42. Hedor a muerte



Dedicado a una lectora que desde la anterior entrega me ha honrado con su lectura. Muchas gracias. 

Las cuatro camionetas estacionaron con un chirrido de llantas frente al domicilio del sospechoso, Manuel y otros tres agentes que tripulaban uno de los vehículos fueron los primeros en llegar a la puerta. Su actitud sombría y paso violento alertó a los transeúntes que no evitaron detenerse para curiosear. 

Los ojos sobre él no distrajeron al agente; lo único clavado en su cabeza era el apremio por encontrar a Diana, entre más transcurriera el tiempo era menos probable que ella y Fátima siguieran vivas. Se maldijo mil veces por dejarla continuar investigando sola, con lo cerca que estaban de saber quién era el culpable, pero nunca estuvo en sus manos frenarla, ella era más de lo que él pudo manejar; ni siquiera cuando fue su superior logró controlar su impulsividad, mejor se dejó seducir como un bruto.

¿Y para qué? De poco sirvió lo que se dieron cuando a él le había quedado un hogar vacío mientras que ella tuvo que conocer a alguien más para sentirse amada.

Dos, tres, cuatro golpes violentos en la entrada de la desolada casa le espantaron el anhelo, era momento de enfocarse. No obtuvieron más respuesta que un perturbador silencio. Sabían lo que seguía, contaban con una orden de cateo y lo necesario para tumbar la puerta si el hombre que habían ido a buscar no abría y al no hacerlo, los obligó a actuar. Una llamada e instrucciones en voz alta fueron la antesala para lo siguiente. Otros tres equipos de agentes se encontraban en la tienda de Isaac; el establecimiento estaba cerrado y cuando lograron contactar a los empleados, estos les dijeron que tenían un día y medio sin comunicarse con el dueño, por lo que nadie les abrió el local.

Ante el revés, ingresaron a la par en cada una de las propiedades, peinando cada palmo de construcción y en espera de encontrar lo peor. No obstante, en ninguna había señales de Isaac, Diana o Fátima. Para colmo, los vecinos que salieron de sus respectivos hogares a observar el actuar de los elementos del Ministerio, formaron un pequeño gentío que le puso los nervios de punta a Manuel, aborrecía verlos deleitarse con el espectáculo que alimentaba su morbo.

Frustrado al extremo de rascarse el cuello hasta dejarse marcas rojas en la piel, volvió a abordar la camioneta obviando los ojos sobre él y sus hombres, también los sonidos ajenos a su respiración le parecían distantes; aquella era la peor de las pesadillas. Acarició su frente para despejarse e hizo varias llamadas. Isaac estaba siendo investigado desde que lo identificaron como sospechoso principal, y su esperanza era que ya tuvieran más información acerca de él. De lo contrario, tendría que visitar otra vez a Santos y no veía muy posible obtener su cooperación, el tipo estaba hundido en sí mismo y ya había ido lejos en su anterior encuentro. Otro más y perdería su placa.

Dos noches sin saber de ella, dos noches en las que el maldito pudo haber hecho cualquier cosa. Lo pensaba y entre más lo hacía, acrecentaba la incapacidad de abandonar tan penoso círculo de tortura. De sobra conocía lo que un criminal puede hacer a una mujer, imágenes de cuerpos mutilados, violados, destruidos inundaron su memoria, como si los años de servicio se le vinieran encima con toda la porquería que tuvo que soportar. Forzarse a seguir coordinando la investigación y búsqueda fue su ancla a la cordura, hasta que recibió la llamada que le dio un rumbo. A nombre de Isaac habían encontrado otras dos propiedades. Sin perder tiempo, organizó y solicitó lo necesario para una nueva revisión. La tarde comenzaba a pardear cuando estuvo listo.

«Aguanta, Diana, tienes que aguantar» repitió para sí mismo como si la petición pudiera llegar a oídos de la mujer, era su forma de lidiar con el intenso bombeo de su corazón y la angustia.

Quienes lo acompañaban lo miraban de reojo para luego intercambiar miradas entre sí, ninguno desconocía que su principal motivación era diferente al cumplimiento del deber, así que el ambiente en el vehículo se tensó, perturbando el ánimo colectivo con cada minuto de camino hacia su destino; se negaban a pensar en lo que pasaría de hallarla sin vida. En poco menos de cincuenta minutos estuvieron llegando a una casa ubicada a las afueras de la ciudad, erigida en el centro de un terreno de varios metros cuadrados delimitado por una barda sin pintura, lo suficiente lejano de todo para que nada de lo que sucediera ahí pudiera ser visto o escuchado por nadie.

