II. Discusiones y acuerdos
Raizel tomó los brazos extendidos de Aina con delicadeza y la ayudó a levantarse lo más lento que pudo. Sujetándola tan despacio que una parte de ella tenía miedo que cayera.
—¿Qué hay de comer? —preguntó tambaleándose ligeramente de un lado a otro.
—Ya lo verás, no te diré nada. Deja de querer arruinar mis sorpresas tan rápido. —rio y se separó de Aina sin prestar atención al crujir de sus huesos—. ¿Quieres que te ayude con los zapatos?
—No, yo puedo sola.
Raizel dio un ademán de sonrisa y le frotó la cabeza como siempre hacía.
La niña del cabello rojo tomó la áspera manta del suelo y cubrió los hombros de su hermana antes de comenzar a caminar hacia la otra habitación. La mañana no era fría para ella, pero sabía que no podía arriesgarse ahora que el frío llegaba y el aire se filtraba por las rendijas entre las tablas de madera. No sabía aún como iba a hacerlo, pero tendría que conseguir una buena manta de lana y ropa abrigada antes de que el invierno las sorprendiera y tuvieran que pasarlo tan mal como el anterior.
Salieron del cuarto y la pequeña se quedó muy quieta de repente cuando llegó a su silla.
—¡Es pan! —exclamó con la voz quebrada cuando vio la que estaba sobre la mesa.
Casi corrió a sentarse, con más energía de la que Raizel le había visto tener en días.
—Si, pan, conseguí un rico pan de trigo para comer —sonrió arrugando la nariz mientras se sentaba en la silla contigua a la de su hermana. Tomó una de las hogazas, partiéndola desproporcionadamente por la mitad—. Ten, pruébalo.
Aina lo tomó lo más rápido que pudo y se la llevó a la boca.
—¿Cómo te sientes, Aina? ¿Estás mejor? —inquirió luego de ver cómo se comía el último pedazo de blanco y esponjoso pan.
—Bien. —respondió rápidamente— Mejor, me siento bien —continuó, mirándola a los ojos, con la comisura de la boca torcida para un lado.
No había señal más clara de que estaba mintiendo.
—No sabes mentir, no lo hagas si no puedes hacerlo bien. ¿Ya te tomaste tu medicina?
No esperó a que le respondiera después de que pasaron los primeros cinco segundos. Se levantó rápidamente y abrió un mueble al otro extremo de la habitación: un armario poco profundo y alto, repleto de hierbas, jarrones y porciones de comida esparcidas por las repisas. Tomó un manojo de hierbas de aquí y allá, enojándose al darse cuenta que ya no le quedaban muchas; y las arrojó todas dentro de un cuenco de madera. Puso una cacerola con agua encima del fogón, encendió la leña, y luego vertió las hierbas después de triturarlas muy bien. No tardó mucho en hervir y lo sirvió aún humeante.
—Tómatelo todo, caliente es mejor, y en serio Aina, debes tomarte esto sin importar que yo no te lo pueda dar. No siempre estoy aquí. No puedes esperarme si se me hace tarde.
Aina agachó la cabeza, tomó la medicina y se la acabó de un solo sorbo, sin prestar atención al sabor amargo y rancio que le raspaba la garganta.
—Ya, terminé —exclamó despacio y sin gana alguna.
Raizel asintió y la dejó sentada frente a la mesa mientras comenzaba a arreglar todo lo que había desordenado. El ambiente se tornó demasiado silencioso después de eso, tan silencioso como para poder escuchar los molestos ruidos provenientes de Tarnis, con más claridad de la que a cualquiera de las dos le agradara.
—¿Hermana, puedo comer el otro? —preguntó Aina de repente, rompiendo la calma que se había apoderado de la casa.
Raizel dejó de contar las hierbas que le faltaban y la regresó a mirar. Sus ojos negros estaban tristes y morados como si la hubieran golpeado. Estaba pálida, tanto como los cadáveres regados por Tarnis y apenas tenía fuerzas para hablar. Por supuesto que estaba hambrienta, ella igual lo estaba, era su primera comida en dos días.
—Pues... —Se quedó pensando, regresando a mirar a su hermana y al pan en la mesa una y otra vez.
Pero enseguida suspiró y dejó caer los hombros. No podía negárselo.
—Si, vamos, cómetela.
—¿Te guardo la mitad?
—No, yo comí algo de camino a casa, además en un rato saldré a ver qué más puedo conseguir. Cómetelo todo, ¿verdad que estaba rico? —le sonrió, apartando la vista para concluir lo que estaba haciendo.
—Si, mucho, ¿dónde los... conseguiste?
