45. Tiempo de confiar



Dedicado a ti que por alguna razón llegaste a esta historia. Que encuentres siempre la luz que ilumine tu camino.


—Es demasiado, no usaré eso. Ya sabes que no me gusta vestirme de damisela —sentenció con el ceño fruncido y torciendo la boca ante lo que le mostraba la joven a su lado.

—¿Demasiado? Demasiado es que quieras ir como si fueras a una fiesta de barriada —señaló la otra, apuntando con el dedo índice el conjunto de dos piezas que su amiga llevaba en las manos.

Diana le dedicó una mirada intimidante, pero en Casandra esa actitud hostil había dejado de surtir efecto. Sin más, le arrebató las prendas y volvió a colocarlas en el exhibidor para darle en su lugar lo que ella eligió.

—Es una ocasión especial, tienes que vestirte a la altura.

Con ojos pícaros y alzando las cejas, le indicó el camino al probador para reírse viéndola refunfuñar en tanto entraba.

Mientras su acompañante aguardaba afuera, la dubitativa mujer colgó la prenda en el gancho de la pared del pequeño espacio y la miró por largo rato, detallando su tela aperlada con discreta lentejuela brillante. Era un vestido de tubo con los hombros descubiertos, un ancho listón alrededor de la cintura y una abertura en el muslo izquierdo; en exceso elegante y llamativo para su gusto. Suspiró, nunca usó algo parecido. Los últimos vestidos que recordaba fueron los que su abuelita Chelo conseguía para ella, ropa desgastada que le regalaban los vecinos con niñas mayores y que usaba para ir a misa los domingos.

Inquieta, dejó que su mirada se perdiera, repasando los cambios manifestados en su forma de vivir. Poco menos de tres años desde aquel inicio en el que acudir al llamado de Daniel desencadenó una serie de eventos que la llevaron a ese momento. Desde entonces, estar al lado de un hombre que podía amar de forma libre y haber conseguido, una vez más por recomendación de Daniel, un puesto como coordinadora en una empresa de seguridad, le enseñaron que la paz de una vida tranquila también podía ser para ella.

«¿Qué estoy haciendo?» Pensó, ¿En verdad podía permitirse confiar? Tras respirar hondo, extirpó el temor de su sistema; sí podía. Sintiéndose una extraña que habitaba otra piel, se cambió la ropa. Contrario a lo que imaginó, la imagen que le devolvió el espejo no le desagradó y la hizo acariciar la tela que delineaba su anatomía. A él también le gustaría.

Una nueva sombra se apoderó de su semblante al seguir contemplándose, la cicatriz que asomaba en la línea de su escote le recordó al hombre que la causó y que se podriría en prisión o en un psiquiátrico, también al que tuvo que matar. Sus fantasmas no dejarían de acompañarla, pero poco a poco iba desterrándolos de su pensamiento. No eran dignos de permanecer ahí.

—¡Diana! ¿Ya terminaste? Sal que quiero verte.

La petición de la joven volvió a crisparle los nervios y llenarla de dudas. Enfrentar criminales podía causar menos miedo que salir vestida así. Asintió dando un último y fuerte respiro para infundirse ánimo. Salió asomando antes la cabeza y de a poco sacó el cuerpo. Cabizbaja y retraída, esperó la reacción.

—¡Te ves hermosa!

El entusiasmo de Casandra la contagió y se atrevió a sonreír con timidez.

—Me siento rara.

—¿Qué rara? Te queda perfecto. Ahora por los zapatos.

Una tarde de compras, hasta eso le parecía una experiencia desconocida, tanto que dejó para el final lo que debió hacer meses antes. Pese a su reticencia, la ocasión lo ameritaba así que se dejó conducir por quien tenía más experiencia. Terminó agotada y aunque ir a su departamento era mejor idea, se fue con su amiga; esa noche dormiría en su casa.

