40. Nacer muerto



El silencio era el recuerdo más claro de su infancia, la casa donde nació y creció siempre parecía estar sumida en una sobrecogedora ausencia de sonidos, también le faltaba la luz del sol, gruesas cortinas la filtraban impidiéndole entrar en todo su esplendor a cada rincón. Aquello también hizo que el aire se viciara, olía a polvo acumulado y aromas culinarios, también a cañería vieja y otros olores más desagradables. 

Nunca supo en qué momento comenzó a caminar o hablar, sus primeras memorias eran asomarse a la habitación en la que su abuelo pasaba hora tras hora leyendo la biblia; a él le tenía miedo. Su tío, por otra parte, era menos amenazante, solía seguirlo por la casa y verlo realizar parte de las labores que mantenían el hogar en pie. 

No había mujeres, ignoraba que los niños tenían una mamá hasta que alrededor de los tres años, la curiosidad lo llevó a ver por la ventana. Escondido detrás de las cortinas, cuidándose de que no lo vieran su abuelo o su tío, ni tampoco las personas que transitaban por la acera. Fue así como notó que los niños como él iban casi siempre de la mano de una mujer o acompañados de una, aunque en ese tiempo no sabía cómo nombrarlas. De la misma forma se enteró que existían las niñas.

Mamá, esa palabra la conoció de boca de otros. Él nunca tuvo a quien llamar de esa forma, o no era capaz de recordarlo.

Juguetes o amigos, tampoco conoció ninguno, ni una televisión o algo con lo cual asomarse al mundo exterior. Jamás salía de casa, solo los dos hombres con los que vivía, pero nunca lo llevaban con ellos. Su tío le enseñó a leer y escribir, sumar y restar cuando tuvo edad para aprender. Antes de eso sus juegos consistían en recorrer las habitaciones de la casa, imitar a su abuelo leyendo, o a su tío cocinando. A veces, este último se compadecía y le permitía visitar el patio, un minúsculo pedazo de tierra con un árbol de tronco delgado en el centro que era su lugar favorito. Ahí encontró una pelota sucia y vieja que algún niño arrojó por equivocación y que él recuperó. Era su tesoro más preciado, la hacía rodar, la impactaba contra la pared y se divertía viéndola regresar a él. La arrojaba hacia arriba y la atrapaba antes de que cayera al suelo. Cuando la pelota dejó de ser útil, fue como perder a su mejor amigo.

Como no podía estar siempre en el patio, adentro se dedicaba a buscar objetos que despertaban su interés entre las gavetas y cajones, debajo de los colchones y hasta entre los cojines del sofá. Un día encontró una foto donde aparecía su abuelo, una mujer, un niño y una niña. A su abuelo procuraba no hablarle y con su tío podía hacerlo solo cuando lo veía más afable, tras mucho pensarlo se atrevió a mostrarle su hallazgo luego de la lectura vespertina de la biblia, el único libro que conoció.

—¿Dónde la encontraste? —le preguntó serio.

No pudo responder con palabras, hablar se le dificultaba y lo ponía ansioso, así que señaló hacia la habitación que funcionaba como bodega de la casa. Isaac lo miró por largos segundos, pensó que le pegaría, solía hacerlo cuando rompía las reglas, pero no lo hizo. Señaló a la mujer adulta y le dijo que era su propia madre, luego a la pequeña y sentenció:

—Y ella es tu madre, una pecadora...

Después de esa palabra escuchó bastantes menciones de la mujer que lo había traído al mundo, pero nada que se sintiera bien. Su tío pensó que era buen momento para hablarle del mal necesario, él tenía poco menos de seis años. Supo que había dos clases de mujeres, las virtuosas, y las inmorales que conducían a los hombres a la destrucción. Su madre pertenecía a las últimas, y solo unas pocas mujeres eran lo suficientemente puras como para no merecer el castigo eterno. 