Raizel se mordió la lengua por la última palabra. Era obvio de dónde las había sacado, pero sabía que su hermana tenía cuidado de que palabras utilizaba con ella. Dónde los conseguiste era mucho mejor que decir dónde los robaste.
—Por ahí, estaban por ahí y las tomé —Se volteó para mirarla y cerró con fuerza el mueble— Más bien, no importa de dónde las saqué, la comida es comida, lo importante es que te quite el hambre y ya. —Observó cómo su hermana comenzó a asustarse por lo enojada que salieron sus palabras e hizo un gran esfuerzo por calmarse. Odiaba perder la cabeza cuando estaba con ella— Lo siento, no quise decirlo así. Pero no te preocupes, fueron fáciles de obtener en todo caso, —mintió— veré si otro día puedo traerte otros, así que cómelo.
—No, está bien, ya no quiero, lo comeremos mañana tú y yo.
—Si lo quieres, no me digas que no cuando hace poco no más te dije que no mintieras —Raizel comenzó a caminar hacia ella y la tomó dulcemente de los hombros cuando estuvo a su lado—. Tú la necesitas más que yo hermanita, lo sabes.
—¡Deja de decirme eso! Siempre dices lo mismo y no es cier...
Aina dejó de gritar de pronto. Su respiración se cortó y ni su hermana pudo reaccionar tan rápido cuando se precipitó para un lado, deslizándose del suave agarre de sus dedos a causa de la tos que hacía que se sacudiera con violencia. Su cuerpo cayó al suelo, encogido en sí mismo de la fuerza que hacía; sus ojos se cerraron fuertemente y Raizel se agachó demasiado tarde para intentar sujetarla. La niña del cabello rojo gritaba, pero sus gritos se escuchaban ya demasiado lejos para Aina, demasiado perdidos entre el dolor y luego entre la oscuridad que no dejó nada.
El silencio era una de las cosas que más odiaba estando ahí. Jamás hubo silencio antes. Sus voces, las risas, el crepitar del fuego; antes cualquier cosa llenaba el silencio con demasiada facilidad, pero ahora tenía que aguantar el eco de sus propios pensamientos golpeando en su cabeza. Sentía rabia, tanta como para enterrar las uñas en sus palmas de lo fuerte que estaba cerrando las manos. No estaba bien que lo hiciera, no debía hacer algo así en su casa, pero la única persona que le podía decir algo estaba delante suyo sin conciencia, acostada en el frío y áspero suelo mientras ardía en fiebre.
No podía mirarla a la cara, no sin imaginar cómo acabaría.
—¿Por qué tú también tienes que estar así? —susurró con desprecio, estirando su mano hacia el cabello castaño de su hermana esparcido sobre el suelo.
Sus dedos pasaron suavemente entre las hebras, acariciándola como no lo había hecho desde hacia mucho, pero enseguida se levantó desesperada aguantando las ganas que tenía de ponerse a gritar. Salió del cuarto en un segundo, abrió la puerta de la casa y fue a parar al exterior, intentando que el aire le quitara las náuseas. Retiró los cabellos de su hermana que se habían enredado en sus dedos como si le estuvieran quemando la piel y los arrojó lejos de ella con una mezcla de ira y desesperación en su rostro. Quería gritar, pero no podía ni siquiera hacer eso. Se encaminó al árbol viejo y quemado frente a ella, erguido alto y completamente desnudo hacia el cielo gris y sin vida. La madera estaba lascada, hecha trizas en el centro y no pudo evitar comenzar a golpear el mismo punto una y otra y otra vez hasta que sus nudillos comenzaron a sangrar y tuvo que detenerse antes de darse el gusto de romperse las manos. Respiraba cortadamente, aspirando con mucha más fuerza de la necesaria el aire que apestaba a sangre.
Solo pudo dejarse caer contra el árbol luego de que se cansó de estar de pie. Sus ojos amenazaban con humedecerse, pero no iba a permitirlo.
Recostó su cabeza en el tronco, mirando sus manos salpicadas de sangre.
«Y hago esto y no logro nada. —sentenció con pura rabia en su cabeza— Sin importar cuánta medicina tome no va a mejorar, solo estoy haciendo tiempo y de igual forma no sirve de nada»
Golpeó de nuevo el tronco con el codo y tuvo toda la intención de dar un segundo golpe sino hubiera escuchado unos gritos cercanos que la pusieron rápidamente en alerta, para después desaparecer tan de repente como habían llegado.
Raizel se puso de pie después de que pararan, aún suspirando tratando inútilmente de calmarse.
