34. En medio de la búsqueda
Dedicado a una de las lectoras más leales a esta historia, que además de regalarme sus lecturas y comentarios de forma continua, me ha inspirado a lo largo de esta travesía con su maravillosa escritura. Muchas gracias, un placer coincidir.
El escozor en sus ojos lo obligó a frotárselos para intentar aliviar la molestia, lo mismo hizo con su barbilla y el resto de la cara adornada por una barba descuidada. En los últimos días sus horas de sueño se redujeron al mínimo y sumado a todo, la falta de descanso le estaba pasando factura. Coordinar una investigación como aquella no era tarea fácil, menos cuando sus superiores, incluyendo el mismo gobernante en turno, tenían los ojos puestos en él. Justo acababa de finalizar una larga y tediosa llamada en la que repetir una y mil veces la misma duda expuesta con diferentes palabras, logró impacientarlo. Por fortuna, se mordió la lengua para no responder de forma inapropiada y el hombre que lo cuestionaba tuvo algún asunto que consideraba de mayor importancia, así que lo dejó en paz tras exigirle mayor rapidez con las averiguaciones.
Conducir y lidiar con exigencias al mismo tiempo lo ponía de mal humor. Su cerebro necesitaba oxigenarse, respiró hondo antes de descender de la camioneta que estacionó frente al lugar donde había sido asesinado Saúl. Pensarlo le provocó agruras y una sensación que le quemó a lo largo del esófago. No quería entrar, suficiente estuvo ahí los cuatro últimos días, recordar la enorme mancha de sangre seca le revolvió el estómago demasiadas veces. Vio la propiedad y después sus ojos decayeron, no era momento de ponerse emotivo. Se acomodó la cintura del pantalón, como si con esa acción pudiera cambiar al hombre en duelo por el servidor público.
Adentro se encontró con el agente a cargo del segundo cateo para el que lograron obtener orden. Las noticias seguían siendo las mismas. En el primero habían logrado dar con el teléfono celular y bolso de Fátima, escondidos en la habitación que el dueño del negocio le prestaba a Santos para que viviera, pero de la jovencita no había señal. Para colmo, el desgraciado no había dicho una palabra, era como si estuviera mudo o sellase sus labios un pacto de silencio. Ni los mejores profesionales de la psiquiatría y la psicología con los que contaba el Ministerio Público habían logrado obtener de él algo más que fugaces e inhumanas miradas.
El tipo estaba desconectado por completo, comía poco y tomaba la cantidad de agua mínima, parecía que su intención era matarse de a poco y llevarse la ubicación de la muchacha secuestrada a la tumba. Manuel hubiera deseado poder usar técnicas de convencimiento más efectivas con él y contrarias a las usadas por los loqueros. Estos le pasaban informes llenos de síntomas y comportamientos atípicos que observaban y con los que comenzaban a elucubrar sobre el imbécil. Para él era un criminal que merecía morir a golpes, para ellos un caso de estudio. Lo tenían harto, el tiempo seguía corriendo y los resultados eran nulos por más esfuerzo que pusiera; el peso sobre sus hombros, cuello y espalda era continuo, le robaba el aliento y la calma, se tornaba más aplastante de vez en cuando al igual que un mazazo directo a sus huesos.
Media hora después salió de ese lugar, arrastrando la derrota a cada paso como grillete alrededor de sus pies unido a una pesada bola de plomo. El registro de la propiedad había sido intenso, no dejaron piedra sin mover ni agujero inexplorado, Fátima no estaba ahí.