Pese a saber que era mala, él no pudo sacársela de la cabeza ni tampoco desterrar el deseo de haberla conocido. Un par de años después, y por pura casualidad mientras fregaba los pisos, encontró en una grieta entre un mueble y la pared una cadena de oro con un crucifijo pequeño. Lo reconoció, era el que su mamá usaba en la foto de niña que encontró antes. Lo atesoró y se sintió culpable de hacerlo a escondidas de su tío, poseerlo lo hacía sentir bien y mal a la par.

Hubo tres eventos importantes en su vida, uno fue la muerte de su abuelo, ese día sintió lo más cercano que experimentó al alivio. Pese a que su tío distaba mucho de ser afectuoso con él, al menos lo veía cuando le hablaba, lo cuidaba y le permitía ciertas concesiones. En cambio, su abuelo nunca le dirigía la palabra y cuando lo veía era como si quisiera golpearlo hasta la muerte. Sin él, la casa se volvió más habitable. 

Lo otro que marcó su vida fue la primera vez que se le permitió salir, antes su tío le dijo durante meses las reglas que debía seguir afuera. Le habló de lo que encontraría, una visión contaminada por su propia percepción, pero que le ayudó a orientarse. El primer sitio al que lo llevó fue una casa destartalada, adentro había desorden y el único mueble sin objetos encima era la cama. Olía a una mezcla de perfume barato con sábanas sucias e insecticida. Era el hogar de una prostituta, él tenía trece años y a Isaac le pareció que era buena edad para mostrarle explícitamente lo que era una mala mujer y para que servía. 

Sus demás salidas fueron para hacer las tareas que su tío le encomendaba, a esa altura conocía de sobra la misión que Dios le había otorgado y lo reconfortaba tener un propósito. Despreciaba a las mujeres y era poco capaz de comunicarse con los hombres. No obstante, logró por orden de su mentor conseguir un empleo. A Isaac le costó decidir si era buena idea otorgarle esa libertad, pero estar separados facilitaba que, si uno caía, el otro pudiera continuar su cruzada.

Santos se adaptó bien luego de sortear algunas dificultades. Las lecciones de su tío le ayudaron a prepararse y actuar conforme a las circunstancias, era amable y manso con los hombres de su empleo, y violento cuando lo requería, como la vez que Diana y los otros agentes lograron emboscarlo. Ese día y con la sangre de la mujer en sus manos, murió la única pizca de humanidad que aún conservaba, el resto de él había nacido muerto.

Lo tercero que marcó su vida fue conocerla. Hasta ese instante en que sus ojos la miraron, todas las mujeres eran vírgenes puras o corruptas pecadoras, pero ella era distinta. Su sonrisa lo hizo sentir algo que no había experimentado antes. A ella no la quería solo para desahogar sus bajos impulsos ni para enviarla a su salvación, a ella quería verla todo el tiempo que pudiera, detallar cada curva en su cuerpo y rasgo de su rostro. Para él era un ángel, su ángel. Morir e ir al infierno era un precio justo para pagar por verla otra vez y respirar el mismo aire que ella.

Su imagen le ayudó a soportar en tanto los golpes llegaban sin que pudiera defenderse. El enemigo también tenía soldados en la tierra, y eran esos hombres que pretendían aplastar su causa y matar su alma.

—¡Ya, Ruiz! ¡Déjalo, cabrón! 

Escuchó gritar a uno, y junto a otro le sacó de encima las patadas que lo tenían hecho ovillo en el suelo y contra la pared recibiendo todo el impacto en su abdomen, brazos y costillas. Cerró los ojos y se tragó el dolor, el sufrimiento físico no le era desconocido y dolía menos que el que acompañó su infancia.

—¡Puta madre, no te pongas idiota! Enfría la cabeza o valemos verga —pidió otro de los hombres al que había estado agrediéndolo en tanto lo sujetaba contra la pared.

