37. Resarcir



Es hermoso encontrar personas entusiastas, que se emocionen y se permitan experimentar una intensidad de sentimientos a través de las letras. Por eso, este capítulo se lo dedico a una de esas maravillosas personas que la plataforma naranja me permitió conocer. Gracias por darle una oportunidad a Diana.


Vivir bajo una estricta y apretada rutina a menudo salva de la locura, pues no da espacio para la introspección, solo es seguir y seguir, actividad tras actividad, de manera mecanizada desde que amanece hasta que el cuerpo exige un descanso, agotadas sus energías. Es un placebo excelente para obviar el dolor. 

Así fue como Aracely pudo sobrevivir luego de ser arrojada a la calle por su madre, tras ser señalada e insultada, y sin haber encontrado en quienes más confiaba el resguardo esperado para salvaguardarse de su agresor. Entre más intenso el trabajo era mejor, entre más dolieran los músculos y huesos le daban la excusa perfecta para quejarse por ello y olvidar la herida sin cicatrizar que maquillaba con aparente lejanía. Por otro lado, llegar con su esposo fue el ancla que le permitió conservar el deseo de vivir, tener un hijo con él le devolvió la esperanza, formar un hogar apartó de su mente las sombras que le oscurecían el corazón.

Por eso seguía esforzándose en cuidarlo, dando lo mejor de sí, atendiendo cada detalle y manteniendo una casa en perfecto estado para él, por eso aborrecía que Roberto se hubiera empeñado en interferir. Su primogénito pensaba que buscarle ayuda en la que pudiera delegar responsabilidad era bueno para ella, no lo era, solo necesitaba mantenerse igual. Encargarse de las compras, planchar, lavar una y mil cosas, desempolvar, barrer, cocinar tres veces y hacer lo mismo al siguiente día, era el mundo que podía controlar, en el que no se sentía a la deriva. No obstante, el exterior de lo que tocaban sus manos era todo lo contrario a lo que llevaba dentro, ahí nada estaba limpio, ordenado ni brillante.

La última plática con su hijo menor había sido devastadora, lejos de alegrarse por el encuentro, él parecía molesto, fastidiado por sus muestras de amor y poco dispuesto a mantener una conversación agradable. A duras penas logró enterarse de que la mujer con la que vivía estaba embarazada, eso lejos de alegrarla le abrió más el vacío que llevaba dentro, porque alcanzó a percibir que él no la quería cerca. No le pidió dinero como otras veces, el enfado era notable y sin aclararlo, ella supuso que se debía a la presencia de su hermano. 

Por eso cuando habló con Roberto hizo todo lo que estuvo en su mano por lastimarlo, la rabia la hizo escupir palabras que, aunque sentía, fueron amplificadas por el deseo de depositar en otros hombros parte de la impotencia y frustración con la que había navegado por más de tres décadas. Pero pasarle a él la carga de su origen no se sintió tan bien como pensó en un principio. Lo vio en sus ojos, en los que se reflejó el impacto de lo revelado. La arrogancia que siempre vio en él se derrumbó en ese momento, solo quedó el niño rechazado por ella que con desesperación buscaba la forma de ganarse su amor.

Él no la lastimó, fue hasta verlo avergonzado de quien era que lo entendió del todo. Otra culpa más se le sumó a la larga cadena. Era pésima madre y una mujer que alguien más había partido en dos, destilaba amargura que no dudaba en arrojar a otros, ya no recordaba lo que era sentir alegría. Le hacía daño a todo el que tocaba, por su mala educación Edgar era un ser humano inútil y tramposo, un vividor sin remedio. El accidente de su esposo fue consecuencia directa del modo de vida de su hijo que ella propició o no supo frenar. Y para colmo, castigó con crueldad a quien no era culpable de su miseria.

El silencio de su casa a esa hora se transformó en un estremecedor recordatorio de todo lo que le faltaba. Alonso dormía y las labores habían sido cumplidas, no le quedaba más que esperar a que el sueño se apiadara de ella, y mientras tanto armarse de fortaleza para lidiar con tanto negro pensamiento que le mordía la consciencia. Estaba agotada. La idea fugaz de tomarse todas las píldoras para dormir del frasco que tenía enfrente se le atravesó sin que tuviera la voluntad para ahuyentarla. Sus dedos temblorosos se extendieron hacia el medicamento, un poco más y olvidaría todo. Para su desgracia o fortuna, el teléfono sonó sacándola de la espiral destructiva. Sin ánimo, caminó hasta el aparato para responder.

