43. Tras la tormenta
Hoy quiero dedicarle este capítulo a un lector que en poco tiempo se puso al día y que se ha gozado lo leído, o al menos así me lo ha expresado. Además, también identificó como sospechoso al asesino antes de que se revelara quien era, así que me gustaría reconocerle su buena observación. ¡Eres genial, como escritor y como lector! Muchas gracias por regalarme tus lecturas, comentarios y hasta audios, de verdad, no sabes lo mucho que significa para mí.
Un sonido que no logró identificar quebró la calma nocturna y lo arrancó del sueño en el que estuvo inmerso, lo agradeció porque era la misma pesadilla que desde la desaparición de Diana lo había atormentado cada que intentaba cerrar los ojos, arañando el descanso y tornándolo un lugar siniestro que temía visitar. Limpió con impaciencia el sudor en su frente que le recordó que estaba despierto.
¿Así fue cómo ella vivió por tantos años? Sabía de sobra la respuesta, no en vano la había abrazado en medio de la madrugada, acariciando su cabello y besándole la frente en tanto la estrechaba contra su pecho y le repetía que todo estaba bien, que junto a él nada le pasaría. Es tan difícil cumplir promesas cuando se es tan arrogante, suspiró reprochándose a sí mismo. Luego pensó en lo sola que debió sentirse antes de estar juntos, hacerlo abrió la puerta a que una desolación le llenase dentro.
En un instante, la desolación se transformó en nostalgia y ésta en anhelo, sentimiento que de manera irremediable regresó a él la visión que su mente se había empeñado en presentarle entre sueños. En ella la encontraba, a veces compartían la cama, otras comían uno frente al otro en la mesa de su departamento, pero el final siempre era el mismo, la veía desvanecerse ante sus ojos sin que pudiera evitarlo. La manifestación de su miedo lo despertó temblando y con un escalofrío estacionado en la piel; odiaba sentirse así.
Conmocionado, se llevó las manos a la cabeza, sujetándose el cabello y rascándose en un intento desesperado de extirpar de su memoria la temible pesadilla. Tras respirar profundo, sosteniendo el aire y exhalándolo de a poco, logró calmarse. No obstante, girar y encontrarse solo en el sofá de la casa de sus padres, donde había llegado en un intento de encontrar sosiego tras días enteros de buscarla sin obtener ninguna pista, lo inquietó dejándole el sobresalto en el estómago. A este último se sumó el sonido de su móvil alertando sobre un mensaje entrante. Con rapidez, miró la pantalla del aparato que se durmió sosteniendo. Al principio creyó soñar, luego las letras se volvieron tan nítidas que su significado lo hizo ponerse de pie de un salto.
Ella estaba a salvo, ese hombre no le mentiría, enterarse fue como volver a respirar profundo y no a medias. Sus sentidos se dispararon al ritmo del turbulento palpitar de su corazón, sacudiéndole la modorra que todavía le quedaba en los músculos. Ni siquiera contempló cambiarse de ropa, solo buscó una chaqueta y fue a la puerta de entrada sin avisar a nadie de su partida. Era noche y sus padres, Nora y la bebé descansaban. Él por otro lado necesitaba verla, abrazarla, saber que estaba bien. Imaginar que no lo estaría le reavivó la angustia.
¿Y si estaba herida? ¿Y si quién se la llevó la lastimó? Tras atosigarse con los cuestionamientos, se centró en el presente y pidió un auto para ir a buscarla. El trayecto lo llenó de una mezcla de entusiasmo, alivio y desesperación que lo estremecía y que, como tantas cosas a su lado, experimentaba por primera vez. Sin poder evitarlo, reflexionó en los muchos cambios que había tenido su vida en los últimos dos años; ir a prisión, recomponerse laboralmente, descubrir la verdad detrás de su nacimiento, la reconciliación con su madre y conocerla.
«Conocerla», se repitió, suspirando al remembrar todo lo que esa palabra encerraba. Ella le había cambiado la vida, o tal vez solo le dio el empujón que necesitaba para verla con un prisma distinto. Las pretensiones y apariencias, un buen sueldo, los amigos que no lo eran, beberse una compañía en el goce de una noche para no volver a verse, en conclusión, la forma en que había vivido desde que pudo independizarse y salió de la casa de sus padres. Todo eso le importaba menos que nada, y lo que valoraba también era poco si no podía compartirlo con la persona que amaba.
«Que esté bien» se repitió de forma incesante y maldijo a Manuel por haberle dicho casi nada en su mensaje, se limitó a escribirle que la habían encontrado y el hospital al que la llevarían.
«Hospital» pensarlo reafirmó sus temores. El tiempo se le hizo eterno hasta el nosocomio. Al llegar, bajó velozmente del vehículo y de la misma forma ingresó, evadiendo a las personas en la repleta sala de espera que le impedían llegar hasta el módulo de información. Preguntó por ella, pero le dijeron que había alguien a su lado y que tendría que esperar.
Una hora entera fue la que aguardó. Una hora en la que estuvo caminando de un lado a otro como león enjaulado, mirando de vez en vez hacia la enfermera que le había negado el paso y que inclemente lo ignoraba. Pese a aborrecerlo, se atrevió a enviarle un mensaje a Manuel, no le sorprendió que no lo leyese así que le marcó, tampoco obtuvo respuesta.
—¡Maldita sea! —rugió herido por tanta desconsideración. Un par de señoras sentadas que lo escucharon lo miraron con desconcierto y él se disculpó de inmediato.
—No te preocupes, debes estar nervioso, ¿Tu esposa está dando a luz? —se atrevió a indagar una de ellas.
—De seguro es el primero —completó la otra entusiasmada.