Aunque los tres sabían que aquel intercambio de favores les costaría caro, guardaban la esperanza de que no fuera demasiado. Por lo menos el trastornado no tenía parientes que se quejaran por él, y el defensor público que llevaba su caso era tan apático que esperaban obviara las visibles muestras de violencia que le quedarían por los siguientes días.

Manuel gruñó iracundo, empujó a su compañero lejos y subió las manos abiertas para que entendiera que aceptaba su sugerencia, luego se sostuvo de la pared para recuperar el aliento, y miró agitado por el esfuerzo físico al hombre que no era más que un bulto humano en el suelo de la habitación; sus resoplidos inundaban el espacio, así que paseó los ojos alrededor para apaciguar las ganas de matar al único que sabía dónde estaba Diana y se negaba a hablar.

—¡Habla de una vez, hijo de perra! —amenazó el hombre que estaba más cerca de Santos, jalándolo de las ropas para obligarlo a sentarse. Él tosió y escupió sangre, la misma que sentía a lo largo de los orificios nasales y que le cortaba la respiración.

Era inútil, Manuel no podía ir más allá porque matarlo en ese preciso momento le valdría perder el puesto, y no podía mientras Diana no apareciera. Nora volvió a surgir en sus pensamientos. Se limpió con las palmas el sudor de la frente y cuello, tomó una silla y se sentó para estar frente a Santos.

—Dime algo infeliz, la mujer esa que acosabas... —calló al notar la forma en que las pupilas ardiendo del hombre se elevaron para verlo directo por primera vez desde su arresto —. ¿También se la ibas a entregar al imbécil de tu cómplice? ¿Cómo era que se llamaba...? ¿Nora?

El cuerpo entero se le tensó al escuchar ese nombre, apretando su tórax y estómago; el que se atreviera a hablar de ella lo hacía desear matarlo.

—¿Era para él o para ti? ¿También la buscabas para matarla... o solo te la querías coger?

Pese a estar esposado con las manos por delante y con notable daño por la golpiza de antes, Santos se puso de pie de un salto y se fue sobre Manuel como un animal herido y por lo mismo, peligroso. Alcanzó a rodearle el cuello lo que le permitieron las esposas y empujarlo lo suficiente para que la silla se hiciera para atrás con fuerza y quedara por un breve instante sostenida en sus patas traseras, en tanto el hombre que estaba en ella tuvo que balancearse para no caer, sintiendo de lleno el impacto de su atacante y sus dedos robarle el aire. El otro par de agentes se fueron sobre Santos, entre empujones y violentos jaloneos lo llevaron contra la pared.

A Manuel le costó muy poco recuperarse de la intempestiva agresión, aun así, el dolor y la presión en la tráquea se hizo presente de inmediato. Tosiendo y moviendo la cabeza de un lado a otro, se puso de pie y caminó hasta estar muy próximo al hombre que sus compañeros sujetaban.

—No sabes las ganas que tengo de meterte un tiro como a un perro rabioso, pero te daré una oportunidad para que te pongas a pensar —. Colérico, le clavó el dedo índice varias veces en la cabeza —. Si a Nora no la querías para él, pero sabe de ella, no hay nada que impida que la encuentre, ¿Eso te gustaría?

Santos clavó sus ojos inyectados en él, con la mandíbula apretada hasta que los huesos faciales le dolieron, y el pecho le tembló con violencia. Si lo que le decía ese hombre no fuera una posibilidad, sería capaz de arrancarse la lengua antes de permitirse hablar, pero lo era. Si su tío no mató a Nora fue solo porque ella desapareció, esa verdad le reventaba por dentro, era como un fuego quemándole desde el centro hasta el interior del cráneo. Se llevó las manos a la cabeza ante la explosión interna y se dejó caer deslizándose del agarre de sus captores. 