El siguiente día comenzó con una ajetreada mañana, comprar el vestido y las sandalias doradas junto a otros accesorios fue solo el inicio, siguió dejarse peinar y maquillar.

«¡Qué diablos!» se repitió durante todo el proceso, esa no era ella; hizo acopio de todo su autocontrol para no salir corriendo. Al final logró contenerse y el gesto de agrado que Casandra, su mamá y abuela le dedicaron, la hizo sentir que fue una buena idea. Las tres la felicitaron y abrazaron, colmándole de calidez el pecho.

Volvió a tomar aire a fondo, la esperaba el último paso, y condujo junto a sus anfitrionas en dirección a la casona donde Roberto y ella lograron encontrarse más allá de conocerse. Era una suerte que Yuly y Hugo, la pareja de la joven, fueran tan comprensivos para prestarles su hogar por unas horas. Era un lugar hermoso y significativo, al que tras muchos meses había dejado de guardarle recelo y desconfianza. Si ahí habitaba algo que no comprendía, le quedó claro que era benévolo.

Adentro ya estaba él, le bastó verlo para que las dudas que la asaltaron durante las anteriores horas se esfumasen. Sus ojos se encontraron en medio de la gente que los rodeaba y ninguno reprimió la amplia sonrisa que les nació entregarse. También vio a su familia y los pocos invitados, amistades que ambos cosecharon y valoraban como Casandra, Daniel y todos en la vieja casona que habían elegido escenario de aquella muestra de compromiso que se otorgarían.

Roberto la miró de pies a cabeza ir a su encuentro, si ya le parecía preciosa antes, la manera en que lucía lo emocionó al borde de las lágrimas. Su cabello suelto y sujeto al lado por una peineta plateada, la sencilla gargantilla adornando su cuello, en conjunto con el vestido que dibujaba las curvas que tantas veces se dedicó a recorrer, aceleró sus latidos. Exhaló lento pensando en el momento de hacerle el amor con la prenda puesta, la visión lo electrizó entero; el tiempo a su lado lejos de disminuir el deseo por ella, lo incrementó e hizo atesorar cada instante compartido.

—Te ves preciosa —murmuró con ronca entonación cuando la tuvo frente a él.

—Siempre dices lo mismo.

—No es igual. Esto es —. Sus ojos pasearon por su silueta con admiración y un descaro que la hizo sonreír de lado —. Recuérdame regalarle algo costoso a Casandra en su cumpleaños. Solo espero que no sea la última vez que te lo pongas. Es más, podrías usarlo todas las noches.

—No te pases, Medina —. Él la tomó de la cintura para estrecharla y hablarle al oído. Ella sintió el calor de su deseo en el vientre y lo miró directo, retándolo.

—No me provoques que estoy por olvidarme de la comida y llevarte a casa.

—Comencemos —anunció el juez, dejándola con los labios abiertos y una respuesta sin emitir. Él rio al notar la mirada asesina que le dedicó al hombre.

La ceremonia civil fue corta, no así el convivio que le siguió y que se prolongó con la comida que compartieron con sus invitados. El matrimonio nunca estuvo en los planes de ninguno. Incluso después de vivir juntos siguieron sin contemplarlo, pero Nora les pidió ser padrinos de su hija y adorando a esa niña en la que volcaron todo su cariño, no pudieron negarse. Después planeaban unirse en un rito religioso todavía más discreto, a Diana la atención la agobiaba y huir de ella se volvió su día a día.

El amor de Roberto, el lazo con Nora y su hija, junto a la amistad de Casandra le bastaban, todo lo demás era algo a lo que de a poco iba adaptándose. Tal vez lo lograría, mientras tanto, disfrutaba ahuyentar a quien se atreviera a sobrepasarse en confianza con ella, como sus compañeros de trabajo o el querendón de su jefe.

En algún punto del festejo, se encontró hablando con el padre de Roberto. El hombre le agradaba, era lo contrario a Alfonso, aunque su nombre fuera tan parecido. Otra curiosa coincidencia que la hacía sentir que amaba a la persona indicada.