Rompieron el candado de la reja de entrada e ingresaron con prisa, circulando por un sendero de concreto y piedra hasta frenar rodeando con los vehículos la construcción. No se molestaron en llamar a la puerta, la forzaron y se dividieron para recorrer el interior. El sitio lucía desierto, solo la cocina estaba amueblada, el resto de las habitaciones no tenían más que sillas de plástico y un par de mesas. Pese a la limpieza que imperaba y al blanco inmaculado de las paredes, el ambiente se sentía funesto y eso era peor que encontrar resistencia. Un pasillo atravesaba la casa, dividiéndola hasta desembocar en una última puerta. A la derecha había una escalera por la que subieron tres agentes; Manuel con el resto se quedó viendo esa última zona. No los detenía el acceso cerrado sino el aroma que percibieron emanar de ahí; lo reconocieron, era el olor del principio de la descomposición, dulzón, pero con algo de repugnante y envolvente; dominó al instante sus fosas nasales, haciéndolos fruncir el ceño y apretar la mandíbula. El hombre a cargo contuvo el aliento y todos lo miraron de soslayo.

—Ruiz —se atrevió a decir el que estaba a su derecha y más cercano al pomo de la puerta, pero antes de recibir respuesta escucharon un fuerte aviso desde la planta superior.

—¡Aquí está la muchacha! —gritó uno de los agentes que acababa de subir.

A Fátima la encontraron dormida, pero bien, sin marcas de violencia ni maltrato. Al abrir los ojos y verse rodeada por los desconocidos, se sintió amenazada; meses de cautiverio la acostumbraron a la única presencia de su captor. No obstante, bastó que se identificasen para que ella dominara su miedo y reconociera una salvación que había dejado de creer posible. Uno de ellos llamó sin perder tiempo a los servicios de emergencia, en tanto los otros la atendían y le explicaban la situación. Mientras tanto, abajo, Manuel dudó otro par de segundos en abrir esa última y maldecida puerta.

—¡Hagámoslo! —ordenó al fin, seguro de que el hombre que habían ido a arrestar no se encontraba ahí y con una zozobra apoderándose de su pecho.

La idea de que Diana estuviera muerta le nubló la mente por un breve instante, apartándolo de todo lo demás y hundiéndolo en un valle de tinieblas. Si ese era el castigo por amarla de forma tan ingrata, no creía poder soportarlo.

Pese a sus nefastas suposiciones, nada lo preparó para lo que encontró. Primero el golpe de calor que sintieron apenas abrir junto con el hedor a muerte que se hizo más palpable y repulsivo. Luego ella, inerte en el suelo, justo como temía. La mujer por la que movió cielo, mar y tierra parecía un despojo humano; maniatada, con el rostro magullado, el cabello revuelto, y cubierta de fluidos humanos de todo tipo. 

Entró apresurado y se arrodilló a su lado, las manos le temblaron antes de atreverse a tocarla para comprobar si seguía viva. El mundo se le detuvo por un instante antes de que sus dedos pudieran encontrar el débil pulso. Fue al notarlo que pudo respirar, liberando entrecortadas exhalaciones que se mezclaban con el frenético palpitar de su corazón. La abrazó y le besó la frente en tanto sus ojos enrojecidos se clavaban en el cadáver a su lado. Un deseo de volver a reventar al engendro humano que yacía muerto le afloró en cada músculo, pero tuvo que contenerse, actuar como lo exigía su profesión y tragarse lo que el hombre sintió. Además, ella lo necesitaba entero.

Diana nunca supo cuántas veces se desmayó y volvió en sí antes de encontrarse con un rostro conocido. Estuvo en ese sopor desde que gastó toda su energía en matar a Isaac; aunque lo intentó, le fue imposible reanimarse y tratar de huir de esas cuatro paredes que creyó se convertirían en su tumba. La alegró ver que el hombre a su lado la miraba con un cariño que solo podía agradecer luego del infierno que fueron las anteriores horas.

—Tú... tenías que ser tú —señaló aturdida, con la chirriante sirena de la ambulancia que la transportaba de fondo y un dolor punzante en las partes lastimadas que se sumaba al malestar general. Él aludido la miró sin atreverse a hablar —. ¿Fá... Fátima? —balbuceó, no tenía fuerza para más.

—Ella está bien —afirmó luchando contra el nudo en su garganta y sin atreverse a sostenerle la mirada. Verla pálida, con los ojos hundidos y la piel abierta a causa de las agresiones le fustigó la consciencia, obligándolo a apartar los ojos.

En cambio, era todo lo que ella necesitaba saber, la satisfacción fue inmensa y opacó el resto, por primera vez desde que Isaac la secuestró, se permitió sentir paz y cerró los ojos.

«Descansa, lo lograste, atrapaste a ese infeliz. No volverá a dañar a nadie» Pensarlo lo inundó de pesadez. Cegar una vida conlleva un costo por más necesario que fuese, y lo último que necesitaba Diana era otra carga. Suficiente historia tenía en común para conocer su vida, merecía ser feliz y estar tranquila. De pronto, otra punzada le atravesó el debilitado temple al escucharla murmurar pese a estar seminconsciente:

—Roberto...

—¿Tanto quieres verlo? —suspiró tras largos segundos y sin meditarlo mucho, sacó el móvil de su bolsillo. Escribió un mensaje, dudó, pero al final lo envió esperando que la persona al otro lado respondiera pronto.

Después volvió a mirarla, en ese instante lo único que quería era olvidarse del mundo y envolverse en esa sensación de alivio que significaba poder contemplarla, viva y sin el pasado que tanto la agobiaba a cuestas. Era su recompensa y nadie se la quitaría.

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