I. Raizel, la niña del cabello rojo
Año 1358 de la nueva era
-¡Regresa aquí ahora mismo! ¡Que alguien la detenga por amor a Dios!
Los alaridos retumbaron por las calles vacías del mercado de Namali antes de que el sol brillara en el cielo.
-¡Detente! ¡Devuelve lo que robaste! -vociferaba una mujer mientras corría tras una pequeña niña de cabello rojo y ropa andrajosa.
La niña regresó a verla, a su cara llena de arrugas y su expresión histérica, y abrazó con más fuerza las dos hogazas de pan contra su pecho.
Corrió rápidamente por las callejuelas más angostas del mercado con la esperanza de perderla, y poco a poco su voz chillante se fue desvaneciendo en la inmensidad de la ciudad. Giró en una esquina, por fin aminorando el paso para poder orientarse nuevamente, y sintió como algo impactaba contra su pequeño cuerpo haciendo que perdiera el equilibrio. Soltó los panes al intentar detener su caída y observó con resignación como estos tocaban el suelo y se llenaban de polvo.
-Por Madyu, niña, debes tener más cuidado. No deberías correr sin fijarte por donde... -La voz se fue apagando gradualmente y ella supo al instante lo que eso significaba.
La pequeña alzó la cabeza y no se sorprendió al verlo. No llevaba armadura, pero el chaleco verde y plomo con el escudo de la familia real estaba sobre su reluciente cota de malla. Su expresión era de desconcierto y, aun así, su mano derecha ya estaba sobre la empuñadura de su espada.
El movimiento que hizo fue demasiado preciso, el metal reluciente estaba fuera de su vaina en cuestión de un instante y el filo apuntaba a su delgado cuello tan amenazante como la expresión en el rostro del soldado.
-¿Qué demonios haces aquí tarnia? No debiste salir del hoyo, sabes muy bien cuál es la pena por eso. -Su voz estaba cargada de odio. La miró con detenimiento apenas unos segundos, contemplándola como si se tratara de algún animal de rapiña, y levantó la espada que sostenía en sus manos sobre su cabeza- No pienso dejarte vivir, los tuyos saben muy bien lo que les espera si vienen aquí -dudó solo una fracción de segundo-. La ley es clara.
-¡Devuélveme los panes ladrona miserable!
El hombre desvió la mirada al final de la calle, donde la mujer giraba en ese momento con la frente perlada en sudor. Salió de su impresión al poco tiempo y su mirada regresó al frente.
-Maldita sea -susurró mientras guardaba su espada.
La niña se había ido, demasiado de prisa como para saber qué dirección había tomado, y era muy temprano como para llamar al resto de sus hombres e iniciar su búsqueda.
La niña del cabello rojo se recostó en la pared de un callejón de Sina para recuperar el aliento, oculta en las sombras que proyectaba la luz del amanecer. No era prudente quedarse ahí, pero necesitaba descansar por lo menos un minuto.
Estaba harta de todo eso, arriesgarse tanto por migajas no valía la pena y dos hogazas de pan no se equiparaban a perder la vida; pero, ¿qué más podía hacer? Ya no le quedaban opciones como para elegir.
-Tengo que irme pronto. Ya me he quedado demasiado tiempo -se recordó una vez más antes de ponerse en marcha.
Tomó unas nuevas hogazas que acababa de robar sobre la caja de madera donde las había arrimado y salió del callejón. Miró a todas direcciones con cautela, intentando no prestar atención a las decoraciones, banderines y folletos que cubrían la ciudad por las festividades. Era mejor irse rápido, en esas épocas del año pronto todo el mundo estaría afuera y no podía quedarse ahí cuando eso pasara. Se escabulló entre las calles en total silencio, caminando por donde las sombras aún podían cubrirla hasta que salió a las afueras de la ciudad y se internó en el bosque Durme. El sol brillaba más a cada minuto, iluminando el verde de las hojas; y mucho después, la luz se reflejada en la superficie negra de la gran escalera que la separaba de su hogar. Escudriñó en todas las direcciones detrás de un gran árbol y sonrió complacida cuando no encontró a los guardias que custodiaban Inferno. Salió rápidamente de su escondite y se paró al filo de la inmensa escalera donde el olor a sangre ya se podía percibir.
Cuando sus pies tocaron el primer escalón, suspiró con un profundo alivio, deshaciéndose de esa sensación de estar a contrarreloj que tanto odiaba, respirando por fin sin el temor de que fuera la última vez que lo hiciera.
Descendió despacio, gozando de la sensación de paz hasta que llegó al final y contempló con recelo el paisaje que se desplegaba ante sus ojos.
El claro estaba despejado y el arco que daba la bienvenida a Tarnis yacía delante, con la misma cansina leyenda tallada en la superficie de la roca con las runas ya desfiguradas por el paso de los siglos.