—¿Cómo te sientes, hija?

Que fuera el único en contemplar la posibilidad de que no estuviera por completo cómoda la conmovió.

—No lo sé. Feliz. Supongo —. Arrepentida, reviró sus palabras apretando los puños y ojos —. Quiero decir. Sí estoy feliz. Es solo que no estoy acostumbrada a estas cosas.

—Ya te acostumbrarás. Hasta ahora lo has hecho bien. Roberto tuvo suerte de encontrarte. Nosotros también la tuvimos.

—¿De verdad lo cree? —cuestionó incrédula y enternecida a la vez.

—Lo creo. Eres una buena muchacha, tu padre debe estar orgulloso.

—Él no era como usted. De estar vivo no hubiera venido —. Suspiró pensando en el progenitor ausente.

—Tal vez. Ser padre es un camino intrincado. La mayoría reprobaríamos si educar fuera un examen, pero estoy seguro de que donde quiera que esté se siente complacido con una hija como tú.

—No diga eso Alonso. Contrario al viejo imbécil, usted sí fue un buen padre. Roberto lo adora.

Su ruda espontaneidad lo hizo reír, antes de que una pasajera tristeza se apoderase de su ánimo.

—No lo fui para Edgar.

No pudo rebatirle. Negar las consecuencias de las acciones equivocadas era imposible. El hijo del hombre prefirió seguir perdiéndose; visitaba a su hija en fechas especiales, a veces se conformaba con llamadas. Su exnovia le permitía verla, la niña sabía que era su papá, fuera de eso, ninguna lo contemplaba como parte de sus vidas. Roberto era como un padre para su sobrina y Diana una segunda mamá. La cuidaban tanto que Nora se sentía bendecida pese a su mala elección, pues la familia que encontró y la adoptó fue más de lo que se atrevió a desear.

Por fin, tras largas horas, los recién casados se despidieron y se fueron al departamento que compartían. Roberto no perdía la oportunidad de mirar de soslayo a su esposa, su imagen lo extasiaba y la noche se le hacía corta para todo lo que pensaba hacerle. En tanto conducía, ella veía meditabunda al frente, notarla tan silenciosa lo intrigó.

—Espero que no te estés arrepintiendo —indagó, concentrado en la avenida.

—No, ¿Por qué lo haría?

Ambos se dedicaron una mirada fugaz y él supo que no le mentía. Lo que fuera que estuviera empañando su felicidad, se encargaría de borrarlo en cuanto llegasen a su hogar. Una vez que estuvieron frente a la puerta, la abrió y antes de entrar, la levantó en brazos.

—¿Qué haces? —cuestionó apenada, viendo a todos lados y rogando que ningún vecino estuviera cerca.

—Así es como tiene que terminar. O más bien empezar.

—Pudiste avisarme. Si alguien nos vio me las vas a pagar.

—¡Ah! ¿sí? Estoy esperando que así sea —sentenció antes de asaltar su boca y sentir sus brazos rodearle el cuello correspondiendo al apasionado arrebato.

Siguieron besándose luego de entrar y cerrar la puerta. Sus lenguas se unieron en un húmedo baile que les calentó la sangre, alterando sus latidos. Sin soltarla, la llevó a la mesa de la cocina y la sentó en la superficie, se metió entre sus piernas y con una mano le recorrió el muslo que el vestido dejaba al descubierto mientras que con la otra la sostenía por la espalda. Sus dedos se deslizaron debajo de la tela buscando el botón del placer femenino en su centro, al hallarlo tocaron sin tregua hasta hacerla temblar y curvarse en una explosión de espasmos y gozo.

Escucharla gemir extasiada lo enardeció, pero ella reclamó el control y bajó el ritmo de los besos. Con torturante lentitud le quitó el saco del traje y uno a uno abrió los botones de su camisa. Ambas prendas cayeron al suelo. A continuación, acarició y besó el torso desnudo, haciéndolo perderse en el gratificante mar de sensaciones.

