44. Otro camino
Te lo dedico a ti, mi mejor lectora. Te amo.
Con desgano revisó la hora en su móvil, treinta minutos se le fueron forzándose a despertar. Tras desperezarse, hizo el ejercicio que acostumbraba y se metió a la ducha. Estar en la casa de sus padres lo hacía sentir extraño por los cambios suscitados; la relación con Aracely había mejorado, se tornó en una inusitada confianza que le dejaba un buen sabor de boca con cada conversación compartida y gentileza que su madre manifestaba hacia él.
Un sinfín de ocasiones llegó a pensar que tal vez sí lo quería; ella todavía no se atrevía a decirlo, pero él no necesitaba palabras. No era el niño que las ansiaba, al adulto le bastaba que hubiera derribado las barreras entre ellos y que mostrase interés en su vida.
Al salir de la habitación poco le sorprendió escuchar sonidos en la cocina; su madre solía despertarse temprano para preparar el desayuno. Sin embargo, a quien encontró fue a Nora que terminaba de prepararse un aperitivo matutino.
—Roberto. Buenos días —saludó con timidez y sin atreverse a sostenerle la mirada más allá del segundo que le tomó la cortesía.
Ni sus padres ni ella esperaban que al final se quedase más de los tres días que él le pidió a su mamá para que pudiera recuperarse del parto, simplemente sucedió. Entre las dos mujeres surgió un entendimiento que, junto a la presencia de la pequeña hija de su hermano, inundó de alegría el hogar, y ninguno de los ilusionados abuelos estaba dispuesto a dejar ir tan pronto el motivo de su felicidad.
A él le alegraba la inesperada disposición a acogerlas, la pequeña le había ganado el corazón y no perdía oportunidad de arrullarla cuando sus ocupaciones y visitas lo permitían. Sin embargo, no quería involucrarse demasiado, no en ese momento en el que decidió poner orden en su vida. No era hombre débil, pero tantos cambios y la aterradora experiencia que le sacudió el mundo se volvieron de pronto una carga pesada y necesitaba recomponerse.
Aquello lo llevó a reflexionar si había sido banal o ingenuo, creer que todo iría bien solo le demostró lo ruin que podía ser el destino para algunos. La desconfianza con la que Diana vivía le pareció entonces más comprensible que antes, aunque era injusto que una sola persona la llevase sobre los hombros por tantos años.
«Ojalá fuera tan fuerte como tú» Pensar en ella lo hacía volver una y otra vez sobre la misma conclusión que le comprimía el pecho: la extrañaba demasiado, no tenerla era iniciar cada día sintiendo que le faltaba algo.
—Hola Nora, ¿Mala noche? —respondió saliendo abruptamente de sus cavilaciones. En las últimas semanas le sucedía bastante, quedarse pensando en lo que no tenía y olvidarse que no estaba solo, que a su alrededor había mucha gente preocupada por su bienestar.
—No, estuvo mucho mejor que otros días, además tu mamá me ayuda muchísimo, pero creo que ya me acostumbré a vagar como fantasma antes de que salga el sol —justificó con una mueca de falsa resignación que terminó en una risa discreta y contagiosa.
Él sonrió, ella era agradable y Edgar un verdadero idiota por abandonarla junto a su hija. De su hermano no sabían mucho, solo llamadas ocasionales a Nora, sin embargo, ella no estaba dispuesta a aceptarlo de nuevo a su lado. Sus padres y él la comprendían, dejarla como lo hizo fue una falla enorme, digna de un cobarde como él.
—Igual trata de descansar. Yo me voy o se me hará tarde.
—Que tengas un buen día.
—¿Es que piensas irte sin desayunar? —terció Aracely, que iba bajando las escaleras con la bebé en brazos. Se había quedado velándole el sueño, pero acababa de despertar y pedía con suaves pucheros por el calor y la leche de su mamá. La feliz abuela se la entregó.
—Comeré en el trabajo.
—Pero...—intentó rebatir.
—No importa mamá, por un día que no desayune a la misma hora no pasará nada.
—¿Te volviste a quedar dormido o es que no pudiste dormir?
—Hablamos luego —acotó, plantándole un beso en la frente y tras despedirse con un gesto de Nora, enfiló hacia la salida.