—No voy a quedarme aquí. —Se quedó pensando un momento, luchando consigo misma para decidirse— Aún hay algo...
No terminó de hablar cuando se metió a su casa sin perder ni un segundo. Entró a su cuarto y abrió el baúl al fondo de la habitación, tomando la capa negra y algo vieja que estaba en la parte de arriba, poniéndosela encima de prisa y saliendo tan rápido como vino. Se detuvo en la puerta a punto de salir y regresó para darle a Aina un beso de despedida antes de cerrar la puerta con seguro detrás de ella. Caminó con paso rápido por el bosque con dirección al este, atravesando los troncos secos y grises uno tras otro hasta que vio el agua oscura del río Agres con su rápida corriente alejándose hacia el sur. Se paró en la orilla del rio, tratando de no ver al otro lado, donde las tierras de los Señores de Tarnis comenzaban, y siguió esa orilla pedregosa por mucho tiempo. Era el camino más largo, pero no iba a cruzar por Tarnis sino era estrictamente necesario que lo hiciera; y, en esa ocasión, no sabía si por lo menos aquel viaje valía la pena. La verdad no sabía siquiera si seguía vivo después de no escuchar de él por más de seis ciclos.
Pero toda duda se despejó de su cabeza cuando vio la pared del hoyo, la cascada y la cabaña sobre la saliente de roca a un costado, de donde se elevaba el humo de una fogata pequeña.
Disminuyó el paso cuando estuvo cerca, acostumbrándose al sonido que detestaba del agua al golpear las rocas y preparando muy bien qué es lo que iba a decir.
La niña del cabello rojo se paró frente a la fogata cuando llegó delante de la cabaña, y miró detenidamente, con la cabeza bien en alto y la expresión más dura que podía poner, al hombre que estaba sentado frente al fuego, meneando una cuchara de madera en el guiso que se estaba cocinando.
—Hola Danator.
El hombre sonrió ligeramente, pero no le dirigió ni siquiera la mirada ni le respondió hasta que el guiso estuvo listo y se lo sirvió en un cuenco de madera.
—Buenas petirrojo, no esperaba verte ni siquiera muerto, es una muy desagradable sorpresa. ¿Qué te trae hoy aquí? Si me dejas saberlo claro —dijo en un tono irónico mientras le dirigía una mirada de desdén con unos ojos café oscuro lúcidos y tramposos.
—No vine aquí para escuchar tus bromas sin sentido, estoy aquí por negocios. —contestó con tono altanero, sin dejar de mirarlo a la cara— Necesito que me consigas algo.
El hombre la quedó mirando con una sonrisa cínica, se levantó del tronco en el que estaba sentado y dio un largo y fuerte suspiro.
—Maldita actitud que tienes, para ser una miserable niña de doce años tienes demasiada confianza y muy poco control en esa maldita lengua. Terminaras muerta en los basureros de cadáveres si sigues así, pero antes cualquiera te hará pagar por todo lo que dices —Se pasó la mano por su cabello castaño encanecido y volvió a verter su comida en la olla sin probarla—. No voy a disfrutar de mi comida hasta que te hayas largado. Si vienes por negocios entra a la casa de una buena vez.
Caminó hacia la puerta y se paró a un costado para que ella pasara primero. Lo hizo de mala gana, pero pronto ambos estuvieron dentro. Raizel le hecho un rápido vistazo a todo; solo había visto esa casa una sola vez, pero nada había realmente cambiado desde entonces. La cama seguía en la parte de atrás, la mesa con solo dos sillas en el centro y un fogón a un lado intacto como hacia años, sin señales de uso. La niña del cabello rojo lo acompañó hasta la mesa y se sentó después de él, aguardando ambos a que alguien hablara.
—Si eres tú la que llega a mi casa, con ese aire de gran cosa, la que debe hablar eres tú —rezongó Danator comenzando a tamborilear los dedos sobre la superficie de madera.
—Necesito que me consigas una medicina —dijo Raizel.
—Depende de cual, se más específica.
—Metarium.
Danator la miró por un minuto, analizando su expresión seria, y levantó las cejas sin poder creer lo que había dicho. Los ojos se le agrandaron y las arrugas se marcaron en su frente. Pareció más joven; varios años menos se le restaron cuando una risa incrédula salió de sus labios.
—¿Estás hablando en serio? ¿Metarium? ¿sabes si quiera para que sirve? —Meneó la cabeza de un lado a otro— ¿sabes, por lo menos, así una pequeña noción, dónde demonios se consigue?