"Entrad, venid y no podrán salir. Bienvenidos al infierno, bienvenidos a Tarnis"
Leyó el enunciado como lo había hecho cada vez que bajaba por la escalera y esbozó esa sonrisa burlona que le provocaba verlo. Luego dejó de sonreír, desviando la mirada hacia lo que tenía enfrente. Después del claro, pasando el arco, detrás de las horribles malezas y del gran bosque con ramas retorcidas y secas se encontraba Tarnis.
Maldijo entre dientes al verla en la distancia. Deseaba llegar de una vez por todas a su destino, pero aún le quedaba demasiado para eso. Meditó solo un segundo la ruta que tomaría y sus pasos tomaron rumbo hacia la ciudad. Pasó el arco y se internó cada vez más en el bosque hasta que pudo observar la tierra árida y manchada de sangre; las casas en ruinas estaban regadas aquí y allá, hasta que se aglomeraban tanto que era imposible mirar en alguna dirección y no encontrar un laberinto de callejones estrechos y construcciones decadentes. El gris, el negro y el rojo lo cubrían todo y, aún sin estar por completo en la ciudad, las pilas de cadáveres en los límites del centro de Tarnis le daban una macabra bienvenida. Caminó entre las primeras calles, esquivando los cuerpos amontonados, maldiciendo cada vez que los cuervos se acercaban a ella.
El discreto sonido comenzó a invadir sus oídos tan pronto como pasó los basureros de cadáveres. Era débil, desagradable, e idéntico a como lo recordaba. Los gritos se escuchaban demasiado lejos y esparcidos como si fuera un eco residual de hacía mucho tiempo. El verdadero problema eran los susurros.
Se deslizaban por su piel como si fueran gusanos, venían de todas partes y aunque estuviera yendo con mucha cautela, podía sentir decenas de ojos clavados en su espalda. Pequeñas sombras alzaban sus rostros sucios detrás de los marcos rotos de puertas y ventanas; y podía reconocer con absoluta claridad el hambre en sus ojos. No sabía bien qué sentir por ellos, pero de algo estaba segura: si alguno dirigía los delgados puñales que tenían en sus manos hacia ella, no iba a dudar ni un segundo en sacar el suyo.
Aceleró el paso al llegar a la siguiente intersección. Debía alejarse de ese sitio lo más rápido posible. No todos los lugares de Tarnis estaban tan repletos de personas, en un par de calles más llegaría a los barrios que conocía bien y desaparecer le resultaría fácil. Miró sobre su hombro una última vez para vigilar a los niños que la acechaban y paró en seco. Volvieron a esconderse, y eso solo podía significar una cosa.
Comenzó a correr, pero ya era tarde.
-Pero bueno, bueno, bueno. -la voz llegó desde el callejón que acababa de pasar, y diferenció la influencia del alcohol desde la primera palabra- Nunca pensé encontrar a La niña del cabello rojo en La Frontera. Eres tú, ¿verdad? Claro que sí.
Sus risas retumbaron entre los escombros demasiado fuerte y sus pesados pasos eran inquietantes ahora que los susurros se habían callado.
-¿Quién eres?
-Alguien que no conoces.
La niña giró sobre sus talones en el momento exacto en el que salía de la callejuela. Su piel estaba llena úlceras que deformaban su rostro, huellas de una enfermedad que había estado rondando en los últimos años. Se tambaleaba un poco, con una botella de licor casi vacía en la mano derecha y una espada corta en la izquierda. No necesitaba saber su nombre para saber de quién se trataba, le bastaba con ver su pecho desnudo, donde la figura de una espada cortada por una media luna se encontraba tatuada sobre su esternón al igual que todos los hombres del Señor de la Ciudad.
Eso era lo que quería evitar. Los ladrones y asesinos estaban esparcidos por el bosque, pero allí; todo el lugar estaba protegido por los Señores de Tarnis. Era un lugar relativamente seguro, para todos excepto para ella. Un centinela de la Ciudad era a la última persona que quería encontrarse.
-¿Qué es lo que quieres centinela?
Preguntó con discreción y su mano se dirigió discretamente a su puñal, sujeto al cinturón de tela que llevaba amarrado a la cintura.
-Ver que tan cierto eran los rumores... Y no se han equivocado en nada.
La miró de arriba abajo con el deseo bañando en sus ojos. Contempló su cabello rojo, no ese rojo vulgar que algunas tenían, sino un rojo tan intenso como la sangre. Observó sus ojos azules con un aro verde alrededor de su pupila, y sin importar lo borracho que estaba se dio cuenta de su ligero brillo. Recorrió cada parte de su rostro, examinando su piel blanca manchada de polvo y tierra. Su mirada bajó a su delgado cuerpo y se lamió los labios. Era tal y como los rumores aseguraban.
-Vamos, deja esos panes asquerosos y ven un rato conmigo, hay un par de mis amigos cerca que te querrán conocer y solo porque se trata de ti te daremos propina. Tenemos comida, vino, puedes hartarte si quieres luego de que nos...
-Cállate.