La suposición lo hizo bajar la mirada, la pesadumbre le saltó al gesto haciendo a sus interlocutoras enmudecer. «Ojalá fuera eso» pensó. A punto estuvo de responder, pero el nombre de Diana pronunciado en voz alta por una enfermera lo alertó. Con un gesto se despidió de las mujeres y caminó a donde lo llamaban.
Entró solo a donde le indicaron, los pasillos le parecieron demasiado largos hasta la enorme sala de observación y cuando por fin estuvo en la entrada, sus ojos buscaron con frenesí y creciente exasperación entre las camas que en fila parecían todas iguales. Entonces la encontró, liberando el aliento contenido con un respiro entrecortado y casi doloroso. Fue hasta la cama que ocupaba con el corazón hecho nudo porque a cada paso era más notorio lo que debió haber sufrido en los últimos días.
Ella dormía. Se acercó en silencio y una vez a su lado, le fue imposible que la humedad en los ojos no se le escapase en un par de lágrimas que limpió avergonzado por su debilidad; por lo que observaba, él no debió pasar ni la mitad del mismo calvario que Diana. La piel de su cara lucía opaca y demacrada, lo peor fueron las marcas de violencia en su boca y su cabello desaliñado, el único aspecto de su físico que ella cuidaba con esmero. Tantas veces en los últimos meses la contempló embelesado cepillarlo con dedicación. El recuerdo de una plática matutina que compartieron surgió en ese momento.
—Me encanta tu cabello —le había dicho él con total sinceridad. Su cabellera era hermosa, larga, abundante y de un sedoso negro azabache que disfrutaba tocar y atrapar con sus dedos mientras le hacía el amor.
—A mi abuelita también le gustaba, pasaba horas cepillándolo, hacerlo me la recuerda —le explicó ella con un anhelo que pocas veces se atrevía a manifestar.
Evocar la escena le provocó odiarse por no haberle llevado un cepillo, aunque la premura de ir a su lado aplastó todo lo demás. Suspiró y volvió a centrarse en ella, tanto que no percibió la presencia de Manuel a su espalda. El agente se retiró sin decir nada, había demasiado de lo que tenía que encargarse y lo tranquilizaba no dejar a la mujer sola, más cuando tendría que volver a cumplir con el arresto de rigor. Odiaba tener que hacerlo, pero era necesario.
En algún punto de la madrugada, Diana abrió los ojos, encontrar a Roberto provocó que una tenue sonrisa le aflorase en los labios, colmándole de calidez el espíritu. Dormía sentado en una silla, con la cabeza y brazos apoyados en el borde de la cama. Le acarició el cabello con dulzura y el miedo a no verlo más volvió a sacudirla, imágenes de lo vivido se apoderaron de su memoria y un escalofrío le heló la piel. El ligero temblor de sus extremidades alertó a su acompañante que de inmediato despertó. La sonrisa que apareció en el rostro que tanto extrañó la regresó al presente, apartando las sombras de la traumática experiencia.
—Hola, preciosa —musitó con ternura y sin apartar la vista de ella; su mirada le expresó lo mucho que la había extrañado y sufrido por no tenerla, un sentimiento que compartieron por entero.
—Perdóname —la voz se le quebró al decirlo y se permitió llorar como una niña, con la misma intensidad que reprimió cuando su mamá la abandonó o su abuelita murió.
Sus sollozos perturbaron el silencio en que estaba sumida la sala, pero nadie pareció darse cuenta, hundidos como estaban en su propia tragedia. Solo el hombre a su lado fue impactado por el lamento y no tardó en dejar su asiento para rodearla con sus brazos. Ella se hundió en su pecho y se aferró a él rodeándole la cintura con desespero; lo había necesitado y dejó que el tiempo pereciera en ese solo instante en el que la rodeó el consuelo que le brindaba.
—¿Qué tendría que perdonarte? Volviste, eso es todo lo que importa —sentenció sembrando besos en su cabeza, frente y mejillas. Quería borrar el sufrimiento y lavarse la angustia.
—No quise preocuparte... Yo... No... —. Era imposible encontrar un hilo conductor para todo lo que necesitaba expresar.
Él respiró hondo, la entendía, las palabras eran innecesarias, lo mismo que las explicaciones. La conocía de sobra y había aceptado someterse a lo que fuera con tal de permanecer a su lado, eso incluía la posibilidad de perderla. De pronto, sintió una opresión ante el futuro sin ella que contempló cada segundo de cada hora durante los anteriores días. Tuvo que buscar fortaleza de entre la debilidad para mantenerse estoico.
—No pasa nada. Lo único importante es que estás bien —con suavidad la tomó de la barbilla para buscar su mirada —. Estás aquí, solo piensa eso. Gracias. Te amo, no sabes cuánto —desvió los ojos para tomar aire y ordenar sus ideas —. Solo quiero llevarte a casa.
—Lo sé, también quiero ir... Y también te amo —confesó ahogando las persistentes ganas de seguir llorando. Él volvió a abrazarla, enternecido e inundado de la paz de su presencia.
Fue en ese lugar frío y rodeados de tantas dolencias ajenas, que liberaron el miedo y se entregaron al sentimiento que compartían.
https://youtu.be/Sm5OeCpnB24
Con el final de esta historia tan cerca, solo quiero compartir la dicha que me causa haber estado tan bien acompañada por ustedes.
¡Mil gracias!
También quería aclarar que, aunque a diferencia de las otras dos historias de la saga, en esta no recalque tanto la ayuda psicológica, no fue porque no la considere importante, al contrario, creo que ambos la necesitan, pero también sé que la buscarán, solo quise enfocarme en otros aspectos de los personajes y sus vivencias.
Por último, los invito a escuchar la canción con la que acompañe el capítulo y que me brindó buenos momentos de inspiración por recordarme tanto a Diana.
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