—Tanto como tú sabes dónde demonios se consigue. No debería sorprenderte ¿no crees? Eres el único distribuidor de Lo Alto; no vendes a cualquiera, eres peor que los malditos del Callejón de Plata, pero tú puedes conseguir cualquier cosa de Sina, cualquier cosa incluso de Farya -Raizel sonrió por el cambio de su cara, de cómo ahora toda la risa se fue y quedó únicamente la sorpresa—. No me preguntes cómo lo sé, Tarnis habla.
—Así que es verdad que estás con El Señor de la Plata. Has caído más bajo que yo entonces, de otra manera no supieras nada de lo que hablas. Maldita asesina.
Sus palabras eran venenosas, con la intención de molestarla de algún modo, pero el coraje lo envolvió por dentro cuando no vio ninguna reacción por parte de la niña aparte de un levantamiento de hombros sin la menor señal de que sus palabras le hubieran llegado.
—Solo quiero que me digas si puedes conseguirlo. De mí no hablamos.
—Pues no, no puedo, jamás he tenido ni la más remota posibilidad de tener esa medicina. Ni siquiera cuando hubo aquí la gran peste.
Raizel se levantó de su asiento con fuerza, estampando los puños con la sangre seca sobre la madera y tirando la silla a su espalda.
—¡Mentiroso! —gritó, con todas las ganas de subirse a la mesa y golpearlo hasta que lo admitiera; pero eso no iba a arreglar nada. Se detuvo y se tranquilizó, lamentando haberle dado el gusto de verla molesta— Sé que la puedes obtener, no hay nadie en este lugar que pueda obtener algo de Farya sino eres tú; tú eres el que les da a los Señores de Tarnis lo que piden. No me vengas con que no puedes hacerlo.
La niña esperó un segundo, pero nada en el semblante del hombre que estaba frente a ella daba la impresión de que fuera a cambiar de opinión. Tenía que hacerlo en ese momento o nunca, aun cuando la simple idea le revolvía el estómago.
—La medicina es para Ainara, Danator. Así que te lo volveré a preguntar si es que aún puedes recordarlo a él: ¿puedes conseguirla? O, mejor dicho, ¿quieres hacerlo?
Todo se quedó en silencio.
—Si puedo conseguirla —bramó apretando los dientes, luchando con las ganas que tenía de negarse—. Pero te lo advierto, no es fácil lo que me pides y no va a ser barato. No sé si esté dentro de tu alcance siquiera, antes de que me saques cosas de las que no tienes derecho a hablar como lo acabas de hacer —Su tono cambió de la ira a la burla, pero sus ojos no dejaban de contemplarla como si la quisiera matar.
—¿De cuántas monedas estamos hablando?
—Serían mil monedas de oro; pero, vamos, solo porque se trata de Ainara bajaré mi comisión. Ochocientas monedas o ya sabes, algo que pueda vender por el doble de precio.
Raizel asintió con la cabeza, levantó la silla que había tirado en el suelo y se dirigió a la puerta.
—Las tendré, puedes estar seguro, pero lo necesito rápido.
—Por el tiempo no te preocupes, menos me tardaré en tenerlo que tú en conseguirme el monto. Pero solo para que te puedas ir tranquila Raizel, estará aquí en un cuarto de ciclo, ven a retirarlo después si tienes el dinero.
Raizel asintió por última, luego se detuvo, volviendo a mirarlo al caer en la cuenta de sus palabras.
—Es la primera vez, en toda mi vida, que me has llamado por mi nombre.
Danator se irguió molesto y se encrespó como si acabaran de darle una bofetada.
—Pues no volveré a hacerlo, solo fue la sorpresa de tener a la hija de Gil viniendo a pedirme un favor que me hizo sentir demasiado bien.
La niña del cabello rojo lo miró con odio una última vez, sin poder creer que tuvo el descaro de decir ese nombre; nombre que no tenía ningún derecho de salir de su boca.
—Pues me alegra que no hayas olvidado su nombre, espero que no hayas olvidado el nombre Víctor tampoco, que también soy su hija.
No esperó a ver la rabia en su rostro y solo se limitó a alejarse, con el sonido profundo del gruñido que salió de su garganta a su espalda, imaginándose las ganas que seguramente tenía de arrancarle la lengua. La risa le ganó a su propio enojo ante la idea, pero enseguida se olvidó de ella al recordar en que se había metido.
La cantidad de dinero era demasiado alta, y no podía sacarse eso de la cabeza. No había ninguna forma de obtenerla, ninguna que no odiara.
Como estaban las cosas solo había algo que hacer, y ya estaba resignada a la idea. Debía volver a trabajar para el Señor de la Plata, aún si eso significaba que por las calles rojas de Tarnis volviera a correr la sangre.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top