Al verlo partir, Aracely suspiró y miró a su nuera. Sus ojos se entendieron.
—No le gusta estar solo ¿cierto? —la joven puso en palabras lo que ella pensaba.
—Le cuesta, la soledad se hace más pesada cuando se tiene a quien extrañar —suspiró con breves pausas que le permitieron refrescar el pensamiento —. Pero el tiempo pasa rápido y él es fuerte —sentenció con orgullo materno que provocó una sonrisa comprensiva en su acompañante.
Ajeno a la conversación de las dos mujeres, Roberto emprendió el trayecto hacia la casona. Aquel día lo esperaba el cierre de una etapa y el comienzo de otra. Después de mucho meditarlo, aceptó la propuesta de Constructora Sifuentes para unirse a sus filas. La carga de trabajo y responsabilidad eran mayores, pero el ingreso lo valía y le resultó la mejor opción, ya que como lo prometió, había estado apoyando a Nora mientras ésta encontraba una forma de sustentarse a sí misma y a su hija.
El cambio era inevitable, aunque extrañaría a las personas con las que estuvo colaborando los últimos meses; en especial a Casandra, que no paraba de demostrar lo buena amiga que era, preocupándose por lo sucedido y brindando su apoyo incondicional. Siendo su último día de trabajo con ellos, la joven había insistido en organizarle una despedida. Lo agradecía, solo que el ánimo que podía compartir no era el mejor.
Diana no estaba con él; la ley era clara y haberle quitado la vida al monstruo que era Isaac tuvo sus consecuencias. Tres meses fue el plazo que le dieron para poder tenerla otra vez entre sus brazos, en realidad era poco, pero la añoranza lo volvía largo tras la difícil prueba. Primero su desaparición, luego enterarse de lo que ese psicópata le había hecho, intentar no derrumbarse para ser su sostén, esperar que la justicia la declarase no culpable por salvaguardar su propia vida y al mismo tiempo, verla tras las rejas donde él mismo estuvo alguna vez.
Al llegar ya lo esperaban todos, Casandra le abrió la puerta y tras decírselo, le pidió acompañarla a la sala de reuniones. Caminaron enfrascados en una amena plática, sin embargo, al acercarse a la entrada del lugar, el rumor de la conversación que intercambiaban los presentes lo hizo pararse en seco y agudizar el oído. A su lado, su compañera observó como la expresión amable se transformaba en un rictus de incomodidad que poco pudo disimular cuando apretó la boca y contuvo el aliento.
Como muchos otros, sus compañeros hablaban del feminicida serial que había sido descubierto semanas antes. Un caso así era insólito en un país que, pese a estar plagado de delincuencia y violencia, no era escenario común de ese tipo de crímenes. Escucharlos hizo que su mirada se perdiera en vivencias poco gratas.
Amar a alguien en ocasiones significa sufrir la impotencia de no poder ayudarle ni cobijar su dolor; imaginar lo que debió padecer en soledad y sentir que se te desgarra algo dentro. Agobiado ante el recuerdo del terrible suceso, se llevó la mano a la frente y apretó un segundo los ojos.
—¡Ya llegamos! —exclamó su acompañante.
Las voces se apagaron de inmediato y fue peor que seguir escuchándolas.
—¡Roberto! Que bueno que estás aquí —dijo otra voz femenina; era Karen que, uniéndose al llamado a la prudencia de su joven compañera, intentó aligerar la tensión.
—Hola Karen. Hola a todos —. Entró tras respirar hondo, ellos no tenían la culpa de lo mucho que el tema lo afectaba, y si él se sentía así, el daño para quien recibió lo peor de ese psicópata era mayor, bien lo sabía por las horas que dedicó a escucharla desahogarse después de su reencuentro y antes de que la llevasen arrestada.
«Diana» Su nombre le llenó el pensamiento, si tan solo estuviera junto a ella, tal vez si pudiera abrazarla esa sensación constante de desazón no sería tan profunda e hiriente.
Por fortuna, el resto de la convivencia estuvo plagada de buenos momentos que calmaron de a poco el mal comienzo. Al final, aceptó que aquello no había sido tan mala idea, era reconfortante pasar tiempo con quien se comparte una mutua simpatía. No obstante, la hora de partir había llegado. Vio el reloj en su muñeca y luego se dirigió a Daniel, le agradeció otra vez su valioso apoyo, ya lo había hecho en privado, pero le pareció buena idea reconocer frente a los demás lo mucho que lo admiraba.