Por otro lado, las entrevistas con las personas cercanas al asesino de Saúl no arrojaron demasiado, todos coincidían en que era un buen muchacho, tal vez demasiado apartado, pero fuera de eso ignoraban más de él. Lo único que quedó claro era que la mayor parte del tiempo lo dedicaba al trabajo, en muy contadas ocasiones lo vieron salir por un período largo y la mayoría correspondía a las fechas en que estuvo acosando a la mujer con la que Diana se había entrevistado. Tampoco contaba con celular, no usaba redes sociales, los documentos de identidad que entregó eran falsos. En conclusión, sino lo hubiera tenido enfrente no habría forma de probar su existencia. El maldito era una caja negra o peor aún, un fantasma, pero al menos el que hubiera matado a su amigo y estuviera en posesión de las pertenencias de Fátima, le permitiría tenerlo encerrado sin posibilidad de fianza ni ninguna otra artimaña legal que lo pusiera en las calles otra vez. Se iba a podrir en prisión y de eso se encargaría en persona, y con suerte algún demente dispondría de su vida en los siguientes meses.
Volvió a las oficinas del Ministerio Público y estuvo ahí tres horas más, incluso presenció otra de las entrevistas a Santos. Desde la imagen de la cámara que grababa de manera ininterrumpida en la habitación donde lo interrogaban, pudo ver como no le sostenía la mirada a nadie, aunque su lenguaje corporal le dijo que su actitud nada tenía que ver con vergüenza o arrepentimiento, más bien era como la de un perro rabioso que imposibilitado a atacar, aguarda conteniéndose para no lucir amenazante. Un perro, Manuel podía afirmar que lo era. Era la explicación a que nada en él coincidiera con el perfil que los expertos habían detallado en base a los crímenes de los que tenían conocimiento. Inocente no era, pero alguien más debía estar detrás, alguien a quien le guardaba una lealtad desmedida que lo hacía preferir asumir la culpa entera. Pero ¿Quién podía ser tan importante para un trastornado como aquel?
«Bastardo miserable. Te cargaste a Saúl y me sigues dificultando las cosas» pensó en tanto abandonaba las instalaciones con la imagen del asesino grabada en su mente. La rabia y la impotencia le calentaban la sangre y le sacudían cada músculo tenso hasta el cansancio, nunca se sintió tan perdido. La chica no aparecía, era todo lo que podía repetirse para evitar desfallecer antes de lograr encontrarla.
Faltaban quince minutos para la medianoche, por lo que se retiró a la que ignoraba si aún era su casa, no se había apersonado por ahí desde el asesinato de Saúl, y Blanca bien podía haber hecho el cambio de cerraduras para dejarlo fuera. En las últimas semanas la convivencia con su esposa había sido un martirio, si ya estar con ella era agobiante desde años antes, tras el encuentro con Diana, el hogar que compartían se tornó un infierno de reclamos, miradas recelosas y frases que destilaban veneno. Estaba furiosa y algo de razón le daba, no obstante, al menos en ese momento en el que le era difícil respirar sin sentir que se asfixiaba, se atrevió a desear que guardara su lengua de serpiente y le permitiera dormir más de cuatro horas seguidas en una cama decente.
Al entrar encontró las luces apagadas, con ellos vivía su hija menor pues la otra trabajaba fuera de la ciudad y el mayor ya se había casado. Ambas mujeres debían estar dormidas y lo agradeció. Treinta años de matrimonio y de habitar el mismo espacio, y no se atrevía ni a dar pasos firmes para no despertarla y que saliera a recibirlo. Con un poco de suerte, podría escabullirse a la habitación desocupada que pertenecía a la hija ausente para dormir hasta recuperar algo de fuerza. Los metros entre la puerta de su objetivo y él eran escasos, pero le parecieron eternos, y justo a punto de alcanzar el pomo, el sonido de una segunda puerta al abrirse lo sobresaltó, lo mismo que la iluminación que se generó obligándolo a parpadear en repetidas ocasiones y girar la cabeza.
—¿Papá? —preguntó la joven que asomó.
—Romina... —pronunció con alivio —. ¿Qué haces despierta? Vuelve a tu cuarto. Necesito dormir y no quiero que tu madre....
—Ella se fue.
—¿Qué dices?
