sus claros ojos verdes que se habían enegredido de ira, pero en seguida agachó la cabeza y comenzó a llorar. Primero despacio, luego cada vez más y más fuerte hasta que sus lágrimas ni siquiera le permitían respirar con normalidad. Su pecho subía y bajaba, y enseguida comenzó a toser de nuevo.
A Raizel solo le bastaron unos segundos para agacharse a su lado y abrazarla fuertemente, tan fuerte que tuvo miedo de romperla.
-¿Cuándo pasó, Aina? -dijo despacio, su rostro estaba dolido, con una mirada de tristeza tan grande que a Ainara le ganaron de nuevo las lágrimas.
-Hace unos dos cuartos, no lo sé, antes de la última luna -balbuceó entre dientes-. No quería que te preocuparas, ibas a pensar que estaba como mamá, no quería que pensaras que iba...
Su boca se frunció hacia abajo y las lágrimas calientes comenzaron a correr por sus mejillas otra vez. Se tiró a los brazos de su hermana y enterró la cabeza en su pecho en busca de consuelo.
-Eso no va a pasar. No será así, esta vez será diferente. No terminarás igual que mamá -Contuvo el aliento antes de decir la última palabra, no la había dicho en años-. Debiste decírmelo Aina, por lo menos hubiera intentado hacer algo.
Ninguna de las dos dijo otra palabra, se quedaron de esa manera por un buen tiempo, hasta que Ainara se quedó dormida y Raizel la acostó sobre las mantas una vez más. La cubrió bien aun cuando llevaba su vestido de mangas largas, y al acabar se levantó de prisa, tomó el fardo que había dejado sobre la mesa y salió de su casa corriendo.
Caminó largo, internándose cada vez más en el bosque muerto que rodeaba Tarnis sin dirección fija, posando apenas sus ojos en donde estaba pisando o a dónde está yendo; perdiendo la noción de donde se encontraba conforme veía pasar los mismos troncos marchitos y grises, oscureciendo el camino con las sombras que proyectaban sus troncos y las ramas de sus copas que se entrelazan a través de todo el bosque. La luz era ya bastante rojiza y las piernas comenzaron a quemarle por los golpes que se daba contra las ramas que no se tomaba la molestia de esquivar.
Solo caminaba, caminaba con ímpetu, sin la más mínima intención de detenerse.
De repente, cuando estaba ya lo suficientemente alejada como para ver Inferno a través de las copas desnudas de los árboles si se hubiera dignado a levantar la vista, se detuvo súbitamente en su lugar, mirando a un grueso árbol al lado de una gran roca, con docenas de piedras apiladas cubriendo una entrada en la base del tronco.
-¿Por qué estoy...?
No recordaba cómo había llegado; cuando. No sabía cómo sus piernas podían haberla traicionado de una forma tan horrible y a pesar de darse cuenta donde estaba, estas se rehusaban a obedecerle e irse. En su lugar, siguió caminado; mucho más lento, mucho menos segura; hasta que su palma tocó la fría y áspera corteza, sintiendo el árbol y lo que había en él. Toda fuerza que le quedaba se perdió al rozar la madera, y ya no pudo contener el llanto.
-Lo siento... Lo siento mucho. No he podido cumplirte la promesa que te hice. Dije que la cuidaría, que la protegería, que no permitiría que nada malo le pasara; pero no he podido cumplir nada. Te prometí que estaríamos bien, pero si puedes, si pudieras vernos... -Lloraba inconsolablemente, apoyando la frente y las manos contra la manera hasta sentir la corteza marcándole la piel- Seguro que no me mirarías igual. Yo te prometí que nunca haría algo que hiciera que mereciera estar aquí, pero tampoco pude cumplir eso -las lágrimas se detuvieron, reemplazadas por un tono frío, tan lleno de desprecio que el dolor fue fácilmente superado por su ira-. Yo he hecho cosas horribles, pero no se puede vivir aquí sin hacerlas. Tú lo sabías. Papá, Víctor, todos ustedes lo sabían y por eso hacían lo que hacían. Y yo también haré eso -Separó su mano del tronco despacio, tomándose su tiempo por que una parte de ella sabía que no iba a volver-. La salvaré, no importa lo que tenga que hacer. No quiero que ella muera, no quiero quedarme ahora si completamente sola. Quiero cumplir aunque sea eso mamá.