—¿Por qué no te quedas un poco más? Todavía es temprano.
La petición de su amiga lo puso cabizbajo, no quería ser descortés, pero lo abrumaba estar ahí, divirtiéndose como si todo estuviera bien cuando no lo estaría en algún tiempo.
—Lo siento. Es que tengo algunas cosas que preparar para el lunes.
—Seguro estás emocionado con tu nuevo trabajo.
—Sí, lo estoy, aunque nervioso.
—Lo harás genial.
Él agradeció y de nuevo hizo por irse. Casandra volvió a retenerlo.
—Todo irá bien —aseguró y se atrevió a rodearlo con un abrazo cariñoso que él correspondió.
Era momento de partir. Salió de la casona con sentimientos encontrados, al final estuvo tan cómodo trabajando ahí que le fue imposible pensar en si estaba tomando la decisión correcta. Se sacudió las dudas y miró a su alrededor, la calle estaba serena. Era la hora de la comida; todos debían estar en casa o en sus trabajos, comiendo con su familia o con valiosos colegas. Él en cambio se sintió solo pese a tener abiertas las puertas de la casa de sus padres o del mismo lugar que acababa de abandonar.
—Otra vez te divertiste solo. Nunca aprendes.
La afirmación le dio un vuelco al corazón y con ansia sus ojos buscaron a la dueña de esa voz. La encontró en la acera, observándolo desde abajo de la escalinata de la casona. Le sonreía de lado, la mueca desdeñosa que tanto extrañó terminó de iluminar un día que comenzó gris.
¿En qué momento había llegado ahí? No lo supo y no necesitaba saberlo, bajó los escalones a paso veloz y llegó hasta ella.
—Preciosa, ¿Qué haces aquí? Pensé que te vería hasta dentro de dos semanas —cuestionó incrédulo.
Para comprobar que no era una ilusión, le acunó el rostro con las manos mientras acariciaba sus mejillas con los pulgares. Era real, la tibieza de la piel que tocaba se lo confirmó.
—Casandra me dijo lo de tu despedida y mi abogado logró adelantar la fecha de liberación. Pero les pedí que no te dijeran nada. Te lo debía
—¿Me lo debías?
—Sí. Ya desaparecí dos veces sin avisarte, creí justo aparecer de la misma forma.
Escucharla derrumbó la serenidad que habían ido aplastando sus frenéticos latidos, los ojos se le humedecieron y la envolvió con sus brazos, tan fuerte que ella tuvo que arquear la espalda y ponerse de puntas para recibir la muestra de afecto. Captar su aroma lo llenó de gozo y le besó la frente, mejillas y labios deseando borrar cualquier mal recuerdo.
—Pero ¿Cómo llegaste? ¿Quién te trajo? —preguntó viéndola a la cara y recordando su propia experiencia.
Diana miró hacia la camioneta estacionada en la esquina y él volteó en la misma dirección. El conductor se despidió de ambos con un asentimiento y arrancó.
Para Manuel tampoco resultó fácil digerir lo ocurrido, fue él quien la encontró desfallecida, bañada en sudor y rodeada de su propio vómito. A su lado, un cadáver que después de horas había saturado el aire de un olor hediondo, llenando el ambiente de la misma putrefacción con la que vivió.
Sin ventanas, la habitación se convirtió en un infierno, uno en el que ella estuvo atrapada por un tiempo indeterminado y capaz de acabar con la cordura de cualquiera. El espeluznante hallazgo había provocado que se aborreciera a sí mismo y desease haber sido más rápido. El colmo fue tener que arrestarla tras su recuperación, armar el expediente en su contra y tratar de ayudarla manteniendo una postura imparcial.
Por fortuna, todo había terminado y a él le quedó la sensación de haberle brindado una última muestra de lo que sintió por ella. Encontrarla para dejarla ir con otro hombre era la despedida que ambos estiraron por tantos años, el final de algo que nunca estuvo destinado a perdurar. Antes de irse, le deseó a la distancia la felicidad que tanto merecía, consciente de que no volvería a verla, ella había encontrado otro camino.
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