La joven suspiró, miró a uno y otro lado, su expresión se tornó indescifrable para quien la conocía de siempre.
—Lo que oyes, mamá se fue a casa de mi hermano hoy. Le pedí que te avisara, pero no quiso y yo no te dije nada porque sé lo de tu amigo... ¿Es cierto que volviste con tu amante?
—Yo...
—¡Qué vergüenza! ¿No te sientes ridículo saliendo con una mujer que tiene de vida los mismos años que ustedes de casados? Ya me parecía extraño que mamá no quisiera hablarte.
Vergüenza. Ese fue el sentimiento que lo embargó estando de pie frente a su hija de veinte años en aquellas condiciones, una jovencita con más entereza que él y que con ojos desesperados luchaba por entenderlo sin que fuera su obligación.
—¿Quieres tomar un café conmigo? De pronto me dieron ganas.
Ella lo miró frunciendo el entrecejo primero, intentó lucir furiosa, pero la pena superó al enfado y los ojos se le llenaron de humedad. De los tres era la más apegada a él, no lo sorprendió que decidiera quedarse. Su madre debió haberle insistido en acompañarla, pero era difícil de influenciar, una de sus muchas virtudes era actuar con convicción. Él la admiraba, de cierta forma lo hacía recordar a Diana, incluso pensó alguna vez que ambas podían llevarse bien de conocerse.
La chica estuvo largos segundos de brazos cruzados sin responderle, al final cedió y lo acompañó a la cocina. Solícita, preparó la bebida para ambos y se sentó mirándolo a la cara, la decepción reflejada en sus facciones lo hizo rehuir de su escrutinio. La exigencia de respuestas fue notoria.
—¿Por qué no te fuiste con tu madre?
—¿No es obvio? Mamá no tiene a donde ir y yo no voy a ir a meterme con mi hermano... —suspiró y se concentró en la taza de café entre sus manos. Era una adulta, tenía que comportarse a la altura, pero ver su hogar caer a pedazos la convirtió en una niña pequeña con un enorme deseo de llorar.
—Lo lamento, nunca quise que sucediera de esta forma.
—¿Tanto la quieres? —la ausencia de respuesta la hizo continuar —. Por favor, dime que no la traerás a vivir aquí. No quiero irme.
—¡No, hija! Jamás haría eso, tú eres más importante... —se tomó un largo respiro antes de proseguir y bebió un trago sin precaución que le quemó la garganta. Adolorido, apretó los ojos y tragó saliva, lo merecía por ser tan idiota —. Además, ella ya no quiere saber de mí.
La muchacha exhaló con rabia.
—¡¿Cómo?! No puedo creerlo, solo destrozó a mamá y te dejó, ¡Es una perra!
—¡Romina!
—¡No la defiendas, papá! ¡Es una desgraciada, si te iba a dejar por qué no lo hizo antes! Con razón mi mamá está tan enojada... —calló al recordar algo y lo miró con desconcierto —. No me digas que esos golpes con los que llegaste el otro día tuvieron que ver con ella y no con el trabajo como dijiste.
Le bastó verlo a la cara para saber que su suposición era cierta.
—¿Te has vuelto loco?
Volverse loco, sin duda fue lo que le sucedió al saberse despreciado, tanto que su estupidez puso en riesgo de muerte a Diana y a Saúl le costó la vida. Cabizbajo, reflexionó sobre su actuar, su pésimo actuar, ¿En qué transformó el gran amor que le profesaba a ella? En un circo que afectó todos los aspectos de su vida. Lo único que le quedaba en ese momento era el cariño que su hija se obligaba a mantener por él.