El polvo y sus lágrimas manchaban su cara, ya no estaba llorando, pero se sentía tan miserable y herida como si lo siguiera haciendo. Le dolía el pecho y ya no quería seguir un solo segundo más pisando ese sitio. Se dio la vuelta entre gimoteos, con un semblante devastado, y dio un solo paso al frente aferrando la mano que había tocado el árbol fuertemente contra su corazón.
Fue lo único que pudo hacer antes de sentir como se caía a pedazos.
Raizel agachó la cabeza y se tambaleó para atrás varios pasos en busca de equilibrio, sus pies parecían fundirse con la tierra cada vez que tocaban el suelo y el aire daba la impresión de silbar con un sonido que destrozada sus oídos sin poder reconocer si se trataba de sus propios gritos o el sonido que hacía todo a su alrededor al desmoronarse, como si la tierra se sacudiera tan intensamente hasta rugir.
Alzó la frente en un intento desesperado por que el aire le entrara en los pulmones y los vio. Cientos de hilos brillantes y transparentes flotaban a su alrededor y se perdían mucho más allá de las copas desnudas se los árboles. Salían de la tierra, de los troncos, de las hiervas, del mismo aire; y se fundían en el espacio de una forma tan natural como el reflejo en el agua. Había cientos, miles, tantos que no podía contarlos y sólo podía admirar como todo parecía llenarse de vida.
Pudo verlo, por una fracción insignificante de segundo antes de que todo volviera a desaparecer.
Las luces se habían ido, y al darse cuenta de eso, sintió cómo en su interior algo se rompía y el dolor comenzó a irradiar desde su pecho hacia la base de su cabeza. Le dolía, podía sentir el flujo de sangre en el cráneo como si se estuviera quemando por dentro, de una forma tan intensa que cayó de rodillas gritando. El tiempo pareció detenerse, el cielo se alejaba, y cada pequeño haz de luz desapareció por completo.
Al abrir los ojos, solo vio que la luna brillaba en lo más alto del cielo, y eso apartó cualquier confusión que sentía. Se había hecho demasiado tarde.
De un solo salto se puso en pie, y aún con la sensación de que se iba a romper si hacía un movimiento, se puso a correr tan rápido que ni siquiera ella misma podía distinguir lo que pasaba al lado suyo.
Algo estaba mal y jamás se había sentido tan segura de algo en toda su vida.
Tardó muy poco tiempo en llegar a casa, aunque el trayecto le pareció interminable, y cuando por fin pudo ver la silueta difusa de su cabaña entre la negrura, le ardía la garganta por el ritmo irregular de su respiración. La extraña sensación de angustia que yacía en su pecho no la había abandonado ni un minuto. Sabía que algo pasaba, algo malo, y las huellas de varios pies frente a la entrada de su casa solo lo confirmaron de una forma aterradora.
Corrió lo más rápido que le permitieron sus pies y empujó la puerta de un solo manotazo. La cerradura estaba rota, y la madera astillada demostraba cuánta fuerza se había requerido para entrar. Sus ojos pasaron rápidamente del suelo donde se encontraba la cerradura hacia el interior de la habitación, en busca de cualquier cosa que le dijera lo que estaba pasando.
Abrió la boca ahogando un grito cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luminosidad que brindaban un par de velas en las repisas de las paredes.
Había un pequeño cuerpo sobre la mesa, el cabello oscuro regado alrededor de su rostro golpeado e hinchado. Tres hombres estaban parados alrededor del mueble y en la esquina más lejana un cuarto estaba sentado, con las piernas cruzadas y una expresión de extrañeza y pesado deleite mirando hacia la puerta por donde acababa de pasar.
No pudo decir nada, ni el primer segundo, ni diez después, y fue el hombre que estaba sentado quien habló primero.