—Te tengo una sorpresa —susurró apretándolo contra ella y marcando un camino con las uñas a lo ancho y largo de su espalda.

—¿Me gustará? —jadeó sintiendo sus labios humedecerle el cuello bajo la oreja y caer en su hombro depositando pequeños besos.

—Eso espero.

De la mano lo condujo a la alcoba y de un cajón, sacó unas brillantes esposas que le mostró con orgullo y una mueca lujuriosa.

—Y yo pensando que me darías las llaves de un Ferrari —soltó con ironía sin lograr contener una amplia sonrisa.

—Puedo guardarlas si no te gustan.

—No. No. ¿Cuándo dije eso?

—Entonces... —siseó, acercándose con pasos intimidantes —. Date la vuelta.

—¡Cielos! ¿De verdad lo harás?

—Te dije que me las pagarías por cargarme sin preguntar antes.

—Soy tu esposo. Ten más respeto.

—La vuelta. ¡Ahora! —demandó.

Resopló sintiendo el calor subirle a la cara, aquello era estimulante y vergonzoso a la par. Con ganas de descubrir lo que tenía planeado, obedeció. Ella lo empujó jugando con brusquedad hasta dejarlo contra la pared. Sin pudor, le restregó el cuerpo y tocó lo que quiso de él antes de unirle las muñecas en la espalda con ese objeto que no supo cuando llevó a su casa.

—¿Recuerdas la primera vez que hice esto?

—¿Cómo olvidarlo? —. Era imposible borrar el momento en que la vio por primera vez, entonces no creyó que una mujer como ella pudiera interesarle de forma alguna y ahí estaba, años después, amándola por sobre todo lo demás.

—¿Me odiaste?

—No fue agradable.

—¿Y esto? —acometió, palpándole las caderas, glúteos y bajando por sus muslos hasta toquetear alrededor de los tobillos.

—Tampoco. Yo. Tenía tantas ganas de darte una lección. Te la merecías —. La confesión entrecortada por exhalaciones de complacencia la hizo sonreír con malicia.

—¿Y ahora?

—Ahora te la daré si te detienes.

—No pienso hacerlo —prometió dándole una fuerte nalgada. El respingo que causó la hizo repetir complacida.

—Deja de hacer eso —fue la cortante petición. No aceptaría que aquello le agradaba; que lo tocase de la forma que fuera le llenaba la cabeza de pecaminosos pensamientos —. ¿Lo estás pasando bien?

—Mucho, ¿Podemos repetir?

—¿Tengo opción?

Divertida, propinó un azote más; luego se concentró en recorrerle la espina dorsal desde abajo con besos que alternó con suaves mordiscos. Él se estremeció y cerró los ojos al sentir su roce subiéndole por los costados, abdomen y pecho, reclamando como suyo cada palmo. Cuando estuvo de pie, pegada a él por detrás y con los pechos respirándole tan cerca, no podía pensar en otra cosa que no fuera girarse, quitarle el vestido y hundirse en ella.

Por desgracia estar esposado se lo impedía. Apoyó la cabeza en la pared y disfrutó de las manos que le rodearon la cintura y pararon en la hebilla de su cinturón. La abrió despacio y fue por la bragueta. Con dedos impertinentes se coló entre las ropas, acariciando y aferrándose al miembro erecto que quedó al descubierto. Su mano subió y bajó a lo largo, aumentando la velocidad. Sus caderas se movían contra él provocándole hacer lo mismo. Durante largos minutos, lo sintió recrearse con el tacto que disparó sus sentidos y aumentó el rubor en su pecho. Comenzó a sacudirse y jadear cuando el pico de éxtasis estuvo a punto de hacerlo eyacular, pero entonces ella se detuvo.

—Sigue —rogó con voz palpitante.

—Todavía no termino contigo.