—Tienes una idea equivocada. Tu madre tiene razón en detestarme y tú puedes hacerlo, pero no hagas lo mismo con Diana, porque no fue ella quien me dejó. Fui yo quien no tuvo el valor de ser honesto para estar a su lado —. La melancolía en su voz fue suficiente para que a su acompañante se le apagasen las ganas de reprochar. Los ojos enrojecidos, colmados de brillante confusión, y la expresión compungida de la muchacha casi lo hicieron desistir de seguir hablando, pero lo necesitaba. En secreto, le pidió perdón por lo que iba a decirle.
»Tampoco la insultes, no lo merece. A tu mamá la quise, pero éramos muy jóvenes cuando decidimos vivir juntos. Dejamos de querernos. Una vez que ustedes crecieron, nos dimos cuenta de que más allá de ser sus padres, no tenemos nada en común. Si seguimos fue porque separarnos implicaba mayor esfuerzo y a ninguno nos convenía. Para mí no era problema, pero entonces la conocí.
»Al principio, pensé que lo que me provocaba era protegerla como lo haría con ustedes. Era muy joven y le costaba adaptarse a cualquier compañía dentro o fuera del trabajo. Los otros agentes a menudo se quejaban conmigo de ella y si me acerqué fue solo para servir de mediador. Tenía la peor actitud, pero una gran vocación de servicio, mucho más que cualquiera. Todos hablaban mal a sus espaldas y aunque se daba cuenta no le importaba, seguía cumpliendo con su deber.
»Sin saber cómo empecé a disfrutar su compañía, necesitaba de alguien y yo quise ser ese hombre. La deseaba para mí. Aún lo hago. Disfruté cada instante a su lado y ser el único en su vida... Nunca me pidió nada y a mí me bastaba mirarla para que fuera ella quien se acercara, tal vez por eso no me atreví a decírselo a tu madre, era más fácil así —calló mientras tomaba una muy larga bocanada de aire —.
»Perdóname, no tendrías que escuchar esto, pero verla pelear con todos mientras de mí buscaba aprobación volvió mis días y el trabajo más agradable. Su rechazo... —«Me partió el corazón en dos» lo pensó, sin atreverse a decirlo —. Merezco que no quieras volver a verme, soy el peor remedo de padre y esposo...
El silencio se apoderó del ambiente por largos minutos, ninguno podía expresar el sinfín de pensamientos agolpados que se les fueron encima luego de semejante confesión. En Romina, el amor casi devoción que le profesaba a su padre se tambaleó, atravesado por palabras que no pidió escuchar, sus ojos vagaron por la cocina entera buscando un punto que le permitiera mantenerse serena. Él solo se preguntó: ¿Qué padre le decía a su hija la forma en que había traicionado a su madre? Nunca pensó que sería uno, era un desgraciado. Si se quedaba solo, sería lo justo.
—Papá, vayamos a dormir. Debes estar cansado y mañana tengo clases —pidió deseando borrar los pasados minutos.
Tras lo dicho, se levantó con pesadez, puso ambas tazas de café medio llenas en el lavatrastos y se fue a su habitación sin mirarlo. Al quedarse solo, se llevó ambas manos a la cabeza y se frotó los cabellos con desespero. El cansancio le aplastó cualquier idea, dormir fue la escapatoria perfecta para la amarga sensación que le creció dentro.
Durmió pocas horas. El sueño no llegó tan rápido como hubiera querido, sin embargo, el que fueran continuas y en una cama cómoda las hizo más eficaces. Afuera apenas clareaba, por lo que la penumbra dominaba el interior de la habitación. Otro día largo, en el que, aunque quisiera, no podía atender otra cosa que no fuera la búsqueda de Fátima. Con desgano, se dio una ducha rápida y salió, estaba solo.
En la mesa encontró el desayuno preparado, esa muchacha de verdad lo amaba, porque no le costó reconocer que no merecía esos gestos. Tomó el obsequio y abandonó lo que en otro tiempo fuera un hogar colmado de expresiones de cariño. En su cabeza se proyectó el día en que Romina también decidiera irse, el vacío que la visión le dejó escupió en su propio deseo de no estar solo.
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