—Mamá —. Lo reconoció enseguida, aunque no pensó volverlo a escuchar jamás después de lo último que le dijo —. Lamento molestarte a estas horas.

Al otro lado de la línea, a Roberto un estremecimiento le impedía hablar con libertad y la voz se le llenó de duda. Una y mil veces lo pensó antes de presionar la tecla, ignoraba si llamarla era una buena idea, se atrevía a pensar que era todo lo contrario. Pero no tenían a más nadie a quien acudir. La hija de Edgar había nacido unas horas atrás y la mujer le había revelado a Diana la razón de que estuviera sola y en bancarrota, algo que ellos ya imaginaban. Tras una feroz discusión porque decidió apostar el dinero, producto de meses de trabajo de ambos, con la esperanza de duplicarlo, Edgar había decidido irse de la casa. El amor que pregonaba tenerles no le alcanzó para comprender que ya no podía andar jugando con el destino, lo intentó y falló, su novia lo sabía mejor que nadie. Roberto fue lo más claro posible al explicárselo a Aracely, Diana y él se encargarían de todos los gastos y traslados, pero ambos tenían otras obligaciones que atender y alguien debía cuidar de madre e hija los primeros días.

—Perdóname, sé que ya tienes mucho trabajo cuidando a mi papá, pero la darán de alta mañana y no tiene a donde llegar. Mi departamento es pequeño y la casa donde había estado viviendo no es opción, él perdió incluso el dinero del alquiler, además estaría sola muchas horas. Solo será un día o dos, en lo que encontramos otra solución... Ella piensa volver a la casa que le prestó su hermano en cuanto se recupere.

No hubo respuesta, la incertidumbre dejó de serlo. Debió saber que su madre no tendría intención de ayudarlo a él, a Diana o a Nora, para ella solo existía Edgar. Fue un ingenuo al pensar que, tratándose de la hija de este último, podría ser un poco más flexible.

—¿Pretendes traer a esa mujer a mi casa? —la gelidez de sus palabras traspasó el auricular.

—Solo pensé que...

—Está bien, pero me faltan muchas cosas, no tengo casi nada para recibirlas.

Una leve y reconfortada sonrisa apareció en el rostro de su hijo al escucharla, incluso le pareció que lo último lo dijo con ilusión.

—No te preocupes, te llevaré lo que necesites, solo dame una lista.

—¿Podemos ir juntos? Es noche, pero todavía no tan tarde para no encontrar algo abierto.

Lo escuchó exhalar lento, como si prolongara el respirar para no responder. Era lógico, él debía odiarla, fue lo único que sembró en su corazón. 

Al contrario de lo que pensaba, Roberto no dejó  de amarla. Solo estaba confundido, nunca pensó recibir esa propuesta que lejos estaba de desagradarle; Diana se quedaría esa noche con Nora a dormir, así que pasar por su mamá y hacer juntos las compras no era problema. Aceptó, tenía temor por lo que fuera a encontrar una vez estar frente a frente, sin embargo, se aferró al deseo de cobijar a Nora que la mujer que amaba le había contagiado.

Tardó muy poco en llegar hasta la puerta de la casa de sus padres, ese lugar al que juró no volver por haber dejado de sentirse parte de la familia que la habitaba. Aracely abrió apenas escuchó el vehículo estacionar, verla lo hizo contener el aliento y mirar a otro lado, la pena lo hizo sentir pequeño. No podía sostenerle la mirada sabiendo que su nacimiento le arruinó la vida.

—¿Nos vamos? —preguntó ella aliviando la tensión que se apoderó de ambos. Él asintió.

No hablaron mucho, ¿Qué podían decirse con tanto dolor compartido? No obstante, la sintió distinta. Su gesto era más suave, casi parecía feliz con aquel encuentro. Rechazó esa idea luego de repetirse lo estúpido que era al contemplarla, lo más probable era que su buen ánimo se debiera al nacimiento de su nieta, no a él.

En el supermercado de veinticuatro horas al que acudieron, se limitó a seguirla en silencio por los pasillos, pese a todo, quería que estuviera bien y aquello parecía complacerla. La vio elegir entre uno y otro producto con entusiasmo, el carrito de compras comenzó a llenarse de pañales, toallitas húmedas y muchos más artículos del departamento de bebés, también de alimentos variados y las mejores frutas y verduras para la madre. En algún punto, detuvo su recorrido, se había dejado llevar por el gozo y la ilusión, nunca pensó tener la oportunidad de cuidar de su nieta, ya ni siquiera le importaba quien fuera Nora e igual velaría por ambas como nadie lo hizo por ella, excepto Alonso. Pero no era lo mismo y lo sabía, cuando una madre nace, es otra madre quien mejor puede comprenderla.