-Acostumbro que se queden callados, pero que tú, Niña del cabello rojo, lo haga, es algo que me... sorprende; creo que es la palabra. Pero llegaste a tiempo, estábamos aburriéndonos de esperar -se rio por lo bajo, incorporándose en su silla con aire orgulloso y descuidado, retirándose el cabello de la cara cuando unos mechones grasientos le cubrieron los ojos- Llevamos aquí unas dos horas, te juro que si no llegabas iba a perder la paciencia.
Raizel lo regresó a mirar despacio, con los ojos abiertos y los puños apretados como señal de que ni siquiera se permitía respirar. Lo conocía, por lo menos de nombre, pero el collar de plata colgando de su pecho con la espada y la media luna le confirmaron de quien se trataba. Brell, el Señor de la ciudad, uno de los cinco Señores de Tarnis, y el tercero con más poder.
Y solo había dos razones para que estuviera allí.
-¿Qué demonios le hiciste a mi hermana?
Fue lo único que logró pronunciar lo suficientemente despacio para que pudiera controlarse. Apenas podía retener el impulso se avalanzarse y matarlo.
-Pues no lo suficiente, eso te lo aseguro -comentó uno de los hombres con marcado disgusto.
-Cállate, Sair, lo que no sucede no necesita ser mencionado -le reclamó Brell molesto, y luego, dirigiéndose a ella, añadió: - No tiene nada grave, unos días y estará tal y como la encontramos, aunque no se le habría tocado ni un pelo sino hubiese intentado huir como lo hizo. Ellos estaban algo impacientes porque dejara de moverse de una vez. Espero que esto no arruine la primera impresión de mí, aunque supongo que ella te importa mucho si me miras con esa cara; hace mucho que no me miraban así por alguien más. Pero será mejor que bajes esa mirada, tenemos que hablar y es irritante que a uno lo miren de esa forma cuando solo quiere conversar tranquilamente.
La niña del cabello rojo comenzó a acercarse a su hermana, miró a los hombres que estaban delante suyo, y luego contempló a Aina. Estaba viva, podía notar su débil respiración, pero apenas si podía subir su miraba más allá de su cuello. Su cara estaba roja, con tanto color como no le había visto en ciclos.
-Puedes bajarla de la mesa si quieres, creo que es difícil para ti mirarla así.
-Lo haré, aunque no me hubieras dicho nada.
Tomó a su hermana en brazos, su cuerpo demasiado caliente y demasiado ligero, y la sentó al otro lado del cuarto, acomodándola en la esquina lejana.
-Ya que sigues ocupada, hablaré y escucharás. Creo que sabes porque estoy aquí, me han dicho que eres astuta, y seguro sabes cómo funcionan las cosas; vengo por una compensación. Tengo un puesto vacante en mis filas, y seguro sabes de quien fue la culpa.
-Yo no he matado a nadie, culpa a los niños de los basureros si es que quieres que la mitad de Tarnis se quede sin poder comer los cadáveres que esos bastardos te dan. A ver si no tienes una revuelta como hace años y te comen vivo a ti primero.
-Tal y como los rumores decían, buscas que te maten cada que abres la boca -Brell sonrió, enseñando una sonrisa repugnante-. No culparé a los niños, pero si culparé a la que le metió en el ojo un cuchillo a mi hombre. No lo mataste, pero lo heriste, y hasta una niña sabe lo que le pasa a alguien por herir a uno de mis hombres, solo que no quiero cortar unas manos que me puedan servir tan bien, y ahora que te veo, sería un desperdicio dejarte lisiada muy aparte de lo que quiero de ti.
Metió su mano en su abultado abrigo de piel y extrajo un objeto del tamaño de su puño. Raizel no podía verlo con claridad, ni siquiera con la luz de las velas que estaban cerca de él, pero cuando se levantó y lo depositó en la mesa y escuchó el sonido metálico que produjo, pudo adivinar de que se trataba.
-No.
-Vamos, ni siquiera me has escuchado para que digas eso. Y, Niña del cabello rojo, no vine aquí a escuchar un no.
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