Traicionar a Isaac era romper el vínculo con la única figura de apego que conoció y darle la espalda a las creencias en las que lo adoctrinaron, las mismas que seguía como si fueran una verdad absoluta por la que estaba dispuesto a morir. Por otro lado, Nora significaba lo único que se atrevió a desear, su ángel, por quien enfrentó a su tío pese a todo. La encrucijada fue brutal y enmarañó sus emociones hasta volverlas tormentosas.

Los tres agentes lo vieron con pasmo doblarse sobre sí mismo y temblar sentado en el suelo. A continuación, se miraron entre sí. Entonces el móvil de Manuel comenzó a sonar quebrando la tensión del momento, él respondió sin tardanza, cualquier llamada podía ser importante. Y lo era, la lista de la iglesia había sido entregada, ciento veintitrés nombres y solo uno que reconocieron enseguida del caso de Fátima. Al enterarse, gritó de impotencia y golpeó la pared con el puño. Luego se inclinó para estar a la altura de Santos y le dedicó una mirada cautelosa que luchaba por encontrar la forma de abrir camino hacia a él.

—¿Cómo conoces a Isaac Alcázar?

Santos levantó la vista con los ojos bien abiertos, ese nombre traspasó el refugio de su mente en el que se fue a esconder.

—Me acabas de confirmar que es tu cómplice. Iré por él, pero si no lo encuentro, voy a regresar y más te vale que hayas pensado seriamente en lo que te dije antes. ¿Es ella o él?

Salió de ahí tomando oxígeno con respiraciones largas cuya intención era recuperar la calma que dejó en las pasadas horas. Era tiempo de dejar en paz a Santos y atrapar al otro maldito.


¿El desarrollo es activo o reactivo? ¿Cómo aprende exactamente un niño? ¿Qué sucede durante ese proceso? ¿Qué puede salir mal?

El filósofo inglés John Locke sostenía que los niños son una "hoja en blanco", sobre la cual escribe la sociedad, esto es que la manera en que se desarrollan, positiva o negativa, depende exclusivamente de las experiencias. En contraste, el filósofo suizo Jean Jacques Rousseau creía que los niños nacían como "nobles salvajes" que se desarrollan siguiendo sus tendencias naturales positivas, si no los corrompe la sociedad. El debate sigue vigente, aunque actualmente se habla de factores hereditarios y ambientales. Es decir, como seres humanos no somos solo biología y genética, las influencias familiares, sociales y culturales que nos atraviesen en cada una de las etapas del desarrollo serán en gran medida las que conformen nuestro sistema de creencias, valores, personalidad y forma de actuar ante determinadas circunstancias.

Por otro lado, las consecuencias del maltrato en el cuidado de un niño o niña pueden ser físicas, emocionales, cognoscitivas y sociales, y es común que estén interrelacionadas. Un golpe en la cabeza del niño puede ocasionar daño cerebral que provoque retrasos cognoscitivos y problemas emocionales y sociales. De igual manera, la negligencia severa o los padres poco cariñosos pueden ocasionar alteraciones considerables en el cerebro en desarrollo. A largo plazo, el maltrato puede ocasionar mala salud física, mental y emocional: problemas en el desarrollo del cerebro; dificultades cognoscitivas, lingüísticas y académicas; problemas con el apego y las relaciones sociales; problema de memoria y, en la adolescencia, mayor riesgo de un bajo logro académico, delincuencia, embarazo, consumo de alcohol y drogas, y suicidio.

Un ambiente de desarrollo favorable, en el que se satisfagan todas las necesidades de niños y niñas, y con adultos responsables de su cuidado que ejerzan como guías y figuras de apego comprensivas y protectoras, puede como mínimo resultar en un adulto funcional, capaz de seguir desarrollándose en cada aspecto de su vida, a lo largo de esta. Sin estos elementos, y sobre todo con la carencia permanente de ellos, los resultados suelen ser devastadores para el individuo. Este es un caso ficticio, pero los reales suelen ser igual o más lamentables.

Gracias por la lectura. 

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