Por medio de suaves empujones, lo hizo a sentarse en el borde de la cama y terminó obligado a acostarse boca arriba. Estar sobre sus brazos le resultó incómodo, pero no dejaba de ser excitante sentirse expuesto, más aún cuando lo desnudó por completo.

Con desbordante deseo, lo contempló en silencio. Para él, que siguiera vestida, aumentó la impresión de vulnerabilidad que le erizaba la piel.

—Espero que estés preparada para cuando te haga lo mismo.

Ella rio como una diabla sensual y se posicionó entre sus piernas con las rodillas en el suelo. Otra vez sus dedos jugaron con su virilidad como si fuera un objeto dispuesto para su entretenimiento. Sin recato, sopló en la parte más sensible, pasó su lengua una y otra vez desde la base hasta la punta para acabar introduciéndolo en su boca. Lamió y succionó con avidez haciéndolo contraerse y mover la pelvis junto a los muslos tensos. Ansiaba tocar el fondo y por un instante fue así, pero justo para alcanzar el alivio anhelado, la sintió detenerse otra vez.

—Me quieres volver loco. Quítame esto de una vez —exigió temblando, con una mezcla de presión y desesperación estacionada en los genitales y extremidades.

—No —. Ante su burla, la maldijo echando la cabeza hacia atrás. Ella se puso de pie y bajó la parte superior del vestido dejando libres sus tentadores pechos —. ¿Listo para lo que sigue?

—Como no sigas voy a exigir el divorcio.

—Hablas demasiado... —. El gesto le cambió y las pestañas le abanicaron el fervor que asomó en sus ojos; adoraba tenerlo a su lado, la soledad con la que vivió antes le pareció solo un triste sueño del que no quería saber nunca —. Amor.

—Dime preciosa —pronunció notando el cambio en su energía.

—Te amo.

—Yo también.

Una media sonrisa plagada de fogosidad iluminó su faz. Se arrodilló sostenida en sus codos y le puso la mitad del cuerpo encima. Sin dejar de mirarlo a la cara, atrapó entre sus pechos su erección y masajeó con ellos de la forma que le indicaban el deleite en su expresión y los cada vez más continuos sonidos que emergían de su garganta. El placer fue en frenético aumento y la explosión de goce se derramó sobre la piel canela que lo llevó al límite.

—¿Te gustó mi regalo de bodas? —preguntó acostándose a su lado tras limpiarse sugestiva el fruto de su esfuerzo. Con cuidado, abrió las esposas y le permitió abrazarla.

—Sí. Mucho. ¿Cómo haces para seguir gustándome tanto? — respiró hondo para recuperar el aliento y apaciguar el golpeteo en su pecho, luego buscó sus ojos; sonreía mirándolo con intensidad —. Ahora no te dejaré ir nunca. Te lo haré hasta que te quedes dormida.

—¿Y si te duermes antes? Siempre lo haces.

—Me despiertas —pidió jocoso —. Esto apenas comienza.

Ella supo que no se refería solo a las muchas veces que pensaba hacerle el amor, también le prometía seguir construyendo una vida juntos. Un beso prolongado selló el pacto de dos almas que juntas transformaron sus amarguras en un remanso de armonía.

https://youtu.be/w5XnATR3KfA


Un final muy cliché ¿Sí? ¿No? No importa, solo espero que lo hayan disfrutado tanto como yo. Es la primera boda en toda la saga así que se ganó su lugar, lo mismo que la entretenida noche de bodas. Y como todavía quiero más porque me está costando dejar ir a Diana y Roberto, los invito a seguir con el epílogo, no sin antes disfrutar de la canción que ameniza este capítulo.

Y recuerden que lo importante en una relación sexual, además del vínculo, la cercanía, la comunicación, la confianza y las caricias adecuadas es el logro del orgasmo, de manera independiente a cuál sea la caricia que lo origina; no se limiten al momento de darse placer solos o acompañados, mientras sea consensuado, entre adultos y seguro, todo se vale.

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