—Estoy llevando demasiado ¿verdad? Tú pagarás todo y no te pregunté si estás de acuerdo.

Su preocupación lo tomó por sorpresa y lo conmovió al mismo tiempo. Una sonrisa estuvo a punto de dibujarse en sus labios, pero se reprimió, no quería incomodarla así que carraspeó y se puso serio.

—Puedes llevar lo que necesites.

Ante la respuesta reanudó su labor. Muda ante cualquier gesto de su parte, así era como Roberto la recordaba, así fue como la vio seguir comprando. ¿Por qué no podía dejar de lastimarlo? ¿Cuánto tiempo más necesitaba para entender que jamás se ganaría su aprobación?

Era casi medianoche cuando volvieron a la casa cargados de varias bolsas de compra. Al igual que al principio, hablaron solo lo necesario. En el fondo, Aracely se moría de ganas por preguntarle una y mil cosas, reconocía el auto en el que se transportaron, era el de esa mujer desagradable que por lo menos cumplió su promesa de encontrar a Edgar. Le pareció evidente que la relación entre los dos era más que la de solo amigos o amantes ocasionales. La necesidad de comentar algo al respecto le quemaba en la punta de la lengua, al final logró abstenerse. Lo último que pretendía era arruinar ese acercamiento, le había costado entenderlo, pero sincerarse la liberó de una condena. 

Lo acontecido seguía doliendo, pero la desolación que le dejó dentro por fin era terreno fértil para que brotes de mejores sentimientos surgieran. Además, él era el único que lo sabía, con nadie más se atrevió a abrirse por entero. Su esposo creía que la mala experiencia que le impidió vincularse con su hijo se debía a que su madre la echara a la calle estando embarazada, luego de ser abandonada por un tipo cualquiera que la sedujo.

Aquella tarde, Roberto se había convertido en su confidente, el que tanto necesitó mientras vivía en el centro del huracán de tan espantosa vivencia. Tampoco creía en las casualidades, que fuera él quien le habló cuando estuvo a punto de tomar la más fatal de las decisiones fue para ella una señal del universo que le exigía permanecer y resistir un poco más. En ese instante, su vida recobró algo del sentido perdido tantos años atrás. Tal vez le faltaba mucho, ese momento de euforia bien podía ser un pico pasajero de optimismo ante la nueva vida que estaba a punto de conocer, pero había escuchado que siempre se puede buscar ayuda, quizás era el momento adecuado para hacerlo.

—Me voy, mañana Diana traerá a Nora y a la bebé, espero no te moleste que sea ella —dijo él antes de irse tras ayudarla a bajar las bolsas y depositarlas con cuidado sobre la mesa de la cocina.

—Es tarde, mejor quédate a dormir. Encontré alguna de tu ropa que olvidaste, seguro puedes usarla.

—No creo que sea buena idea.

—¿Estás molesto conmigo?

No supo que responder, molestia no definía de forma certera lo que inundaba su pecho estando ahí. Herido era lo más correcto, estar junto a ella y en esa casa plagada de sinsabores que aplastaban las memorias felices le dolía.

—Entiendo, estarías incómodo. —Tantas veces ella hizo lo mismo con él, que le pareció un castigo ideal para su indiferencia.

—No es eso... Yo, prometí no volver a molestarte. Si lo hice hoy no fue por mí.

—Si te quedas, tu papá estará muy feliz de verte por la mañana.

—¿De verdad me quieres aquí? —sus ojos la miraron directo, la incredulidad plasmada en su expresión guardaba un toque de anhelo.

Ella asintió, primero con una casi imperceptible sacudida de cabeza, luego con una clara afirmación:

—Quédate, esta también es tu casa.

Sus labios se cerraron, no podía ser más efusiva, nunca estuvo en su carácter. Sin decir más, comenzó a guardar una a una cada cosa que su hijo compró para ella; su hijo, se repitió; el hijo que todavía le permitía quererlo pese a su deplorable comportamiento para con él, del que esperaba ganarse el perdón que la dejara ser parte de su vida.


Este capítulo lo pensé mucho, como profesional de la salud mental y emocional, conozco las ventajas de una intervención oportuna, no obstante, cuando ha pasado tanto tiempo, es difícil predecir la forma que un daño psicológico terminará adquiriendo. No obstante, también se vale tener fe en que el tiempo si bien no cura todo, sí puede hacer menos profunda la herida. Eso quise plasmar aquí, tal vez sea poco realista, pero me pareció un mensaje esperanzador. 

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