Raizel miró el rostro ahora furioso del hombre y reformuló lo más rápido que pudo su respuesta.
-No quiero ningún problema, tu regresa a tu guardia y yo seguiré mi camino.
El centinela blandió su espada en un medio círculo, partiendo un trozo de madera que estaba tirado en el suelo, y comenzó a reírse tan fuerte que el ruido retumbó en todas direcciones.
-Mírate, intentando dar órdenes a un hombre del Señor de la ciudad ¡A mí! -Hablaba cuando su risa ebria frenaba lo suficiente-. Dicen que eras uno de los mejores perros del Señor de la Plata, pero jamás pensé que te lo creyera. ¡Ladras demasiado! -Paró de reír por completo y tomó el mango de su espada con fuerza-. No vas a salir de aquí tan fácil.
-Primero, yo no soy de nadie, y parece que no escuchaste bien los rumores.
Dirigió su mano al costado de su cuerpo y extrajo el puñal del cinto. Dio un único paso al frente. El arma cruzó el aire en un pestañeo, enterrándose en el ojo del hombre hasta la mitad. No grito, no de inmediato, pero su cuerpo cayó hacia atrás al siguiente instante.
Las nubes taparon el brillante sol de otoño y sin perder el tiempo comenzó a correr en la dirección opuesta, en el mismo momento en el que el sonido desagradable de los susurros reinó de nuevo en el lugar.
No pudo resistirse al llegar al final de la calle.
Miró sobre su hombro, sin sorprenderse; sin ningún sentimiento en realidad, como decenas de niños se arremolinaban alrededor del cuerpo aún vivo, y comenzaban a cortar pedazos para comer.
-Si que eres idiota. -se reprendió a sí misma por tercera vez antes de ver el bosque a la distancia.
Había sido demasiado imprudente, pero la rabia le había ganado y ese hombre le había dejado sin otra elección.
Ya estaba a punto de salir de la ciudad, a las tierras al suroeste de Tarnis, y los pensamientos daban vueltas en su cabeza. No debías asesinar a un centinela, era algo que muchos respetaban por su propio bien, pero había cosas que eran inevitables. No se iba a ir sin lo que buscaba, así que sus opciones eran escapar de ahí y esperar que el resto de los centinelas fueran por ella, o acabar con él en ese momento. En realidad, no lo había matado, pero nadie iba a culpar a los niños de los basureros por los hombres que cazaban.
La niña alejó sus ideas y apresuró el paso; había perdido mucho tiempo entre todas las complicaciones que habían surgido en el camino. Rodeó los escombros de tres casas que se habían colapsado el ciclo anterior, y cientos de troncos pálidos y sin vida acapararon todo el horizonte. No había nada más que árboles muertos, una enredadera de ramas y sombras donde pocos podían orientarse antes de que fueran atrapados por alguien más.
Zigzagueó entre los árboles, trazando el recorrido en su mente antes de dar el siguiente paso; analizando el terreno, intentando descubrir si alguien se había internado tanto en el bosque, pero lo único que vio fue la silueta difusa de una cabaña pequeña, vieja y quemada, a través de los árboles. Su casa estaba tal y como la había dejado al partir en la madrugada. Se acercó a la puerta y quitó el seguro con la llave que había sacado del bolsillo derecho de su vestido. El olor a la humedad y hierbas se impregnó en su nariz cuando entró y se arraigó más al cerrar la puerta.
Era reconfortante estar de nuevo en su hogar, donde sus preocupaciones se limitaban a una sola.
La niña dejó los panes sobre la mesa en el centro del cuarto y se dirigió hacia el marco vacío de la otra habitación. Se sentó en el frío suelo, sus rodillas sobre la manta áspera y dura; contemplando a la pequeña niña que estaba acostada en medio de la habitación.
Se quedó quieta un minuto, respirando con mucha concentración para al final soltar el aire en un largo suspiro, cambiando la expresión seria de su cara por completo. Una sonrisa cálida suplanto su semblante inexpresivo y sus ojos resplandecieron por primera vez con un sentimiento diferente a la ira.
-Aina, despierta hermanita, salió el sol y no voy a dejarte acostada todo el día -su voz sonó dulce y apacible. Acarició su frente, y los cabellos oscuros se le enredaron en los dedos-. Vamos, arriba.
La pequeña abrió los ojos despacio, solo lo suficiente como para poder ver; pero cuando diferenció los cabellos rojos inconfundibles, una radiante sonrisa con un par de dientes a medio crecer se apoderó de su dulce y pálido rostro.
-Déjame dormir un poco más, ¿sí? Un ratito Raizel. -Levantó su mano débilmente, casi juntando su dedo índice y pulgar.
-No, hay que comer, hoy traje algo delicioso.
Aina sonrió otra vez.
-Me alegra que hayas vuelto.
-Eso siempre lo haré. -contestó Raizel, imitando sin mucho éxito la radiante sonrisa de su hermana.
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